El celibato era una ley moral que cualquier hombre al servicio de Dios debía seguir. Intacta debían mantener la castidad clerical, consagrados y libres del pecado de lujuria al mantenerse en vocación virginal. Y el Padre Zane Truesdale no estaba exento de aquello.
Sin embargo, los arrebatados encuentros escalaban cada vez más que tan solo la presencia de Anzu le evocaba el deseo de ser uno solo con ella, atraído por la esencia de la novicia que no encontraba explicación a tal ansiedad.
Fue hasta entonces, en la soledad de su habitación con la mirada fija en la danza de las velas que tuvo una revelación, una de sus tiempos de estudio.
Recuerda Zane. En tu camino encontrarás demasiadas tentaciones, pruebas que pondrán a temblar tu fe. Eres joven aún, y todos nosotros nos hemos encontrado con ellas. Será inevitable. Tan solo tocarlas se siente cómo el mismo fuego del infierno...
No había escapatoria. Zane había descubierto su verdadera naturaleza.
Fue un poco extraño cuando Anzu encontró una nota en medio de una biblia de la biblioteca que la citaba a las tres de la madrugada en el altar de la Iglesia. Aun así no se cuestionó, deseaba el poder verlo y entregarse con fervor a aquellos besos que la dopaban como una droga y la sensación de adrenalina de lo prohibido.
Llegada la hora, el silencio sepulcral inundaba el lugar. La castaña esperaba detrás del altar con cuidado de no haber sido vista por nadie y con la emoción de una niña. El sonido de la puerta rechinando la hizo perder la atención del sagrario, enfocando los ojos en la figura con sotana caminando a lo largo del centro.
— ¡Padre Zane! — exclamó feliz de verle que pasó por alto los ojos incisivos sobre ella. Dio unos pasos hasta tenerse frente uno al otro, y fue entre las sombras de las velas que notó la seriedad de la expresión de Zane. Sintió escalofríos por primera vez y no tuvo tiempo de decir ninguna palabra cuando este la acorraló tomando sus muñecas contra la pared, enredando su rosario entre los dedos. No le daba escapatoria aprisionándola entre su corpulenta figura, siendo solo testigos las imágenes sacramentadas.
— Mazaki...
— … — Anzu apretó los labios. No entendía lo que pasaba pero el pulso acelerado de su corazón le daba una pista sobre ello. A escasos centímetros, iluminados con la luz templada, el sonido de sus respiraciones era lo único que había.
— Estoy seguro de saber que eres... — susurró Zane— No me engañaras más, no sé cómo lograste entrar aquí. Pero... — sus labios se acercaron tan peligrosamente que podía sentir el cálido aliento de ella, quemaba como el mismo infierno — solo quiero confirmarlo, solo quiero saber la verdad... ¿acaso eres un ser demoniaco enviado para tentar mi fe... o solo eres una excusa para desatar mi propio deseo profano? — El deseo asedaba su voluntad, quería una explicación lógica al calor que lo incineraba. Anzu lo contemplaba, el mismo fervor la tentaba. Lo recorrió con la mirada hasta detenerse en sus verdes ojos.
— … No puedes culparme, Zane...
— ¿Acaso tú...?
— No. Dentro de ti también reside el caos. Dentro de tu alma existe el vórtice de lo impuro, de la entropía y lo irracional. No has sido desafiado por mi... solo te has mostrado como eres en realidad conmigo... nuestros corazones se han abierto destinados a encontrarnos y complementarnos...
El agarre de las manos de Zane se suavizó permitiendo a Anzu deslizar las finas yemas por las tersas mejillas del joven Padre. Cerró los ojos comprobando aquella enseñanza, tan solo un toque quemaba como el fuego.
— Descubrí que tengo un corazón gracias a ti... — Anzu hace mucho había dejado la idea de seducirlo, de tentarlo y robar su alma, olvidándose que era un súcubo. Había algo más que quería en él, derretirse en corazón y alma y conocer junto con él lo que era el amor. — Esta sotana solo esconde tu realidad, permíteme hacerte libre. Déjame romper las cadenas que te atan a las leyes y morales de Dios...
— ¿Me deseas también...? — los ojos de Zane brillaban como nunca antes. Anzu rozó ambas narices, quería estar tan cerca de él cómo fuera posible. Avanzó con lentos pasos empujándolo hasta que el cuerpo de Zane cayó sobre la mesa del altar. No puso resistencia, la observaba desde abajo sintiendo su ligero peso sentarse en las propias caderas y, al alzar la vista, a su cabeza las pinturas religiosas y los claros vitrales se alzaban con sacrilegio ante tal insolencia.
— No solo te deseo, quiero hacerte el amor... — Anzu no pensaba más. Olvidó su objetivo, ya no quería robarle la esencia hasta que muriera. Solo deseaba que la tocara, que la poseyera, que reclamara su cuerpo y entregarse a él.
— Muéstrame quién eres en realidad...
Zane acaricio las mejillas de la castaña rendido a sus deseos.
