Capítulo 10

Itachi sacudió la cabeza cuando la vio salir airada de la cocina. ¿Qué diablos acababa de pasar? ¿Estaba abandonando? ¿Se marchaba y dejaba el trabajo? Eso era lo que había buscado, ¿no? Asintió apoyando las manos en las caderas, quiso sonreír por su victoria, pero se dio cuenta de que el gusto amargo que percibía en la boca no era el del triunfo. Lo había vapuleado, lo había puesto en su sitio, y se marchaba muy digna, con aquella naricilla pecosa levantada, los hombros cuadrados y un halo de dignidad, tan cegador como molesto.

No, no iba a dejar que se marchase triunfal, como si pudiese decirle esas cosas y quedarse tan ancha. Como si creyese que podía irrumpir en su vida e intentar cambiar sus normas, su forma de proceder. Como si se viese con derecho a enjuiciarlo cuando no sabía nada sobre él. Antes de pensar cómo ponerla en su sitio, ya se había dado la vuelta y salía de la cocina, como un huracán. No tardó en verla, rodeada de toda aquella masa blanca, ella y sus pintorescos colores destacaban convirtiéndola en el foco de atención absoluto. Sus miradas se cruzaron, mientras ella presionaba repetidamente el botón del ascensor con nerviosismo. Aún más, cuando lo vio acercarse a grandes zancadas.

—¿Qué crees que haces? —bramó él a punto de llegar a su altura.

—Definitivamente es absurdo tener un ascensor en una casa —balbuceó ella y, rodeando la caja de cristal por el otro lado, se apresuró a encaminarse a las escaleras, antes de que él la alcanzara, con tal espanto en la mirada que Itachi detuvo sus pasos al instante.

¿Era miedo lo que había visto en sus ojos? Frunció las espesas cejas, sin poder creer que lo que la llevaba a huir de la casa fuese el temor a que le hiciese daño. ¿De veras parecía el tipo de persona capaz de hacer algo así?

—¡Señorita Haruno, espere! —La llamó con suavidad y decidió ir tras ella y aclararlo todo, ya a los pies de la escalera por la que ella subía. Pero lo desdeñó y siguió subiendo la larga escalera con rapidez. Salió tras ella, no pudiendo dejar que se fuera pensando eso de él. La llamó de nuevo, pero volvió a ignorarlo.

Estaba claro que no pensaba darle la oportunidad de explicarse. Ella estaba ya en el último tramo de escalones y una sensación de insuficiencia y desesperanza lo invadió, instándolo a hacer algo para evitar que se marchara.

—¡Sakura! —gritó su nombre con contundencia, dejando que la voz saliese de su garganta, de su pecho, de su estómago, donde la impotencia había anidado como una maraña angustiosa.

Para su sorpresa la vio detenerse inmediatamente. Aún de espaldas a él, advirtió que sus hombros subían y bajaban, impulsados por la respiración agitada. Con sus manos aferraba el vuelo de la falda de su vestido morado, con tanta fuerza que estas se habían convertido en dos puños ahora blancos por la presión.

—Por favor… —añadió buscando que le devolviese la mirada. Cuando ella lo hizo, no supo interpretar, en el remolino de emociones que bullían en sus ojos de color indescifrable, en qué estado se encontraba—. ¿Podemos hablar un momento, antes de que te vayas? —Intentó que su tono sonase calmado a pesar de ser la antítesis de cómo se sentía.

Ella pareció dudar entonces, y sus ojos se llenaron con imágenes de esa batalla interior que le fascinaba presenciar. Giró levemente, apenas unos centímetros, para encararlo mejor. No supo si para darle una negativa y marcharse sin mirar atrás, o para concederle esos minutos en los que no tenía ni idea de qué iba a decirle. Tragó saliva aguardando su respuesta, e incluso podría jurar que contuvo la respiración, cuando vio con terror que uno de sus diminutos pies resbalaba sobre el filo del escalón y su cuerpo menudo se precipitaba por las escaleras.

El grito femenino fue el pistoletazo de salida que lo hizo marchar corriendo para intentar interceptarla. Vio cada paso a cámara lenta, como las vueltas que dio ella por los escalones, sobre los que rebotaba saliendo despedida, sin control. Cuando consiguió atraparla, la aferró con fuerza a pesar de ser ahora los dos cuerpos los que caían hasta la base de la escalera. Su cuerpo, mucho más grande que el femenino, amortiguó la caída con un ruido seco y pesado.

El corazón le latía con una fuerza, en el pecho y los oídos, que apenas le dejó escuchar el quejido quedo que escapó de los labios de la chica, inmóvil sobre él. Un dolor punzante le atravesó la espalda, pero lo ignoró, removiéndose alarmado cuando ella gimió con más fuerza, evidentemente dolorida.

—Sakura —la llamó, incorporándose mientras el cuerpecito femenino quedaba sobre su regazo.

Se asustó al ver que sus párpados subían y bajaban como si le fuese imposible mantenerlos abiertos. No podía dejar que perdiese la conciencia. La tomó por la barbilla y apretó su mejilla para reanimarla. Ella le brindó una mirada confusa entre las espesas pestañas y volvió a intentar cerrar los ojos, al tiempo que encogía el gesto en una mueca de dolor, acompañado de un grito agónico.

