CAPÍTULO 34
Cintas
Cantahojas estaba sentada en el Altar del Cielo, contemplando una noche eterna que rodaba en las alturas. La plataforma estaba excavada en la ladera del Monte Apacible, abierta al cielo del que recibía su nombre. Sobresalía del costado de la montaña y había una caída aterradora aguardando al otro lado del antepecho de jabí. Por abajo se extendían los Susurriales, pero arriba, donde el cielo debería haber ardido con la tozuda luz de los soles que desfallecían, Cantahojas solo veía oscuridad. Llena de un millón de minúsculas estrellas.
Las mesas y los bancos alrededor de ellos, en otro tiempo poblados de asesinos y siervos de la Negra Madre, estaban vacíos. El Monte Apacible hacía honor a su nombre, y hasta el coro que Cantahojas había oído cuando irrumpieron en el baluarte de los asesinos seguía en silencio. Wells estaba sentado enfrente de ella, leyendo con atención el primer volumen de lo que llamaban las Crónicas de la Nuncanoche. Se lo había pedido a Cantahojas cuando ella lo terminó, e iba pasando páginas y arrancando mordiscos a un pollo asado que se había agenciado de las despensas de la Iglesia Roja. Cantahojas solo había leído el primer libro en diagonal e iba ya por mitad de la segunda crónica. Pero se había detenido antes de llegar al capítulo veinticuatro.
La batalla que habían librado contra la sedosa.
—Por el abismo y la sangre —murmuró Wells, pasando la página con dedos aceitosos.
—¿Por qué parte vas? —preguntó Cantahojas.
—Clarke acaba de apuñalar a Lincoln.
—Ah —dijo ella, asintiendo—. Pequeña zorra despiadada.
—Sí —dijo Wells, cerrando el libro y mirando la cubierta—. ¿Sabes? En realidad no está nada mal. O sea, si no te molestan las notas a pie de página y la puta carretada de palabrotas que hay.
—Bueeeno… —Cantahojas dio un bufido despectivo y se quitó una larga trenza de sal del hombro—. Se nota que lo escribió un hombre.
—¿Y eso?
Cantahojas enarcó una ceja y miró al corpulento itreyano.
—¿No te ha parecido que las escenas de sexo lo delataban?
—En realidad me ha parecido que algunas partes indecentes eran bastante buenas, ¿a ti no?
—Va, hombre, va —rebufó Cantahojas—. ¿«Anhelantes pezones»? ¿«Brote hinchado»?
Wells parpadeó, perplejo.
—¿Qué problema tiene decir «brote hinchado»?
—Que no tengo una puta planta entre las piernas, Wells.
—¿Y cómo lo llamarías tú, entonces?
Cantahojas se encogió de hombros.
—¿El hombrecillo en la barca?
—¿Por qué cojones ibas a llamar «hombrecillo» a algo en las partes bajas de una mujer?
—¿Por darle un poco de atractivo visual? —Volvió a encogerse de hombros—. Remar es duro. Está bien imaginar a un hombre haciendo algo de trabajo en las sábanas, para variar.
Wells sonrió y negó con la cabeza.
—Menuda zorra estás hecha, Cantahojas.
Ella se rio.
—¿Ahora te das cuenta?
El hombretón itreyano soltó una carcajada y llenó la copa de vino a Cantahojas. Alzó la suya.
—¿Por qué brindamos? —preguntó la dweymeri.
—Por Carnicero —declaró Wells—. Un hijo de puta maleducado, malhablado y más feo que pegarle a un padre al que me enorgullecía llamar hermano. Vivió y murió de pie en un mundo que intentaba obligarlo a arrodillarse. Ojalá encuentre a su familia esperándolo junto al Hogar.
—Sí —dijo Cantahojas—. Y ojalá nosotros tardemos en encontrarlo a él.
—Brindo por eso —dijo Wells, y se bebió la copa entera.
Cantahojas apuró también la suya e hizo una mueca al dejarla en la mesa. El brazo de la espada le dolía horrores. La cicatriz del antebrazo era una salvajada, y los tatuajes que adornaban su cuerpo estaban deformados y arrugados en torno a la herida. Wells fingía no darse cuenta, pero eso solo servía para irritarla más.
—Supongo que debería darte las gracias —gruñó por fin Cantahojas.
—¿Por qué? —murmuró Wells, haciendo como que leía.