Anzu dudaba en mostrarle lo que ocultaba más allá de la apariencia mojigata pero tarde o temprano eso pasaría. Era un trato justo. Quitando el bajovelo, deslizó con lentitud el cierre de la negra túnica, un símbolo de virginidad en las monjas, y de un movimiento pausado, se deshizo de ella quedando la blanca piel expuesta con sus delineadas formas. La marca en su pecho delataba su naturaleza, y en el reflejo de las velas se alzaban los sutiles cuernos y alas negras.
— Eres hermosa... — las manos inquietas de Zane recorrieron al fin su piel, fina y delicada, tomándose el tiempo para grabar sus huellas en cada centímetro de las maleables formas de sus caderas, de la delgada cintura y sus suaves senos. La acercó con poca sutileza pecho con pecho, respirando el dulce aroma a durazno de los labios de aquel ser que le había robado más que el corazón.
— Sabes lo que soy... ¿aún estas dispuesto a entregarme tu alma y tu cuerpo, a entregarme tu corazón, a desafiar al mismo Dios que le rezas cada mañana solo para amarme? ¿Solo para hundirte en el placer? — era la última advertencia. Anzu lo añoraba, era la más hermosa y erótica vista que alguna vez pudo ver, del hombre en la Tierra a quién amaba dispuesto a corromperse.
— No me importa... arrástrame al infierno, pero quédate para siempre conmigo... llévate mi vida entera... — la cercanía se volvía estrecha a cada palabra — pero también te hundirás conmigo... yo te mostraré las puertas del Paraíso aun en el mismo Infierno...
La sonrisa desencajada de la súcubo de ojos azules no se hizo esperar. Tenía miedo también, sabía que la buscarían en cualquier momento por romper el primer tabú. Pero estaba dispuesta a dejarlo todo atrás. Y acortando la distancia hundidos en un obsceno beso que jugueteaba las lenguas, mezclados en sublimes suspiros y el susurro de sus nombres entre cada pausa, las manos desesperadas de Anzu arrugaban la sotana queriendo arrancarla.
— Padre Truesdale quiero hacer un secreto de confesión, absuélvame de pecado y de culpa... — el rosario que colgaba del cuello de Anzu se balanceaba deliberadamente sobre su desnudez. Era una vista preciosa, tan profana y capital.
— Serás perdonada por mi...
— Te amo Padre Zane...
— Pídeme lo que desees...
— Te quiero dentro de mí y ser una sola contigo...
Con tan solo la quietud de sus respiraciones mirándose en silencio, Anzu desnudó el pecho de Zane rasgando las prendas con las afiladas uñas. El pecho del clérigo se inflaba agitadamente entregado al momento, expectante de hasta donde llegaría mientras que la castaña devoraba con besos delicados a lo largo de su esternón, mordiendo las clavículas y marcando con rojeces cada milímetro de piel pálida. Zane sentía que su saliva lo calcinaba, que ardía cada gota de sangre arrebatándole ahogados suspiros rendido al sentir los dientes clavarse. Susurraba su nombre, su espalda se contraía ante los osados toques lascivos sintiendo que la sangre fluía cada vez más abajo.
Anzu bajaba por su vientre, dejando un rastro de cada beso con marcas, acariciando sus piernas anhelando lo que había debajo de sus pantalones. De vez en cuando sus miradas se encontraban, sonriéndose con malicia e insolencia, perdiendo la cordura una vez que se revelaron al desnudo liberando al fin la marcada erección.
El calor emanaba junto con el frenesí de sus deseos, no necesitaban decir más. Anzu se acomodó entre sus caderas, sintiéndole entrar lentamente soltando un dulce gemido hasta que fueron uno por completo. Era lo que anhelaban, el fusionar sus almas aún si era prohibido. Aquel primer contacto fue la evidencia de inmoralidad.
Entregados, el canto de sus pesados jadeos y los gemidos llenaban el eco de la Iglesia como un coro al unísono. El placer de cada roce los derretía con el fulgor de sus iris, en cada movimiento del vaivén de sus cuerpos, en la danza erótica de Anzu sobre el Padre Zane entre obscenos y lascivos besos que los asfixiaban, profanando el santuario. Las manos del corrupto clérigo se clavaban en la piel de su amante, rasgando y enredándose entre las castañas hebras de cabello, perteneciéndose en las sombras, yendo cada vez más lejos cuando sus caderas chocaban con más violencia y sus almas resonaban como una sola entre el calor que se hacía presente en forma de finas gotas aperlando sus cuerpos. Tan cerca dentro de Anzu, tan cálido y húmedo, Zane deliraba sintiendo que ese era el verdadero pedazo de Cielo prometido. Besaba sus senos meciéndose con suavidad al ritmo de cada intensa estocada recibiendo a cambio una expresión única de su cuerpo estremeciéndose. Creía que no podría aguantarlo más, por tanto tiempo privado de esas sensaciones, su garganta lo delataba con roncos gemidos.
