Prólogo
La muerte se respiraba en el aire.
Edificios destruidos, viviendas colapsadas y personas inertes desperdigadas por el suelo conformaban el tétrico paisaje que la rodeaba mientras corría.
Jadeante y casi al borde del colapso, su cuerpo seguía moviéndose a pesar del polvo que ingresaba a sus pulmones y el sabor metálico de la sangre que podía percibir en su propia boca con cada respiración, pero no podía detenerse.
Tenía que encontrarla.
Más importante aún, tenía que detenerla.
Pero... ¿A quién debía detener exactamente? ¿Por qué sentía esa opresión en el pecho cuando pensaba en ello?
Más importante aún... ¿Porque no podía dejar de llorar?
No lo entendía, pero la opresión en su pecho solo parecía crecer a medida que se acercaba a lo que lucía como el epicentro de todo, dónde la silueta de una mujer permanecía quieta, aferrada al cuerpo inerte de alguien mientras un grito ensordecedor desgarraba su propia garganta.
Su cuerpo, antes herido y cansado, luchaba contra el agotamiento y las nuevas heridas producidas por escombros que volaban hacia ella con cada paso que daba, mientras su garganta se desgarraba también en un grito silencio que ni siquiera ella misma podía oír.
Un nombre brotó de sus labios, pero no supo decir cuál era.
Una súplica escapó de ella, pero tampoco fue oída.
Su cuerpo cayó entonces, presa del agotamiento y las heridas sangrantes, mientras dolorosas lágrimas surcaban sus mejillas.
En silencio y sin la capacidad de moverse más, solo pudo ver cómo la enloquecida mujer acumulaba una cantidad exorbitante de energía a su alrededor. Poco después, su vista fue nublada por el deslumbrante brillo de una enorme explosión.
Supo en ese instante que todo había terminado; ella había fallado.
Y jamás se perdonaría por eso.
