FRESAS CON NATA
Por Cris Snape
Disclaimer
Kono Oto Tomare! Es una serie escrita e ilustrada por Amyū y publicada en la revista Jump Square.
El universo de Kuroko no Basuke fue creado por Tatatoshi Fujimaki.
1
Kotos y pasteles
¿En qué momento su vida se ha convertido en una novela de Daniel Handler, alias Lemony Snicket?
Una serie de catastróficas desdichas se han cruzado en el camino de Kazusa Ōtori.
Problema número uno: se le ha roto la plancha para el pelo. Podría parecer una banalidad, pero desde que aprendió a manejar su indómita cabellera, se siente mejor consigo misma.
Problema número dos: el desayuno se le ha echado a perder. Se le olvidó meter las cosas en la nevera por la noche y, teniendo en cuenta el calor que está haciendo en los últimos días, se ha estropeado todo.
Problema número tres: ha llegado tarde para coger el metro. Le gusta salir de casa bien temprano para evitar aglomeraciones, así que un tipo ha intentado sobarle el culo y se ha puesto de mal humor.
Así pues, Kazusa llegó a la universidad despeinada, hambrienta y extrañando la presencia de Chika Kudō. Tampoco es como si ese individuo le resultara simpático, con su falta de modales y ese pelo estúpidamente rubio. Lo que pasa es que sabe muy bien cómo tratar a los babosos del metro: a pisotón limpio.
Todo podría haber mejorado a partir de entonces. Era temprano y estaba a tiempo de remontar. Pero no.
Problema número cuatro: se dejó en casa los apuntes de Derecho Mercantil que le prestó la compañera de clase más antipática de la ciudad y ha tenido que soportar un discurso acerca de la irresponsabilidad y el egoísmo.
Problema número cinco: le ha venido el periodo. Sin palabras.
Cuando llega la hora del almuerzo, está agotada. Tiene la tarde libre, aunque eso no le supone ningún alivio. Aprovechará para practicar koto y se preguntará en qué momento tomó la decisión de estudiar para ser abogada. Menuda estupidez. Kazusa es feliz mientras interpreta piezas musicales. Si el Grupo Kao se viera inmerso en problemas legales nuevamente, siempre podrían contratar a los mejores profesionales de la ciudad.
A lo hecho, pecho. Kazusa llega a casa reventada, se come un bocadillo grasiento que se ha comprado en el camino de regreso y se sienta frente a su instrumento musical. Es una preciosidad, hecho bajo pedido y ornamentado con primor. Debe reconocer los méritos de Kudō, que tiene más delicadeza de la que pudiera parecer.
Y ahí surge el problema número seis. Una de las cuerdas del koto se rompe y Kazusa descubre, con absoluta consternación, que no tiene de repuesto. ¿Cómo ha podido ocurrirle algo así? Pretende ser una artista profesional. No debería cometer errores de principiante. Y tampoco le apetece nada regresar a la calle, pero no le queda más remedio que visitar el taller de Kudō.
En su momento, a Kazusa le sorprendió escuchar la noticia. Chika Kudō rechazó la posibilidad de ser un alumno aventajado del Grupo Hōdzuki y optó por seguir los pasos de su difunto abuelo. Aún toca y, a Kazusa le consta, de cuando en cuando se aventura en la composición de nuevos temas, pero se gana la vida como artesano del koto. Aprendió el oficio en Sapporo, de manos del maestro Umetsugu y, en algún momento indeterminado, Kazusa le entregó toda su confianza.
Antes de salir se toma un antiinflamatorio y opta por coger el autobús. Acostumbra a tener menos problemas con los indeseables. Kudō tiene su negocio en un rincón bastante coqueto de la ciudad, de arquitectura tradicional y en el que se reúnen otros pequeños comerciantes. De hecho, Kazusa se compra el calzado en la tienda de la esquina, regentada por una señora de edad indeterminada y sonrisa afable.
Problema número siete: Kudō tiene cerrado. ¿Será posible? No existe en el mundo una persona que se dedique con tanta pasión a su trabajo. A veces hay que recordarle que debe descansar y, ¿cierra sin avisar ni nada?
Ha dejado un cartel en la puerta asegurando que regresará en una hora. El concepto del tiempo es bastante relativo. Todo depende de cuánto lleve ahí colgado ese aviso. Kudō pudo mancharse hace cincuenta minutos, en cuyo caso Kazusa no tiene reparos para esperar bajo un sol de justicia. Pero también cabe la posibilidad de que sólo lleve ausente cinco minutos. No le apetece pasar calor, así que echa un vistazo a su alrededor y se pregunta en qué comercio podría pasar el rato. Se conoce el barrio de memoria, así que da un respingo cuando ve el nuevo cartel.
"Los pasteles de Thor"
Alza una ceja, intrigada por el nombre. Hasta la semana anterior, ese local estaba en alquiler. Sus tripas aprovechan el momento para recordarle que apenas ha comido nada en todo el día. Además, le encantan los dulces y el aroma que inunda sus fosas nasales es prometedor. Con decisión, camina hasta la nueva pastelería y traspasa el umbral de la puerta, haciendo tintinear unas campanillas de colores que penden del techo.
El lugar es bonito. Está decorado en tonos claros combinados con madera de arce y resulta agradable. Las mesas tienen manteles coquetos y hay una inmensa estantería repleta de libros al final. Huele delicioso. A su derecha, un mostrador enorme expone toda clase de manjares que tienen pinta de estar exquisitos. Kazusa se relame los labios como si fuese una niña pequeña y se contiene para no pegar las narices en el cristal.
Se le acaban de olvidar todas las catastróficas desdichas de ese día.
—Buenas tardes. ¿En qué puedo ayudarte?
La voz pertenece al hombre que acaba de salir por la puerta que, sin lugar a dudas, da paso a la cocina.
Hombre.
Kazusa busca una mejor manera para definirlo.
Gigante.
Sí. Eso está bien.
El gigante en cuestión mide más de dos metros y tiene unos hombros tan anchos que apenas puede pasar por la puerta. Lleva puesto un uniforme con los colores blanco y morado, haciendo juego con el cabello largo y los ojos chispeantes de gula. Se está zampando un bollito relleno de una crema de color rosa. Kazusa se pregunta si será el dueño del local, aunque no le parezca muy profesional comerse sus propios productos delante de la clientela. Además, no le inspira mucha confianza. En realidad, casi nunca se fía de un hombre más allá de su padre o Kudō.
Supone que es una consecuencia directa de la educación que ha recibido desde niña. Nunca asistió a un colegio mixto y comenzó a tratar con chicos en los últimos años de instituto. Chicos que, por lo general, tocaban el koto y procuraban huir de ella por considerarla demasiado apasionada. Si lo piensa con detenimiento, Kudō fue el primero con el que mantuvo una conversación durante más de dos minutos seguidos. Es extraño que, pese a su aspecto y su comportamiento, Kazusa se sienta tan a gusto a su lado. Con el gigante, todo es distinto.
Tiene que inclinar la cabeza hacia atrás para poder mirarle a los ojos. Kazusa apenas mide metro y medio y está muy delgada. Ese tipo, enorme y fuerte, podría aplastarla con una de sus manos sin demasiada dificultad. No le gusta. No. No le gusta en absoluto y, sin embargo, se esfuerza por sonreír porque todavía tiene hambre y el olor cada vez parece más intenso.
—Me apetecen un té y un trozo de tarta.
El hombre se coloca detrás del mostrador y devora los restos del bollito. Entorna los ojos mientras echa mano de una tetera humeante.
—¿De qué sabor la quieres?
Imposible decidirse. Podría comerse todas las muestras.
—No sé.
—¿Quieres que te recomiende algo?
De perdidos al río.
—Por favor.
El gigante se muerde el labio inferior, la observa con atención y después se centra en la comida. Tiene pinta de estar pensando con mucho detenimiento cuál será su siguiente paso. Kazusa comienza a relajarse, asombrada por la profesionalidad del individuo en cuestión.
—Dime una cosa. ¿Cuáles son tus caramelos favoritos?
—Los de naranja.
—Ya veo. Creo que este te gustará.
El dependiente estira un brazo larguísimo para tomar, con una delicadeza impropia, una porción de tarta cortada en forma de cuña. Está formada por cuatro pisos de bizcocho y cremas de distinto color y coronada por montañitas de nata montada y ralladura de naranja. A Kazusa se le hace la boca agua.
—Puedes sentarte donde quieras. Enseguida te sirvo.
Kazusa escoge una mesa junto a la ventana. Desde allí puede ver el negocio de Kudō, así que podrá controlar su hora de regreso. Deja sobre la silla su bolso y se coloca un mechón de pelo detrás de la oreja. El gigante llega poco después, con su té y su tarta. Recibe ambas con alborozo y, cuando se lleva el primer bocado a la boca, quiere llorar. El dependiente la está vigilando con expectación y sonríe al ver su reacción.
—¡Uhm! Está muy buena.
—Me alegra que te guste. Es una receta propia.
No se lo piensa demasiado. En condiciones normales, le costaría un esfuerzo sobrehumano entablar conversación con ese desconocido, pero la tarta le calienta el corazón y la lengua y la presencia del gigante ya no es nada apabullante. Por el contrario, está cómoda. Se siente segura, como cuando Kudō viaja con ella en el metro.
—¿La cafetería es tuya?
Asiente.
—Abrí la semana pasada. Me han recibido muy bien.
—No me extraña, si todas las tartas están así de ricas.
—Kudō-chin dice que las de fresa son geniales.
—¿Quién?
—El chico de los kotos.
—¡Ah, Kudō!
El mote tiene su gracia. Kazusa piensa utilizarlo para molestar, harta de que ese idiota siempre la llame lanuda o cosas parecidas.
—¿Conoces a Kudō-chin?
—Somos…
¿Cómo definir su relación?
Curiosamente, la palabra se le escapa sola.
—Amigos.
Y dicho eso, inclina la cabeza para presentarse. Es inaudito tratándose de ella.
—Soy Kazusa Ōtori. He venido para comprar una cuerda para mi koto. Soy música.
El gigante entorna los ojos y la examina con detenimiento. Al final, hace un ruido poco comprometido y pronuncia su hombre.
—Atsushi Murasakibara. Aka-chin dice que tocar el koto es muy difícil.
Obviando el hecho de que ignora quién es el tal Aka-chin, Kazusa está encantada de seguir con la charla.
—No lo es tanto si llevas practicando desde niña, aunque requiere de mucha entrega y concentración.
—Yo no sé nada de música. Prefiero la repostería. Y el baloncesto.
A juzgar por su altura, era lógico sacar esa conclusión. Kazusa apenas ha practicado ese deporte en toda su vida, tan solo cuando era obligatorio en clase de Educación Física.
—Seguro que se te da fenomenal.
Murasakibara se pasa los brazos por encima de la cabeza, estirándolos todo lo que da de sí. Es como si le hastiara un poco hablar sobre ese aspecto de su vida, aunque responde con el mismo tono amable de antes.
—Jugué mucho en el instituto. Ganaba casi siempre. Menos a Aka-chin. Y a Kuro-chin. Y a Kise-chin.
Ha puesto cara de estar inmerso en sus recuerdos. Se le ve un poco frustrado y molesto y Kazusa no puede evitar sentir una gran empatía al rememorar sus propios fracasos.
—Es un rollo perder, ¿verdad?
Murasakibara se encoge de hombros.
—Ahora, esas cosas no importan tanto.
—Supongo que no.
—Seguiré trabajando. Si necesitas algo, sólo tienes que pedírmelo.
Se va tras el mostrador, para proceder a ordenar el género que está sacando de la cocina. Kazusa se concentra en él hasta que llegan nuevos clientes y el ambiente se vuelve un poco más ruidoso. Se toma su tiempo para comerse la tarta y da un respingo cuando ve a Kudō parado frente a la puerta de su taller. Está de espaldas y se agita con nerviosismo. A esas alturas, lo conoce lo suficiente como para ser consciente de que le ha pasado algo. Algo bueno, puesto que no mantiene inclinada la cabeza y hace girar las llaves en su dedo índice. Ansiosa por salir de dudas, Kazusa paga su consumición, se despide de Murasakibara y va al encuentro de su antiguo rival y actual amigo. Es un poco duro reconocerlo, pero así es la realidad. Ha terminado trabando amistad con un, a priori, indeseable.
Kudō la recibe con una sonrisa repleta de dientes blancos y un poco puntiagudos en los colmillos. Se hace a un lado para permitirle el paso y no es capaz de contener su felicidad. Kazusa se encoge cuando la agarra por la cintura y le da un par de vueltas en el aire. Se retuerce y lucha por librarse de él, cosa harto difícil porque, aunque ese idiota no sea tan descomunalmente alto como Murasakibara, le saca un buen trozo y es mucho más fuerte.
—¡Ey! ¿Qué haces?
—Kazusa. Voy a casarme. ¿No es genial?