— Ah... Padre Zane... — la castaña enredaba los dedos en el cabello azulado de Zane, sintiéndose cerca de alcanzar el límite, con el corazón acelerado en el éxtasis de un momento tan íntimo. Estaba segura de que él era un angel caído del mismo Paraíso, al alzar la vista y encontrarse con todos esos querubines pintados siendo testigos desde la cúpula. Sin embargo fue distraída cuando Zane la tomó con fuerza, acercándola para robarle un profundo y cálido beso. Cualquier objeto sobre el altar ahora se encontraba en el suelo, era una blasfemia. Y ante la culminación de ambos, alcanzado el delirio máximo en la intensidad de un orgasmo que rompió la vocación virginal. Sus voces se perdieron al sentir la liberación del cálido placer junto a los espasmos. La esencia que ahora los marcaba, se había derretido en su interior.
— Eres mía ahora... — Zane acercó con las temblorosas manos el cuerpo invadido en placer de Anzu — Te amo Mazaki... — se reconfortaron cálidamente en un abrazo escuchando plácidamente el latido de sus corazones hasta que las sensaciones se aminoraron. Habían hallado el punto máximo de su amor en un encuentro que los unió para siempre. No iba a permitir que la arrebataran de su lado, y Anzu lo protegería y cuidaría como lo más valioso en el mundo. Encontró en él la verdad absoluta de que Dios realmente había creado todo lo hermoso en la Tierra.
— Toma cada parte de mí, te pertenece... — regocijada en el pecho del ahora ex sacerdote, sonreía con felicidad. Como el mismo Dante, sabía lo que era el latir de un corazón a mitad del caos y la entropía.
Zane depósito un suave y tierno beso sobre la frente de Anzu, admirando el claro azul de sus ojos a pesar de la tenue oscuridad, sonriéndole. Un desastre completo, la inherencia propia de su alma. Ahora le pertenecía desde sus pensamientos hasta la última gota de esencia.
— ¿Quién está allí? — Escucharon una voz que los puso en alerta, inmediatamente Zane la cubrió con el cuerpo y se deslizaron rápidamente hasta debajo del altar, conteniendo la respiración. No podían ver nada, así que no estaban seguros si alguien los había visto o aún seguía ahí. Escucharon la puerta cerrarse después de unos segundos y el silencio fue sustituido por risas cómplices de alivio.
— Oh mi querida Anzu, mira en los problemas que me has metido... — hablaba embelesado con el ingenuo rostro de la ojiazul — Pero volvería a hacerlo... aunque después de esto ya no soy bienvenido en ningún templo probablemente...
Anzu sonreía juguetonamente. Acercando los labios, besaba cada parte del rostro de quién ahora se proclamaba ex comulgado, tratando de aliviar cualquier preocupación. Entonces se le ocurrió una idea...
— Escapa conmigo, huyamos lejos... — se le habían avivado los ojos.
— ¿A dónde iremos? — alzó una ceja, incrédulo.
— Lejos, hasta dónde el mar se vuelve azul intenso... ¡Quememos este sitio hasta reducirlo a simples cenizas!
Insolente, desvergonzada, libre de las ataduras, Zane había encontrado a donde pertenecía. Al infame caos y fuego.
— Las llamas lo purifican todo. Nada sobrevive al fuego. Ni las absurdas leyes de Dios... — acercando uno de los cirios encendidos, Zane dejó que la cera caliente se expandiera sobre el marmolado suelo y lanzó el resto a los pies de las imágenes de madera. Rápidamente el fuego consumió todo a su paso, la flama que danzaba incitaba la piromanía que tanto tiempo Zane había ocultado.
Esa pizca de soltura, al fin podía ser quién era de la mano de quién lo había liberado. Ambos tomados de las manos, la danza del fuego se hacía cada vez más grande, llamándoles al desastre. Volviendo a vestir los hábitos y sotana, el antes Padre de esa misma iglesia, Zane Truesdale huía con su propio infierno en forma de súcubo, Anzu Mazaki. Corrieron por la gran puerta dejando atrás sus reivindicaciones, para estar al lado del otro, para amarse con completa libertad.
En la televisión, la presentadora de un noticiero daba la información sobre los acontecimientos más relevantes de la noche. Y el estelar no era nada más ni menos que el incendio de una de las iglesias más reconocidas de la ciudad. Se tenía sospecha de que el fuego había sido provocado, pues la desaparición de su principal sacerdote en extrañas circunstancias resultaba extraña. La foto de Zane Truesdale era mostrada con un boletín de búsqueda, sospechoso del accidente que redujo a simple polvo el templo central, sin la oportunidad que los cuerpos de bomberos pudieran rescatar algo.
No solo eso, una de las monjas también había desaparecido sin dejar rastro. Lo raro es que no se tenía información ni antecedentes de ella. La presentadora pedía que cualquier informe sobre el paradero de ambos era de vital importancia y debían notificarlo.
Sin embargo los años pasaron, y nunca supieron más de ellos.