—Cuando estábamos combatiendo para salir de la cuadra antes —dijo Cantahojas—. En el segundo tramo de escalera, cuando ese cabronazo grandote me ha venido con las dagas de puño. Me habría pinchado de no ser por ti.
—Qué coño —repuso Wells—. Te habrías movido. Lo he hecho solo por precaución.
—Lo has hecho solo por salvarme la vida, querrás decir.
Él se encogió de hombros y permaneció en silencio. Cantahojas suspiró, hizo otra mueca al estirar el brazo de la espada.
—No ha llegado a curarse bien. Desde que aquella sedosa me hizo el corte en Fuerteblanco, ya no he tenido la fuerza de antes. Ni la velocidad. —Negó con la cabeza, haciendo mecerse las trenzas de sal—. La suffi me dio el nombre de Cantahojas cuando mi madre me presentó en Camada. Solo tenía unos giros de edad y ya supieron que iba a ser una guerrera. Pero ¿qué canción puede cantar ahora mi hoja?
Wells le quitó importancia con un gesto, arrugando el ceño.
—No te preocupes, al final se pondrá bien.
—Sabes muy bien que no, Wells —espetó ella—. Sabes que ya no mejorará más que ahora. Soy una espadachina que no puede blandir una espada. Un lastre es lo que soy.
Wells ladeó la cabeza, la miró con aquellos brillantes ojos que tenía.
—La mejor guerrera que conozco es lo que eres. Me has salvado la vida un montón de veces. Sigues siendo mi hermana en la arena, y también fuera de ella, y cuando sigamos a Lexa hasta la Corona, no hay nadie en esta república a quien preferiría tener cubriéndole las espaldas a mi lado.
—Crees que irá, entonces.
—Sé que irá. —Wells miró la oscuridad sobre sus cabezas—. Y ella también lo sabe. Esa chica está destinada a algo más que vengarse. Siempre lo ha estado.
—Parece asustada.
—Sí. —Wells suspiró, meneó la cabeza—. Pero no durará.
—No puedo ir con vosotros. Soy igual de útil que los huevos de un cura con este brazo, Wells.
—Pues lucha con el otro —replicó Wells, intercambiando de nuevo una mirada con ella—. Combatir no es solo el acero. Es el corazón. El ingenio. Las agallas. Y tú le sacas la cabeza y los hombros a casi todo el mundo que conozco en las tres cosas. Y de verdad que siento desilusionarte sobre la clerecía itreyana, pero fui Luminatii durante seis años, Cantahojas. Los sacerdotes sacan mucho más partido a sus huevos del que creerías.
Cantahojas sonrió y sacudió la cabeza.
—Eres un buen hombre, Wells.
El fornido itreyano se echó a reír.
—¿Y ahora te das cuenta?
Cantahojas miró al hombre de arriba abajo. Lleno de cicatrices de batalla y duro como el hierro. Bonitos ojos y un encanto de muchacho que ni todas las cicatrices del mundo podían encubrir.
—Sí —dijo en voz baja—. Me parece que sí. —Volvió a llenar las copas e hizo un mohín pensativo—. Si al final Lexa hace caso al bibliotecario loco y parte en busca de esa dichosa Corona de la Luna, sabes que es probable que muramos en el intento, ¿verdad?
—Sí, bastante probable. —Wells levantó los hombros de nuevo, y luego su copa—. Pero ¿qué le vamos a hacer?
Cantahojas se bebió la suya de un solo trago.
—Bueno, pues ya que parece que moriremos pronto…, ¿te apetece una lección de remo?
—¿Lección de remo?
Cantahojas enarcó una ceja y se miró sugerente por debajo de la cintura. Y cogiendo de la mesa su copa de vino y la jarra, se echó a la espalda las trenzas de sal con un movimiento brusco del cuello y se levantó.
—¿Vas a venirte? —preguntó.
Wells pareció captarlo por fin. El hombretón itreyano apartó el libro a un lado, echó atrás la silla y le dedicó una sonrisa malévola.
—Las damas primero —dijo.
—Puf. Eso ya lo veremos, Wells el Ballestero.
—Insisto, mi dona.
Y vaya si insistió.
Lexa no estaba pensando.