—Piruleta, no te duermas. Voy a pedir ayuda.

Esas fueron las últimas palabras que escuchó Sakura. Ya no llegó hasta sus oídos la voz angustiada de Uchiha hablando con los servicios de emergencia por el móvil, ni sus intentos por despertarla, ni los gruñidos frustrados y angustiosos que escaparon de su garganta maldiciéndose mil veces. Ella estaba en una nube que la liberaba del dolor lacerante que sentía en distintas partes de su cuerpo quebradas, abiertas, aplastadas, batidas, machacadas, partidas… rotas. El pozo en el que cayó se hizo más profundo y oscuro, y agradeció abandonarse a la nada.

Todos los esfuerzos de Itachi fueron inútiles. No consiguió que volviese a abrir los ojos mientras esperaba con desesperación que llegase la ambulancia. No se atrevía a moverla y llevarla él mismo al hospital, después de tan estrepitosa caída, por si se había dañado el cuello, la espalda, o se hubiese golpeado en la cabeza. Ninguna de las posibilidades que se le ocurrían eran buenas. Y solo podía, en su mente, rememorar cada vuelta que había dado en el aire, cada golpe contra los escalones de mármol, tan afilados como una hoja de afeitar. Y esa mirada, la mirada que le había dedicado justo antes de salir huyendo de él. ¿Por qué lo había hecho? ¿Tanto miedo le tenía? Repasó una y mil veces las frases que se habían cruzado en la cocina. Había buscado provocarla, confundirla y crisparla. Estaba enfadado con ella y con Chiyo por estar conspirando contra él. Estaba molesto por atreverse a enfrentarlo y juzgarlo cuando nadie más se atrevía a hacerlo. No desde hacía un año, no desde que se alejaba de la persona que era entonces. Y como si mereciese el mayor de los castigos por ello, se vio a sí mismo regresando a esos días. A ese día en concreto en el que todo cambió.

Las luces y sonidos de la ambulancia, el ajetreo a su alrededor, las voces ordenándole que se apartara de ella, el olor ferroso de la sangre que emanaba de su pierna, cayendo sobre las baldosas blancas, el pitido de una máquina, el sonido metálico de las ruedas de la camilla, girando a gran velocidad sobre el pavimento del exterior de la casa. Todo le recordaba a aquel día. Incluso el aire frío que lo recibió en el exterior, como pequeñas agujas que se le clavaban en la piel.

Le dio igual, no sentía nada y a la vez lo sentía todo, como sucesos de otra vida que de la que, a pesar de estar huyendo, lo había alcanzado sin piedad.

—Señor, ¿es familiar? —le preguntó un sanitario, poniendo una mano en su pecho para detenerlo cuando fue a entrar en la ambulancia que se la iba a llevar al hospital.

—Soy su prometido —respondió de forma mecánica, como si su cuerpo hablase por él, repitiendo las palabras que en otra vida dijo en una situación que se parecía a esa.

No se había vuelto loco, sabía que la mujer que aguardaba en el interior de la ambulancia no era Shion, pero el sentimiento de culpa se asemejaba bastante al que sintió en su día. Entró en la ambulancia, junto al sanitario, y miró a la chica que hacía solo unas horas había llegado hasta allí, con su cabello rosado, sus ojos de dibujo animado y sus prendas coloridas. Y el nudo se atenazó en su pecho. Su mano colgaba laxa de la camilla, con las uñas cortas y pintadas de un naranja enérgico que competía con el vivo color de su cabello, ahora esparcido sobre la sábana blanca de la camilla, en mechones arremolinados en torno a su rostro. Sintió la necesidad de aproximarse, pero no se atrevía ni a tocarla, como si temiese hacerle más daño. Se pasó una mano por el cabello, dejando que este se enredase entre sus dedos, y luego frotó su rostro con frustración.

—No se preocupe, está estable. Respira y su pulso es fuerte —le dijo el sanitario. Un hombre joven, de treinta y pocos años, que lo miraba como si entendiese por lo que estaba pasando. Se limitó a asentir, agradeciendo la información.

Tardaron en llegar al hospital apenas quince minutos, sorteando el tráfico de la ciudad con la sirena puesta, pero cada minuto se le hizo eterno, pues su mente se llenó de recuerdos que se mezclaban con el presente, embotándole los sentidos. No podía apartar la mirada del rostro de la chica que había intentado huir de él, buscando esos gestos que ella no dejaba de repetir, pero seguía impávida. Para cuando la ambulancia se detuvo, él ya conocía de memoria cada milímetro de su pequeño y dulce rostro. Las puertas se abrieron y volvieron las voces, las carreras, el tono imperativo y urgente. Los médicos se unieron a los sanitarios e intercambiaron la información sobre el estado de Sakura, con diligencia. Le preguntaron su nombre y qué había pasado y se escuchó contestar sin reconocer su propia voz, como si viese la escena desde fuera. Se mantuvo a un lado de la camilla mientras esta recorría los pasillos y era llevada a un box de urgencias al que le negaron el acceso. Permaneció pegado a la pequeña ventanilla de la puerta, viendo cómo la atendían, le pinchaban y la conectaban a diversas máquinas. Había mucha gente en el interior y casi no lograba ver nada, pero necesitaba quedarse y cerciorarse de que se recuperaría.

