Capítulo III
De mi ida a ciudad Mayólica, y lo que allí me aconteció
Pero lo que más me pesó de todo aquel hallazgo, fue tener que fingir haber el mismo bienestar que había con ellos denantes. Digo mis padres, a quienes Arceus perdone las faltas. Mas yo, viéndome tan mal heredado, tanto de fortuna como de honra, determiné partir de ellos y buscar nueva vida fuera del bosque. Resuelto esto, fuime una noche muy quedito, sin ser sentido de nadie, do el río que mencioné antes, el cual linda con una de aquellas rutas construidas por los humanos, adonde mis pecados me toparon con uno de ellos, en tan mala sazón, que por un buen espacio de tiempo no me osé menear, por no le dar cuenta de mi presencia.
Conocí luego ser aquél uno de esos que llaman criadores, (de quien, según vestía unos andrajos de inmundos, bien habría creído que lo era de piojos), y porque no me notase, me alejé bonitamente paso ante paso por el otro cabo del río. Viome el muy follón y echó a correr tras mí, y maldita la otra cosa que arrojaba que aquellas putas mazmorras esféricas. Yo, por sortear aquel cautiverio, púseme sobre un charco de lodo, y cubrile los trapos de cascarrias, de modo que por poco no le sepulté en ellas. En fin, yo me defendía y ofendía, y le di luego tal tortazo, que le remaché las narices. Huí presto de él, y habiendo andado no poco rato, di conmigo, (maldita la hora), en ciudad Mayólica.
Llegué allí medio despeado y con una pata coja. Sería medianoche. Vime en un mundo tan nuevo y nunca por mí visto, que por dos o tres veces me sentí desmayar. Fue allí donde topé por primera vez contigo, mas como le tenía algún temor a los humanos, no quise trabar plática ni pagarte respuesta ninguna.
Mi hambre, (que a mal traer y peor suerte me traía, como lo verás por mis desgracias), me llevó do el edificio más bonito e iluminado que hallé, dentro del cual, a juzgar por su aspecto, me veía conde de Zorulandia. Pero nada más alejado de mi fantasía, pues, según las miserias que allí estando pasé, puedo decir con toda seguridad que caí en poder del hambre viva.
Era aquel un teatrillo en donde se representaban toda suerte de obras y de musicales, y no bien hube entrado cuando fui a parar en manos de un tal Ángel, que para mí es el mayor demonio y perseguidor de tripas que habita en este mundo. Era el viejo protoavariento y ministro del hambre, y viéndome tan desvaído, cogiome en sus brazos, con lo cual pensé se había compadecido de mi flaqueza. Me echó luego dentro de una cámara donde asimismo estaban otros pokémon, quienes sintieron mi venida como quien conoce por extenso los trabajos que allí se pasan. Mirábanme con los ojos flacos y desencajados. Otros no se podían tener del hambre, y ni se curaban en voltear a verme. Tal espectáculo no había visto en mi vida, que me pareció que se estaban representando allí mismo las reliquias de la guerra de Kanto a telón cerrado. Afligime mucho con esto.
Pasaron las horas y entró al aposento un Persian, mascota del viejo, (que en aquel momento me hube desengañado acerca de tales criaturas como símbolo de fortuna), y nos arrojó a cada uno unas muy ricas vestiduras, siendo las que yo cogí un capotillo, un sombrero y un moñito. Había entre ellas un collar con la imagen de Arceus, la cual me encajé por pensar ser de queso. Juro en mi vida haber comido cosa más celestial.
Diome gana de proveerme, (como en el pecador del nido), y al no hallar adónde, pregunté a un flaquísimo Patrat si por ventura había en aquel aposento alguna letrina en do echarlos; y cuando me dijo que no, y que en su vida había hecho tal cosa, terminé de creer estar muerto, pagando la cuenta de cada una de mis travesuras en el primero de los nueve círculos del infierno. En fin, yo me fui de cuerpo, y también de alma, porque quedando mi buche tan desocupado como entonces, no habría querido echar nada de él.
