En el templo de los zorros

Las sandalias de madera salpicaban al pisar los charcos de agua producidos por la fuerte lluvia que caía en ese momento, pero a Hitoshi no podía importarle menos, pues igual estaba empapado hasta los huesos; la pobre sombrilla de bambú y papel no había soportado los embistes del viento y agua. Abrazaba bajo su túnica los pergaminos, suplicando en su mente que la tinta no se despintara por la humedad y que la bolsa de piel aguantara, mientras que buscaba con desesperación algún lugar para refugiarse de la tormenta, pero ¿en medio del bosque iba a encontrar algo?

Corría, pese al dolor que la herida en su muslo por una flecha provocaba, porque tenía que proteger esos pergaminos con su vida, se lo había prometido a su maestro. Había perdido a sus perseguidores gracias a la lluvia y a que había sido más veloz que ellos, introduciéndose en el bosque que tantas veces le advirtieron que no debía visitar, pues los yokai y yurei tienen su reino ahí y quien se interna rara vez puede volver siendo el mismo. No tenía otra opción. El shogun los había traicionado, el antiguo acuerdo que protegía al templo que antes era su hogar roto por la ambición de unos cuantos hombres que querían hacerse de la magia antigua que custodiaba Aizawa, su maestro, y los monjes de su orden.

Comenzaba a oscurecer y eso era lo que más le preocupaba. Sin refugio corría demasiados peligros ahí, no solo sobrenaturales, como el ser devorado por alguna de las bestias que cazaban de noche. Pareciera que el bosque hubiera escuchado sus temores, al seguir adelante vio una construcción. Alentado por la esperanza de ocultarse de la lluvia, curar su herida y descansar un poco apresuró el paso. Pero se detuvo en seco al acercarse y percatarse de que la construcción era un templo. A los lados de la entrada había dos estatuas.

—Zorros —susurró Hitoshi con reverente temor.

Aizawa le había contado de ellos. Protectores del bosque y las cosechas, dioses antiguamente adorados, transformados en temibles demonios por culpa de la corrupción de los seres humanos. Un zorro había probado la carne humana y enloquecido, manchando para siempre el linaje de esas criaturas, volviéndolas malvadas y crueles, cuando antes eran únicamente traviesas y juguetonas.

Pero el templo estaba abandonado, era evidente por la hierba crecida y las paredes sin color, incluso una de las estatuas estaba rota. Hitoshi decidió que, entre sus opciones, quedarse ahí era la menos arriesgada. Entró y se alegró de que el techo estuviera bien, ni siquiera tenía goteras. Se derrumbó ahí mismo en la entrada, el cansancio de su huida cayendo sobre él como un montón de sacos de arroz y sintió el dolor de su herida recorrerle el cuerpo. Jadeando y con esfuerzo se quitó el obi de su kimono, sacó la bolsa con los pergaminos y la dejó a su lado. Antes de hacer alguna otra cosa revisó que estuvieran secos. Lo estaban. Soltó aire, aliviado, seguido de un quejido por la punzada en su pierna. Se quitó la ropa, quedando en la túnica interior, húmeda pero mucho más seca que el resto de sus prendas. Se la subió para revisar su muslo y confirmó que sangraba, el pedazo de flecha aún clavado ahí, pues sabía que sacarlo mientras corría hubiera resultado peor. Rasgó dos pedazos de la manga de su túnica y agarró una de las correas de la bolsa de los pergaminos para metérsela a la boca y morder para no gritar cuando sacó la flecha encajada en su piel. Nunca había sentido tanto dolor, ni siquiera cuando le había impactado, pues la adrenalina en ese momento le había servido de anestesia. Limpió como pudo la sangre con uno de los pedazos de tela y envolvió la herida con la otra, haciendo una venda improvisada.

