CAPÍTULO 35

Cenizas

Clarke todavía notaba el sabor de Lexa.

Sal y miel. Hierro y sangre. Con los párpados casi cerrados, se pasó la punta de la lengua por los labios. Lo degustó. Lo inspiró dentro. Lo suspiró fuera. Contempló aquella oscura extensión de nada que había al otro lado de la barandilla del Altar del Cielo y dio las gracias al dios o a la diosa o a la pirueta del destino que hubiera llevado a esa chica a su vida.

«Lexa».

La había dejado soñando. Desnuda sobre las pieles. El pelo desparramado en torno a la cabeza como un halo de fuego negro. Después de darle un beso suave como las plumas, Clarke se había levantado de la cama que compartían y se había puesto una combinación de seda negra sobre su propia desnudez. Había cerrado la habitación con llave al salir, se había atado la larga melena rubia en una coleta y había recorrido los pasillos en busca de algo de beber. Tenía la lengua irritada. La garganta seca. Satisfacer a la campeona del Venatus Magni, la Reina de los Canallas y la Señora de las Hojas daba mucha sed.

La iglesia estaba sumida en un silencio mortal. El coro fantasmagórico seguía desaparecido y los discípulos y manos capturados estaban encerrados bajo llave y bajo la vigilante mirada de Lexa. Muy pocos habían sobrevivido al ataque, en realidad, y todos ellos habían jurado lealtad a Lexa como líder de la Iglesia Roja. Pero la flamante Señora de las Hojas había ordenado que los encerrasen de todos modos, al menos por el momento. Toda precaución era poca. No podían considerar aquello más que una victoria menor. Azgeda había huido de la montaña, acompañado de Mataarañas. Aden volvía a estar en las garras de su padre. La cuestión de la Luna seguía sin resolver.

La historia distaba mucho de haber terminado.

Así que Clarke había ido al Altar del Cielo y estaba mirando por encima del antepecho el siemprenegro de más allá, tomándose un respiro. Gabriel había dicho que aquel lugar era donde los muros entre el mundo y el abismo eran más finos. Que la noche perpetua que giraba sobre la cabeza de Clarke en realidad no era la noche en absoluto. Los bancos y las sillas estaban vacíos a su espalda. El aire de alrededor, silencioso y quieto. Tenía un vaso de arcilla y una botella de buen vino dorado que había sacado de las despensas de la cocina. Resultó ser un Albari, el favorito de Lexa. Clarke aplacó su sed con un sorbo ardiente y lamentó que el sabor de su chica estuviera atenuándose en su lengua. Contempló aquel abismo y se preguntó si le estaría devolviendo la mirada. Reflexionó sobre el aspecto que podría tener la noche si la Luna regresaba alguna vez al cielo. Una parte de ella aún tenía miedo de que Lexa pudiese cambiar de opinión. Aún temía que el cronista la convenciera de su plan demencial. Pero el resto de Clarke Griffin, la parte de ella que conocía a Lexa, que confiaba en Lexa, que adoraba a Lexa, sabía que no iba a ser así.

Al cuerno con la Noche. Al cuerno con los soles. Al cuerno con la Luna.

Lexa Wood quería vivir.

«Conmigo».

Clarke notó que la sonrisa le curvaba los labios, que le cosquilleaba por todo el cuerpo hasta los tobillos. Pensó en la casa que había construido su padre en Treslagos. Flores en el alféizar y un fuego en el hogar.

Y una enorme cama de plumón.

Clarke nunca había creído que fuera a tener nada parecido a lo que tenía en esos momentos. Ni siquiera lo había soñado jamás. Había nacido siendo hija de un asesino, igual que su hermano Finn, y Jake Griffin había moldeado a su hijo y su hija a su propia imagen. La infancia de Clarke había consistido en robos y violencia y la promesa de una vida de muerte al servicio de Nuestra Señora del Bendito Asesinato. El pesar era de débiles. El arrepentimiento era de cobardes. Recordaba el giro en que su padre había vuelto de su cautiverio en Liis. De la ofrenda que había acabado con sus servicios como asesino. Las mutilaciones que había sufrido en las Torres Espinadas de Elai lo habían dejado marcado para siempre. Resentido para siempre. Porque, aunque Octavia remendara las heridas que había sufrido Jake durante la tortura, la tejedora no podía reemplazar las partes de él que le habían amputado del todo.