Se queda boquiabierta y al principio no sabe qué decir. Casi puede escuchar los latidos del corazón de Kudō y es consciente de que pocas cosas podrían estropearle el momento. La mira con ansiedad, a la expectativa de su veredicto. ¿Qué puede decir ella? Que está a punto de surgir el problema número ocho: cuando su madre se entere de que Satowa Hōdzuki se ha comprometido, su vida se convertirá en un auténtico infierno.
Demonios.
2
Madre y amigos
Antes de salir de casa, Kazusa ha hecho la lista de la compra. Necesita pintalabios, una plancha para el pelo y unas zapatillas cómodas para caminar por la ciudad. Le pasa de vez en cuando. Toma la determinación de iniciar alguna actividad que más tarde abandona sin remordimientos. Como cuando se apuntó a clase de pilates y se hizo daño al segundo día. Ahora le ha dado por los paseos largos. Sabe que necesita activar su cuerpo para mantenerse fuerte y odia los deportes en general y el gimnasio en particular. Si se patea las calles, puede entretenerse con la música a todo volumen o repasar mentalmente las nuevas partituras musicales que ha tomado prestadas en las oficinas principales del Grupo Kao.
Soluciona lo del pintalabios en primer lugar. Le encanta ese tono de rosa vivaz que hace contraste con su cabello. Lo lleva usando desde los diecisiete años y no lo dejará nunca. Es Fumi Hanamura la encargada de hablarle acerca de un local que vende productos de peluquería y, una vez realizada la compra ideal, restan las zapatillas. A Kazusa no le resulta sencillo comprarse calzado. Extraña los tiempos de instituto, cuando el uniforme incluía los zapatos y no tenía que molestarse en pensar en ello. Frunce el ceño cuando la dependienta le muestra el quinto par. Es espantosamente morado y le recuerda al chico de la pastelería. Como no podía ser de otra manera, eso le hace pensar en Kudō y, de ahí, a su eterno tormento.
—No me lo puedo creer.
Pronuncia esas palabras sin venir muy a cuento. Fumi, que ya está acostumbrada a su proceder, ni siquiera se inmuta. Está haciendo gestos para que la dependienta le muestre unas zapatillas ubicadas en la parte más alta de la estantería. A Kazusa tampoco le gustan demasiado, pero se deja hacer. Al final, se llevará lo menos pensado.
—¿Cómo es posible que Hōdzuki vaya a casarse?
—Es una mujer adulta, con un empleo estable. Sale con Kudō desde hace ocho años. ¿Por qué no se casarían?
Está claro que Fumi no entiende la problemática. Sólo ve la parte sencilla del asunto. Satowa tiene veinticuatro años. Es una afamada intérprete de koto. Continuamente actúa en festivales y conciertos y graba discos. Es la estrella más brillante del grupo Hōdzuki y tiene una vida estable en todos los sentidos. Está comprometida, demonios. Kazusa, por su parte, tiene exactamente la misma edad, aún no ha terminado sus estudios universitarios ni ha afianzado su posición en el mundo del koto. Y no, no tiene pensado contraer matrimonio en los próximos meses. Ni siquiera tiene novio. Nunca lo ha tenido. Es, sin lugar a dudas, una fracasada. Le molesta que Fumi, su mejor amiga, no lo vea desde la misma perspectiva.
—No lo digo por eso. ¿Es que no te das cuenta? Seguro que mi madre ya se ha enterado.
Fumi respira hondo.
—Tu madre.
—Sí. Mi madre.
Como si la hubiera invocado mediante un hechizo, el teléfono móvil de Kazusa le anuncia que tiene un nuevo mensaje de su progenitora. Fabuloso. Le da miedo leerlo. Cabe la posibilidad de que se trate de alguna banalidad, así que le echa un vistazo. Y no, no estaba errada en absoluto. El audio aclara muchas cosas.
Kazusa, hija mía. Esta mañana he ido al mercado y me he encontrado con la señora Dōjima. Ya sabes. Esa anciana de cara arrugada, la abuela de Akira Dōjima. La mujer que ganó el festival de primavera del año pasado. ¿Te acuerdas de ella? Hizo una interpretación bastante buena, aunque hubo algo que no me terminó de convencer. En cualquier caso, esta señora me ha dicho que en el Grupo Hōdzuki están de celebración porque Satowa, su heredera, se ha comprometido. Con ese chico salvaje. ¿Puedes creerlo? No entiendo como una persona tan educada ha puesto sus ojos sobre semejante delincuente, pero ese no es el problema. ¿Te das cuenta de lo que está pasando, Kazusa? He intentado no presionarte. Te he dado tu tiempo y he sido paciente. Creo que ha llegado la hora de que encuentres a tu media naranja. Si no lo haces por tu cuenta, me encargaré personalmente de buscar el candidato ideal para ti. ¿Has oído hablar de la familia Akashi? Pues bien. Puede que te sorprendas. Que pases una buena mañana. Un abrazo, querida.
¡Al fin se ha terminado! Mientras reflexiona acerca de la mejor manera de responder, Fumi se aparta el flequillo de los ojos. Kazusa no sabe por qué se lo ha dejado crecer, cuando es evidente que le molesta muchísimo.
—La señora Ōtori ignora cómo se economiza el vocabulario.
Kazusa libera un resoplido de risa.
—¡Y qué lo digas!
Después, se preocupa por lo que acaba de escuchar. Se pasea por los lugares comunes de todos los días, aunque ha mencionado algo que es de su interés y que no puede dejar pasar.
—¿Sabes quiénes son los Akashi?
Fumi se encoge de hombros y le hace entrega de una zapatilla blanca para que se la pruebe.
—Me parece que un tal Akashi ganó el Campeonato Nacional de Shōgi.
—¿Te gusta el shōgi?
—Una de mis tías juega profesionalmente. Tengo el interés suficiente como para saber ese dato.
—Ya. —Kazusa se muerde el labio inferior—. Eso significa que mi madre quiere casarme con un viejo.
Fumi da un respingo. La observa mientras se coloca la zapatilla en el pie. Kazusa comprueba que es bastante cómoda. Además, el blanco pega con todo.
—Estoy harta de mirar. Me llevo éstas.
El suspiro de alivio es más que evidente.
—¡Al fin! No entiendo una cosa.
—Dime.
—¿Por qué crees que tu madre te va a arreglar el matrimonio con un señor mayor?
—Tú misma lo has dicho, que Akashi juega al shōgi.
Con el paso de los años, Fumi la ha mirado con esa cara en bastantes ocasiones, como si estuviera frente a un misterio de difícil resolución. Kazusa es consciente de que, a veces, es difícil seguir el hilo de sus pensamientos. Por lo general, no se apiada de los extraños y deja que piensen lo que quieran, pero Fumi es su mejor amiga. Pensándolo mejor, es posible que sea su única amiga. Y luego está Kudō, con el que no puede hablar sobre asuntos románticos.
—Vamos a ver, Kazusa. —Fumi le habla con paciencia, como si estuviera tratando con Nene, su hermanita—. En primer lugar, no sabemos si se trata del mismo Akashi. Puede ser que no tengan nada que ver el uno con el otro. Además, la gente joven también juega al shōgi.
—¿De veras?
Le responde alzando una ceja. Kazusa se ve en la obligación de darle la razón. Deja que su cerebro descanse mientras costea su nueva adquisición y sale de la tienda con ganas de tomarse algo fresco. ¿Cuándo se irá el calor? Terminan sentadas en una heladería cercana, devorando sendas bolas de helado de chocolate con sirope de naranja.
—Tu madre, ¿habla en serio?
—¿Con lo del matrimonio concertado? Yo diría que sí.
Ya intentó algo parecido en el pasado. Cuando Kazusa cumplió los veinte años, antes de decidir que se matricularía en la universidad, su madre dedicó una primavera entera a presentarle candidatos dispuestos a convertirse en su futuro esposo. En aquel entonces no estaba desesperada y le dijo que se tomara su tiempo para decidir, pero sabe que ahora será diferente. Kazusa siempre ha sentido que su relación con Satowa es una carrera de obstáculos y que nunca llegará a la meta en primer lugar. Maldita sea.
—Eso es horrible. Como si una mujer no pudiera quedarse soltera.
Tanto Fumi como Kazusa recibieron una educación de lo más tradicional. Asistieron a escuelas para chicas, aprendieron a comportarse como futuras esposas perfectas y les grabaron a fuego que el principal objetivo de una mujer japonesa debía ser casarse y formar su propia familia. Kazusa se está tomando su tiempo, pero, en el fondo de su corazón, es lo que más anhela. Fumi, en cambio, ve el mundo desde otra perspectiva. Trabaja en una empresa tecnológica y aspira a convertirse en gran ejecutiva. Hace años que no toca el koto y rechaza con rotundidad cualquier contacto masculino. Los hombres, en general, le caen mal.
—Tampoco es como si fueran a obligarme, pero debo asumir mis responsabilidades familiares. Más tarde o más temprano, tendré que hacerlo.
—¿Me estás diciendo que te parece bien?
Kazusa lame con gula su bola de helado. Está riquísima. Es inevitable que vuelva a acordarse del chico de los pasteles. Tan alto y tan buen repostero.
—Me he tomado con demasiada calma lo de buscar novio. A lo mejor, todo esto me viene bien para decidirme. No quiero vivir así para siempre.
Fumi entorna los ojos. Está molesta. Kazusa opta por cambiar de tema y se muestra satisfecha con la mañana de compras. Mientras habla, tiene muy presente el mensaje de su madre. Decide que no visitará el domicilio familiar esa tarde. Mejor esperar un par de días. Con un poco de suerte, estará más calmada y la dejará respirar. O a lo mejor se pone ansiosa y no le concede tregua. Kazusa sabe que, elija una cosa u otra, terminará por dolerle la cabeza.
Kudō la ha invitado a merendar a "Los pasteles de Thor". Tiene el cabello hecho un desastre y está nervioso, excitado. Mira con gula el trozo de tarta de fresa que Murasakibara acaba de poner delante de sus ojos. Kazusa probará un pastel de zanahoria bastante llamativo.
—¡Uhm! Este tío sabe lo que se hace. ¡Ey, Atsushi! Vas a preparar mi tarta de boda. No puedes negarte.
Esa tarde hay bastante gente en el local, así que apenas le presta atención. A Kazusa le molesta que ese chico sea tan escandaloso. No le importa en lo más mínimo llamar la atención de todo el mundo y ella está mucho más cómoda cuando pasa desapercibida. Menos cuando está frente a un koto. Entonces, adora la sensación de ser una estrella. Daría cualquier cosa por ser más famosa de lo que es en ese momento.
—¿Por qué tienes que llamar a todo el mundo por su nombre de pila?
Le ha hecho el mismo reproche mil veces. Kudō ni siquiera se inmuta.
—Atsushi es de nuestra edad. No me gusta ser tan formal.
—No se trata de formalidad, si no de educación.
Kudō apoya la barbilla en su mano y le sonríe. Parece una hiena.
—¿Insinúas algo?
—Para nada. Creo que no he podido hablar más a las claras.
Lo bueno de tratar con ese chico es que rara vez se disgusta. En algún momento de su pasado decidió que se concentraría sólo en las cosas buenas de la vida y no pasa ni un solo día sin cumplir ese propósito. Claro que a veces se enfada o se pone triste o desea aislarse de los demás, pero lucha contra la negatividad contra todas sus fuerzas. A lo mejor por eso le gusta tanto a Satowa. Chika Kudō es la clase de persona que siempre ve el vaso medio lleno. Cuando surge un inconveniente, busca soluciones en lugar de regodearse con el sufrimiento. En ocasiones, Kazusa se ve contagiada por su exacerbado optimismo.
—Pero no hemos venido aquí para comer tarta, ¿verdad?
La ha llamado a primera hora de la mañana, ansioso por quedar con ella. Kazusa ha tenido que modificar su horario de ensayo para comerse el mejor pastel de zanahoria de la historia.
—¿Quién ha dicho que no?
—Kudō.
Se encoge de hombros, fingiéndose molesto.
—Te he dicho mil veces que me llamo Chika.
Kazusa aprieta los labios. Es tan, tan difícil llevarse bien con él.
—Vale. Chika. ¿Qué quieres?
Le da la impresión de que sus mejillas se tiñen de rojo durante un instante. Después, saca un papel del bolsillo trasero de su pantalón y se lo tiende. Kazusa se da cuenta enseguida de que se trata de una partitura. La hoja está arrugada y sucia, la composición se llama "Para Hōdzuki" y el resto es un absoluto caos. No sabe si sentirse enternecida u ofendida por semejante afrenta musical.
—¿Qué es esto?
Chika no se percata de su disgusto. Amplía su sonrisa.
—Es una sorpresa para Satowa. La tocaré durante nuestra boda.
Vale.
La ternura gana terreno.
Le da un traguito a su té para contener la emoción. Se carga de dureza.
