ENCANTO ES UNA PELÍCULA DE WALT DISNEY PICTURES
Julieta, al igual que sus hermanos y los demás niños de Encanto, había crecido escuchando las historias de terror que contaban los mayores, sobre jinetes que blandían espadas y escupían fuego a los niños que salían de casa por la noche y a quienes se atrevían a cruzar las montañas. Estaban allí por una razón, solía decir Abuela; pero no podían proteger a los temerarios que se aventuraban en terreno desconocido y peligroso. Los monstruos que acechaban en la noche no admitían excusas ni tenían piedad con los bondadosos o los pequeños. El relato de estas figuras espectrales y crueles la había hecho temblar durante toda su niñez.
Curioso cómo los miedos cambian con el tiempo. Con la maternidad. Los jinetes de la muerte de repente no parecen cosa tan mala. Al crecer, uno descubre que el terror puede estar en cualquier rincón y adoptar cualquier forma. Puede ser algo de lo más cotidiano. Un accidente en la cocina, un loco con un arma, una despensa vacía...
...Que tu casa se derrumbe sobre tu hija más pequeña...
Ella y Agustín trataron de abrirse paso, chillaron hasta casi perder la voz, pero Casita los mandó a todos fuera y les bloqueó el paso. Parecía que no comprendía el instinto de unos padres de arriesgar sus propias vidas para proteger a sus hijos. Hasta que no quedó reducida a escombros, hasta que la magia no hubo desaparecido, evaporando esta maternal consciencia, no pudieron entrar. Julieta sintió mientras saltaba sobre los cascotes que el corazón le iba a estallar. Mirabel no había podido salir a tiempo. No había querido salir. La última vez que la pudo ver, se afanaba por salvar la vela. ¿Por qué Casita no la había sacado de allí como a todos? ¿Por qué la había animado a tratar de alcanzar la vela? ¿Por qué?
Luisa buscó por todas partes. Levantó cada cúmulo de escombros y muebles rotos que su fuerza menguante le permitió. Incluso a pesar de ello trató de levantar las piedras más pesadas. No dejaba de llamar a su hermana. Se le escaparon algunas lágrimas de frustración y de miedo. La última vez que había visto a Mirabel fue encogiéndose para proteger la vela, mientras la torre se caía sobre ella...Julieta le tocó el hombro tratando de reconfortarla, pero ella misma tenía que hacer un enorme esfuerzo por no derrumbarse.
Las piernas le flaquearon cuando encontró a su hija encajonada entre muebles y puertas. Estaba cubierta de polvo, inmóvil, pero parecía ilesa. Julieta ni se fijó en la vela apagada, en lo que eso significaba. En aquel momento la magia no era lo más importante. Podía vivir sin su poder, pero no sin su hija. No se hizo a la idea de que la pesadilla no era más que eso, una pesadilla, una ilusión, hasta que se acercó a Mirabel, posó su mano sobre su cara y la notó caliente, palpitante, y luego ella reaccionó a sus preguntas. Incluso entonces sentía que no estaba todo bien aún. Mirabel parecía solamente sucia, pero la ansiedad le hacía ver heridas inexistentes, sangre que no estaba realmente allí. No la miró cuando la habló, tenía la mirada perdida, y eso la preocupaba. Podría haberse llevado algún golpe en la cabeza...No quería apartarse de ella, pero la llamaban insistentemente, alguien se había hecho daño, y no podía ignorarlo. Le prometió que volvería enseguida.
Pepa sostenía a Antonio entre sus brazos. El niño lloraba tanto que creyeron por un momento que algo le había pasado. Tras un examen rápido, se pudo ver que no era así: tan sólo le había caído una teja encima que le había hecho un corte en un pie; nada severo. Lo que realmente le pasaba es que estaba dejando salir toda la angustia del momento. Julieta miró a su alrededor y sintió un nudo en la garganta. Ella también quería llorar la pérdida del refugio en el que había vivido toda su vida...Pero no era el momento. Mirabel. Mirabel. Mirabel la necesitaba. Lo demás era secundario. Ya habría tiempo para lamentarse. Su niña iba primero. Con ayuda de varios hombres del pueblo que se habían acercado a ver qué había ocurrido y ayudar en lo que pudieran, encontró sus botellas para tratar las posibles heridas que pudiera tener.
Cuando volvió sobre sus pasos, Mirabel ya no estaba donde la dejó.
— ¡¿Mirabel?! ¡Mirabel!
Abuela volvió la cabeza al oír la llamada.
¿Mirabel? ¿Qué...?
Nadie la había visto marcharse. Todos estaban tan ocupados llorando la pérdida de sus posesiones, de sus dones y de su casa, ayudando a otros, contemplando el desastre...¿Quién iba a preocuparse por Mirabel?
— ¿Adónde ha ido? ¿Por qué ahora, por el amor de...?—masculló Félix.
— ¿La oyes? ¿Puedes oírla, Dolores? ¿Está por aquí?—la presionaba Isabela, tan nerviosa que la agarró de los brazos y la hizo daño.
— ¡N-No! ¡No la oigo! Ya no...Ya no puedo...Los oídos me...—balbuceó ella con esa vocecita suya, aún más susurrante si cabía debido a los nervios.
Buscaron entre las ruinas, preguntaron a los vecinos. Debido al impacto de ver cómo la columna vertebral de la comunidad se había derrumbado, ninguno se había fijado en ella. De todas formas, nadie parecía haberla visto por el pueblo.