Su ojo. Su virilidad. Su fe.

El padre de Clarke había perdido más que los cojones y las creencias en aquella ofrenda. Ya nunca había vuelto a sonreír como antes al volver de ella. Nunca había vuelto a besar a la madre de Clarke como acostumbraba, nunca había vuelto a abrazar a sus hijos como antes, nunca había dormido sin despertar chillando por las pesadillas. Algo en el interior de Jake Griffin se había quebrado en Liis y nunca había sanado como debía. Y la Iglesia Roja, por mucho poder, por mucha devoción que tuviese, no podía devolvérselo.

Clarke los había odiado por ello.

Así que Jake había vuelto a sus hijos contra la Iglesia, y ellos se habían prestado a ello de todo corazón. El asesino retirado los preparó para ser armas contra el templo que lo había dejado hecho una piltrafa. Para derruir la casa de la Diosa que le había fallado. Y lo habían planeado muy bien, por cierto. A Finn y a ella les había faltado solo un pelo para lograrlo. Habían mentido y robado, asesinado a Llamarriadas, a Nylah, a Lincoln, todo para procurarse una oportunidad de acabar con Kane y el Sacerdocio. Y aunque su fracaso había conllevado la muerte de su hermano a manos de Bellamy, en los últimos giros Clarke había visto suceder todo por lo que tanto se había esforzado.

El Sacerdocio destruido, y la Iglesia Roja con ellos.

Jake Griffin habría estado orgulloso de su hija. Y si Clarke tenía asuntos pendientes con Bellamy, en fin, podía resolverlos algún otro giro. Porque a decir verdad, por mucho que Clarke lo quisiera, su hermano mayor había sido un poco capullo. Y allí estaba Clarke en el Altar del Cielo. Con la mirada perdida en la negrura de más allá del Monte Apacible. En la noche que no era una noche en absoluto. La montaña silenciosa como una tumba a su alrededor, el Sacerdocio durmiendo en sus tumbas sin lápida. Se quitó la cinta del pelo y un torrente de cabello rubio se desbordó sobre sus hombros al sacudir la cabeza para soltarlo, deleitándose con la sensación de libertad. Se sirvió otro vaso de vino dorado y lo alzó hacia la oscuridad.

—Brindo por ti, papá, miserable viejo cabrón. Y por ti, Finn, pequeño arrogante hijo de puta. —Apuró el vaso y lo arrojó vacío por encima de la barandilla—. Ya los tenéis muertos. De nada.

—HOLA, CLARKE.

Se le paró el corazón en el pecho. Una bandada de glaciales mariposas revoloteó en su estómago. Clarke mantuvo pétreo el rostro mientras daba la espalda al antepecho y lo encontraba allí de pie. Alto y fuerte. Hermoso como una estatua, forjado por las manos de la Madre Oscura. Su siervo. El guía que había enviado. Bajo su piel palpitaba ahora el rubor de algo próximo a la vida, pero sus ojos seguían siendo pozos de veroscuridad, atravesados por puntitos de luz estelar. Sus rastas de sal se movían como si les diera el viento. Sus manos eran negras como el asesinato. El chico la miró. El silencio entre ellos se hizo profundo como los siglos. Clarke cayó en la cuenta de que aquel era el último lugar donde lo había visto con vida.

Esa plataforma, ese mismo punto, era donde lo había matado.

Como te he dicho más de una vez, menudo hocico te gastas, Lincoln. No puedo permitir que husmees en los entrantes esta nuncanoche.

¿Qué estás…? Uj.

—Hola, Lincoln —dijo Clarke.

—¿TE CUESTA DORMIR?

Ella se encogió de hombros.

—A veces.

—¿REMORDIMIENTOS?

Clarke negó con la cabeza mientras calculaba cuántas zancadas le costaría llegar a la escalera. Pasó los dedos en torno a la botella de whisky.

—Nuestra Lexa tiene sus apetitos.

—NUESTRA LEXA.

—Bueno… —Clarke compuso media sonrisa—. Mi Lexa.

El chico suspiró, meneó la cabeza.

—CAES MUY BAJO, CLARKE, INTENTANDO RESTREGÁRMELO POR LA CARA.