—¿Me estás diciendo que esta basura es una partitura?
Ahora sí, se queda serio y recupera su hojita con un movimiento ágil.
—¡Ey! Ni siquiera le has echado un vistazo. Suena genial.
—Está llena de tachones y es un asco.
—Porque es un borrador.
—Antes de presentármelo, tendrías que haberlo pasado a limpio.
Chika abre la boca para protestar. Las palabras mueren en su garganta. Se vuelve más suave.
—Tienes razón. Lo admito. Te prometo que la próxima vez te enseñaré algo más digno, pero necesito que le eches un vistazo. Ahora.
Kazusa suspira, recupera el folio y se centra en la parte musical. Chika es un compositor novato, pero se nota que ha puesto el corazón en cada una de las notas. Es inevitable sentir ganas de tocar la melodía. Sabe que sonará bonita. Dulce, apasionada. Un reflejo del alma de ese chico.
—Ya la he visto.
Chika vuelve a sonreír.
—Genial. Necesito que me ayudes.
—¿Quieres que la toque para ti?
Se rasca la nuca, mira la partitura y enfrenta su mirada. No hay más que honestidad en esos ojos claros.
—Escucha, Kazusa. No tengo mucha experiencia en estas cosas. Quiero que Satowa comprenda cuánto la quiero con sólo escuchar mi canción, pero no sé si lo estoy haciendo bien. Por eso te pido que me guíes. Sabes un montón sobre música y estoy convencido de que, bajo tu tutela, esta pieza será genial.
Kazusa no se esperaba que algo así fuera a ocurrirle durante ese día. Le gustan mucho los elogios, pero las palabras de Chika la dejan tan sobrecogida que no sabe ni qué decir. Lo observa mientras sigue comiéndose su tarta y aprieta los dientes. No se va a poner a llorar como una chiquilla. No es para tanto. Carraspea e intenta razonar con él.
—No soy tan buena, Chika. ¿Por qué no hablas con tu antiguo profesor?
—¿Takinami? Es un hombre.
—Ya lo sé.
—Yo necesito el punto de vista de una mujer.
—Pues consulta con Hiro Kurusu. ¿No es tu amiga?
—Hiro casi nunca toca el koto.
—¿Y Akira Dōjima?
Chika se ríe.
—Ella lo toca demasiado. Por favor, Kazusa.
Acaba de ponerla entre la espada y la pared. Además, no entiende por qué la mira de esa manera. Es como un niño pequeño suplicando por la atención de sus padres. Tiene demasiadas cosas en la cabeza. Debe estudiar, practicar con el koto y contentar a su madre. No necesita asumir más responsabilidades y, sin embargo, no es capaz de negarse.
—No podré dedicarte mucho tiempo.
—Soy un experto en aprovechar lo que tengo.
—Quedaremos en este local para hablar. Me gustan los pasteles.
—A mí también.
—Y te cortarás el pelo de una maldita vez. Me pones de los nervios.
Chika se acaricia el cabello, sonríe y da un brinco en la silla. Comienza a devorar lo poco que queda de su tarta.
—¡Mierda! Tengo que hacer una entrega. ¡Atsushi! Que te pague Kazusa. ¡Nos vemos!
—¡Oye!
Está indignada. No se puede tener más morro. Acaba de dejarla plantada y ni siquiera ha tenido la decencia de costear la merienda. Con razón su madre dice que es un salvaje. Si supiera que son amigos, pondría el grito en el cielo. ¡En fin! Kazusa ni siquiera sabe qué explicación podría darle para justificar esa relación.
—¿Quieres que te traiga la cuenta?
¡Demonios!
Murasakibara acaba de darle un susto de muerte. No se puede ser tan enorme y al mismo tiempo así de sigiloso. Kazusa gira su cuerpo para observarle desde abajo. Muy abajo. Se ha sujetado el cabello en una coleta y está tan serio como siempre. Desde que comenzó a visitar su negocio, no lo ha visto sonreír. Es amable y educado, aunque no parece muy avispado. En una ocasión, Kazusa pensó que era como un enorme oso de peluche. ¡Qué absurdo!
—¡Eh…! Sí, claro.
Él se da media vuelta, camina hacia el mostrador y regresa al cabo de un minuto con una nota en la mano. Se la tiende a Kazusa, que no queda tan espantada como cabría esperar. Habida cuenta de la calidad del producto, no resulta nada caro.
—Kudō-chin se va a casar. ¿Hablaba en serio cuando dijo que quiere que le haga el pastel de bodas?
—Yo diría que sí.
—¡Uhm! ¿Tú conoces a la novia?
—Sí.
—¿Sabes si le gusta la fresa? Porque he pensado que es la mejor opción para Kudō-chin, pero también es necesario tener en cuenta la opinión de ella.
Kazusa parpadea, maravillada por ese proceso mental.
—No estoy segura. Creo que a Hōdzuki no le gustan mucho los dulces.
Murasakibara parece horrorizado.
—¿Cómo puede ser eso?
Se encoge de hombros, incapaz de ofrecer una respuesta mejor. Entonces, el repostero gigante se acomoda junto a ella. La silla cruje bajo su peso y se golpea las rodillas con el tablero de la mesa. Kazusa deja escapar la pregunta. Se arrepiente de inmediato.
—¿Cuánto mides?
Se avergüenza por su indiscreción. Murasakibara contesta con normalidad.
—Dos metros y quince centímetros.
—¡Joder!
En condiciones normales, nunca dice palabrotas.
En condiciones normales.
—¿Y tú?
Ahora está obligada a responder. Se señala a sí misma.
—¿Yo?
Murasakibara asiente.
—Metro cincuenta y cinco.
—¡Ah! Eres tan pequeñita.
Se debate entre la indignación y la risa. Termina por darle un golpe en el hombro. Es como intentar derribar un rascacielos a soplidos. El gigante ni se inmuta.
—¡Oye, tú! Soy normal para ser una mujer.
Murasakibara la observa con los ojos entornados.
—¡Qué va! Eres bajita. A mí me gustan las chicas altas.
¿A qué ha venido eso? Kazusa se cruza de brazos.
—¡Pues qué bien! A mí me gustan los chicos más normales.
—Yo soy normal.
—Mides más de dos metros. Perdona que te lo diga, pero eso no es normal.
Se queda pensativo. Kazusa teme que haya podido ofenderse.
—Una vez jugué contra un tipo más grande que yo. Un americano. —Sonríe como si el recuerdo le hiciera feliz—. Fue muy emocionante. Por primera vez, pude usar toda mi fuerza. No tuve que contenerme para nada.
Kazusa, que siempre lo ha dado todo frente a un koto, se sorprende ante esa revelación.
—¿Te contenías al jugar?
—Pues claro. Imagina que tuviera que defender a alguien como tú. Un descuido y podría hacerte mucho daño.
Kazusa abre la boca. Es verdad. No lo ha pensado de esa manera. Sí que se sintió intimidada la primera vez que vio a Murasakibara, algo perfectamente normal dadas las circunstancias, pero ahora que lo conoce un poco mejor ni se le pasa por la cabeza la posibilidad de que él vaya a hacer algo impropio. Le produce las mismas sensaciones que Chika. Más o menos. La conversación está despertando su interés. Y eso que no le van los deportes.
—Dime una cosa. Cuando jugabas, ¿eras bueno?
La mira como si no terminara de comprender. Al final, asiente.
—Más o menos, sí.
—Entonces, ¿por qué no te has hecho profesional?
Se encoge de hombros.
—Quise irme a Estados Unidos, como Kise-chin, pero fue muy difícil.
—¿Quién es Kise-chin?
Utiliza mucho esos motes raros y Kazusa se queda a medias. La respuesta le provoca un escalofrío.
—Ryōta Kise. Jugamos juntos en la secundaria.
Kazusa se incorpora, acercándose más si cabe al chico.
—¿Kise? ¿El de la NBA? ¿El que también es modelo?
Murasakibara da un soplido para apartarse un cabello de la cara.
—¿A ti también te parece que es guapo?
A cualquiera que tenga ojos en la cara. Madre mía.
—Conoces a Ryōta Kise. Increíble.
—Estás muy emocionada. ¿Quieres que te lo presente?
—¿Puedes?
—Claro, pero tendrás que esperar a que vuelva de Estados Unidos. No nos vemos mucho.
Kazusa procura normalizar su respiración. Se imagina a ese hombre tan guapo comiendo chocolate en una de las mesas de ese local y se le acelera el corazón. Puede que a lo largo de su vida no se haya relacionado con muchos especímenes masculinos, pero sabe distinguir la belleza cuando la tiene delante. Desea realizar algún comentario más al respecto, pero Murasakibara tiene toda la pinta de aburrirse y prefiere que la conversación tome unos derroteros un poco más personales.
—Dices que lo intentaste en la NBA.
—Sí, pero me cansé enseguida. Había que entrenar muchísimo y me regañaban todo el rato. Me volví en cuanto pude y comencé a estudiar repostería. Me encanta los dulces.
Kazusa sonríe, embriagada por su sinceridad.
—Eres todo un maestro pastelero.
Murasakibara no se molesta en aparentar falsa molestia.
—Ya lo sé.
En fin. Todo el mundo tiene derecho a ser recompensado por el trabajo bien hecho.
—¿No has vuelto a jugar al baloncesto?
—Sólo por diversión. A veces, quedo con mis antiguos compañeros y echamos un partidillo. Además, Kudō-chin me dijo que los comerciantes del barrio están organizando un equipo para jugar en una liguilla de aficionados. Quieren que me apunte, pero me lo estoy pensando.
Kazusa entorna los ojos con sospecha.
—¿Kudō juega al básquet?
—Creo que no. Dice que en el instituto tocaba el koto.
Tendrá que apuntar en algún sitio que debe preguntar a su amigo al respecto. No va a consentir que haya secretos entre ellos.
—Ya lo sé. Fuimos rivales varias veces. Nuestros respectivos institutos estaban en la prefectura de Kanagawa y teníamos que jugarnos el pase a la fase final.
—¿Le ganaste muchas veces?
No hay malicia en su mirada, sólo curiosidad. Kazusa aprieta los labios, un poco espoleada por aquel pasado tan lejano.
—En Tokise tenían a Hōdzuki. Eran intratables.
Murasakibara asiente. Kazusa teme que vaya a interrogarla al respecto, pero lo que hace es levantarse y cobrarle la consumición.
—Tengo que volver a trabajar. Ha sido muy agradable charlar contigo.
Hace una reverencia respetuosa y se retira. Kazusa logra reaccionar antes de que se aleje demasiado.
—Lo mismo digo.
3
Compromiso y prometido
—Kazusa.
Nene Ōtori. Acaba de cumplir los catorce años y es bastante insoportable. Y pensar que de niña era un encanto.
—¿Qué?
—¿No te parece que Chika Kudō es extraordinariamente guapo? Hōdzuki tiene muchísima suerte.
Su hermana está curioseando en Internet. Desde que saltó a la palestra la noticia del compromiso, los cotillas de las redes han estado comentando el asunto. A Nene le encantan las redes sociales.
—Si mamá te escucha decir eso, te caerá una buena bronca.
—¿Por qué? Sólo señalo un hecho objetivo. Kudō es muy agradable a la vista. No pretendo casarme con él ni convertirme en su amante adolescente.
Tiene que poner los ojos en blanco.
—Me tranquiliza mucho oírte decir eso. En cuanto tenga ocasión, se lo comentaré a Satowa.
—¿Todavía te mientes a ti misma creyendo que sois amigas?
—Nunca he dicho tal cosa.
—Lo sé. He llegado a esa conclusión por mis propios medios.
Kazusa la mira con sorpresa y curiosidad.
—¿Cómo?
—Pareces estar al tanto de muchas de las cosas que le ocurren. Por lo que he podido observar, a Satowa no le resultas del todo simpática, así que doy por hecho que has vuelto a las andadas y te dedicas a espiarla.
—¡Nene!
¿Cómo se puede tener carita de ángel y ser tan ofensiva?
—¿Estoy equivocada?
Puede que su argumentación suene razonable, pero sí que lo está. Equivocada hasta el infinito. Claro que tampoco puede revelarle la verdad. Está en casa de sus padres. Si confiesa que es amiga de Chika y alguien se entera, el infierno de su vida se convertirá en un lugar mucho más caliente. Justo lo que no necesita en ese momento.
—¿No tienes que estudiar? Estás siendo muy pesada.
Su hermanita se pone en pie, le guiña un ojo y se dispone a marcharse.
—Quien calla otorga.
Abandona la estancia. Kazusa está en la sala de música, sentada frente al mismo koto que usaba para ensayar antes de independizarse. Bueno, antes de mudarse al apartamento que le costean sus padres. Es una lata ser tan adulta y no ser capaz de ganar su propio dinero. Algún día. Si no es el koto, será la abogacía, pero dejará de ser una mantenida pronto. Muy pronto.
