Los súcubos tenían una sencilla pero esencial regla: No enamorarse. Al menos para la novata Anzu Mazaki, era de vital importancia el tenerlo en mente en cuanto la pusieron a cargo de una misión sumamente difícil. Muchos no creían que podría hacerlo y las reacciones sorprendidas no se hicieron esperar al saber que se le fue asignado un hombre con tal calibre. Aun así, Anzu tomó la tarea convencida de que lograría demostrarles a todos que no era una debilucha primeriza.
El objetivo no era sencillo, al contrario, era una de esas misiones que solo los súcubos de rangos altos podrían lograr y, sin embargo, la tarea era titánica: seducir a un hombre al servicio de Dios, el Padre Zane Truesdale.
Anzu confiaba en los atributos que poseía, sabía cómo usarlos a su favor, pero eso no bastaría con alguien quién había entregada la vida entera a la comunión y el celibato, alejado de los placeres carnales y el pecado. Un eclesiástico descrito con temple de acero y voluntad impenetrable como máquina.
— Este es el expediente... — habló una de las súcubos, hermanas de la castaña — … Zane Truesdale, nacido en el seno de una familia conservadora y tradicional. Proveniente del linaje de hombres al servicio de la Palabra del Señor. Voluntad inquebrantable; las mejores notas académicas de cada escuela evangélica a la que asistió y ascendido al sacramento de la Iglesia como Padre. Un hombre entregado a Dios, intachable. Se dice que incluso su personalidad puede ser severa... y algo cruel.
Sin embargo, Anzu sabía que toda persona tenía un punto débil. Debía existir algo de corrupción, una grieta que pudiera aprovechar para inmiscuir en la mente del joven clérigo. Los grandes ojos azules se le iluminaron con malicia al encontrar lo que buscaba: "Incidente de piromanía a sus 17 años, se cree sospechoso del incendio de una habitacional abandonada. No ha sido el único incidente con fuego en el que se ve involucrado."
Anzu entonces hizo el primer movimiento: el infiltrarse en la Iglesia donde residía el Padre Truesdale como una monja más del convento, engañando a todos con ser una principiante realizando la congregación. Con el objetivo de acercarse lo más que pudiera, la novata súcubo se repetía en que por más impecable luciera por fuera, al final era hombre también. Le tomaría quizás más tiempo, pero lo lograría.
En aquel primer encuentro por los pasillos durante una soleada mañana, donde por "accidente" habían tropezado en el pasillo, no fue solo un accidente. El perfume de la ojiazul fue impregnado sobre el rosario que portaba el Padre Zane en la mano, acompañado de una mirada inocentona y "pura". Aunque de cierta forma, se vio intimidada ante el porte sereno y alto de aquel hombre con sotana y su mirada severa. Creía que era demasiado atractivo para haberse dejado encerrar en los muros de la Iglesia. Convencida de que eso bastaría para enloquecerlo poco a poco, se vio decepcionada cuando no fue así. Pasaron los días y él no se inmutó sobre aquello. Seguía portándose tan cordial y recto como siempre.
¿Qué error había cometido? ¿Es que enserio este hombre era incorruptible? No se daría por vencida, estaba más animada que nunca.
Lo que en realidad desconocía la inexperta Anzu es que tan solo sus cristalinos ojos azules habían causado mucho más impacto del que en realidad esperaba. El efecto que había provocado había sido devastador para el Padre Zane. La soñaba cada noche a partir de ese "casual" encuentro. Su cuerpo se retorcía resistiendo el buscarle, en alejar sus pensamientos por ella. Y no había sido el perfume ni el intento obsceno de acercamiento. Fue ese deja vu que lo impactó, sugestionado en el momento en que sus manos se tocaron. Fue breve, pero creía haber visto esos ojos en miles de ocasiones. ¿Acaso era una revelación? Rezaba todos los días intentando alejar su corazón de cualquier deseo.
Anzu se acercaba todos los días a él por cualquier medio, hacia parecer los encuentros como una mera coincidencia Lo tentaba peligrosamente a la primera oportunidad: acomodaba su cabello detrás de su oreja y le sonreía con indulgencia inocente cuando sus ojos verdes se posaban sobre ella. Aquellos acercamientos escalaban hasta ser descarados, cínicos y atrevidos cuando sus senos rozaban el brazo del Padre y las maleables formas de estos se acentuaban a través de las delgadas prendas religiosas, cuando sus hábitos delineaban la estilizada figura que se mantenía desnuda debajo de este incitando a la mirada de Zane. Y de todas formas nada parecía surtir efecto, el Padre Truesdale se mantenía en discreción ante los descarados movimientos sugerentes.