El templo estaba vacío, donde debería estar el altar lleno de ofrendas sólo había una vela a medio consumir, apagada y en el muro una pintura desgastada de Inari Okami, la madre de los zorros. Se arrastró hasta el altar, jalando el saco de los pergaminos tras de sí. Quedando agotado por el esfuerzo tuvo que tomarse unos minutos para recuperar el aliento. Hurgó la bolsa y encontró el talismán que buscaba, lo sacó y un encantamiento hizo que se consumiera en llamas y así pudo prender la vela. Junto sus manos y pensó una oración para Inari Okami y los zorros, por si las dudas.

—Madre de los zorros, protégeme por esta noche. No dejes que tus hijos me lastimen, no les haré ningún daño, solo pido asilo. Partiré mañana.

La llama se agitó un poco, por el viento que se coló entre la madera y una sombra se proyectó en el muro, pero Hitoshi no vio, pues había cerrado los ojos para orar. Se recostó, agotado y abrazó la bolsa contra su pecho. El frío le calaba los huesos, pero el agotamiento era tal que no tardó en quedarse profundamente dormido.


Denki se ocultó en las sombras en cuanto el humano entró. Asustado lo observó en secreto. No había visto humanos en cientos de años, desde que fueron expulsados del bosque. Siempre había sentido curiosidad por ellos, pero su madre le había prohibido acercarse a los pueblos por lo peligroso que podía ser.

«Los humanos son crueles y malvados. Destruyen nuestros bosques, contaminan los ríos y matan a los nuestros para quedarse con nuestra piel, o simplemente por diversión. No entienden las reglas de la naturaleza, ni de la magia, no te acerques a ellos», advertía.

Miró cómo el humano se quitaba la ropa y curaba su herida. El olor a sangre despertó en Denki un deseo profundo, un recuerdo de cuando los suyos devoraban humanos, pero se contuvo, pues no quería comérselo, eso no era correcto. Además, quería seguir observándolo.

El hombre se acercó al altar, pasando demasiado cerca de donde se ocultaba y tuvo que contener la respiración, temiendo ser descubierto. Escuchó los rezos y con eso se ganó su respeto, pues veneraba a la diosa. Aprovechó ese momento para escabullirse a otro lado, ocultándose de nuevo mientras que el hombre se recostaba en el suelo y se dormía.

Cuando la respiración se volvió acompasada, por fin se atrevió a acercarse, para admirarlo de cerca. Su primera impresión era acertada: era hermoso y, mejor que su apariencia, su aroma era delicioso, embriagaba los sentidos del zorro. Denki olfateó la esencia a lavanda, tierra, sudor y sangre. El humano se quejó en sueños y se dio la vuelta, quedando boca arriba sin dejar de aferrar la bolsa de cuero entre sus brazos; Denki se hizo hacia atrás, asustado de que se despertara. Sin dejar de mirarlo se empezó a transformar, dejando su forma animal y tomando poco a poco una apariencia similar a la del hombre que dormía. Observó maravillado sus brazos y sus nuevas piernas, tocó su pecho y estómago por encima de la túnica corta que su magia había creado, y su rostro. Los que eran como él podían transformarse, pero nunca lo había hecho, nunca había querido.

Se acercó de nuevo al humano, para seguir observándolo.

«Quiero lamerle la cara».

Le sorprendió su pensamiento, y temió que esas ganas de devorarlo que le habían dado por unos momentos antes hubieran regresado, pero reflexionando se dio cuenta de que no era ese tipo de ganas las que tenía, simplemente quería acicalarlo, lamer toda su cabeza. Se sonrojó porque no se imaginó querer hacer eso con un humano, pero se justificó convenciéndose que era porque llevaba mucho tiempo solo en el templo.

«Un lengüetazo chiquito no pasará nada, dudo que se despierte».

Sacó la lengua de su boca y empezó a inclinarse hacia su mejilla. En ese instante, el humano abrió los ojos.