La residencia de los Ōtori está repleta de viejos recuerdos. Es fácil volver a sentirse como una niña mientras contempla las molduras de las paredes y las betas del suelo de madera. Huele a infancia y suena a melancolía. Acaricia tentativamente una de las cuerdas, consciente de que es la única esperanza de la familia. Nene no tiene ningún talento para la música. Da igual cuánto haya estudiado. Es un auténtico caos que, además, prefiere practicar natación. Pese a ser diez años menor, ya tiene los hombros más anchos que Kazusa. Y es bastante más alta. A lo mejor, Murasakibara podría sentirse atraído por ella. Si fuera un poco más mayor, por supuesto. Porque la diferencia de tamaño es más que evidente, pero Kazusa podría arrancarle los ojos al primer pervertido que se propasara con su hermana.
—¡Ah! Aquí estás.
Justo lo que se temía. Era de esperarse. Su madre ya ha llegado a casa y lo primero que ha hecho ha sido ir a buscarla. Puede que Nene haya revelado su paradero. Kazusa saluda a la mujer con un beso en la mejilla y se prepara para lo que está por venir. Mientras deja en el suelo un montón de bolsas repletas de la nueva ropa que, casi con total seguridad, nunca llegará a usar, la señora Ōtori comienza hablar. Kazusa saca la conclusión de que tiene dos problemas: la adicción a la ropa y la verborrea.
—¡Qué mañana tan horrible he pasado! He ido a mi boutique favorita del centro y me he encontrado con la señora Hōdzuki, que es una engreída de mucho cuidado. Y eso que sólo accedió al mundo del koto por matrimonio. Si su difunto esposo nunca hubiera puesto sus ojos sobre ella, ahora mismo no sería nadie. La cuestión es que me he visto en la obligación de felicitarla por el compromiso de su hija y me ha dicho que me hará llegar una invitación de boda. Como si fuera algo de lo que sentirse orgullosa. No entiendo cómo puede consentir que esa chica, cuyo futuro es tan prometedor, ligue su apellido al de ese hombre. Kudō. ¿Quién es Kudō? Te lo diré yo: un delincuente con malos modales. Yo le he dicho que aceptaremos la invitación, por supuesto, e inmediatamente después me puse en contacto con el señor Akashi.
Kazusa da un respingo. Allá vamos.
—Masaomi Akashi es un hombre extraordinariamente bien educado. Hace poco adquirió esa cadena hotelera tan famosa. Donde suelen ir los ídolos. Te puedes hacer una idea del poderío económico de su familia. Y sólo tiene un hijo, así que más te vale caerle bien.
—¿Qué estás diciendo, mamá?
—He acordado una cena formal para este mismo fin de semana. El señor Akashi está encantado con la idea. Ha sido un poco difícil de cuadrar porque su hijo está muy ocupado con la equitación, la práctica de piano, el trabajo en la empresa familiar y el shōgi, pero nos ha podido hacer un hueco. Debes ser muy simpática.
Entre todas las palabras que ha escuchado, sólo se le queda en la mente una de ellas.
—¿Shōgi?
—El joven Seijūrō es jugador profesional de shōgi. Tiene una mente privilegiada. Tiene que gustarte.
Tiene que gustarte.
Kazusa siente un escalofrío en la columna vertebral. Se queja.
—Mamá.
Sabe que ha puesto ojos de cordero degollado. Sabe que su madre odia que se haga la víctima. Pone los brazos en jarra.
—Has tenido tiempo de sobra para buscar un chico adecuado. Al paso que vas, te quedarás solterona y ningún hombre querrá casarse contigo. Además, ya lo he hablado con el señor Akashi. Podrás terminar tus estudios y seguirás tocando el koto, aunque te comprometerás con los intereses de la familia Akashi antes que con cualquier otra cosa.
Le entran unas ganas tremendas de echarse a llorar. No conoce a ese tal Seijūrō Akashi, pero se lo imagina como a un ogro de lo peor. Tal es así, que siente envidia de Hōdzuki por tener a un chico como Kudō. Y eso que su interés romántico hacia él nunca ha existido. Es solo que le parece buena persona y es agradable ser su amiga.
—¿Y si no me gusta?
Su madre sólo la mira de esa manera cuando está al límite de su paciencia. Ha ocurrido muchísimas veces desde que era niña, aunque en los últimos tiempos ha sido algo inaudito.
—Te gustará. El joven Akashi es un cúmulo de virtudes al alcance de muy pocas mujeres. Serás encantadora y estarás conforme. Por tu propio bien.
Dicho eso, cambia de tema. Procede a mostrarle todas las prendas de ropa que se ha comprado. Mientras la escucha, apenas es capaz de contener las lágrimas.
—Kudō-chin se ha ido temprano hoy.
Kazusa, que se ha sentido absolutamente desolada al descubrir que la tienda de su amigo está cerrada, se gira para mirar a Murasakibara. Es la primera vez que lo ve sin su ropa del trabajo. Tiene el pelo suelto y parece incluso más alto de lo normal.
—¿Has quedado con él?
Se muerde el labio inferior.
—No. Solo quería hablar sobre su canción.
—¿La del koto?
Así que lo sabe. A ese ritmo, Hōdzuki se enterará de la sorpresa antes del día de la boda.
—Pero si no está, da igual.
—Dijo que iba a probarse trajes de novio. Y kimonos ceremoniales.
Kazusa suspira. Aún está muy disgustada. Disgustadísima. Puede sentir las lágrimas humedeciendo sus pestañas. Murasakibara hace un gesto extraño, como si no estuviera nada acostumbrado a ver chicas llorando y no supiera bien cómo reaccionar. Por eso Kudō es distinto a todos los hombres. Él siempre lleva un pañuelo en el bolsillo y sabe esperar a tu lado hasta que el llanto se calma. Sin decir tonterías, sólo estando ahí.
—Creo que tienes una bajada de azúcar.
La afirmación de Murasakibara la sorprende.
—¿Qué? Para nada.
—Ven. Te invito a un pastel de chocolate. El chocolate es muy bueno para las bajadas de azúcar.
La coge por el codo. Kazusa da un respingo, pero la incomodidad inicial se le pasa enseguida. Murasakibara la lleva hasta su propio negocio, que ya está cerrado debido a la hora, y hace que se siente frente al mostrador. Huele a limpio y todo está muy ordenado. El gigante no tarda en colocar frente a sus narices un bizcocho con cobertura de chocolate blanco. Kazusa no duda a la hora de llevárselo a la boca. Está riquísimo, aunque no lo suficiente como para quitarle la pena.
—Yo no suelo tener bajadas de azúcar. Me gustan mucho los dulces.
—Muchas veces, eso no tiene nada que ver.
—Si quieres, puedo avisar a Kudō-chin.
—¿Por qué querría verle?
—No sé. Parecéis muy amigos. Y siempre te hace sonreír. Pensé que estarías bien con él a tu lado.
Así que Murasakibara es más observador de lo que parece a simple vista. Kazusa se encuentra con otro bizcocho en el plato. Se lo come. A la porra eso de mantener la línea.
—¿Sabes que al principio me cayó muy mal? Pensé que era un fracasado y que destrozaría el futuro de Satowa Hōdzuki.
—¿Qué pasó para que cambiaras de idea?
—Escuché su música. Me salvó de un pervertido. Aprendí a conocerlo.
Murasakibara sonríe. Se sienta frente a ella, con los brazos preparados para darle más dulces de ser necesarios.
—A mí me pasó lo mismo con Aka-chin.
Kazusa resopla, divertida.
—¿Por qué siempre usas esos diminutivos?
Murasakibara se lo piensa. Aparta la mirada al responder, como si le diera un poco de vergüenza.
—Para demostrar que alguien me cae bien.
Kazusa siente algo calentito en el pecho.
—¿Kudō te cae bien?
—Me ayudó mucho cuando estaba preparando el local. El que más. Fue amable y me invitó a comer caramelos de fresa. Casi nos ponemos enfermos.
Kazusa rueda los ojos.
—Es tan típico de él.
—Estoy trabajando mucho en su tarta de boda. Quiero que sea espectacular.
Murasakibara da un respingo. Se pone en pie.
—¿Me harías el favor de probar la muestra?
No espera respuesta. Se pierde en la parte trasera de la tienda y regresa con un plato repleto de una tarta que no tiene la mejor pinta del mundo.
—Perdón por la presentación. Se me rompió al sacarla del molde, pero creo que el sabor estará bien. Prueba.
Kazusa no puede resistirse a nada de lo que prepara ese hombre. Coge una cuchara y se lleva un trozo a la boca. Es ambrosía. No se le ocurre otra definición.
—¡Uhm! Madre mía.
—¿Te gusta?
—Es impresionante. Ni siquiera sé qué decir.
A Murasakibara no parece agradarle la respuesta. Empuja el plato en su dirección.
—Prueba un poco más. Tiene fallos. Muchos fallos.
Kazusa frunce el ceño y le obedece. En esa ocasión, saborea con más cuidado, intentando mostrarse tan crítica como cuando escucha una composición de koto.
—Está demasiado dulce.
Murasakibara hace un gesto de victoria.
—Lo sabía. Creo que añadiré algún elemento salado en la crema. ¿Qué te parece?
—Que no tengo la menor idea de cómo hacer una tarta.
—¿Ninguna?
—Cero.
—¿Por qué no?
Es como si de verdad no lo entendiera. Kazusa no cree que ese chico pueda preguntar algo de una manera maliciosa.
—Porque en casa siempre he tenido a alguien que hace las cosas en mi lugar.
Murasakibara resopla.
—Como Aka-chin, entonces.
No puede resistir más esa incertidumbre. Es la segunda vez que lo menciona.
—Quién es Aka-chin?
—Seijūrō Akashi.
Kazusa está a punto de caerse de la silla.
—Espera, ¿qué? ¿Conoces a Seijūrō Akashi?
El corazón le late a toda velocidad. No puede ser que existan esa clase de coincidencias en este mundo tan cruel. Murasakibara apenas se inmuta.
—Fuimos a la misma escuela secundaria y jugamos juntos al baloncesto. Me prestó el dinero para montar mi negocio.
Sí que se conocen. ¡Demonios! Podría decirse que son amigos. Kazusa puede notar que se ha puesto pálida.
—Ten. Come más tarta.
Sí. Es buena idea. Come, come y come, perdiendo la noción del tiempo. Murasakibara la observa hasta que cree conveniente retomar la conversación.
—¿Tú conoces a Aka-chin?
—Todavía no. Mi madre quiere que me case con él.
No tendría que haberlo dicho. Demasiada información para compartir con alguien que es casi un desconocido. Sin embargo, no tiene tiempo para arrepentirse porque Murasakibara empieza a reírse a carcajadas.
—¿Qué?
Kazusa no entiende nada.
—¿Casarte, dices? ¿Con Aka-chin?
—Esa es la idea, sí.
Murasakibara se ríe un poco más. Kazusa está demasiado confundida para mosquearse.
—¿Qué pasa?
Murasakibara le da unas palmaditas en el hombro.
—Si no quieres casarte con él, puedes estar tranquila. Me consta que Akashi no quiere comprometerse con ninguna chica.
Acaba de despertar su curiosidad.
—¿Por qué no?
—Porque le gustan los chicos, Ōtori. De hecho, lleva viviendo con Ogiwara un par de años.
Está atónita. Su cerebro se queda en blanco durante unos segundos y después comienza a trabajar a toda velocidad.
—¿Y el señor Akashi sabe eso?
—Claro que lo sabe, aunque aún no lo ha aceptado.
Siente la esperanza resurgir en su interior. Murasakibara está tan tranquilo, como si no se estuviera preparando para afrontar una tempestad emocional en nombre de su amigo.
—Entonces, podría obligarle a…
—Nada de eso. Nadie puede obligar a Aka-chin a hacer algo que él no quiera hacer. Ni siquiera su padre.
Suelta el aire de los pulmones muy despacio, liberándose de toda la angustia e incertidumbre que ha estado sintiendo. No se verá obligada a casarse con un desconocido. Los planes de su madre se irán al traste. Aunque cabe la posibilidad de que vuelva a la carga con alguien peor. No. Maldita sea. No puede ser tan negativa.
—Creo que Akashi me cae bien.
Lo dice sin pensar. Murasakibara se encoge de hombros.
—Siempre ha gustado mucho a las chicas.
Ahora que está más aliviada, se deja llevar por la curiosidad. Apoya el rostro sobre su mano y observa a ese chico. Le gusta. Cuando está con él, se siente en paz. Pese a su tamaño, no le transmite otra cosa más que calma.
—Así que sois amigos.
—Desde secundaria, sí.
—¿Cómo es?
—¡Uhm! Es listo. Le gusta decirle a la gente lo que tiene que hacer. Nunca hace caso a los demás. Es muy bueno jugando al baloncesto, aunque no pudo irse a la NBA. Es la única vez que obedeció a su padre.
—¿De verdad es tan bueno?