—No tengo ninguna necesidad de restregarte nada, Lincoln —replicó Clarke—. Sé perfectamente que puedes olerla en mí. Humo y sudor y esos sitios dulces y secretos. Sé que recuerdas lo que era visitarlos. Y sé las muchas ganas que tienes de volver a hacerlo. Ese hocico tuyo siempre ha dado más problemas que alegrías.

Lincoln miró más allá de la barandilla. El lugar al que Clarke había empujado su cadáver después de darle fin a puñaladas. Clarke notaba la fuerza que irradiaba de él, en aquella casa de muertos, tan cerca de la veroscuridad y del abismo de donde había salido arrastrándose. Clarke había visto luchar durante el asalto a la montaña, el oscuro poder de su interior liberado total y absolutamente. Tenía una rapidez a la que ella no podía aspirar. Una fuerza con la que no podía ni soñar. Había segado a quienes osaron enfrentarse a él como una guadaña el trigo, como si fuese una extensión de la mismísima Señora del Bendito Asesinato. Clarke tenía frío. Notó lo que la temperatura del aire estaba haciendo a su cuerpo y fue muy consciente de lo fina que era la combinación de seda que llevaba. Cruzó un brazo sobre los pechos y su otra mano se apretó en torno al cuello de la botella.

—JUEGAS A UN JUEGO PELIGROSO, CLARKE —dijo Lincoln.

—Son los únicos que merece la pena jugar, Lincoln. Pero no vas a matarme.

Entonces el chico le sonrió, sin que ni un mero atisbo del gesto le llegara a los ojos.

—¿POR QUÉ NO?

Clarke le echó un vistazo con los ojos azules brillando.

—Porque…, ¿en el fondo, debajo del asesinato y la mierda?, tienes buen corazón. Sí, procuras que no se note. Pero a grandes rasgos, siempre haces lo correcto. —Sonrió de nuevo, con la cabeza un poco a un lado—. Y asesinar a una chica que solo lleva la ropa interior no es tu estilo.

—EL CHICO DEL QUE HABLAS ESTÁ MUERTO, CLARKE. —Lincoln entornó los ojos, solo un ápice—. TÚ LO MATASTE.

—¿Qué estás…? Uj.

Clarke miró atónita la daga que había en la mano de Lincoln. El brillo plateado de la hoja. Había notado el golpe en el pecho. Trastabilló un paso hacia atrás y gruñó. La botella de whisky se le cayó y se hizo añicos contra el suelo. La mano izquierda de Lincoln se posó en su hombro para equilibrarla. La derecha empuñaba el cuchillo, apretado con fuerza en la carne de encima del corazón de Clarke.

Con la empuñadura por delante.

Lo justo para dejarle un cardenal. Nada más. Lo justo para demostrarle que podría haberla matado si quisiera. Sus manos eran cálidas y negras como la noche en la piel de Clarke, su agarre poderoso como un remordimiento. Sus ojos estaban llenos de ira, con oscuras lágrimas acumulándose en las pestañas mientras retorcía los labios y goteaba furia de su voz.

—QUIERO MATARTE —dijo—. QUE LA DIOSA ME ASISTA, SÍ QUE QUIERO. QUIERO CORTARTE EL PUTO CORAZÓN EN DOS Y ARROJARTE A LA NEGRURA COMO ME HICISTE TÚ A MÍ. TÚ Y YO ÉRAMOS AMIGOS. CONFIABA EN TI. Y TÚ ME DISTE FIN, SIN UN JIRÓN DE ARREPENTIMIENTO NI UNA PUTA LÁGRIMA.

El pulso de Clarke era trueno en sus venas. La boca se le llenó de ceniza.

—PERO NUNCA HARÍA NADA QUE HICIESE DAÑO A LEXA. PORQUE LA AMO, CLARKE. —Lincoln parpadeó y dos lágrimas negras recorrieron sus pálidas mejillas—. Y ELLA TE AMA A TI.

La liberó. Dio un paso atrás. Se volvió hacia la barandilla y apoyó los codos en ella, juntó las manos negras. Sus rastas de sal le cayeron alrededor de la cara mientras escrutaba la oscuridad.

Hermoso y roto. Por culpa de ella.

Clarke se quedó petrificada, con las manos en el pecho. Al mirarlo, notó que empezaba a acumularse en su interior. Que superaba las murallas que había construido para el mundo, las almenas tras las que lo ocultaba todo. Eso que había intentado matar, pisotear hasta reducirlo a la nada. La vida que había intentado llevar y todas las lecciones de su padre resonaron huecas en su cabeza.

