Los súcubos tenían una sencilla pero esencial regla: No enamorarse. Sin embargo, Anzu Mazaki había sobrepasado esa regla.
El no enamorarse era una ley inquebrantable, una que no podía ser rota. Los súcubos existían con el objetivo de arrastrar a los hombres a la condena, a robarles la última gota de esencia y alma hasta que cayeran en la locura. Enamorarse era firmar una condena.
"¿Qué rayos te está pasando Anzu?" Se dijo así misma al pasar de los días. Buscaba una explicación del porqué el corazón parecía infartase cuando Zane se acercaba y le sonreía de esa única forma. Latía tan fuerte que saldría expulsado por la garganta y cada centímetro de su cuerpo se estremecía con solo escucharlo pronunciar su nombre. Las manos de Anzu se escudriñaban en el pecho queriendo arrancárselo, encerrándose en el pequeño cuarto del confesionario. "No puedes enamorarte, está prohibido..."
Víctima de las emociones, recordaba las enseñanzas de su especie. El enamorarse era un tabú, principalmente los hombres de Dios eran los más prohibidos dada su naturaleza. Aquellos que no dudarían en exorcizarla, en expulsarla y convertirla en un vestigio de solo humo y cenizas ¿En qué maldita trampa se había metido?
— ¡Deja de latir así! ¡Sácalo de tus pensamientos, es imposible que me pueda dominar! ¡Tiene que ser él...! — solo pensar en Zane, de imaginar sus manos tocarle las mejillas, el recorrer con los dedos su fino cuerpo, se derretía en fantasías al recordar los labios del clérigo. Cualquier dilema fue interrumpido al escuchar la puerta del otro lado del confesionario abrirse. Conteniendo la respiración se cubrió la boca: alguien había entrado, escuchaba la madera crujir y un aliento agitado cerca de la rejilla.
— ¿Hay alguien allí? — Habló. Era el Padre Zane. Él mismo buscaba redención en la confesión como un penitente. Anzu no dijo ni una palabra que la pudiera delatar. En quietud y por prolongado silencio, fue él quién decidió hablar con preocupación en la voz.
— … Quiero confesarme y.… liberarme de esto. No puedo, no puedo ocultarlo por más tiempo porque va a consumirme... — Anzu nunca lo había escuchado tan vulnerable y trémulo — No está bien lo que estoy sintiendo, no hay noche en la que no deje de pensarle... la miro como mujer... ¿Qué debo hacer? Mi cuerpo responde por sí solo al estar cerca. Incluso pensé que, en un momento de soledad, era el perfecto momento para... No. Es ella, tan irresistible, tan desvergonzada que pareciera no consciente de que no noto sus atributos... Me he enamorado de ella y la amo con fuerza. Anzu Mazaki se está volviendo un recurrente anhelo ¿qué debería hacer?
Confesó.
"Me he enamorado" resonó en la mente de la castaña. El miedo entonces arraigó a Anzu. El pensar que Zane podría alejarse de ella fue un sentimiento más fuerte que su propia misión al escucharlo con tanta culpa. No podría verlo irse, no le importaba sus imposiciones religiosas si lo amaba.
Tomó una decisión al salir de su escondite, abriendo la puerta del otro lado para encontrarlo evidentemente sorprendido de verla allí. El corazón del Padre Zane se volcó al percatarse a quién le confesó su mayor pecado, expectante de lo que sucedería después. Apenado, desvió la mirada esperando un reproche, pero no fue así.
Anzu se acercó peligrosamente tomando el rostro del peliazul, admirando por un momento el color sublime de sus ojos y la palidez de su blanca piel. Ella no conocía el Paraíso, nunca había visto más allá que el propio Infierno vetada en llamas del mismo cielo de Dios. Para Anzu, todo siempre estaba en llamas. A pesar de ello creía que el Paraíso debía verse de esa forma, de ese color debía lucir el entero cielo, verdes azulados...
— Padre Truesdale... — Anzu encontró la perdición al besarlo. En sublime deseo, lo rodeó con su cuerpo acorralando contra la pared queriendo devorarlo. Embriagada en el dulce sabor de su saliva, anhelaba amarlo profundamente. El pecho de la castaña se unió al de él y el latido incesante de su corazón se volvió uno a su lado.
El Padre, el hombre de Dios no se opuso; rodeó con los brazos las caderas de la monja, aprisionándola y derritiéndose en sus labios sintiéndose libre, quemando por dentro la tormenta de sentimientos. La pasión desbordaba y el éxtasis combinado con dopamina creciente hacía de las suyas. Su boca la poseía, amándola y entregando ese amor que su pecho quemaba por delatar tantas noches, liberando la tensión sin culpa a las consecuencias.
Se sintió como una eternidad los efímeros segundos que pasaron entre besos y frenéticas caricias, sin saberlo con exactitud cuando se separaron con los alientos agitados iluminados con la tibia luz. En las miradas reflejaban un brillo abrasador, enfrentando la realidad de lo que habían hecho mientras de los labios colgaba un fino hilo de saliva.
El joven Padre estaba hechizado, extasiado con el acto profano en el mismo piso de Dios, bajo su mirada y condena. Sería culpado y poco le importaba. Tomó la mano de Anzu besando los nudillos, no se arrepentía de lo que había pasado.
— Hermana Mazaki... quédate conmigo... — suplicó con una sonrisa arrogante. No tenía que pedírselo, en el preciso momento que se había enamorado como si estuviera predestinado, estaba segura que le entregaría su alma corrupta.
No fue el único encuentro que tuvieron. Se delataban con miradas cuando se buscaban entre los demás, aunadas con sonrisas cómplices que ansiaban el momento de quedarse a solas. En el silencio de la biblioteca, en las madrugadas de ayuno, escondidos entre las flores del invernadero, cruzaban unas cuantas palabras antes de que el Padre Zane la tomara por la cintura y se fundieran en un ardiente beso con los rosarios colgando del cuello.
El corazón del eclesiástico le pertenecía a Anzu y no lo entregaría a nadie más, sería egoísta y lo guardaría en secreto para ella. Un hombre de Dios y una súcubo, ambos desafiaban las leyes que se les impusieron disfrutándose con sonrisas cínicas, con miradas insinuantes y sus labios ardiendo en cada beso demandante. Se amaban con tanta pasión que era un descaro friccionar sus manos contra la sotana y el hábito, no les importaba en lo absoluto.
Y cuando se separaban hasta que sus gargantas se cansaban, se dedicaban miradas llenas de amor encontrando la felicidad entre los brazos del otro.
Sin embargo, Anzu temía también el día en que Zane se diera cuenta quién era en realidad ¿la seguiría amando de la misma manera? No era un capricho cualquiera, porqué confirmaba lo que le dijo una vez "Esto es la creación de Dios" ante lo bello cuando admiraba sus verdes ojos bajo el manto de estrellas al anochecer. Había encontrado la entropía en sus almas disolutas.