Murasakibara cambia de postura. A esas alturas, también está comiendo tarta.
—¿Has oído hablar de la Generación de los Milagros?
Kazusa niega con la cabeza.
—Supongo que ya da igual. Todos hemos crecido y, salvo Kise-chin, ninguno siguió jugando al baloncesto.
—Todavía no puedo creerme que conozcas a Ryōta Kise. Es alucinante.
Murasakibara va en busca de más tarta. Kazusa pierde la noción del tiempo. Cuando regresa a casa, tiene ganas de vomitar y se siente como flotando en una nube. Está tan aliviada que, pese al malestar estomacal, enseguida se queda dormida.
Su madre la observa con el ceño fruncido. Kazusa se siente como si volviera a tener siete años y estuviera a punto de hacer alguna travesura. No le importa la desconfianza. Está disfrutando de la cena en compañía de los Akashi.
Es la señora Ōtori la que lleva la voz cantante. Su padre, fiel a su costumbre, empezó a beber vino a media tarde y aún no ha parado. Nene no está obligada a asistir. Kazusa procura sonreír y lucha contra las ondas de su cabello. Al otro extremo de la enorme mesa, el señor Akashi tiene pinta de tener un palo metido por el culo.
Kazusa observa a Seijūrō. No es nada feo. Ni tampoco demasiado alto. De hecho, juraría que Kudō le saca unos cuantos centímetros. En los últimos días, ha buscado información sobre la Generación de los Milagros y ha tenido ocasión de verlo en acción. Y realmente no sabe nada de baloncesto, pero está bastante segura de que Murasakibara no exageró al decir que era muy bueno. Se pregunta si jugará a escondidas. Es algo que le pega. Aparenta ser alguien serio y responsable, pero hay algo juguetón en sus ojos.
Cuando llega la hora de tomar los licores, su madre finalmente cierra la boca y Kazusa invita a Akashi a dar una vuelta por el jardín. La residencia Ōtori es elegante y antigua, aunque sospecha que no es la mansión más grande en la que ha estado ese chico. Una vez en el exterior, sin saber por qué, Kazusa se libera del corsé que se puso en nombre de su madre y respira hondo. Decide no andarse con subterfugios.
—Conozco a Murasakibara. Me ha dicho que no quieres casarte.
Podría haber sido un poco más educada, pero no más directa. A Akashi le sorprende escuchar sus palabras, aunque enseguida adquiere una pose relajada.
—¿En serio?
—Voy mucho por su local. Es un repostero excelente.
—Sí que lo es.
Kazusa se planta frente a él. Rara vez se siente tan decidida frente a un chico.
—¿Qué vamos a hacer?
—¿Con qué?
—Con este absurdo intento por comprometernos. Murasakibara también me ha dicho que te gustan los… ejem, hombres.
Tal vez no debió decir eso. Akashi tuerce el gesto.
—Desde luego, la discreción de Atsushi es inestimable.
—¿Quieres decir que lo tuyo es un secreto?
—En realidad me da igual. Mi padre es el único que se mantiene en la inopia.
—¿Por qué le sigues el juego?
—Me divierte que se sienta decepcionado.
Kazusa abre la boca. ¡Qué cruel! Akashi sonríe y toma asiento en un banco de piedra. Kazusa recuerda que su padre lo instaló allí cuando era pequeña. También recuerda que suele guardar botellas de sake detrás de la rosaleda cercana.
—Lo habitual sería quedar un par de veces y anunciar que no nos caemos bien.
—Genial. Buena idea.
Se sienta a su lado. Akashi la observa de reojo, como si acabara de encontrar algo muy interesante en su persona.
—No me esperaba esta reacción por tu parte, Kazusa Ōtori.
—¿A qué te refieres?
—Normalmente las chicas están ansiosas por salir conmigo. Les ilusiona la perspectiva de convertirse en la próxima señora de Akashi y no siempre es fácil romper con ellas. Tú eres distinta.
Kazusa se encoge de hombros.
—No me siento especialmente atraída por el matrimonio. No me malinterpretes. Aspiro a formar una familia algún día, pero aún tengo muchas cosas por hacer. Estudiar, hacerme famosa con el koto.
Akashi alza una ceja. Sonríe. Hay algo malvado en su expresión.
—Así que eres tú.
—¿Quién?
Se mantiene en silencio un instante, como planteándose la opción de responderle o no.
—Digamos que Atsushi te ha mencionado un par de veces. No le eres del todo indiferente.
Kazusa siente arder sus mejillas. Agradece que sea de noche y Akashi no pueda ver su rubor. En el jardín huele a verano y la temperatura es agradable.
—¿Alguna vez has ido a su local?
—No soy muy amante de los dulces.
—Pues no sabes lo que te estás perdiendo.
Se miran. Se sonríen. Kazusa se siente a salvo, aunque no puede quitarse un detalle de la mente. ¿De verdad Murasakibara ha demostrado interés hacia su persona?
4
Alto y baja
—Tetsuki dice que éste es más adecuado para la ceremonia tradicional.
Le parece que Chika está agitando el teléfono móvil delante de sus narices. Kazusa come tarta de plátano y chocolate al mismo tiempo que mira a Murasakibara. Así que habla sobre ella cuando está con sus amigos. Eso es muy interesante.
—¡Ey, lanuda!
Kudō. Kudō ha subido el tono de voz y tiene esa expresión intimidante que lo convirtió en un mito entre los delincuentes de la escuela secundaria. Como dice el refrán, perro ladrador…
—No me estás haciendo ni caso.
Es verdad. No puede quitarse de la cabeza las palabras de Akashi. Que ella sepa, es la primera vez que un chico la encuentra sugestiva. Por norma general, la tachan de molesta, histérica, intensita y un montón de cosas parecidas. Exageraciones en su humilde opinión. Además, ¿por qué no va a tener mal genio? Chika a veces se pone echo un basilisco y no pasa nada. La gente parece quererlo por eso. A Kazusa incluso le hace gracia. A lo mejor es un poco cruel por su parte ignorarle en ese momento tan trascendental de su existencia. Kudō está tan ilusionado con su futuro matrimonio que resplandece de dicha. Kazusa suspira y deja de observar a Murasakibara.
—¿Qué decías?
—El montsuki, Kazusa.
¡Ah, el montsuki! Observa las fotografías que le muestra Chika y procura centrarse en él. A decir verdad, últimamente le está dedicando mucho tiempo. Pasa tardes enteras en "Los pasteles de Thor", comiendo dulces y charlando con su amigo. O comiendo dulces y repasando la canción de boda que prepara Chika. O comiendo dulces y estudiando para los próximos exámenes universitarios. O comiendo dulces. Ese local se ha convertido en su segundo hogar. Kazusa no puede dejar de ir. No puede dejar de mirar a Murasakibara.
—Es negro.
Chika suspira.
—Una observación genial. Tetsuki dice que tiene que ser así.
—Y no se equivoca. Parece que te ha sabido guiar. ¿No te fías de él?
Frunce el ceño.
—Entonces, ¿te gusta?
—No es fácil de juzgar sin vértelo puesto, pero creo que podría quedarte bien. Tienes buena planta.
Chika resopla.
—¡Vaya! ¡Un cumplido!
—De todas formas, no te preocupes mucho. La gente le prestará más atención a Satowa que a ti. Seguro que estará preciosa.
Pone cara de bobo, como si se hubiera imaginado esa escena mil y una veces. Kazusa lo encuentra adorable. Kudō sigue trajinando con el teléfono y le enseña trajes de novios de estilo occidental.
—¿Qué te parece el azul? El color me recuerda un poquito al del uniforme de Tokise.
Kazusa resopla y se contiene para no poner los ojos en blanco.
—¿A qué viene esa cara?
—A que el uniforme de Tokise era horrible, Kudō.
Se queda pasmado, como si acabara de descubrir un misterio oculto durante decenios.
—¿Qué dices?
—Que el que lo diseñó debía ser daltónico. Eso como poco.
Chika frunce el ceño. A Kazusa le alegra haber podido ser sincera respecto a eso. Llevaba tiempo esperando el momento adecuado para soltar la bomba y se ha quedado a gusto.
—A mí no me parecía que estuviera tan mal.
—Azul, marrón y rojo. Sólo faltaba mezclar los cuadros del pantalón con círculos. Era terrible.
Bufa. Mira su teléfono con consternación. Kazusa le consuela dándole un consuelo útil.
—El gris es bastante bonito. Tiene un aire desenfadado que te pega mucho.
—¿Tú crees?
Kazusa asiente. Chika se queda pensativo y, al cabo de un rato, vuelve a su negocio. Tiene que preparar media docena de kotos para la Escuela Hōdzuki y no da abasto. En otro tiempo, Kazusa hubiera vuelto a casa. A esas alturas, se queda en su mesita del rincón, abre el portátil y se pone a estudiar. Murasakibara la sorprende llevándole un té y unas galletas de mantequilla que acaba de hornear. Se queda de pie a su lado. Algunas tardes, se sienta con ella y charlan, pero sólo cuando no tiene más clientes.
—Aka-chin me ha dicho que no vais a casaros.
Aunque no es alguien demasiado dado a bromear, la ironía se hace patente en sus palabras. Kazusa le regala una sonrisa.
—No nos hemos entendido.
Murasakibara se queda callado durante tanto rato que Kazusa comienza a plantearse la posibilidad de que sea necesario resetearle el cerebro. Cuando habla, su voz es suave.
—Oye, Ka-chin.
Se estremece. ¿Acaba de regalarle su propio diminutivo? Quiere ponerse a gritar como una adolescente, aunque mantiene la calma. Puede sentir el corazón bombeando sangre a su cerebro y su cerebro perdiéndose en una ilusión un poco tonta. Sonríe. Pestañea.
—Dime.
—¿Te gustaría ir a dar un paseo cuando salga de trabajar?
Madremía. Madremía. Madremía.
—Vale.
—Genial.
A Murasakibara se le ha puesto la cara roja. Se rehace la coleta y vuelve a sus quehaceres sin añadir nada más. Kazusa se queda embelesada hasta que llega la hora de marcharse.
Kazusa no es una experta en citas. De hecho, no recuerda haber tenido una jamás. Está convencida de que Murasakibara la llevará a pasear debajo de las estrellas o la invitará a cenar en algún restaurante carísimo. No se espera que se cuelgue una bolsa deportiva en el hombro y la lleve a una pista de baloncesto. Tampoco que se plante frente a ella como, ¿si pretendiera jugar?
—No sé qué esperas que haga.
Le saca más de medio metro de altura. Kazusa ha pensado en los problemas de logística que se plantearían en caso de que le apeteciera darle un beso. Que no le apetece. O tal vez sí. El simple hecho de rodearle el cuello con los brazos ya sería muy difícil, así que no tiene ni idea de cómo proceder cuando él le pasa la pelota.
—Juega.
—Pero, ¿tú me has visto?
Murasakibara entorna los ojos, se queda pensativo y asiente. Kazusa suspira, resignada ante el hecho de participar en esa locura. Procura botar el balón, pero se golpea la punta del pie y sale rodando hacia el lado contrario de la pista. Él parpadea, maravillado por su torpeza supina.
—No me mires así. ¿Acaso tengo pinta de jugadora de básquet?
—No me creo que seas así de paquete.
—¡Ja! Vamos a ver, Atsushi. ¿Qué harías tú frente a un koto?
¡Oh, vaya! Acaba de llamarle por su nombre de pila. Nota el fuego en las mejillas. Está convencida de que él le reprochará algo y, sin embargo, no le da importancia a ese hecho.
—Posiblemente lo rompería. Una vez, rompí un violín.
—¿Hablas en serio?
—Cuando estaba en el instituto. Quise advertírselo al profesor, pero insistió tanto que tuve que hacerlo. Quedó inservible.
Kazusa no da crédito a lo que escucha.
—¿Cómo pudiste romper un violín?
No espera encontrar una respuesta. Atsushi ha recuperado el balón y comienza a botarlo frente a ella. Sus movimientos son hipnóticos. Pese a su enorme tamaño, es ágil y rápido como un felino. Kazusa recuerda los videos de la Generación de los Milagros y se arrepiente por no haber estado más atenta al deporte masculino cuando era estudiante. Claro que en ese entonces le horrorizaban los chicos. Y ahora también lo hacen un poquito. Bueno, bastante. Salvo honrosas excepciones.
—De todas formas, el koto es más resistente.
Lo dice para no seguir mirando embobada los brazos musculados de ese chico. Con el uniforme de la pastelería no se le marcan tanto. Más de dos metros de pura fibra. Kazusa siente un ligero temblor en las rodillas.
—Kudō-chin ha decidido no apuntarse al equipo del baloncesto del barrio, pero yo sí lo he hecho. Quiero entrenar un poco.
—¿No sería mejor que practiques con tus compañeros?
—Puede. Me apetece más estar aquí, contigo.