El pesar era de débiles.

El arrepentimiento era de cobardes.

Pero eso era mentira y ella lo sabía.

En realidad, lo había sabido siempre.

Sabía lo que había arrebatado a ese chico. Sabía por qué. Había extinguido todo lo que había sido y lo que podría haber sido jamás.

Sabía lo difícil que debía de ser para él regresar a un mundo tan cambiado. Ver a la chica a la que amaba en brazos de la chica que lo había asesinado. Y aunque Lincoln tenía todos los motivos del mundo para odiarlas, para estallar de furia y romperlo todo a su alrededor, se había mantenido fiel. Leal a su amor. Noble hasta el final. Esa es la clase de chico que era.

Esa era la clase de chico al que había matado.

—Lo siento —susurró.

Lincoln agachó la cabeza. Cerró los ojos.

Las mejillas de Clarke se surcaron de ardientes lágrimas, su labio inferior tembló. El calor de su angustia era como una inundación en el pecho, que se desbordó por sus labios en un amargo sollozo. Se le agitó el cuerpo cuando las lágrimas la embargaron. Se dejó caer de rodillas entre los cristales rotos, en el charco de vino dorado, envuelta en sus propios brazos, las murallas desmoronándose.

—L… Lincoln… Lo…, lo siento. —Salvo por sus sollozos, en la Iglesia reinaba el silencio—. Ojalá pu… pudiera deshacerlo —dijo Clarke con la cara crispada—. Ojalá hubiera te… tenido otra manera. Éramos asesinos, Lincoln. Asesinos, uno y todos. Hice lo que tenía que hacer. Fue por mi familia. Pero ojalá… no hubieras sido tú. Cualquiera menos tú. Y ya sé que solo es una pu… puta palabra. Sé lo poco que si… significa ahora. Pero… lo siento. —Negó con la cabeza, cerró los ojos—. Diosa, lo siento muchísimo.

Se abrazó a sí misma con fuerza, intentando contener dentro el dolor. Las cosas que había hecho, la persona que era… Costaba creer que alguien pudiera quererla en esos momentos. Que todo aquello pudiera tener algún sentido. El júbilo de la victoria, tan claro un momento antes, convertido en amargas cenizas en su lengua. Porque cuando dabas de comer un alma a las Fauces, le dabas también una parte de ti misma. Y al poco tiempo ya no quedaba nada.

«Débil —oía susurrar a su padre—. Cobarde».

Sabía que esas palabras no eran ciertas. Sabía cuál era la mentira. Pero allí de rodillas le resultó tan real, tan nítido, que le hizo daño de todos modos. Que la desangró en la piedra del suelo.

Con qué facilidad puede un padre hacer de sus hijos un triunfo, gentiles amigos. Y con qué facilidad puede hacer una ruina.

Clarke oyó el raspar de una bota sobre cristal roto. Notó una mano cálida en el hombro. Abrió los ojos y lo encontró con una rodilla en el suelo delante de ella. Su hermosa y pálida cara enmarcada por rastas negras tan negras como el cielo en lo alto. Tenía los ojos tan profundos como la misma noche, moteados de diminutos puntos de brillo. Clarke se sorprendió de que la reconfortara eso, que incluso en tanta oscuridad y tanto frío aún ardiera una tenue luz.

—ERES UNA ZORRA DE MIERDA —dijo Lincoln.

Clarke parpadeó.

—Y tú eres un puto cobardica —aventuró.

Lincoln soltó una risita al oírlo. Breve y sonora, acompañada del hoyuelo en la mejilla. Clarke descubrió en su boca una minúscula sonrisa, mezclada con amarga tristeza y el sabor de sus lágrimas aún en los labios. Entonces se echó a reír también, y el calor que le llevó al pecho sirvió aunque fuese un poco para mitigar el frío de alrededor. Clarke se secó las lágrimas de los ojos y dejó que la aflicción se derritiera. Se miraron entre ellos, de rodillas, a unos centímetros y mil kilómetros de distancia. Ambos asesinos. Ambos víctimas. Ambos amantes y amados.

Quizá no tan distantes, a fin de cuentas.

—La quiero, ¿sabes? —murmuró Clarke.

—LO SÉ —susurró él.