Esperaba en sus viejos aposentos, repantigada en un montón de almohadas y suaves pieles. La tenue luz de una lámpara arkímica llenaba la habitación. El silencio que había dejado la ausencia del coro parecía alargarse como la eternidad. Un fino dedo gris de humo salía vagando del cigarrillo entre sus dedos. Era el quinto que se fumaba en una hora, y los restos de sus anteriores víctimas yacían amontonados en un cenicero al lado de la cama. Se puso el pitillo en los labios y caló hondo, intentando no pensar en el athenaeum. En la Corona de la Luna. Gabriel. Azgeda. Raven. Carnicero. Eclipse. El pobre y pequeño Aden.
«No».
No, no estaba pensando en eso. Estaba tumbada en la cama y fumando y esperando a su chica. Vigilando la puerta a través de largas y negras pestañas. Pero el reloj de arena que tenía en la mesita ya había drenado poco a poco la hora y Clarke no había regresado aún de los baños. Lexa estaba empezando a preguntarse si Clarke tendría intención de dormir en su antigua habitación del ala de los discípulos.
No quería pasar la nuncanoche sola.
Y entonces el pomo giró y su chica entró por la puerta, y Lexa sintió que todo el peso sobre sus hombros se desvanecía como por arte de magya. Clarke aún tenía el pelo mojado del baño, un rubio oscuro que le caía por los hombros. Llevaba una combinación de seda negra y un leve fruncimiento en el ceño, y apenas lanzó una mirada a Lexa mientras pasaba dentro y cerraba la puerta. Tenía los ojos nublados, de un atribulado y tormentoso tono de azul. Pero aun así el corazón de Lexa latió un poco más deprisa al verla. Al contemplar la luz arkímica jugando en su piel, las marcadas sombras y las suaves curvas y las piernas que seguían y seguían hasta los cielos.
—Hola, preciosa —dijo.
Lexa apartó las pieles sin más ceremonia. Iba casi desnuda por completo debajo de ellas. Largas trenzas oscuras que fluían como negros ríos por su piel pálida. Humo de cigarrillo flotando en volutas de sus labios. Una cinta hecha de sombras envolviéndole la cintura, cerrada en un bonito lazo que dejaba solo un poco de ella a la imaginación.
—¿Te gusta? —dijo Lexa, pasando los dedos por la negrura aterciopelada—. Es lo que llevan las donas más elegantes este año.
Clarke la miró de arriba abajo.
—Parece que te dará frío —dijo.
Lexa se pasó las manos por los pechos, por el vientre, resbalando cada vez más abajo hasta apretarlas entre los muslos. Arqueó un poco la espalda, respiró un poco más fuerte.
—Qué va, me da calor, Clarke —musitó—. Me da mucho calor.
Lexa no quería pensar. Quería sentir. Quería follar. Solo la perspectiva de hacerlo ya le puso el corazón al galope. La idea de empujar a Clarke sobre las pieles, tomarla y ser tomada a su vez, de poder detener los engranajes que rodaban en su cabeza y silenciar las preguntas y limitarse a…
Pero Clarke se quedó donde estaba. Cerca de la puerta.
—Ven aquí, amante mía —susurró Lexa, abriendo los brazos.
—No —respondió Clarke.
—Por favor —insistió Lexa en voz baja—. Te deseo.
Clarke solo negó con la cabeza.
—No me deseas.
—¿Cómo puedes…?
—Solo quieres evitar una conversación, Lexa.
Lexa miró a su chica a los ojos. Una minúscula chispa de mal genio prendió en su pecho.
—¿Y sobre qué deberíamos tener una conversación, Clarke?
—Ah, qué sé yo, ¿sobre el precio de las vírgenes en Vaan? —Clarke dio un manotazo al aire, incrédula—. ¿Sobre qué coño crees tú que deberíamos hablar? Acabo de tirarme una hora ahí plantada escuchando a ese viejo capullo decrépito y, a pesar de todas sus fanfarronadas y sus gilipolleces, ¡por lo visto el mejor resultado de todos para él es en el que tú acabas muerta! ¡Gabriel quiere que te suicides!
—Gabriel quiere que restaure el equilibrio entre la Noche y el Día.
—¡Porque no fue lo bastante bueno para hacerlo él mismo!
—Desde que llegué aquí —dijo Lexa—, todos los pasos que he dado, todo lo que he hecho me ha puesto en la dirección de la Corona de la Luna.
—Eso son paparruchas y lo sabes.
Lexa se frotó la cabeza, que llevaba un rato doliéndole, y suspiró.
—Yo no sé nada.
—No pienso ir contigo, si eso es lo que piensas —declaró Clarke—. No te daré el mapa ni ayudaré a que te mates. No puedo.