Hitoshi se encontró frente a frente un par de ojos amarillos que, incluso en la penumbra, brillaban, delatando su condición no humana. Lo recorrió un escalofrío, pero no se movió. Sentía el corazón desbocado y todo su cuerpo se tensó en alerta, pero su instinto le advertía en contra de moverse. Contuvo la respiración al tiempo que la criatura inhaló y metió su lengua, haciéndose para atrás y vio que corría a ocultarse detrás del altar. Hitoshi alcanzó a ver un par de colas de zorro, confirmando sus sospechas. Pero parecía más asustado que él.

Despacio, sin hacer movimientos bruscos ni dejar de mirar hacia donde se había metido se levantó.

—¿Hola?

La criatura asomó la cabeza y Hitoshi pudo ver que parecía un joven de su edad, con el cabello rubio y un rostro precioso.

—Hola —contestó.

—Eh… ya me voy —dijo Hitoshi—, lamento haberte molestado.

—¡No te vayas! No te vayas —repitió al darse cuenta de que había gritado—. Es de noche, es peligroso afuera.

—¿Y aquí no? Eres un zorro, ¿verdad?

El yokai sonrió travieso.

—¿Qué si lo soy?

Por la mente de Hitoshi pasaron, una vez más, todas las historias sobre esas criaturas: posesiones de cuerpos, engaños, personas devoradas... Pero la sonrisa del zorro lo desarmó, no parecía querer hacerle daño. «Así es como tienden su trampa» pensó, pero decidió ignorarlo.

—¿Me harás daño?

—No, si tú no intentas hacérmelo a mí.

Parecía sincero. Hitoshi se dejó caer en el piso, demasiado agotado para otra cosa y agradeciendo el no tener que salir a donde, de nuevo, había comenzado a llover y, si las historias eran ciertas, habría criaturas mucho peores que un zorrito solitario. Confiaba en que podría contra él, si las cosas salían mal, no por nada había sido entrenado por Aizawa.

Denki salió de su escondite y se acercó, se sentó cruzado de piernas junto a él y lo observó fijamente, poniéndolo nervioso.

—¿Por qué estás aquí? —preguntó curioso. Hitoshi apretó el saco contra su pecho—. Los humanos no vienen a esta parte del bosque. ¿Te perdiste?

Reflexionó un rato sobre si decir la verdad, debía proteger los pergaminos, pero algo en la mirada llena de curiosidad del zorrito hizo que decidiera hacerlo.

—Me llamo Shinso —omitió su primer nombre por si las dudas—, soy un monje del templo de las nubes. Ayer por la mañana unos hombres atacaron mi hogar buscando esto —alzó el saco—, no sé si mi maestro y mis compañeros sigan vivos, pero tuve que huir para protegerlo. Anoche huía de los maleantes cuando encontré este lugar, espero me permitas quedarme al menos para descansar.

Denki olfateó el saquito y estornudó.

—Huele a magia.

—Es por que lo es. En estos pergaminos vienen todos los conocimientos de los antecesores de mi maestro, conocimientos ancestrales sobre la magia del mundo. Debido a ello, esos hombres quieren robarlos. Nosotros no tenemos problema con enseñar a quien quiera aprender, pero estas personas no quieren las reglas que vienen con el aprender, sólo quieren usar la magia para tener más poder y destruir a sus enemigos.

Denki se estremeció. Justo era el tipo de historias que su madre le contaba, sobre la maldad en los hombres.

—Puedes quedarte aquí —decidió en ese momento—, hay un lugar donde puedes esconderlos, si es que se atreven a adentrarse al bosque, y no se pierden, no habrá manera de que los encuentren.

Caminó a un lado del altar y levantó una parte del piso, Shinso se asomó y vio que había ahí unas nueces y plantas.

—Ahí escondía mi comida de mis hermanos, cuando estaban aún por aquí, hace mucho que se fueron a otras partes o… —Su rostro se ensombreció por unos segundos, pero en seguida siguió hablando—. Puedes estar seguro de que nadie los encontrará.