—No hay nada que no haría para que sea feliz.

—NI YO.

—Lo sé.

Clarke pasó las manos por los hombros de Lincoln, tiró de él a un suave abrazo. Lincoln se tensó al principio, duro como la piedra. Se resistió con la poca rabia que pudiera quedarle. Pero al final, muy muy despacio, cerró los ojos y Clarke notó que bajaba la cabeza a su hombro, que los brazos del chico le rodeaban la cintura. Sintió calidez a su contacto, no la estatua impasible que aparentaba ser, ni por dentro ni por fuera. Se quedaron arrodillados en el suelo, en los brazos del otro, rodeados de piezas rotas, con el abismo abierto encima. Permanecieron allí una eternidad. A su alrededor, únicamente el silencio. Clarke besó la mejilla de Lincoln, liviana como una pluma, suave en su piel. Y luego se apartó para mirar al chico a los ojos. Notaba el sabor de sus lágrimas negras en los labios. Lágrimas y el vino dorado y la chica de los dos y su pasado y las amargas cenizas entre ellos.

—Creo…

Amargas cenizas.

En la lengua.

Hizo una mueca.

—Creo…

—¿CLARKE?

Tosió. Una mano a los labios. Un picor seco en la garganta. El sabor a humo en la boca. Frunció el ceño, se manoseó el cuello. Notó dolor en la barriga. Y entonces tosió de nuevo. Sintió una pegajosa humedad en la mano. Bajó los ojos y la vio, roja y reluciente sobre la palma.

—Oh, Diosa…

Y Clarke ya no podía saborear a Lexa en los labios.

Lo único que podía saborear era la sangre.

—¿CLARKE? —Lincoln sostuvo a la chica cuando desfalleció, tosiendo otra bocanada de sangre. Con los ojos muy abiertos, le puso una mano negra en la cara y la zarandeó—. ¡CLARKE!

Miró la botella rota. El vino dorado derramado por el suelo. Se agachó para inhalar y una espantosa certeza arraigó en sus entrañas. Se le había escapado por tonto. Tan absorto estaba en su dolor y su rabia que ni se había acordado de husmear. Porque en esos momentos sí podía olerlo, igual que olía la sangre de la chica en sus manos, en los labios de ella, la muerte que se había tragado, sorbo a sorbo.

«Siempresombra».

Insípida. Incolora. Casi inodora. Y una de las toxinas más mortíferas en el arsenal de un asesino. Lincoln sabía que en esos instantes el veneno estaba adentrándose poco a poco hacia el corazón y los pulmones de Clarke. Tenía muy poco tiempo. Si no lo detenía…

«Diosa…».

Levantó a la chica en brazos. Salió a la carrera del Altar del Cielo, acunándola mientras corría, veloz como la luz de estrellas, fuerte como la noche, sus botas resonando en la escalera de caracol. Sabía dónde tenía que ir. Redoblando el paso por la oscuridad de cristal tintado, solo pudo apretar los dientes y rezar por no llegar demasiado tarde. Clarke volvió a toser sangre, con la cara retorcida de dolor.

—Lincoln…

Llegó al rellano y siguió corriendo por el pasillo hacia el Salón de las Verdades. Vio al viejo Gustus en una mecedora, montando guardia en los dormitorios de las manos y los discípulos cautivos, con un cigarro colgando perezoso de la comisura de su boca. El obispo vio a Lincoln cargando hacia él con la chica ensangrentada en brazos y se le cayó el cigarrillo de los labios.

—Por el abismo y la sangre —susurró.

—¡TRAE A LEXA! —gritó Lincoln.

—¿Qué co…?

—¡TRAE A LEXA!

Gustus recogió su bastón y echó a correr con el rostro descompuesto de dolor. Clarke gimió, labios y barbilla manchadas de carmesí, tosió otra vez y se agarró la tripa. Lincoln recorrió otro pasillo, bajó otra escalera circular sosteniendo a Clarke con fuerza contra el pecho, ligera como una pluma. Llegó por fin a una alta puerta doble, la abrió de una feroz patada e irrumpió en el Salón de las Verdades.

En la madriguera de Mataarañas.