—Te he visto desnuda lo suficiente para tener el mapa memorizado, Clarke.
—Que las Hijas te maldigan, Lexa Wood —siseó Clarke.
Lexa suspiró, cogió de nuevo el cigarrillo y volvió a taparse la piel desnuda con las mantas.
—¿Sabes? No recuerdo que diesen clases de eso aquí, pero tienes un don increíble para cargarte el ambiente.
—¡Estoy hablando en serio, Lexa!
—¿Y crees que yo no? —gritó ella, perdiendo el control de su mal genio—. ¿Crees que no sé lo que está pasando? ¿Lo que hay en juego? ¡Llevo aquí sentada una hora intentando no pensar en el hecho de que no se me ocurre ni una sola razón para hacer esto!
—¡Pues no lo hagas! —exclamó Clarke—. Que se joda Gabriel. Que se joda la Luna, que se joda la Diosa, ¡que se joda todo! ¡Tú y yo no hemos pedido nada de esto! ¡La Iglesia Roja está destripada, las hojas de Azgeda han muerto todas y él ha salido corriendo de aquí como un perro fustigado! —Clarke cruzó la habitación hecha una furia y se sentó en la cama. Cogió la mano de Lexa y la miró fijamente a los ojos—. Somos dos de las mejores asesinas que quedan en la república. ¡Yo digo que vayamos a Tumba de Dioses, abramos el cuello a ese hijo de puta, nos llevemos otra vez a tu hermano y se acabó! ¿Qué coño importan Anais, el equilibrio y todo lo demás?
—Hay un pedazo de él en mi interior, Clarke. —Lexa dejó escapar un largo suspiro—. De Anais. Puedo sentirlo. En el corazón.
—¿Y qué pasa conmigo? —Clarke puso una mano en el pecho de Lexa—. ¿Ahí dentro no estoy yo también?
—Pues claro que estás —susurró Lexa, cogiéndole los dedos y apretando.
—Te amo, Lexa.
—Yo también te amo.
—No es verdad. —Clarke negó con la cabeza—. Si lo hicieras, no tendrías tanta prisa por decirme adiós.
Lexa sintió que se le empañaban los ojos de lágrimas. Que otro océano de ellas esperaba dentro de ella.
—No quiero decirte adiós.
Clarke acarició la marca de esclava en la mejilla de Lexa. La cicatriz que surcaba la otra.
—Entonces, quédate. Quédate conmigo.
—Yo…, yo quiero…
Clarke se abalanzó hacia delante y sus labios se encontraron en un beso desesperado. Lexa cerró los ojos, notó el sabor de las lágrimas, pasó los brazos por la cintura de Clarke y la atrajo hacia ella. Se besaron como nunca lo habían hecho antes, aferradas una a la otra como si se ahogaran, dos personas a la deriva en un mundo de fuego y soles y noche y tormentas. Todas las divinidades contra ellas, intentando arrancarlas una de la otra. El beso terminó lento, Clarke todavía abrazada a Lexa mientras sus labios se separaban, como si temiera soltarla. Enterró la cara en el pelo de Lexa, apretó más fuerte, su voz fue un murmullo:
—Quédate conmigo.
Lexa cerró los ojos y suspiró. Se agarró como si le fuera la vida en ello.
—Es que no sé qué hacer —dijo—. No sé cómo resolver esto.
Sus labios se reunieron en un beso, más suave en esa ocasión. Más largo y más dulce y repleto de una anhelante y gozosa necesidad. Las yemas de Clarke le acariciaron las mejillas y se internaron en su pelo, y Lexa suspiró al notar la lengua de su chica rozar la suya. El beso ahondó mientras las manos de Clarke empezaban a recorrer su cuerpo. Bajando por el cuello a la clavícula. Pasando al ras de sus pechos y llegando por fin a la cinta que rodeaba la cintura de Lexa.
—Quiero estar contigo para siempre —susurró Lexa.
—¿Solo para siempre? —murmuró Clarke, descendiendo.
Lexa negó con la cabeza, cerró los ojos.
—Para siempre jamás.
Lexa soñó.