—Señor, ¿es usted familiar?

De nuevo la pregunta. Podía haber dicho en ese momento la verdad, que no la conocía en absoluto, que hacía solo unas horas que aquella chica y sus brillantes colores habían entrado en su vida y aún no sabía por qué motivo, pero cuando la enfermera le mostró la documentación que debía rellenar, tomó los papeles y el bolígrafo que le ofrecía y tras mirar por última vez a su nueva ayudante, fue al mostrador para ocuparse del papeleo, sintiendo que era lo único que podía hacer por ella en ese instante. La enfermera le sonrió, con un gesto que parecía la reproducción automática, con la aflicción precisa que debía usarse para ese momento. ¿Cuánto horror tenías que ver al día para que las personas terminasen por convertirse en números, expedientes, casos sin rostro?

Sacudió la cabeza. Odiaba los hospitales y seguramente estaba dejando que eso lo sugestionase negativamente. La enfermera había sido amable, cortés sin dilatarse demasiado. Y eso, teniendo en cuenta que le estaba mintiendo, debía ser un alivio, no una pega. Empezó a rellenar el formulario poniendo sus datos de contacto y financieros como responsable de los cargos del tratamiento hospitalario. Pero cuando llegó a los datos personales de la señorita Haruno, se quedó paralizado. Resopló, se pasó de nuevo una mano por el cabello, apurado, y miró a un lado y a otro sopesando qué debía hacer a continuación. «Llamar a Chiyo», le respondió una voz en su interior, seguramente poseedora de la única pizca de juicio que le quedaba.

Sacó su teléfono móvil del bolsillo trasero de su pantalón y dio a rellamada, como hacía poco más de una hora había hecho. Al caer en lo mucho que habían cambiado las cosas en ese escaso periodo de tiempo, sintió un escalofrío que le atenazó hasta el último músculo de la espalda. En su primera llamada había estado furioso, había preparado toda clase de barbaridades que gritar a su asistente por mandarle a la pelirosa como sustituta. Ya no recordaba ni por qué había querido hacerlo. ¿Tan horrible había sido que la chica quisiera negociar algunos de los puntos del contrato?

Apretó las mandíbulas al darse cuenta de que, como la vez anterior, Chiyo ignoraba su llamada. Imaginó que mucho más después de que la chica le contase lo del contrato. Aun así, lo volvió a intentar, pero obtuvo el mismo resultado. Resopló con frustración, pero lo tenía bien merecido. Decidió que lo mejor era escribirle un mensaje diciéndole lo que había pasado y pidiéndole la información que necesitaba de Sakura para no solo poder rellenar aquel maldito formulario, sino también contactar con su familia más cercana, que sin duda querría saber de su estado. Estaba releyendo el mensaje antes de enviarlo cuando la puerta del box se abrió y vio salir a uno de los médicos que estaban tratándola. Pulsó el botón de enviar mientras corría a interceptar al médico que ya se marchaba con paso resuelto.

—Perdone… —Lo tomó del brazo para frenarlo.

El hombre, algo más bajo que él, se detuvo y alzó la mirada para observarlo con desconcierto.

—¡Ah! Es usted el prometido, ¿verdad?

—Sí… Bueno…

—No se preocupe, amigo. Ella está bien. Ha recobrado la consciencia y le hemos administrado algunos calmantes porque tiene muchos dolores en el tórax y la pierna derecha. Vamos a hacerle placas y un TAC. Ha sufrido un politraumatismo, y de momento creemos que tiene una contusión en las costillas y una fractura en el peroné. No sabremos más o si precisa cirugía hasta tener el resultado de las pruebas, pero le mantendremos informado. — Soltó todo aquello a la carrera y quiso dar por finalizado su informe, dándole una palmadita en el antebrazo, pero Itachi no se lo permitió, agarrándolo de nuevo.

—¿Cuánto tardarán con los resultados? ¿A dónde se la llevan? ¿Puedo verla?

El doctor miró la forma en la que lo aferraba, esperando una respuesta, y tragó saliva antes de hablar.

—Aún no, pero sea paciente. No tiene que preocuparse, cuidamos de ella.

Aquella última frase retumbó en su mente, enredándose con una idéntica recibida hacía un año. En aquella ocasión, las palabras resultaron ser una promesa vana, vacía. La sola idea de que pudiera pasar de nuevo lo conmocionó haciendo que bajase las manos y soltase al doctor que, asintiendo, se marchó con celeridad. En mitad del pasillo vio a médicos, enfermeras, pacientes y familiares ir en varias direcciones a su alrededor. Todos parecían saber qué hacer y a dónde ir, salvo él. Solo le quedaba esperar y tener paciencia, tal y como le habían sugerido. Él problema era que, jamás la había tenido.