La pelota se detiene. A Kazusa le tiemblan las rodillas. Atsushi la está mirando, como si esperara algo. ¿Una tormenta solar que destruya el planeta entero? Posiblemente.
—¿Hablas en serio?
Se queda callado. Le lanza el balón. Kazusa lo atrapa a duras penas.
—Juega.
Es la primera vez en toda su vida que siente un interés genuino por ese deporte. Tira la pelota al suelo y la recoge con ambas manos cuando vuelve a subir.
—No sé cómo se hace. Enséñame.
Ignora cuál era la intención de Murasakibara al llevarla hasta allí. No sabe si buscaba o no alcanzar ese punto. La cuestión es que ahí está Kazusa Ōtori, ligeramente inclinada sobre sí misma, protegiendo un balón de cuero con las manos. Tras ella, el cuerpo inmenso del maestro pastelero está cerca. Muy cerca. Casi pegado. Puede sentir toda su calidez y escuchar su respiración tranquila. La idea es hacer un giro veloz, esquivar al rival y tirar la pelota para meterla en la canasta. La realidad es que le está costando un poco de esfuerzo llenar los pulmones de aire. El corazón le late muy deprisa. Quiere toparse con Atsushi de una vez, sentirlo en todo su esplendor. Se pregunta si esos escalofríos son deseo. No es algo que haya experimentado antes. Ha estado demasiado asustada de los chicos como para anhelar cualquier clase de contacto físico. Y realmente odia no saber qué está pensando Atsushi, que sólo la mira y defiende, con los brazos extendidos y los pies firmes en el suelo.
—Tienes que botar.
Se estremece. Tiene la boca seca.
—¿Cómo?
—¿Puedo?
No espera respuesta. Kazusa no sabe a qué se refiere. Un instante después, una mano descomunal se coloca sobre la suya, asiendo los dedos con firmeza. Y botan la pelota. Juntos. Dos, tres, cinco veces. Kazusa siente su piel helada y sudorosa. Va a sufrir un infarto. Murasakibara está cada vez más pegado. ¿Qué hacer? Demonios. Dios. ¡Qué situación!
Se le olvida por completo la parte de fintar y lanzar. A Atsushi también. Pierde la noción del tiempo. Deja de sentir el tacto del cuero. Sólo cuenta la mano de ese chico. Poco a poco empiezan a moverse más y más lento hasta que se quedan inmóviles. Kazusa tiene la espalda pegada a su pecho. Nota el movimiento de sus pulmones al expandirse. Empieza a tener frío. O calor. ¿Qué más da? Quiere un poquito más de contacto. Un abrazo. Una caricia. Lo que sea.
No quiere que Atsushi ponga distancia de por medio y recupere la cordura en primer lugar.
—Es tarde. Te acompaño al metro.
No es capaz de discutirle nada. Kazusa regresa a casa sin alcanzar a comprender lo que ha ocurrido. Sin saber qué pasará al día siguiente.
Fumi Hanamura rebusca en su armario, ansiosa por encontrar una prenda de ropa que sea de su agrado. Es algo que hace bastante a menudo. Kazusa la observa desde la cama, convertida en un auténtico caos. No sabe qué parte de sí misma se encuentra más confundida. El cerebro, que no logra ser racional en absoluto. El corazón, que está experimentado cosas demasiado nuevas.
No ha abierto la boca desde que su amiga llegara. Fumi también está siendo parca en palabras. Quiere un conjunto adecuado para asistir a una reunión con mujeres de alto rango del mundo empresarial, pero no quiere gastarse el dinero en algo que se pondrá una o dos veces en toda su vida. Kazusa está a punto de mandarla a casa de su madre. Seguro que encuentra un modelito ideal entre todas las prendas que tiene sin estrenar.
Al final se hace con un vestido de lunares negro y blanco y una cazadora vaquera. Un atuendo lo suficientemente formal, pero al mismo tiempo desenfadado para la ocasión. Fumi no lo intenta con los zapatos. No es algo que Kazusa cuide en absoluto. Deja las prendas sobre la cama y se sienta a su lado, notando su turbación por primera vez desde que llegó.
—¿Por qué tienes esa cara?
—No sé de qué me hablas.
Pero lo sabe muy bien. Vaya que sí.
—Es como cuando Hōdzuki se negó a venir a Himesaka con nosotras. ¿Te has peleado con alguien?
—¡Claro que no! Soy una señorita.
Fumi alza una ceja.
—Ya. ¿Has suspendido algún examen?
—No empiezo hasta la semana que viene.
—¿Has participado en alguna competición de koto secreta y te ha derrotado el idiota de Kudō?
No sería la primera vez que pasa algo parecido.
—No.
—Entonces, ¿qué te pasa?
Tarde o temprano lo averiguará. Puede que no de una manera directa e implacable. Fumi es más sibilina que todo eso. Tejerá a su alrededor una tela de araña de hilos gruesos y pegajosos y descubrirá sus sentimientos, incluso cuando la propia Kazusa no termina de comprenderlos. Es mejor ahorrarse tiempo y esfuerzo. Puede que confesar le venga bien.
—Me gusta un chico.
No ha sido tan difícil. Muchas niñas afirman cosas parecidas a los catorce años. Podría decirse que el primer enamoramiento le ha llegado un poco tarde.
Fumi pestañea, incrédula.
—¿Un chico? ¿A ti?
Kazusa asiente.
—¿No dices que los hombres son odiosos?
—No todos. Mi padre es bastante majo.
—Tu padre pasa más tiempo borracho que sobrio, Kazusa.
—Tampoco hacía falta ser tan cruda, ¿sabes?
Le molesta un poco escuchar la verdad de labios de otra persona. Fumi pone cara de arrepentirse por traspasar el límite, aunque no se disculpa. Retoma el tema central.
—Te gusta un chico.
Kazusa asiente.
—¿Quién?
—No lo conoces. Es repostero.
Fumi pestañea, abre la boca. Se ahoga con su saliva.
—Repostero.
—¿Por qué te extraña tanto?
—Siempre he creído que, llegado el momento, te quedarías con alguien relacionado con el koto.
Suena razonable. Después de todo, ha sido su mundo desde siempre. Le alegra haber destrozado las expectativas de Fumi. Se siente peligrosa. Impredecible.
—Él… No sabe casi nada de música.
—Ya. ¿Dónde dices que lo has conocido?
—En su pastelería. Soy una clienta habitual.
Está claro. Fumi no da crédito.
—¿Me estás diciendo que te ha dado por comer dulces?
Kazusa suspira, exasperada. No sabe por qué tiene que entrar en detalles.
—Murasakibara tiene su negocio al lado de la tienda de Kudō. Ahora mismo estoy ayudándolo con una cosa y merendamos allí todos los días. No he engordado ni un solo gramo.
Fumi tiene el ceño fruncido. Poco a poco es consciente de las circunstancias. Mejor.
—¿Por qué ayudas a Kudō?
—Porque es mi amigo.
—¿Por qué te has hecho amiga de alguien así?
—Te lo he explicado mil veces. Y no estábamos hablando de eso.
Atsushi. Quiere consejos (o lo que sea) sobre Atsushi.
Fumi al menos intenta mostrar un poco de interés.
—¿Cómo se llama?
—Atsushi Murasakibara.
—¿Es de buena familia?
Da un respingo, sin saber a qué viene esa pregunta.
—No se lo he preguntado.
—Pues deberías. Porque si te da por mantener una relación con un zarrapastroso como Kudō, a tu madre le dará un infarto. Es posible que te expulse de la Escuela Kao y te desherede.
Kazusa se muerde el labio inferior. No le falta razón, aunque no se había planteado ese asunto. Tras unos instantes de reflexión, se da cuenta de algo.
—Murasakibara estudió en un internado para chicos. Un lugar exclusivo. Su familia al menos tendrá dinero.
Aunque no le prestaron nada para poner en marcha su negocio. Tuvo que recurrir a Akashi.
—Tendrías que informarte de esas cosas antes de actuar, Kazusa.
Se siente irremediablemente irritada con su amiga.
—No sé por qué me hablas así. Hasta ahora, siempre has renegado del matrimonio y de los hombres y te has puesto de mi parte cuando mi madre se pone pesada.
—Hasta ahora no se vislumbraba la más mínima posibilidad de que fueras a fijarte en un chico. Estaba convencida de que te quedarías soltera y tendrías tres o cuatro gatos antes de cumplir los treinta.
Fumi puede ser tan, tan, tan ofensiva.
—¡Oye!
—Sabes que tengo razón, Kazusa. Eres un desastre tratando con chicos.
Se cruza de brazos. A lo mejor busca la forma de ser un poco hiriente para sentirse mejor.
—Pues anda que tú.
—Yo podría ser amable con ellos si quisiera. Pero no quiero. Son repugnantes.
—Eso no marca la diferencia. Te quedarás tan solterona como yo.
—A Dios gracias.
Se quedan calladas. Kazusa se esperaba otra reacción por su parte. No sabe cuál, pero no esa especie de regañina. Se recuesta en la cama y clava los ojos en el techo. Fumi hace lo mismo. La escucha suspirar. La agarra de la mano como cuando eran unas crías.
—Dime cómo es, venga. A ver si podemos averiguar por qué te gusta.
Sonríe. Su voz se llena de pasión mientras describe a Atsushi. Su aspecto exterior, su manera extraña de hablar, su pasión por el baloncesto y su excelencia en la cocina. Fumi la escucha con atención y, antes de marcharse a su reunión, le da un abrazo y le desea suerte. No le ha dado ningún consejo, pero podría ser peor.
5
Flores y anillos
Chika concluye la interpretación de su canción. Detiene las manos sobre el koto que le legara su abuelo y respira hondo varias veces. Kazusa siente algo húmedo en las mejillas. Sabe música. Era consciente de que esa melodía es genial, pero escucharla por primera vez, completada y perfecta, le ha tocado el corazón. Ése es, en definitiva, el poder oculto de Chika Kudō. Puede que no sea el mejor técnicamente hablando, pero toca con el alma y llega a la gente. Se limpia las lágrimas. Chika la está observando con esa expresión ansiosa y vivaz que pone a veces.
—Está bastante bien, ¿no te parece?
Se supone que debe responder. Asiente a duras penas. Ojalá un chico compusiera un tema para ella. Ojalá alguien la quisiera como ese idiota quiere a Satowa. Es inevitable sentir una pizca de envidia porque, ¿qué ha hecho Hōdzuki que no haya hecho Kazusa antes? Qué injusto. Unas tienen tanto y otras tan poco.
Bueno. Técnicamente sí que tiene algo. Es incapaz de ponerle nombre, pero crece en su interior día tras día. Echa un vistazo por la ventana. Puede ver "Los pasteles de Thor" desde allí. Se imagina a Murasakibara haciendo crema pastelera y le dan ganas de salir corriendo hacia allí. Pero también le apetece quedarse con Kudō. Escuchar lo que tiene que decir. Si es que tiene que decirle algo.
—Yo no cambiaría nada más, Chika.
Él amplía su sonrisa.
—Ahora sólo me queda practicar. Haré que todo el mundo se quede con la boca abierta.
—Apuesto a que sí.
No es la primera vez que lo logra. Sin más, Kudō procede a limpiar el koto y lo guarda en su funda. La invita a merendar. Kazusa nota como un aleteo en las tripas cuando ve a Atsushi detrás del mostrador. Alto, ancho, fuerte, con los ojos entornados. Le sonríe en cuanto la ve. Se siente genial al devolverle el gesto.
Se acomodan en la mesa de siempre. Chika pide helado de fresa con nata montada y Kazusa se deja sorprender por Murasakibara. A esas alturas, es una experta probando sus experimentos. Como siempre, las magdalenas de jengibre que le sirve están deliciosas.
—Oye, lanuda. Tú sabes un montón sobre cosas pijas, ¿no?
La frase, un tanto anticlimática, espolea su mal genio. Es que no se puede ser tan grosero.
—¿Qué quieres decir?
—Pues que vienes de una familia de la alta sociedad, ¿no? Como los Hōdzuki, que son algo más que gente rica.
Entorna los ojos. No se imagina a dónde quiere ir a parar. Chika se rasca la nuca.
—Yo no sé mucho de tradiciones y todo eso. No entiendo qué significan muchas cosas y Tetsuki ni siquiera puede ayudarme algunas veces. Ósea. Los Takaoka tienen un hospital y una casa enorme, y Tetsuki es bastante listo, pero no sé qué hacer con esto.
Busca algo en el bolsillo de su pantalón. Un instante después, deja un pequeño estuche de carey sobre la mesa. Aparta las manos como si quemara. Kazusa observa el objeto muy fijamente.
—¿Qué es eso?
—Me lo ha dado la madre de Satowa. Dice que es muy importante para ella que los tengamos nosotros.
Kazusa no se mueve. Chika parpadea. Le escucha chasquear la lengua.
—Vamos. Ábrelo.