Incluso jugó con fuego. Durante la madrugada de rezos y ayuno, cuando se quedaron a solas en la Iglesia principal, encendió con sutil lentitud cada una de las velas extendidas a lo largo del altar. El fuego danzaba con seductora peligrosidad, y las sombras que producía contorneaban la voluptuosa figura de Anzu. Sabía de la piromanía, de la creciente tentación al fuego purificador.
Sonrió con arrogancia en un tono sugerente. No se escaparía esta vez, eso era lo que pensaba. Y sin embargo el intento fue en vano: aquel hombre solo rezaba y la observaba, con pudor y seriedad que incluso parecía intimidante.
Otro intento fallido, sin embargo en la soledad de la habitación, Zane respiraba agitadamente. Removía con desesperación el alzacuellos quitando el cleriman y lanzándolo lejos. El calor lo acedía, el movimiento del fuego, el ardor de cada vela, las sombras de aquellos azules ojos ¿qué carajos estaba pasando? Nunca se había visto tan comprometido, creía haber dejado ese camino una vez que fue comulgado. ¿Por qué estaba siendo tentado? Temblaba víctima de sus propias emociones.
Anzu no sabía que hacer, cualquier intento era inútil. No podría dar la cara ante sus hermanas, se mofarían de la misión fallida. Resignada, poco a poco los intentos disminuyeron y se percató que la mera compañía de Zane le agradaba. Se dio cuenta de aquello una tarde al encontrarlo en completa soledad en la biblioteca y se acercó a él sin ninguna intención esta vez, parecía tan tranquilo. Zane no la alejó, al contrario, le sonrió gentilmente invitándola a sentarse cerca. Con curiosidad, aceptó y él leyó algunos pasajes del Infierno de Dante, de cómo un hombre cruzó el mismo infierno para recuperar a su amada. ¿Un ser que estuvo en el infierno realmente podría alcanzar la pureza y encontrar el amor? Hasta entonces, el sentimiento era desconocido para la súcubo y sin saberlo le pareció fascinante esa historia.
El escucharlo leer en la biblioteca del convento, el solo acompañarlo a hacer servicio, incluso contemplarlo en misa recitando las palabras de la sagrada biblia se volvió un hábito que a Anzu le parecía único y fascinante.
Ella lo escuchaba, lo miraba sonreír y se sonrojaba. Se sentía hipnotizada, atraída por aquella sublime personalidad que en primera apariencia lucia frívola y seria, pero era tan dulce y apasionado en su faceta más íntima.
Ya era una costumbre oírlo declamar junto a la cristalina ventana que reflejaban los tonos violetas y rosados de la caída de la tarde, acompañado de una fresca ventisca que anunciaba el anochecer. Zane leía y leía, hablaba con elocuencia y educación. Los efectos de aquello estaban haciendo mella en lo profundo de la consciencia de Anzu, suspirando sin darse cuenta que hasta su forma de mirar había cambiado, parecía una niña a la que apenas se le revelaba el mundo. Zane estaba cautivado con su asombro, los ojos incisivos les cambiaban a unos de ternura con ver el rostro de la castaña asombrada.
Poco a poco descubría lo precioso que podía ser un durazno en primavera, el aroma de las wisterias y la quietud del sol de verano al atardecer.
Y en definitiva Anzu supo que tenía un corazón cuando, en una tarde de lluvia, coincidieron en el invernadero. Si, esta vez fue una casualidad y no un intento de seducirlo. Las pesadas nubes arrastraban una espesa lluvia que bañaba todo, pero en el invernadero las flores se mantenían pulcras y serenas. Zane entonces extendió su paraguas hacia ella, compartiéndolo bajo la lluvia al pasear y admirar lo maravilloso que era el mundo en los pequeños detalles.
— En un mundo lleno de dolor, esta es la creación de Dios... — dijo Zane, pero no estaba convencido a que se refería. Si el mismo Dios hizo todo lo bello en el mundo ¿era ella una enviada para atestiguar aquello? Por el otro lado, Anzu estaba embelesada, y por primera vez notó el pulso de su propio corazón golpeando con fuerza cuando Zane se quitó la capa que lo cubría del frio para dársela. Percibió el sutil perfume que usaba el Padre que también olía a aceites aromáticos consagrados y el sonrojo la evidenció. Fue cuando se percató que había roto la primera regla de los súcubos.
Anzu se había enamorado.