Vino luego el viejo y nos hizo salir al escenario, e interpretamos una obra llamada Paseo en el parque, que para mí fue más bien un desfile de almas en el purgatorio, según de afamados que estábamos. Yo daba unos cuantos saltitos acá y cabriolas acullá, confiado en que, terminada la obra, nos habrían de preparar un banquete.
Pero el viejo no nos daba migaja de cuidado, ni aun migaja de nada. Aunque luego llegaron a nosotros unos pokelitos más flacos que los brazos de un Sudowoodo, y repartieron uno para cada uno. Yo, viéndome tan mal guisado, no lo pude sufrir, y sin ser visto de nadie, porque los más tenían sus ojos puestos en los escasos pokelitos, (que entre lo que les quedaba en el hocico y se les pegaba al paladar pienso que se consumía todo), usé de mi habilidad de ilusión para hacerme pasar por hasta diez pokémon distintos, y así tuve mi ración zoruplicada, que mis tripas quedaron contentas durante aquella noche.
Otro día, aquel artificio ya no me aprovechó, porque estando advertido el viejo maldito de mi habilidad, tenía contados cuántos pokémon había en aquel infierno terrenal. Montábamos entre todos un total de diez y siete, que juntos no pesábamos lo que dos. En fin, que andábamos hechos sombras de pura hambre. Mas estando yo una noche trazando cerca de cómo habría de darle salto al costal de los pokelitos, vínome a la mente un plan, con el cual pensé remediar mi flaqueza, (que dicen por ahí que con el hambre se aviva el ingenio), y con esto huir luego de allí. Convine entonces llegarme hacia el costal, y haciendo una pequeña sangría por debajo de él, dejé caer todos los pokelitos dentro de mi sombrero, el cual le había colocado por debajo, rezumándolo con aquellos tan preciados bizcochos. Creí con esto ver el paraíso, con todo lo que hay en él, parecerse en frente de mí.
Digo, pues, que luego de hecho el hurto, me sentí harto venturoso, como si dentro de aquel mi sombrero se contuviesen todas las fortunas de la Liga Pokémon. Saqué luego un par de ellos y en dos bocados los hice invisibles; mas quiso mi mala ventura, (aunque a la postre resultó para bien), que en aquella sazón un Scraggy de los que allí estaban me descubriese la gatada, y yo, porque no me delatase, partí del botín con él, y entre los dos nos comimos la mitad de lo que en aquel cielo de los bizcochos había.
Trabamos charla. Éramos los dos al siniestro, y pasamos la noche entera en nuestra plática de pícaros. Él me agradeció la comida y celebró mucho mi picardía, y a poco hablado nos determinamos en trazar nuestro escape, que sería en la función del día siguiente. Oímos entonces enhoramala al viejo llegarse al aposento, y yéndose ado el costal de los pokelitos, no halló ni medio, con que comenzó a rabiar con tanto ahínco, que pronto despertaron los pokémon con harto sobresalto.
Yo, por ocultar mi hurto, me puse mi sombrero y, haciendo como que ensayaba para la próxima función, daba unos muy graciosos giramentos de aquí para allá. Scraggy hizo lo mismo con su faldita. Pero no me aprovechando la mentira, desgajóseme del sombrero uno de los pokelitos, el cual, cayéndose al suelo, terminó por descubrir el robo. Juro que el viejo quedó tan corrido, que lo vi resuelto en quitarme la vida, y sin duda lo hiciera, si Scraggy no me pusiera dentro de su bolsa y echase a correr conmigo dentro. El viejo, el Persian, e incluso los asistentes, todos iban tras nosotros; pero al llegarnos a la entrada, por no descubrirse ante la gente, cesaron la persecución, quedando nosotros como rescatados del cautiverio. De allí en adelante comencé a creer ser posible el cambiar de tipo en un pokémon, pues entré allí siendo siniestro, y salí hecho un fantasma, según la única cosa que quedaba de mí era la sombra.