Las ventanas filtraban una apagada luz esmeralda a la estancia, la cristalería estaba tintada de todas las clases de verde, desde el color lima hasta el jade oscuro. Un enorme banco de jabí dominaba la estancia, cubierto de tubos y pipetas, embudos y canales. Los estantes de las paredes estaban repletos de miles de frascos distintos, llenos de miles de ingredientes. Lincoln recordaba las clases en aquel salón. Lo que había aprendido sobre venenos ante el ojo vigilante de la shahiid. No era un maestro de la disciplina como Lexa, que había nacido para envenenar como un pez para el agua. Pero sí conocía los conceptos básicos. La siempresombra era una toxina cruel, pero en el fondo sencilla. Sus propiedades podían neutralizarse con casi una decena de reactivos: cardo lechero, alkalés, hierblanca, cremarrosa, hojaquieta, semillas trituradas de adulamapola, piedradestello mezclada con amoníaco o una disolución de carbón y endrino pulverizado.

«Cualquiera servirá».

Clarke tosió más sangre, dio un quejido agónico.

—AGUANTA, CLARKE, ¿ME OYES?

Lincoln barrió los instrumentos de cristal con el brazo y tumbó a Clarke con suavidad en el gran banco de jabí. La chica le agarró la mano negra con la suya roja, apretó fuerte y gimió entre labios ensangrentados:

—Li… Lincoln…

—VOY A POR EL ANTÍDOTO, TÚ AGUANTA.

—Ca… cardo le… lech…

—¡LO SÉ, LO SÉ!

Se volvió hacia las enormes estanterías, las hileras e hileras de ingredientes, los viales y frascos y botellas tapadas con cera verde. Estaban dispuestos alfabéticamente, mantenidos en perfecto orden por la adusta Shahiid de Verdades. Lincoln corrió a la sección de la C y cogió el cardo lechero con manos negras. Pero el frasco estaba vacío.

—MIERDA.

—LI… Lincoln…

—¡AGUANTA, CLARKE!

El miedo inundaba su interior como una enorme catarata negra, el pulso le atronaba en las venas. Corrió a la letra A en busca del alkalés. Encontró tres viales de cristal, todos con pulcras etiquetas, todos vacíos. Maldiciendo, Lincoln pasó a los tubos llenos de amoníaco. Pero esos…

… esos también estaban vacíos.

Con su oscura alma cayéndole a los pies, el chico corrió de estante en estante, tratando de no hacer caso a los gritos de Clarke. Adulamapola. Cremarrosa. Endrino. Hierblanca. Todos los matraces, tubos, frascos y jarras estaban vacíos. Estaba arrojando el frasco inmaculadamente limpio de hojaquieta al suelo cuando al sonido del cristal roto se unió el de las puertas abriéndose de golpe. Lexa estaba en el umbral con una combinación negra, los ojos brillantes y ensanchados, el pelo revuelto por la almohada. Clarke se había acurrucado y se abrazaba las rodillas, con sangre en los labios.

—Le… Lexa…

—¿Clarke?

—¡ESTÁ ENVENENADA!

—¿Con qué? —inquirió Lexa imperiosa, mirando a Lincoln.

—¡SIEMPRESOMBRA! ¡SERÁ COMO MEDIA PIZCA!

—¡Pues trae el puto cardo lechero! —gritó ella, ya corriendo hacia los estantes y apartándolo de un empujón.

—¡ESTÁ VACÍO, LEXA!

—¡Adulamapola, entonces! ¡O…!

—¡VACÍO! ¡ESTÁN TODOS VACÍOS!

—¡Imposible! —espetó Lexa, registrando los estantes, hundiendo los brazos hasta los codos en cristalería—. Mataarañas tenía esto siempre ordenado, es imposible que se le…

—OH, DIOSA, LEXA…

Lincoln sostenía en alto el frasco de piedradestello. El último ingrediente que podía salvar la vida de Clarke. Al contrario que todos los anteriores, ese frasco tenía algo dentro. Una forma oscura, gorda y peluda, que lo miraba con vacíos ojos negros. Un regodeo, una vengativa despedida de la Shahiid de Verdades.

Una araña.

—Oh, no… —dijo Lexa en voz baja.

Mataarañas había envenenado el vino dorado Albari de la despensa antes de huir. La Diosa sabía qué más cosas. Un último mordisco, una última telaraña, confiando en atrapar a un cuervo con su bebida favorita. El veneno actuaba lo bastante despacio para que pudieran llegar corriendo a su salón y padecieran una última tortura al descubrir que la shahiid se había llevado todos los antídotos.

