HETALIA PERTENECE A HIDEKAZ HIMARUYA
2020
Romano siempre era el primero al que llamaba España durante los primeros minutos de cada año que comenzaba. Aunque las líneas telefónicas se colapsaran, no quería esperar a felicitar el año nuevo a su mejor amigo en el mundo entero. Una de las ventajas de vivir en la misma franja horaria era que no llamaba ni demasiado tarde ni demasiado pronto.
— ¡Han vuelto los años veinte, hermano!—rió España.
— No estamos en una nueva década hasta el año que viene. Siempre se te olvida—replicó Romano—. Pero es cierto, ¡el tiempo se pasa volando! Parece que fue ayer cuando viniste aquí, a Roma, para celebrar el Año Nuevo con las gemelas y Guido, ¿recuerdas?
— Vuestras fiestas de Año Nuevo son las mejores. Han pasado cien años y aún me acuerdo.
— Ya, pero lo que a mí me encantan son tus Reyes Magos. ¡Una semana más de fiestas! No eres tan tonto como pareces, canallita, jeje. No olvides que iré a tu casa para la cabalgata, y espero encontrarme con un roscón bien grande y un regalo.
— No sé, ¿has sido bueno este año?
— Con lo que te aguanto, creo que sí que he hecho méritos.
— En ese caso, le diré a Melchor, Gaspar y Baltasar que sean buenos contigo.
— Bien. Tenemos mucho que celebrar. Tengo la sensación de que este 2020 va a ser la caña.
Por aquel entonces no había razones para alarmarse. Sí que era cierto que habían oído que China se había resfriado, pero el gigantón sabía lo que hacía. El SARS era el pan suyo de cada día, y en cuanto comenzaron los primeros síntomas canceló algunas de sus reuniones para quedarse en casa y recuperarse. El resto del planeta tan sólo tenía que hacer controles de temperatura en los aeropuertos, recordar la importancia de la higiene de manos y poco más. Una neumonía tampoco era para tanto.
España y Romano siguieron llamándose casi cada día y viéndose en las cumbres. Prestaron poca atención a las noticias que venían de Asia, acerca de que China estaba convencido de que esa enfermedad que había pillado no era neumonía ni SARS, sino otra cosa distinta, algo a lo que llamó coronavirus; de que Tailandia y Japón habían comenzado a desarrollar síntomas. Era una gripe asiática, nada más. Asia estaba muy lejos.
Pero China, al ser un gigante del comercio, no podía quedarse en casa; cada día recibía a muchos clientes y vendedores. América reportó no encontrarse bien. No mucho después, pudieron ver que Francia tosía mucho en la última reunión que tuvo lugar a final de mes. Ambos habían estado en contacto con China. Viendo cómo había extendido la infección a pesar de sus precauciones, como mantener una distancia física y llevar una mascarilla, China decidió confinarse en su casa y no dejó que nadie entrara ni saliera de su territorio. España y Romano creyeron que estaba exagerando: ¡no era más que una gripe de nada!
Fue entonces cuando Veneciano comenzó a quejarse de dolores de cabeza. Ya que China había tenido el detalle de ofrecer a los demás países la tecnología necesaria para diagnosticar la enfermedad, él y Romano se hicieron la prueba. Veneciano dio positivo. Romano no. Veneciano no necesitó que nadie le ordenara encerrarse en su cuarto: se sentía tan débil que no quería salir de la cama. Romano le dejó comida en una bandeja en la puerta para evitar el contagio.
Con todo, un día sintió una molestia en el pecho y para confirmar sus sospechas se hizo la prueba. Positivo.
— ¡El idiota de mi hermano nunca coge los chistes, pero enfermedades, todas las que quieras!—dijo Romano a España.
España rio, y su risa fue interrumpida por un ataque de tos.
— ¿Tú también?—preguntó Romano.
— Sí, ¿y quién no? Ya sabes lo que cuesta evitar contagiarse—España se encogió de hombros.
Ya habían pasado antes por eso. Una vez se contagiaba uno, el continente entero caería tarde o temprano. Y en esos tiempos, en que existían los trenes, los aviones y las carreteras, las enfermedades se expandían muy rápidamente. Para febrero casi toda Europa había informado de síntomas. Había noticias de que Egipto tampoco se encontraba bien. España llamó a su familia en América para comprobar cómo se encontraban, y le confirmaron que el virus, al que la OMS había puesto el nombre de COVID-19, había alcanzado a todos, estaba en todas partes.
