Dean y Sam entraban en el búnker después de una estupenda y prolífera caza. Dejaron los zapatos embarrados y sucios en la escalera, ya tendrían tiempo de recogerlos después.
Se habían cargado un nido de unos diez u once vampiros entre los dos. Un amigo les había dado un soplo de unas desapariciones misteriosas de camioneros en la zona y no habían podido resistirse después de varios días de encierro en el búnker sin nada de acción.
Todavía con la ropa sucia por la pelea y cubiertos tanto de la sangre de aquellos desagradables monstruos como de la suya propia, ambos hermanos caminaron a la cocina para saciar sus hambrientos estómagos. No habían probado bocado en tantas horas que sus abdomenes empezaban a doler.
Dejaron sus ensangrentados machetes y cuchillos en el fregadero para no manchar nada con ellos y, tras sacar un par de cosas de la nevera, se sentaron en la mesa sintiéndose repentinamente derrotados por el cansancio. Con toda la energía que habían gasto y la gran cantidad de adrenalina que había recorrido sus cuerpos, ahora sus músculos se sentían agarrotados en algunas partes.
Mientras comían un sándwich de crema de cacahuete y mermelada, Sam bromeaba sobre no tener fuerzas ni siquiera para madrugar a la mañana siguiente y cumplir su rutina de ejercicio.
Oyeron un grito que devolvió la tensión a sus cuerpos y se miraron de inmediato. A parte de ellos, solo estaba su madre allí.
Por precaución, Dean cogió su machete antes de hacerle una seña a su hermano para que fueran rápidamente a averiguar de dónde había provenido el grito y qué estaba ocurriendo. El menor cargó su pistola y salió de la cocina detrás del rubio, que caminaba con cautela buscando el más mínimo indicio de que algún ser sobrenatural se había colado.
Recorrieron todo el búnker hasta llegar a la habitación de Mary. Según entraron en la habitación, la mujer, que estaba pegada al techo por algún tipo de hechizo o fuerza mágica, estalló en llamas entre gritos de dolor mientras se retorcía.
Los dos hermanos bajaron sus armas, quedándose practicamente petrificados y sin saber que hacer, solo viendo a su madre morir por segunda vez sin poder evitarlo. Justo debajo de donde ella estaba, había un hombre del que solo podían ver sus ojos. Esos ojos amarillos brillantes.
No podía ser real. ¡Ellos mismos le habían matado años atrás! Pero, de alguna misteriosa forma, allí estaba aquel detestable demonio, mirándoles fijamente. Casi podían jurar que había una sonrisa en su rostro.
Dean fue el primero de los dos en reaccionar. Lleno de ira, cargó contra el ser, atravesándole el pecho con el machete, pese a que sabía que no le haría efecto al no ser uno especial para demonios.
Aquel pequeño detalle no le importaba en ese momento en lo más absoluto. Solo quería venganza e iba a obtenerla fuera como fuese.
Al hundir la hoja del machete en el pecho de Azazel, la habitación desapareció junto con la visión del demonio, dando paso a la biblioteca del búnker con todos los libros apilados en una montaña que olía a gasolina y varios cadáveres en el suelo. Ahora solo estaban Castiel y él, pero lo que tenía en su mano ya no era su preciado machete.
Había atravesado al ángel con la primera arma y este le miraba con sus ojos azules muy abiertos, llenos de sorpresa, dolor y... ¿decepción?
Las lágrimas comenzaron a salir de sus ojos verdes al darse cuenta. Sus piernas dejaron de sostenerle y cayó al suelo de rodillas sosteniendo al pelinegro entre sus brazos.
Mientras le abrazaba contra su pecho, una de sus temblorosas manos trataba de apartar los mechones de pelo que le habían caído al ser celestial sobre la frente.
"D-dean." Su nombre salió de sus labios acompañado de una tos que dejó un hilo de sangre en la comisura de su boca.
"¡Shhh! ¡No te esfuerces!" Le calló rápidamente; que hablara solo iba a hacerlo más doloroso, tanto a nivel físico para el ángel como a nivel emocional para el cazador. Acariciaba su rostro con sumo cuidado mientras le veía retorcerse de dolor, haciendo que su corazón doliera como si alguien se lo estuviera atravesando una y otra vez con miles de agujas sin piedad alguna. ¿Qué había hecho? ¿Cómo había podido matar a su ángel? "Te pondrás bien, Cas. Vamos a llamar a Rowena y te vas a poner bien."
Estaba llorando como un niño pequeño, pero eso ahora no podía importarle menos mientras sostenía a Castiel entre sus brazos, que le miraba con sus grandes ojos azules mientras tosía con dolor de vez en cuando y la sangre brotaba de su herida. Esa herida que él había causado.
"Quédate conmigo, por favor. Te necesito, Cas." Su camisa blanca estaba empapada en sangre, junto con la chaqueta de traje; también se había manchado la gabardina.
Los ojos del pelinegro comenzaban a cerrarse, aunque él trataba de mantenerlos abiertos.
"Dean..." Su voz sonaba demasiado débil.
"Lo siento, lo siento, lo siento..." Tomó una de sus manos y la besó, abrazándole más fuerte después y llorando aún más, si es que eso era posible. "Te necesito, Cas. Por favor, no te mueras. Por favor..."
Pero ya era tarde, el corazón del ángel había dejado de latir y todo lo que sostenía Dean entre sus brazos era un cadáver.
Despertó sobresaltado en la cama del motel con la angustia llenando su pecho hasta el punto de hacer que le doliera. Se pasó las manos por la cara tratando de quitarse de encima aquella incómoda sensación mientras se sentaba sobre el colchón. Miró la hora en su reloj y se dió cuenta de que eran las cuatro de la madrugada pasadas.