Era de nuevo la niña, bajo un cielo tan gris como el instante entre estar despierta y dormirse. Estaba de pie sobre un agua tan calmada que parecía piedra pulida, cristal, hielo bajo sus pies descalzos. Se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Su madre caminaba a su lado, sosteniendo la mano de Lexa y una balanza inclinada. Llevaba guantes de seda negra, largos y resplandecientes con una pátina secreta, que le llegaban a los codos. Su vestido era negro como el pecado como la noche como la muerte, enhebrado con mil millones de diminutos puntitos de luz. Brillaban desde dentro, a través de la mortaja del vestido, como pinchazos en una cortina echada ante el sol de fuera. Era hermosa. Terrible. Tenía los ojos negros como su vestido, más insondables que los océanos. Su piel era pálida e iridiscente como las estrellas. Como de costumbre, tenía la cara de Anya Wood. Pero Lexa supo, de aquella manera en que se intuían las cosas en los sueños, que no era su verdadero rostro.
Y como siempre, al otro lado del infinito gris, las esperaban su padre y sus hermanas.
Él iba vestido todo de blanco, tan puro y refulgente que a Lexa le dolían los ojos al mirarlo. Pero miraba de todos modos. Él le devolvió la mirada cuando su madre y ella se aproximaron, tres ojos fijos en ella, rojo y amarillo y az…
—No —dijo Lexa—. No, ya basta.
Oyó la voz de Cantahojas dentro de su cabeza.
«Deberías intentarlo. La próxima vez que duermas. Hazte con el sueño y transfórmalo en lo que quieras. Te pertenece a ti, al fin y al cabo».
Así que lo detuvo. Apartó las imágenes de su padre en su mortaja de brillante blanco. Estaba dentro del Monte Apacible, a fin de cuentas, el lugar donde más fino era el velo que separaba el mundo real del abismo. Si quería hablar, descubrir, saber, aquella sería su mejor oportunidad. Así que la niña cerró las manitas en puños. Retorció el sueño y lo hizo suyo. La escena pareció resistirse, la piedra/cristal/hielo que había debajo de ella se onduló como un estanque. Pero aquel era su sitio. Su mente. Jamás había cedido un solo centímetro de terreno en el mundo real, en ningún momento de su vida.
¿Por qué abismos iba a ser distinto allí?
La imagen de su padre y sus hermanas tembló hasta desvanecerse por completo. La chica se quedó sola en el inabarcable vacío con la Madre de la Noche, allí, en el límite entre el abismo y el mundo de la vigilia. La Diosa bajó la mirada hacia su hija, el negro de sus ojos rebosante de un millón de minúsculas estrellas. Y la niña ya había dejado de ser una niña. Era la campeona del Venatus Magni. La Reina de los Canallas. La Señora de las Hojas.
La guerra que no puedes ganar.
—Muy bien —dijo Lexa—. Tú y yo tenemos que hablar muy en serio.
Niah parpadeó. Lenta como una glaciación.
—Habla, niña —respondió por fin.
—Escucha, comprendo lo difícil que ha sido para ti llevar todo esto adelante —dijo Lexa—. Comprendo que quieras salir de tu prisión y a tu hijo de vuelta contigo. Pero tú tienes que comprender que a mí no me apetezca mucho morir por ello.
La Madre echó a un lado la cabeza, su voz se tiñó de tristeza.
—Temes.
La chica negó con la cabeza.
—Peor. Amo.
—¿Vas a negar lo que eres?
—No —respondió ella—. Esto es quien soy. No soy una heroína. Soy una zorra vengativa y egoísta. Y nunca he negado serlo. Si querías una salvadora, a lo mejor deberías haber escogido a una chica que crea que este mundo merece salvarse.
La Madre Oscura se inclinó hacia ella y la miró a los ojos.
—Entonces hablemos de venganza, pequeña —dijo, levantando la balanza inclinada entre ellas dos—. Por celos, por miedo, mi marido asesinó a mi hijo mientras dormía. Yo siempre le había obedecido. Solo en una ocasión lo desafié, y esa única vez se debió a mi amor por él. Y ese pecado me valió que me desterrara al abismo. Mató la magya en la tierra. Asesinó la luz en la noche.
—Mi padre ha intentado asesinarme una docena de veces. —La chica se encogió de hombros—. A lo mejor tu hijo debería haberse levantado más temprano.
La Madre parpadeó con aquellos infinitos ojos negros. Una furia imposible bullía dentro de ellos. Por un instante, la imagen de Anya Wood tembló y se sacudió, como si no pudiera mantener del todo la forma, y en ese instante Lexa vislumbró lo que había al otro lado. La monstruosidad que había visto en libros de niña, el horror sobre el que la clerecía de Aa predicaba desde sus púlpitos. No la Madre de la Noche, ni siquiera Nuestra Señora del Bendito Asesinato. Era el vacío insonoro entre las estrellas. La interminable negrura al final de la vida.