— ¿En qué estaría pensando...?—exclamó Pepa. No había ninguna nube sobre su cabeza, pero de haber habido una, seguramente hubiera sido negra como el carbón, y hubiera tronado sin cesar.
¿En qué? Julieta lo sabía. Su marido y sus hijas lo sabían. La respuesta cruzó sus mentes, pero se lo guardaron para sí.
No así Julieta.
Abuela vio cómo su hija se acercaba a ella con paso firme, con la cara contraída, como si estuviera a punto de echarse a llorar, a gritar o ambas cosas a la vez. Como si se hubiera topado con un muro de ladrillos, Julieta se detuvo de sopetón a apenas un metro de ella y las fuerzas parecieron abandonarla.
Quiso hablar. Sus labios se despegaron, tratando de traducir lo que pensaba en palabras. No pudo. Por mucho que lo intentó, no salieron. De haberlo hecho, ni el mismísimo Dios podría haberla callado. En cambio, lo que tenía que decir lo dijo con una mirada que lanzó a su madre, la cual permaneció sentada sobre los restos de la escalinata. No la miró largo rato, pues era urgente encontrar a Mirabel lo antes posible, pero fue más que suficiente. La viejita se encogió aún más de lo que ya estaba, al percibir lo que Julieta le quería decir: ¿Ya estás contenta?, ¿No era esto lo que querías?, Esto lo has hecho tú. Mirabel no dijo ninguna mentira. Arriesgó su vida porque la enseñaste que no valía más que el Milagro. Palabras silenciosas que se clavaron en ella como dagas.
Abuela no pudo devolverle la mirada.
Ni Julieta ni su marido e hijas perdieron tiempo con ella.
— Quizás aún podamos alcanzarla; no pudo ir muy lejos— murmuró Agustín.
— Fue culpa mía, ¿no es cierto, Papá?—musitó Isabela, acercándose a él.
— Calla, Isabelita...
— Yo le dije que me había arruinado la vida, que siempre estaba en medio...
— No digas eso, hija—Agustín se detuvo un momento para reconfortarla—. Tú no has hecho nada malo. No es el momento de buscar culpables. Hay que encontrarla; eso es lo primero. Ya habrá tiempo para hablar, y para todo lo demás. ¿Sí?
Isabela asintió lentamente. Tenía razón. Debían encontrarla, traerla de vuelta. Ahora más que nunca tenían que estar todos juntos.
Además, no había tenido la oportunidad de decirle que lamentaba todo lo que le había dicho últimamente...
— ¿Adónde se cree que va? Ella sola, sin nada encima...—seguía lamentándose Pepa, paseándose de acá para allá nerviosamente.
— ¡Tenemos que encontrarla! ¡Tiene que saber que esto no fue culpa suya!—Antonio seguía llorando. La huida de su prima había dado al traste con los intentos de sus padres y sus hermanos de calmar sus nervios y ahora lloraba tanto que en muchas ocasiones se quedaba sin aire y su cara había enrojecido.
— La encontraremos, Antonio, tranquilo—lo trató de animar Félix, estrechándolo entre sus brazos.
— No fue suya la culpa...—repitió Antonio, abrazándose a él.
— Lo sabemos, hijito, lo sabemos...—Félix soltó al niño y se volvió hacia Camilo y Dolores—. Ustedes dos vengan conmigo. Pepa, Antonio, quédense con la Abuela.
— ¡Yo quiero ir!
— Alguien tiene que quedarse aquí por si regresa. Tu abuela también te necesita ahora, ¿comprendes?
Los ojos de Abuela se encontraron con los de Antonio. No vio en ellos preocupación por ella; eso estaba reservado para Mirabel. El niño fue a su encuentro y se sentó con ella sin decir una palabra, evitando mirarla en lo sucesivo. Abuela se fijó en que su mirada vagaba por los alrededores, trataba de escuchar las conversaciones de su madre con los vecinos que se acercaban. Le hacía compañía físicamente, pero su cabeza seguía estando en su prima.
Todos pensaban en Mirabel, después de haberla ignorado durante tanto tiempo...
...Pero ¿acaso no lo habían hecho por mandato suyo?
Mirabel la había decepcionado, y nadie quería repetir ese error, así que se habían esforzado por complacerla. ¿Quién iba a pensar en la oveja negra de la familia cuando estaba en juego acabar como ella? A excepción de sus padres, que pese a todo siempre la habían defendido, aunque fuera con la boca chica, nadie quería molestarla poniéndose de su parte contra ella. Porque Alma, Abuela, jamás se equivocaba y todo lo que hacía estaba bien hecho...
Abuela miró a su alrededor, a las ruinas de su hogar, a su familia desperdigada.
Obviamente no era así.
Cerró los ojos y alzó la cabeza hacia el cielo.
«Pedro, ayúdanos...»
Cuando abrió los ojos, una mariposa amarilla revoloteó alrededor de su cabeza, haciendo que se echara para atrás. La vio volar entre las ruinas, posarse sobre la alacena rota, y alejarse de todo, en dirección a las montañas, al río...
Inspiró lentamente y luego se puso en pie.
— Enseguida vuelvo—dijo a Antonio—. Dile a tu madre que no se preocupe.
Creía saber dónde encontrar a Mirabel.
Esperaba poder arreglar lo que había roto.
Rezó una vez más por que Pedro la guiara, por que trajera las palabras adecuadas a sus labios, porque ya había hecho bastante, no quería estropear más las cosas...
«Esto es lo más difícil que he hecho en mi vida, Pedro. Dame fuerzas...»
FIN