Le obedece. En el interior de la cajita hay dos anillos de oro blanco. La sorpresa que se lleva es mayúscula.
—Son las alianzas de boda de los padres de Hōdzuki. Antes, pertenecieron a sus abuelos. Y antes a otra gente. No sé qué hacer.
La cara se le ha puesto un poco roja. Realmente parece confundido. No es fácil apreciar ni un ápice de inseguridad en su cuerpo. Otra vez se pasa la mano por el pelo.
—Mi familia es…
No encuentra palabras para definirla. A Kazusa se le ocurre un término: vulgar. Pronuncia otro término.
—Corriente.
Chika se aparta el flequillo de la cara. No ha cumplido su promesa de cortarse el pelo. Se estará reservando para la boda.
—¿Crees que alguien como yo debería aceptar algo así?
La negativa se le pasa por la mente en primer lugar. Chika Kudō, hijo de pobres, delincuente reformado, artesano humilde. No es digno de los Hōdzuki. Carece de modales y educación. Ignora cómo es moverse en un mundo regido por la tradición. Es del todo inadecuado y, sin embargo, no podría existir nadie mejor para Satowa.
Kazusa nunca lo admitirá en voz alta. No tan a las claras.
—Si te lo ha dado la señora Hōdzuki, estaría muy feo que lo rechaces.
—Ya.
Kudō resopla. Ha elegido esa tarde para dejar salir todas sus dudas.
—¿Cómo es vivir en la Escuela Kao?
—Mi casa no está dentro del recinto, Chika.
—Ya sabes lo que quiero decir.
Kazusa se come media magdalena de un bocado.
—¿Te vas a ir a la casa de Satowa?
—Hemos acordado que viviremos en mi apartamento. De momento. Hasta que tengamos niños.
—¿Ya estáis pensando en eso?
El rubor de Chika aumenta.
—Por supuesto que esperaremos un poco, pero Satowa quiere que sus hijos crezcan en ese ambiente y supongo que yo tendré que mudarme también.
Se calla durante unos segundos. Realmente es extraño verlo en ese estado.
—Kazusa. No caigo bien a mucha gente.
Se contiene para no poner los ojos en blanco.
—¡No me digas!
—Y no me gustaría avergonzar a Satowa o a su madre. La señora Hōdzuki siempre es muy amable conmigo.
—¿Acaso no sabes que ella tampoco pertenecía a ese mundo?
Chika agita la cabeza, sorprendido.
—Hubo un escándalo en su día, cuando los padres de Satowa decidieron casarse, pero la señora Hōdzuki supo adaptarse a las circunstancias. Tú también lo harás.
Ha conseguido darle algo en lo que pensar. Kazusa aprovecha su silencio para contemplar a Murasakibara. Tan grande. Tan guapo. Está rallando chocolate negro sobre una tarta de aspecto delicioso. Podría levantarse en ese momento y lamerle las yemas de los dedos. Deben saber muy rico.
¿En qué está pensando?
Se pone roja. Chika alza una ceja.
—¿Qué te pasa?
—¡Nada!
Contesta demasiado deprisa y con un tono de voz tan agudo que podría atraer a los murciélagos. Chika hace un gesto desdeñoso con la mano.
—¡Ah! Es por Atsushi.
¿QUÉ?
—¿QUÉ?
—Te gusta, ¿no?
Puede sentir como la mandíbula se le desencaja y cae hasta estamparse contra el suelo. ¿Chika acaba de decirle eso? No puede ser. Ella jamás le ha comentado nada al respecto y no se considera tan obvia como para que se haya dado cuenta por sus propios métodos. ¿O sí es tan obvia? No puede ser. ¿Y si Murasakibara también lo sabe?
Tartamudea.
—¿Qué… qué dices?
Chika se encoge de brazos. Recoge el estuche de carey y lo pone a buen recaudo.
—No tienes razones para avergonzarte, Kazusa. Enamorarse es muy bonito. Atesorar tus sentimientos te hará feliz.
Que un chico le diga algo como eso.
Increíble.
—Yo no…
—Creo que deberías hacer algo.
¿QUÉ?
Su cuerpo empieza a temblar. Está pasmada.
—Creo que también podrías gustarle a Atsushi, pero es tímido. No te va a decir nada.
—Yo… Yo…
Tiene la boca seca. La cara le arde.
—¿Te acuerdas del día que Satowa fue aceptada de vuelta en el Grupo Hōdzuki? Le regalé un ranúnculo.
—¿Ranun. Culo?
—Es una flor.
Está empezando a ponerse un poco histérica.
—¡Ya sé que es una flor, idiota!
A lo mejor ha gritado más de la cuenta. Todo el mundo se gira para mirarla. Incluso Atsushi, que no tiene pinta de querer escándalos en su local. Por más amigo que sea de Kazusa y Chika.
—Muchas personas llevaron flores para Satowa en esa ocasión. Mi ranúnculo fue la única que conservó. Aún la tiene enmarcada en el pasillo de su casa.
Kazusa no sabe qué decir. Siente escalofríos en la columna vertebral y algo caliente en la garganta. Chika tiene la mala costumbre de despertarle una ternura incontrolable. Bastardo.
—Tú podrías tener un detalle similar con Atsushi. Seguro que le encantaría.
No es mala idea.
Un momento.
Es una idea terrible.
Es una mujer japonesa bien educada. Se supone que las damas de su condición no toman esa clase de iniciativa.
Pero…
—No le voy a regalar flores a Murasakibara.
Kudō la observa unos segundos sin mover un músculo. Después, sonríe y le da unas palmaditas en la cabeza.
—Pues es una lástima.
A lo mejor tiene razón, pero está demasiado asustada. Porque es inadecuado, porque jamás ha hecho nada parecido y porque le aterra la posibilidad de ser rechazada por Atsushi. Si eso ocurriera, tendría que renunciar a sus pastelillos de chocolate blanco. No podría soportarlo.
No puede quitarse de la cabeza la idea de hacerle un regalo. Flores no, eso por supuesto. Pero Atsushi se está convirtiendo en alguien muy especial para ella y no pasa nada por demostrárselo. Claro que no. Es algo normal, digno de una señorita.
Intenta concentrarse en el asunto. No está siendo nada fácil. Su madre ya sabe que no se comprometerá con el hijo del señor Akashi y está que trina. Le ha mandado cuarenta y siete audios largos que Kazusa ni ha oído ni oirá. Le ha gritado por teléfono y ha sonado muy amenazadora cuando la ha invitado a comer en casa el domingo. No le apetece nada ir. Nene le ha advertido que es mejor que no lo haga.
Lleva un par de días sin ver a Kudō. Ahora que su canción está terminada, no tienen razones para seguir merendando juntos. De todas formas, Kazusa sigue yendo a "Los pasteles de Thor". Porque le encanta el sitio y porque no ver a Atsushi hace que sus manos tiemblen. Así pues, está sentada en la mesa de siempre. Es casi la hora del cierre y el último cliente sale por la puerta. El repostero gigante se le acerca.
—¿Quieres algo más?
Podría negar con la cabeza, pagar la cuenta y largarse de allí.
—Oye, Murasakibara. ¿A ti qué te gusta?
Él parpadea dos veces como si no comprendiera la pregunta.
—Quiero decir. Aparte de este negocio y el baloncesto.
Se queda pensativo. Arruga un paño hasta convertirlo en una bola y se sienta frente a ella.
—No sé. Las cosas dulces. Me gustan mucho los caramelos Nerunerunerune.
—¡Uhm! A Nene le encantaban de pequeña.
—¿Quién es Nene?
—Mi hermanita, aunque ahora es más alta que yo. Hace natación. ¿Tú tienes hermanos?
—Tres hermanos y una hermana mayores. Es un rollo ser el pequeño.
—Seguro que eres el más alto de todos.
Atsushi se lo piensa unos segundos.
—Sí. Creo que sí.
—¿Alguno de ellos juega al baloncesto?
—¡Qué va! Son unos vagos.
Kazusa sonríe. Atsushi no es que irradie energía, aunque le apasione su trabajo.
—Creo que no hacer nada también está bien. Llegar a casa, tumbarte en el sofá y echarte una siesta. Es genial.
Atsushi le devuelve la sonrisa.
—Y comer chuches mientras tanto. Eso también.
Aunque la charla transcurre como si nada, Kazusa está memorizando toda la información. Es importante para sus propósitos futuros.
—Sabes que comer mucho azúcar no es bueno para la salud.
—Ya, qué mal. En Yosen estuve en el Comité de Salud hasta que me echaron.
—¿Por qué?
—Por no cuidar nada mi alimentación.
Es gracioso. Un deportista enorme adicto a las golosinas. No entiende cómo pudo rendir con la Generación de los Milagros.
—Yo quise entrar en el Consejo Estudiantil, pero tuve que dejarlo por falta de tiempo. Ensayaba mucho con mis compañeras del koto. Estábamos entregadas a la música.
—A mí no me gustaban los entrenamientos. A veces me escapaba para ir a buscar peces de colores.
—Peces.
—Tengo una pecera gigante en casa. Me gusta verlos nadar, aunque se mueren muy a menudo y apestan el agua.
Está a punto de preguntarle si es posible que no los esté cuidando demasiado bien. Se muerde la lengua.
—Yo no tengo mascotas. Una vez tuve una planta y se secó, así que decidí que nunca me ocuparía de un ser vivo.
—Entonces, ¿no quieres tener hijos?
Kazusa da un respingo, sobresaltada por esa pregunta. Nota que su cara arde un poco.
—Ni siquiera tengo novio. No he pensado mucho en eso.
—A mí no me gustan los niños. Hacen ruido y lloran un montón.
Kazusa no es cercana a ninguna criatura de esa clase. Está a punto de guiñarle un ojo.
—¿No has tenido buenas experiencias?
Atsushi se estremece.
—Horribles. He tenido experiencias horribles.
Kazusa apoya la cabeza en una mano. Le observa con interés.
—Cuenta, cuenta.
Atsushi se aparta el pelo de la cara con un resoplido. Se cruza de brazos.
—Una vez, cuando estaba en el instituto, organizamos un campamento de básquet para enseñar a los niños a jugar. No me hicieron ningún caso, me usaron como si fuera un muro de escalada y me tiraron del pelo. Lo peor de todo es que Aka-chin me prohibió lanzarlos al lago que había cerca. Eso hubiera sido muy divertido.
Kazusa se ríe. ¡Qué estampa más graciosa! A Atsushi parece satisfacerle su buen humor.
—Y luego está el hijo de Kuro-chin y Sa-chin. Es un bebé. Todo el mundo dice que es guapo, pero a mí me parece un poco soso. Sólo sabe llorar y cagar. Una vez casi me obligan a cambiarle el pañal. ¿Por qué debería importarme que tenga el culo sucio?
Kazusa deja escapar unas cuantas carcajadas. Puede que haya gente que pudiera horrorizarse por semejantes comentarios, pero ella se siente identificada. ¡Con lo escrupulosa que es!
—¿A ti qué te parecen los niños?
—No los trato mucho, la verdad. En la escuela de koto de mi familia tenemos unos cuantos alumnos pequeños, pero no tengo que relacionarme con ellos. Aunque me gustaba Nene de pequeña.
—Porque es tu hermana. Mi padre dice que tengo que querer a mis hermanos.
Kazusa alza una ceja.
—¿No los quieres?
—De niño me metían la cabeza en la taza del váter.
Kazusa tose.
—¿Qué?
—Me robaban las golosinas.
—¡No!
—Una vez fuimos a los baños públicos y me escondieron la ropa. Mamá me dijo que me defendiera. Le partí la nariz a uno de ellos y me dejaron en paz.
Se ríe nuevamente, aunque el trasfondo de la historia sea un poco oscuro.
—¿Tú te llevas bien con tu hermanita?
—Tiene catorce años, Atsushi. Ahora mismo no se lleva bien con nadie.
Se quedan callados. Murasakibara va en busca de un trozo de tarta helada de naranja.
—A esta invito yo.
Kazusa la prueba con gula absoluta. Está deliciosa. Mientras saborea, intenta concentrarse en el próximo regalo. ¿Qué podría ser? ¿Una camiseta de la NBA? Suena bien, aunque seguro que es carísima. ¿Un lote gigante de dulces? Seguro que le satisface.
—Kazusa.
Es la primera que pronuncia su nombre al completo. Casi siempre utiliza su diminutivo. Al principio, la llamaba por su apellido. Ese simple gesto la hace enmudecer.
—¿Uhm?
—Me gustas un montón. Quiero darte un beso.
¡Ah!
¿Ah?
¡AH!
Espera. Espera. Espera.
¿Qué acaba de decir?
¿Un chico le ha confesado su amor y ella estaba perdida en sus pensamientos?
Es su primera vez.
Madremía. Madremía.
La cara le arde. Las manos le tiemblan. No tiene ni la más remota idea de cómo comportarse. ¿Qué hacer? ¿Qué decir?