Más tranquilo de saber que estaría seguro Hitoshi volvió a recostarse. Por unos segundos, entre sueños, sintió que algo peludo y calientito se le acurrucaba a un lado, pero al despertar no estaba.

Se preocupó porque no lo encontró ahí, se asomó y afuera tampoco lo vio. Denki regresó en su forma de zorro cuando Hitoshi estaba terminando sus meditaciones matutinas, con un conejo en el hocico. Lo dejó a un lado del monje y se transformó de nuevo.

—Te traje algo para que comas, supongo que los humanos pueden comer conejo, ¿cierto?

—Muchas gracias —en ese momento se percató que no había preguntado cómo se llamaba, así que lo hizo, el zorro se presentó—. Sí comemos esto, sólo que debo limpiarlo y cocinarlo antes, ¿me ayudarías.

Denki siguió las instrucciones muy intrigado por esa manera de comer de los humanos, a él le bastaban sus garras y colmillos para comer y no tenía que usar el fuego. Tuvo que reconocer que tenía buen sabor la carne, así como la comía Shinso, pero él seguía prefiriendo su método.

Luego de cocinar y de que Hitoshi se pusiera a limpiar el templo, Denki sólo se dedicó a mirarlo practicar su magia, repitiendo sutras y meditando. Le parecía un humano muy interesante, no que hubiera visto otros antes, pero estaba seguro de que Shinso era especial, no sólo por la magia, que se ofreció a enseñarle, pero el zorro declinó la oferta pues él tenía su propia magia.

Pasaron los días, y la convivencia entre los dos se fue haciendo tan natural como respirar. Denki se dio cuenta que antes se sentía muy solo y la presencia del monje no sólo ayudaba con eso, sino que además por las noches era muy cómodo dormir junto a él. Al principio como zorro, pero luego descubrió que en forma humana también resultaba agradable.

Shinso, por su lado, había dejado de temer, y se sentía muy a gusto con el zorro, le intrigaba todo sobre él, lo distinto a las leyendas y lo juguetón y adorable que era. Nunca se aburría a su lado y estaba aprendiendo cosas sobre la magia natural que su maestro no le había enseñado. Sin embargo, había un problema: se estaba enamorando. Se preguntaba si sería posible que algo así funcionara entre ellos, no solo por la condición sobrenatural del zorro, sino porque ¿los yokai se enamoran?

Ese tipo de cosas nunca le habían explicado y dudaba siquiera que existiera alguien humano que pudiera responder eso. A veces pensaba que sí, sobre todo en las noches cuando decidía conservar su apariencia de muchacho y se enredaba en él, cuando lo miraba con demasiada intensidad o cuando le sonreía de cierta forma que hacía que su corazón latiera sin control.

Un día ya no lo resistió más. Despertó con una sensación húmeda en su mejilla. Supuso que sería la nariz de Denki, convertido en zorro, pero se sorprendió en encontrarlo transformado, perfectamente humano a excepción del par de colas que revoloteaban atrás, lamiéndole el rostro.

Lo recorrió una sensación eléctrica, que dejó cálido todo su cuerpo. Tragó saliva y con la voz ronca por el sueño preguntó qué estaba haciendo. Denki se detuvo, dándose cuenta de que había despertado, y se sonrojó.

—Desde el primer día quería hacer esto. No… no te molesta, ¿o sí?

Hitoshi negó con la cabeza y Denki volvió a lamerlo, pero esta vez fue desde el cuello hasta su mandíbula y fue demasiado. Se giró un poco y con sus manos tomó su rostro para besarlo y ser él el que probara con su lengua a Denki. Cuando lo soltó, ambos estaban rojos, sorprendidos y ligeramente asustados.

—¿Qué fue eso?