No era más que un catarro, se seguían diciendo. Un descansito, ibuprofeno y pronto se pasaría.
— ¿Sigue en pie el Carnaval de Venecia?—preguntó España.
— ¡Pues claro! ¡No nos van a arruinar la juerga!—respondió Romano.
Se volvieron a ver en la fiesta. ¡Una estúpida enfermedad no iba a detenerlos! Nunca se habían perdido el Carnaval, y un virus de mierda no iba a ser obstáculo. Romano y Veneciano habían trabajado en sus disfraces durante todo un año y España había aplazado muchos asuntos para asistir. Venecia estaba abarrotada, la gente no tenía miedo al virus. Era sólo una enfermedad que mataba a los ancianos y a los que ya estaban enfermos. ¡Esto era algo que no podían perderse!
Bebieron, tomaron muchas fotos, vieron los pasacalles y los disfraces increíbles que llevaban los asistentes...Parecía un sueño. Mas la sensación estaba aún ahí, por más que trataran de ignorarla.
Aguantaron hasta que ya no pudieron más.
Veneciano se quitó el antifaz y Romano vio que estaba pálido. Lo miró interrogante.
— Romano...No...No me siento bien...—dijo con voz apagada.
— Sí, no tienes buena cara—observó España.
— Llamad al 118, por favor...No puedo...respirar...
Veneciano no fingía ni exageraba, eso era evidente. España lo sostuvo entre sus brazos mientras Romano se apresuraba a llamar. Estaba tan pálido que se asustaron.
Horas más tardes, Veneciano se encontraba en el hospital, tumbado boca abajo, desnudo, con un tubo bien metido por el gaznate. Los jefes de Italia suspendieron el Carnaval y prohibieron que nadie entrara ni saliera de Lombardía y Véneto sin permiso especial. A España le permitieron irse.
— Esto no durará, ya lo verás. Nos veremos pronto—dijo a Romano antes de marcharse.
Pero, al igual que había pasado en Asia, los europeos comenzaron a encerrarse en sus casas para evitar contagiarse o contagiar a otros. La vida se detuvo en sus territorios. No se permitió la apertura de ninguna tienda que no fuera esencial. Las calles se vaciaron de gente. Los hospitales se llenaron..., al igual que las funerarias y los cementerios.
El gobierno de España declaró el estado de alarma después de que la nación tuviera que ser hospitalizada durante varios días, debido a una fiebre alta.
Romano también tuvo fiebre, pero al menos él no tuvo que pasar por el hospital, como su hermano o su amigo. Eso no quiere decir que no lo pasara mal. Simplemente Veneciano se llevó la peor parte. Aun así lo sintió. El pecho le dolió, no dejándole casi respirar, la fiebre...Le forzaba a guardar reposo casi todo el tiempo.
Siempre recordaría cuán tedioso y lento pasaría el tiempo. No quería quedarse en casa. Quería salir, disfrutar el sol de aquella primavera que acababa de comenzar. No quería estar con el teléfono o el ordenador todo el día. Ni siquiera conseguían distraerle. No tenía ganas de ver a todos aquellos famosos ejercitándose o presumiendo de las comodidades de sus mansiones, y aún menos ver el balance de muertos, ni por lo que estaban pasando las demás naciones: a Inglaterra con una máscara de oxígeno en el hospital, apenas con un hilo de consciencia; cómo ingresaban a India metido en una bolsa transparente, como si fuera un cadáver o algo así; incluso al gran América afanándose en respirar antes de desmayarse en los brazos de dos enfermeros. Sí que buscó cuál era la situación de España, y lo que vio no era bueno. Ese Palacio de Hielo en Madrid al que le había llevado en una ocasión, tres años atrás, se había convertido en una morgue improvisada, debido a que los tanatorios estaban a rebosar...Algunos días España tenía que soportar la friolera de mil muertos diarios. En esos días negros debía ser hospitalizado con gran dolor.
¿Qué iba a hacer, él solo? Esas paredes lo aprisionaban. Quería llamar a alguien, pero ya sabía que respuesta recibiría: estaban todos jodidos.
No era su primera pandemia, debía haber estado acostumbrado a cosas así, pero aquellos últimos años habían sido muy plácidos. De verdad había pensado que todas aquellas vacunas que habían inventado habían mantenido a raya a las enfermedades y cosas como estas no volverían a pasar...