Las Fauces.
Era tentáculos y ojos y garras y bocas abiertas babeantes.
Amplia como el infinito. Negra como la eternidad. Pero el temblor cesó y la oscuridad remitió, y la chica estaba mirando una vez más el rostro de su madre. Finos labios negros. Duros ojos negros. La cara de Anya Wood, la mujer que la había regañado de niña, que la había enviado a la cama sin cenar, que le había dicho que nunca se encogiera, nunca temiera, nunca olvidara.
—¿Dejarás el mundo en manos de un tirano? —preguntó la Diosa.
—No —respondió la chica—. Voy a matar a un tirano. Y no podré hacerlo si estoy muerta.
La Madre frunció el ceño.
—No me refiero a tu insignificante imperator. Te hablo de Aquel que Todo…
—Ya sé de quién me hablas. —La chica puso los brazos en jarras—. Escucha, lo siento. Sé lo horrible que fue lo que Aa os hizo a ti y a tu hijo. Pero ¿esa pequeña familia tuya tan jodida no puede resolver sus propias mierdas? Yo ya tengo bastante con ocuparme de las mías.
La forma de la Madre cambió de nuevo, las estrellas de su vestido titilaron agitadas.
—Esto es más importante que tus míseras preocupaciones mortales, niña.
—Pues qué pena que necesites que los míseros mortales lo resuelvan por ti, Madre.
—Soy una diosa. Antes de la luz, antes de la vida, existía la oscuridad. Yo soy el principio y el fin. Soy la primera divinidad. No consentiré que se me rechace.
—No lo digo por ofenderte, pero no te tengo miedo. Te costó años y todo el poder que tenías ponerme un puto libro en las manos y empezar a colarte en mis sueños. No puedes amenazarme. Vas a tener que convencerme.
—Este es tu dest…
—Ahórratelo —dijo la chica, levantando la mano—. No soy esclava de ese destino tuyo. Recorro mi propio camino. Cometo mis propios errores. Y puede que este sea uno de ellos. Pero en ese caso, lo asumiré, joder. Porque es mi decisión. Mi vida. Mi destino.
La pena y la ira embargaron la voz de su madre:
—Eres tan egoísta como Cleo, entonces.
La chica dio un paso adelante, miró al fondo de aquellos ojos ardientes.
—Pensaba que estaría sola en la vida. Creía que nunca encontraría ni una pizca de felicidad. Pero ahora la he encontrado y quiero conservarla. Si eso es ser egoísta, entonces seré egoísta. Pero al menos estaré enamorada. Y que te jodan por intentar quitarme eso.
La forma de Niah ondeó de nuevo, mostrando bajo la superficie el horror de lo que era en realidad. El negro de su vestido se hizo tan profundo que Lexa temió caer en él sin más y ahogarse.
—¿Osas hablarme así?
La chica apretó los dientes y no cedió terreno:
—Eso es lo que me diferencia de la mayoría.
Lexa bajó la mirada a sus pies. Y allí, en el espejo que tenía debajo, vio a un chico recortado en la penumbra. Su piel era negra como la veroscuridad. Unas lenguas de llama oscura ardían en sus hombros, en la coronilla, como si fuese una vela encendida. Tenía unas alas oscuras extendidas en la espalda, y en la frente llevaba inscrito un círculo perfecto.
Pálido como la luz de luna.
Lexa volvió a mirar a la Diosa a los ojos.
—Me compadezco de él, de verdad que sí. Y sé lo que es tener un padre al que odias. Pero puedo recuperar a mi hermano sin tu ayuda. No te necesito. Así que tendrás que darme una razón para hacer esto. No gilipolleces sobre el destino o la justicia. Una razón. Si no, apáñatelas tú sola con tu puto matrimonio.
La chica dio la espalda a la Diosa.
—Entretanto, yo me vuelvo a la cama.
La Noche se quedó inmóvil como una piedra, mirando furiosa la espalda de Lexa mientras ella echaba a andar hacia la mañana. Las estrellas del vestido de la Diosa destellaron con un gélido fuego. Su voz sonó tan profunda y oscura como el vacío:
—Se me ocurren unas cuantas razones, niña.