—Un beso. —Denki siguió mirándolo interrogante, así que decidió explicar—. Significa que quiero que seas mi compañero, es lo que hacemos los humanos cuando amamos a alguien.

La confusión dio paso a la alegría, Denki volvió a besarlo y esta vez, fue más lento y al mismo tiempo más intenso.

—¿Me amas? —dijo jadeando para recuperar el aire.

Hitoshi asintió jadeando, sonrojado y decidido.

—Sí.

—¡Yo igual!

No hubo que decir mucho más, con eso retomaron los besos. Se quedaron dormidos entre besos y lengüetazos, abrazados y felices.

A partir de ahí, las noches eran para explorarse uno al otro, ir subiendo de tono las caricias, aprendiendo. Hitoshi disfrutaba, sobre todo, ver cómo Denki perdía absolutamente el control cuando lo acariciaba justo donde sus colas se unían a su cuerpo o debajo de la barbilla, la cara que ponía era absolutamente embriagadora.

Habían pasado casi tres meses desde la huida, Shinso comenzó a preguntarse si será seguro volver a su antiguo hogar, sólo para ver si había sobrevivientes y recoger algunas cosas que serían de utilidad para su nuevo hogar: ahí con Denki, en el bosque.

Denki le pidió acompañarlo y Hitoshi agradeció eso especialmente pues sería más fácil orientarse de vuelta con su compañía.

El templo se veía abandonado. El estómago de Hitoshi se hundió de pánico y tristeza y corrió al interior. Denki lo alcanzó justo en la puerta donde se había detenido con lágrimas en los ojos a mirar a un monje de cabello negro que barría el camino, apoyado en una muleta.

—Maestro —susurró Shinso y caminó hasta él—. Maestro, soy yo.

Finalmente, el hombre levantó el rostro, tenía un parche en un ojo y la barba mal afeitada. Sonrió ampliamente cuando vio a Shinso.

—Sabía que sobrevivirías, Hitoshi.

—Maestro… —Se acercó despacio, tembloroso—. ¿Qué le ocurrió? ¿Está bien? —fue entonces que notó que la muleta la usaba no porque tuviera una pierna lastimada, sino porque no tenía la mitad de una de sus piernas, amputado desde la rodilla.

—Vamos adentro, tu amigo puede venir.

Denki se sobresaltó, pues se había estado ocultando detrás de la puerta. Se asomó tímidamente y si el hombre se sorprendió al ver sus colas, no dijo nada.

Hitoshi puso una tetera al fuego mientras su maestro se sentaba. Denki, sentado también jugueteaba nervioso con sus colas.

—Asumo que los pergaminos están en un lugar seguro.

—Así es, maestro, no se preocupe. —Shinso sirvió el té y se sentó también, a un lado de Denki y entrelazó su mano con la de él, para que dejara sus colas en paz—. ¿Qué le ocurrió? ¿Dónde están los demás? No me diga que… ¿no los mataron o sí?

Aizawa suspiró triste.

—No. Todos están vivos, una vez que sanaron regresaron a sus pueblos, no se sentían seguros aquí, no los culpo. En cuanto a mí, cuando el shogun se dio cuenta de que no podía torturarme lo suficiente para que le revelara el paradero de los pergaminos, pues lo desconozco, me dejó ir.

—¿Él hizo eso? Su pierna… su ojo… ¡Maldito!

—Eso ya pasó. No vale la pena enfurecernos por ello. Tú estás vivo, yo también; los pergaminos están a salvo y eso es todo lo que importa.

Respiró hondo para tranquilizarse.

—Tiene razón, maestro. Me alegro de que esté bien, por un momento pensé lo peor.

—Lo estoy, no te preocupes, aún me quedan muchos años por delante. Y ahora, dime, ¿quién es el joven que te acompaña? ¿Un kitsune, cierto?

Hitoshi sintió a Denki tensarse a su lado, acarició la mano con el pulgar, sin soltarlo.