Viendo el número de muertes, lo rápido que se expandía, a veces se preguntaba si saldría vivo de esta. Quizás...esta fuera la enfermedad definitiva, la que exterminaría a la raza humana. Igual que en esa película...no recordaba cómo se llamaba...¿Salían...monos? Demonios, ni siquiera era capaz de pensar...
A veces se encontró agarrando la barra de la ducha, fingiendo que estaba en el metro de camino al trabajo, bebiendo café en el balcón como si estuviera en su café favorito. Esa rutina que tanto había odiado, ahora se moría por recuperarla.
Durante aquellas horas interminables en Internet, encontró que España se sentía igual.
Una discoteca en un balcón. Jugando al bingo con los vecinos por la ventana, incluso tenis. Usando el papel higiénico que había acaparado para construir un fuerte.
Su mano se dirigió al teléfono inconscientemente. Cuando quiso darse cuenta, estaba haciendo una videollamada. No cambió de parecer.
España contestó. Dios bendito, qué feo estaba. Sin afeitar, probablemente sin ducharse en días, en pijama, con el pelo hecho una maraña. Su cara mostraba que apenas vivía en su propia piel, estaba colorado, probablemente por la fiebre.
Romano vio en la ventanita donde se encontraba su propia cara que él tenía la misma cara.
Una sonrisa creció en sus caras.
— ¿Cómo estás, monstruo?—preguntó Romano.
— Como una mierda. ¿Y tú?
— Otra mierda.
España asintió.
Romano alzó el pulgar, un gesto que España correspondió.
— Ponte en línea, vamos a jugar al FIFA. Ya que no te puedo patear el culo en la vida real—dijo Romano.
Parecía que nunca iba a acabar. Por eso el anuncio del fin de los confinamientos se sintieron un poco como un chiste, un sueño precioso. Pero sí, no había razón para permanecer en casa todo el día. Comenzaban a sentirse mejor, o al menos lo suficientemente bien para funcionar. Seguían dando positivo, pero tomando las precauciones necesarias no había razón para tener miedo de volver a ver la luz del sol. Las naciones volvieron al trabajo, primero a través de conferencias en línea, después cara a cara tras un período de adaptación. Distancia social, mascarillas...Mejor eso que nada.
En junio, Italia reabrió sus fronteras con los demás europeos. Era un primer paso...Seguían escuchando que América, Brasil, China y México entre otros estaban en una mala situación. Hasta que la susodicha vacuna estuviera lista y todos se la hubieran puesto, era mejor ir poco a poco.
España fue el primero en visitarlos. Era un privilegio que no iba a desperdiciar. No le importaron todos los requisitos para volar: cuarentena, pruebas...Pronto, los hermanos lo encontraron en su puerta.
Veneciano dio un paso al frente para darle un abrazo, pero se detuvo y retrocedió. Se suponía que no debían acercarse tanto...Todas las ventanas de la villa estaban abiertas, tenían alcohol en la entrada, limpiarían todo bien cuando España se marchara...
— Esto es un asco—se quedó España.
— Ya te digo—gruñó Romano.
Se miraron el uno al otro. Era tan raro, no poderse tocar los unos a los otros...Parecía una falta de respeto, como si se estuvieran perdiendo algo importante...Su sangre mediterránea bullía, les exigía proximidad.
Tras tantos siglos tan cerca los unos de los otros, luchando, abrazándose, besándose, ahora tenían que tratarse casi como extraños...
Los ojos de España se humedecieron y chasqueó la lengua.
— A la porra. A estas alturas ya me da igual. Ha pasado mucho tiempo y he tenido mucho miedo—murmuró, y rompió la distancia para abrazar a Romano y a Veneciano, rodeando a cada uno con un brazo.
— Eso, ven aquí, tú—suspiró Romano, y estrechó a España entre sus brazos, acercándose más de lo que nunca se había acercado a él. Porque tenía razón. Porque se había preguntado algunas veces si volvería a verlo, y si los dos estarían vivos para cuando llegara junio.
Veneciano dudó. No quería romper las normas porque había una buena razón para seguirlas. Sabía que se estaban jugando todo. Pero, en fin, suponía que las mascarillas reducirían los riesgos. Así que él también abrazó a su amigo.
Y entraron en la casa para recuperar el tiempo perdido.
FIN
Dedicado a todos los lectores italianos. L'Spagna vi ama!