Murasakibara coloca una mano enorme en su rostro.
Madremía. Madremía.
La mira a los ojos.
Se le va a salir el corazón del pecho. Se va a morir. ¡Qué patética!
—Kazusa. ¿Te puedo besar?
¡Ah!
¡AH!
Esto…
¿Cómo es?
Boom, boom.
¿Acaba de golpear la mesa con la rodilla?
¡Demonios!
Madremía. Madremía.
Asiente. A duras penas, pero asiente.
Atsushi utiliza ambas manos gigantes para sostenerle el rostro. Acerca su cara despacio mientras la mira a los ojos. Su respiración cálida le roza las pestañas. Kazusa no puede mirar. Cierra los párpados. Respira por la nariz. Boom. Boom. Boom. Siente algo suave en los labios. Húmedo, familiar. Dura un segundo. Quiere maldecir porque se ha terminado.
—Madremía.
Lo ha dicho. Escucha la risita de Atsushi. No se atreve a enfrentarse a él. Le suelta la cara. Le habla al oído.
—Sabes a naranja. Deliciosa.
Le parece que esas palabras son una promesa de algo que no tiene el valor para definir.
6
Amor y sexo
—Fumi. ¿Lo has hecho alguna vez?
Su amiga ha venido a devolverle la ropa que le prestó. Está debidamente lavada y planchada. La deja sobre la cama.
—¿Qué cosa?
Kazusa está ruborizada. Se pasa las manos por el pelo.
—Ya sabes. Lo que hacen los chicos y las chicas.
Fumi alza una ceja.
—Lo de besar y todo lo demás.
—¿Estás hablando de sexo?
Kazusa se estremece.
—¡Ah! Siempre tan directa.
—No es tan difícil llamarlo por su nombre.
—Me da un poco de vergüenza.
—Porque eres tonta.
Kazusa siente que se enciende. Despacio, pero sin descanso.
—¿Lo has hecho o no?
Fumi se toma su tiempo para responder.
—Con un chico no.
¡Ah! Demonios. ¡Qué decepción! Esperaba que ella pudiera guiarla por tan farragoso camino.
—Entonces, ¿cómo lo haré?
Fumi alza una ceja. Respira hondo.
—¿Necesitas que alguien te explique la teoría? Puedes mirar en Internet, aunque ten cuidado con el porno. Podrías asustarte.
—¿Ves porno?
Esa ceja que no baja.
—¿Tú no?
Kazusa endereza la espalda. Se cruza de brazos.
—Soy una señorita.
—¿Qué tiene eso que ver?
Se queda patidifusa. Además, está perdiendo el hilo de la conversación.
—Fumi. Me he besado con Atsushi.
Su amiga asiente.
—Imaginé que se trataba de algo así. ¿Y qué tal?
—¿El qué?
—Pues el beso, niña.
¡Ah! El beso. No es como si tuviera algo con lo que comparar.
—Muy genial.
Fumi entorna los ojos. Parece burlona.
—Ya.
—De verdad que sí. Fue muy suave.
—Suave.
Kazusa asiente.
—¿Tu gigante te ha pedido que te acuestes con él?
Más rubor. ¿Por qué decidió que era buena idea plantearle esa cuestión a ella? No es como si Fumi tuviera mucha mano izquierda.
—¡Claro que no!
—No te pongas así. Es lo más normal del mundo acostarte con tu novio.
Se muerde el labio inferior.
—No sé si somos novios.
—¿Por qué no me extraña?
Ahora sí, le da un golpe en el hombro.
—¡Oye! Estoy hablando en serio. Deja de burlarte de mí.
Fumi resopla.
—No me burlo. Es que no entiendo cómo puedes ser tan ingenua.
—¡No soy ingenua!
Una mirada vale más que mil palabras. Kazusa suspira.
—Admito que no tengo mucha experiencia, pero sé de qué va el tema. Y no me importaría hacerlo, la verdad.
Unos segundos de silencio. Por primera vez, Fumi se la toma un poco en serio.
—Mira, Kazusa. Acabas de besarte con un chico. No hace falta que tengas prisa.
Tiene razón. Debería estar relajada, disfrutar del momento, pero algo la inquieta. Casi que le quita el sueño.
—Atsushi es muy grande.
Fumi asiente. Aguarda con paciencia para ver por dónde van los tiros.
—Conozco el mecanismo básico de la cópula entre humanos.
Fumi ahoga una carcajada. No es para menos. Kazusa reconoce su repelencia, pero no sabe cómo decirlo. Es mejor ser fría que idiota.
—Yo soy pequeña.
—¿Te preocupa el tamaño de su polla?
—¡Fumi!
Empieza a reírse a carcajadas. Kazusa no puede soportarlo más, así que le arroja un cojín a la cara. Así, con todas sus fuerzas.
—¡Eres una amiga terrible! No volveré a hablar contigo.
Las risas duran un poco más. Al final, Fumi recupera un poco de cordura. Agarra su mano y la insta a sentarse a su lado.
—Te preocupas demasiado por el futuro, Kazusa. Estás empezando algo nuevo con ese chico. Disfrútalo y ve paso a paso. Cuando llegue el momento de tener sexo, estoy convencida de que os arreglaréis. No te pongas histérica por eso.
Vale. Puede que esté siendo un poco ridícula. Fumi le da unas palmaditas en la mano y ella decide que hasta allí han llegado, muchas gracias. Y a lo mejor le ha dado un consejo genial, pero alterarse es de humanos. O eso quiere pensar.
Kudō le muestra la cajita número siete. Kazusa necesita algo para guardar sus plectros y ha recurrido a su amigo. Él le ha recomendado ir a una tienda de música, puesto que en su taller sólo tiene modelos básicos e impersonales, pero allí está ella.
—No estoy muy segura. Es demasiado azul.
—Y la otra era demasiado roja. ¿Qué quieres, lanuda?
La ha pillado. No es de extrañar.
—Para empezar, que no me llames lanuda.
Chika chasquea la lengua.
—¿Qué quieres, Kazusa?
Se muerde el labio inferior. Es una lástima que su círculo de amistades sea tan reducido. Si fuese más popular, podría haber recurrido a personas que no fueran ni Fumi, que es muy antipática, ni Chika. Ni siquiera sabe qué esperar de él. Le da muchísima vergüenza tratar esas intimidades.
—¿Cómo es estar enamorado?
Le hace toser. Le ha sorprendido tanto que Kudō se atraganta con su propia saliva. Le lloran los ojos.
—¿Qué?
Kazusa se cruza de brazos, ofendida.
—Ya me has oído. Contesta.
Lo ve rascarse la cabeza. No es que sea una persona tímida cuando se trata de hablar sobre emociones. Siempre ha sido excesivamente honesto. ¿Por qué se lo piensa tanto?
—No sé qué quieres escuchar.
—Es obvio. La verdad.
Otra vez se queda pensativo. Pesado.
—Yo diría que es genial.
—¿Genial?
—Genial.
Kazusa enmudece. Chika echa un vistazo a su alrededor, como si tratara de encontrar una forma de explicarse mejor. Se queda mirando los kotos.
—Tú escuchaste mi canción. ¿De verdad necesitas más explicaciones?
Abre la boca para protestar, pero cae en la cuenta de que tiene razón. Ha escuchado su canción. Le ha ayudado a componerla. Ha visto su arduo trabajo durante semanas. Se ha reído a su lado. Se han enfadado. Al final, su corazón estalló de plena dicha y se sintió como flotando en una nube. Y eso sin ser la destinataria de la melodía.
Chika Kūdo no es bueno con las palabras. Su fuerte está en los gestos. Y en la música. Sobre todo, en la música. A menudo, Kazusa se pregunta hasta dónde podría haber llegado si hubiera comenzado su formación durante la infancia, si hubiera nacido en el seno de una familia como la suya.
Rememorando esos pequeños detalles, toma una determinación. Deja la cajita sobre el mostrador.
—Lo siento, Chika. No te voy a comprar nada.
Apenas es consciente de su sonrisa antes de darse media vuelta, salir al exterior y plantarse en "Los pasteles de Thor". Aún es pronto para la mayor parte de su clientela. ¡Qué suerte! O tal vez no. El ánimo de Kazusa se desinfla un poco cuando traspasa el umbral de la puerta y lo escucha trajinar en la cocina. ¿Aún está a tiempo de marcharse y fingir que no ha pasado nada?
—¡Ka-chin!
Sí que es tarde, sí. Murasakibara la observa desde las alturas.
Kazusa aprieta los puños para armarse de valor. Su cerebro procura convencerla para que huya. Comienza a hablar sin pensar, sin respirar. Sintiendo. Sólo eso.
-Oye, Atsushi. Respecto a lo que pasó el otro día, me gustó un montón.
Ve como se le tiñen de rojo las mejillas. Eso es bueno, sobre todo porque siente su cara arder.
—No hemos hablado desde entonces y yo creo que deberíamos salir juntos porque también me gustas.
Ya está. Ha completado su declaración de amor.
Atsushi se rasca la nuca.
—¿Salir? ¿Cómo?
—Ya sabes. Podríamos jugar al baloncesto otra vez, ir al cine, cenar en algún restaurante. Esas cosas.
Él parpadea.
—¿Y la playa? Me gusta mucho la playa.
Kazusa sonríe.
—La playa está bien.
Él asiente. Se quedan inmóviles durante un buen rato. Kazusa no sabe qué más hacer y es evidente que él tampoco. Justo cuando cambia el peso de un pie al otro, Murasakibara habla.
—¿Quieres probar la tarta de boda de Kudō-chin? La tengo casi terminada.
—Será un placer.
Mientras se adentra por primera vez en la cocina de ese local, Kazusa se siente distinta. Así que eso es tener novio. Bien. Parece algo bastante genial, aunque no se ha acordado de preguntarle a Atsushi cómo es su familia. Tendrá que salir de dudas tarde o temprano. Hasta entonces, seguirá el consejo de Fumi y disfrutará del momento. Quizá, el día de mañana sea capaz de arrancarle a su alma una melodía como la que Chika ha hecho para Satowa. A Atsushi le encantará. ¿O no?
7
Epílogo
Kazusa le ha regalado una cajita repleta de coloridos moldes con forma de pez. Tal vez no pueda usarlos en el negocio, pero está convencida de que servirá para prepararle unas deliciosas galletas caseras y exclusivas. Atsushi ha sonreído, la ha besado y no ha dicho ni una sola palabra. No es que sea un hombre particularmente parlanchín. Mejor así. De esa manera, puede explicarle cómo ha ido su día y centrarse en las cosas que le interesan. Tiene la sensación de estar siendo un poco egoísta, pero en los dos últimos meses, no se ha quejado ni una sola vez.
Todavía no puede creerse que vayan a ir juntos a la boda de Chika y Satowa. Le horrorizaba la idea de presentarse allí como la amiga solterona del novio y ahora podrá agarrarse del brazo del hombre más alto de la cerebración. Cuando Kazusa le ofreció su ayuda para encontrar ropa adecuada, sobre todo para la ceremonia tradicional, Atsushi puso los ojos en blanco y le habló sobre el ancestral gusto por la moda de la familia Murasakibara. De hecho, uno de sus hermanos mayores tenía un taller especializado en Kioto.
Kazusa está deseando ver su elección. Esa noche, prepara su kimono sobre la cama. Es nuevo y precioso. No pretende eclipsar a la novia, pero espera poder proporcionar cierta atención a la Escuela Kao. Se asegura de que todo está en orden y, entonces, recibe el mensaje de voz de su madre.
"Estoy muy disgustada, hija desagradecida. No puedo creer que hayas permitido que llegue este día sin encontrar un prometido adecuado a nuestros intereses. Acepté el desastre con los Akashi, pero ahora no podrás negarte. He acordado una reunión formar con los Murasakibara. Te casarás con su hijo menor. Quieras o no"
No da crédito. Es como si algún ser omnisciente hubiera escrito esas líneas para reírse del destino.
Murasakibara.
Kazusa descubrió que su madre aprobaría a su familia hace mucho, cuando Atsushi comentó que su padre había hecho un negocio con el señor Akashi. Al principio no le creyó. Si su amigo había tenido que prestarle el dinero para montar la pastelería, no parecía posible que los Murasakibara tuvieran dinero. Él se lo explicó después. Le dijo que sus progenitores se enfadaron mucho cuando dejó la NBA y se negaron a apoyarle para que fuera repostero. Hasta ahora.
Y ahora pretenden apañarle un matrimonio.
Algo maligno bulle en su interior. Kazusa podría decirle a su madre la verdad, que se ha adelantado la jugada y está empezando a enamorarse de ese chico, pero es tan pesada que le hace ilusión provocar su sufrimiento. Lo hablará con Atsushi y, si él se muestra conforme, torturarán juntos a sus amantes padres. Se van a enterar. Ellos van a disfrutar. Juntos. Desde ese día y hasta que todo se acabe. O hasta más allá de la eternidad.
FIN