—Sí, él me ayudó aquella noche. Es ahora mi compañero, no quiso dejarme venir solo.

Aizawa sonrió.

—Me imagino que mi alumno te debió dar muchos problemas, gracias por ayudarlo.

Denki se sonrojó y soltó a Hitoshi para agitar ambas manos frente a él.

—No fue nada, no fue nada. Él me ha ayudado también.

—Sigan cuidándose y ayudándose. Se ve que entre ustedes hay un vínculo muy importante, no siempre se ve algo así. Me alegro, de verdad. Ahora, ¿cuánto tiempo piensan quedarse? Hay muchas cosas que hacer.

Se quedaron un par de días ayudando a arreglar el templo de la destrucción que los bandidos habían provocado. Además, Hitoshi se sentía culpable de dejar solo a su maestro, pero Aizawa acabó insistiendo que se marcharan.

—Este siempre será tu casa, pero ya no es tu hogar. Vuelvan al bosque, yo estaré bien.

En el camino de regreso fueron atacados. Al parecer los hombres del shogun habían escuchado de su regreso y querían los pergaminos de vuelta. Hitoshi nunca había usado su magia en combate, era algo que sólo se permitía en ese tipo de situaciones. Denki se transformó en zorro y peleó también. La batalla no duró mucho, afortunadamente no eran tantos hombres, pero cuando ya sólo quedaban dos y Shinso dio el golpe para noquear a uno, escuchó el chillido de Denki. Asustado corrió hacia donde él peleaba con otro hombre y vio cómo le había clavado la lanza en un costado. Atacó al que había lastimado a Denki y se agachó a su lado. El zorrito respiraba con dificultad, sangraba.

—Estoy bien, duele mucho, pero estoy bien. Solo necesito descansar.

Hitoshi sintió que el mundo se le venía abajo cuando cerró los ojos. Lo cargó y corrió, corrió como nunca en su vida de vuelta al bosque. La desesperación hizo que no se perdiera, llegó al templo y comenzó a curarlo, agradecido de las cosas que Aizawa les había dado.

Logró parar la hemorragia, pero Denki no despertaba, su respiración débil y pequeños chillidos del dolor eran la única indicación de que no había muerto.

No quedaba más que esperar. Esos cuatro días que Denki permaneció inconsciente fueron los peores en la vida del monje. No dormía porque cada que cerraba los ojos llegaban a él las imágenes del zorrito siendo herido, el temor de que un segundo en el que no lo cuidara sería suficiente para arrebatárselo, lo sumía en la desesperación.

Finalmente abrió los ojos, miró a Hitoshi y sonriendo de manera que todos sus dientes se veían pidió algo de comer. Con mucho cuidado lo alimentó, estaba muy débil como para tomar forma humana y tomaron otros 3 días para que Hitoshi por fin se animara a dormir sin sobresaltos; y otros tres para que por fin saliera a trabajar en el huerto que había comenzado justo antes de su viaje.

Estaba arrancando unas hiervas cuando por el rabillo del ojo vio a un zorro juguetear.

—¿Denki?

El zorro se transformó y abrazó por detrás a Hitoshi, que se giró para poder abrazarlo también.

—¿Qué haces afuera? Deberías estar descansando, tu herida…

Denki lo calló besándolo.

—Los zorros sanamos rápido por nuestra magia. No te preocupes, ya estoy bien. —Para probarlo se abrió la túnica y le enseñó que, efectivamente, ya sólo quedaba una cicatriz—. Además, tus cuidados me ayudaron más.

Hitoshi lo estrechó de nuevo, con más fuerza al saber que no le haría daño. Lágrimas de alivio comenzaron a salir.

—Nunca me vuelvas a asustar así.

—Lo prometo.

Se besaron de nuevo, y pasaron tanto rato así que al final Hitoshi ya no pudo hacer nada en el huerto. No importaba, tenía toda una vida por delante para ello, una vida junto a su Denki.