«Zorra malvada».

—LE… Lexa…

—¿Clarke?

Lexa corrió junto a la chica, la levantó y le acunó la cabeza con los brazos. Clarke cogió la mano de Lexa, resbaladiza de sangre, con lágrimas en los ojos.

—Me du… duele.

—Oh, no, no…

Lincoln retrocedió contra la pared, miró horrorizado. Veía la angustia de Lexa mientras buscaba con la mirada en las estanterías de alrededor. Ojos desorbitados, llenos de lágrimas, un largo mechón de pelo negro atrapado en la comisura de sus labios temblorosos. Lincoln veía los engranajes rodando en su mente, repasando todo su dominio sobre los venenos. Había demostrado ser la mejor alumna de Mataarañas antes de su traición. Una de las mejores envenenadoras que la Iglesia Roja había creado jamás. Seguro que había alguna cosa que pudiera hacer.

—No hay ninguna… —jadeó alterada, mirando a Clarke a los ojos. Sollozó, miró de nuevo por el salón en busca de algún tipo de esperanza—. No… No hay nada.

Clarke hizo una mueca de dolor, incluso mientras sonreía. Dientes embadurnados de rojo.

—La muy zorra me…, me ha pillado.

—No —respondió Lexa—. No digas eso.

Clarke torció el gesto, puso una mano sanguinolenta en la mejilla de Lexa.

—Yo…, yo habría ma… matado el cielo por ti…

—¡No, no te atrevas a despedirte de mí, joder!

Clarke cerró los párpados con fuerza y gimió, acurrucándose más. Lexa se la llevó contra el pecho como si estuviera ahogándose y solo Clarke pudiera salvarla, sus lágrimas emborronaron el kohl que llevaba en los ojos, fluyeron negras hacia la barbilla. Tenía el rostro retorcido de agonía, de horror, abrazándose más y más a su chica y negándose a soltarla.

—No —dijo Lexa con voz rasposa—. ¡No, no, NO!

El último «no» fue un gemido atormentado. Las sombras empezaron a ondear, Lincoln vio que la oscuridad de la sala se incrementaba, que los frascos de los estantes empezaban a temblar. Gustus llegó por fin al Salón de las Verdades, resollando y con la cara roja, seguido de Wells y Cantahojas. Todos miraron espantados cómo Lexa abrazaba a Clarke y chillaba y chillaba como si todo su mundo estuviera terminando.

—¡Gustus, ayúdame!

El anciano contempló la estancia. Vio los viales vacíos. El frasco con la araña.

—Negra Madre —susurró.

—¡Que alguien me ayude!

Lexa estaba jadeando, sacudiéndose desconsolada. Se aferró a Clarke más fuerte, su rostro un rictus de rabia impotente, los dientes desnudos, los dedos curvados en garras. Pero ni con todo su poder, ni con todos sus dones, era aquel un enemigo al que pudiera derrotar. Se aferró a Clarke como si le fuera en ello la vida, la cabeza de la chica bajo su barbilla, meciéndolas a las dos.

—Para siempre, ¿recuerdas? —suplicó—. ¡Para siempre!

—Lo…, lo siento.

—No, no te vayas —imploró Lexa—. ¡Por favor, por favor, no puedo hacer esto sin ti!

—Be… Bésame —logró decir Clarke.

Un sollozo.

—No.

Un suspiro.

—Por favor.

El rostro de Lexa se crispó, sus hombros se derrumbaron y un trémulo y hueco quejido se le escapó entre los dientes rechinantes. Clarke le apretó de nuevo una mano temblorosa en la mejilla, manchándola de rojo.

Por favor.

¿Y qué podía hacer Lexa, al final?

¿Dejar que se marchara sin decirle adiós?

Así que, con los ojos cerrados, los labios entreabiertos, bajo la agonía y el dolor y la infinita noche, Lexa Wood besó a su amor. Sangre en sus bocas. Lágrimas en sus ojos. Una promesa rota. Una caricia final. Las sombras se revolvieron, la oscuridad bulló, todos los frascos y jarras y viales de los estantes explotaron mientras sus labios se unían por última vez.

Un latido que duró una vida. Una eternidad vacía.

Juntas antes. Y ahora sola.

¿Solo para siempre?

Para siempre jamás.