Su madre y su hermano dormían plácidamente. Todo en la habitación parecía estar en orden. Nada había sido real, solo era su mente decidiendo jugarle una mala pasada.
Con algo de pereza, se calzó y salió de la habitación solo con el pijama puesto mientras se repetía a sí mismo que todo estaba bien. Probablemente Castiel seguiría leyendo en el coche, pero él necesitaba verle y asegurarse de que estaba sano y salvo.
Una vez fuera de la habitación, se abrazó a sí mismo sintiendo el frío de la madrugada con cada paso que daba por el aparcamiento. Pese a que no era mucha la distancia, se maldijo por no haber cogido una chaqueta o algo para taparse.
Había varios coches aparcados, más o menos el aparcamiento estaría a la mitad de su capacidad; pero no había nadie a parte de él caminando por allí.
Llegó hasta el coche y vio que estaba completamente vacío. ¿Dónde se habría metido su emplumado amigo?
Mientras miraba el Impala con gesto pensativo, un aleteo se oyó a su espalda y, antes de que tuviera tiempo de reaccionar, algo le cubrió por los hombros resguardándole del frío.
Enseguida se dió cuenta de que era la gabardina de Castiel lo que le cubría y se aferró a ella dándose la vuelta, justo para verle enfundado en su traje negro con sus grandes y dañadas alas negras a la vista. Quedó boquiabierto ante tal imagen, era la primera vez que podía verlas.
"Dean, ¿qué haces aquí fuera? Vas a coger frío." El ángel le miraba con el ceño fruncido, pero el cazador estaba anonadado mirando aquella nueva parte de su anatomía. Eran mucho más grandes de lo que él se las había imaginado.
"Cas, pensé que las habías perdido." Dijo prácticamente en un susurro.
El pelinegro se rascó la nuca mirando el pavimento del aparcamiento, levemente nervioso por la atención del humano en sus alas. "Solo estaban demasiado rotas para ser útiles." Dean le miró preocupado por lo que se apresuró a añadir. "Pero están empezando a sanar, ya puedo hacer pequeños vuelos de un par de metros de distancia."
El humano dió un paso hacia él con cautela, todavía aferrado a la cálida prenda de ropa sobre sus hombros. "¿Puedo... puedo tocarlas?"
Pese a la tenue iluminación que ofrecían las cuatro farolas mal puestas que había en el lugar, el sonrojo en las mejillas de Castiel era visible para él cuando asintió suavemente con la cabeza.
Estiró una de sus manos, sujetando ambos lados de la gabardina con la otra, y la pasó con cuidado sobre una de sus maltratadas alas. Era tan suave que le daban ganas de pedirle a Castiel que les envolviera a ambos con ellas y quedarse a vivir dentro de estas.
El ángel había cerrado los ojos sintiendo el tacto de su mano sobre sus plumas. Aquello era nuevo para él, nunca nadie que no fuera él mismo había tocado esa parte de su cuerpo y tenía que admitir que la sensación le agradaba bastante.
El rubio siguió tocando sus alas, sintiendo una oleada de paz y calma recorrer su cuerpo. Sonrió cuando oyó al pelinegro suspirar, incitándole a seguir. Miraba su rostro mientras lo hacía, asegurándose en todo momento de que la reacción a sus caricias era positiva.
"¿Se siente bien?" Susurró Dean, la única respuesta que recibió fue un murmullo afirmativo.
El ángel se aferró a la gabardina ladeando la cabeza cuando tocó cierto punto de su ala. Algo asustado por si había hecho algo mal, apartó la mano rápidamente, pero pudo notar como el contrario la movía instintivamente en busca de más contacto.
Volvió a colocarla en el mismo lugar y siguió acariciando por esa zona. Castiel soltó un suspiro mucho más notorio que el anterior y apoyó la cabeza en el hombro del cazador, sintiéndose abrumado por aquella sensación.
El rubio le rodeó con su brazo libre por la cintura, pegándole contra su pecho, cuando vio como le fallaban las rodillas al seguir acariciando ese punto. Ya no le importaba soltar la gabardina porque sabía que Castiel la tenía bien sujeta y, de todos modos, con el calor que desprendía el cuerpo del ángel, ya no la necesitaba tanto como antes.
Continuaron así por unos minutos, sin moverse en lo más mínimo ya que ninguno de los dos quería hacerlo. Pese a que Dean no quería irse y dejar al ángel, tenía que volver a la habitación y dormir un poco más o no habría forma de que estuviera en condiciones de investigar nada a la mañana siguiente, por lo que lentamente paró de acariciar las alas del pelinegro.
"Cas, tengo que volver a la habitación." Dijo en un susurro suave. La cercanía que compartían le permitía no tener que elevar la voz más de eso y por muchas excusas de 'espacio personal' que pusiera, le gustaba estar así con él.
"¿De verdad es necesario?" Murmuró el ángel acomodándose en su pecho. De no ser porque los ángeles no dormían, habría jurado que su voz sonaba adormilada.
"Totalmente necesario." La mano que había usado para acariciar las negras alas subió hasta la cabeza de Castiel para comenzar a acariciar su pelo, prácticamente del mismo color que sus alas. "Tengo que dormir."
En un abrir y cerrar de ojos, envueltos en un suave murmullo de un batir de alas, ambos aparecieron en mitad de la habitación en la misma posición en la que se encontraban en el aparcamiento.
Dean evitó maldecir por la sorpresa para no despertar a su hermano y a su madre. No estaba acostumbrado a que el pelinegro le teletransportara de un lugar a otro. Aunque por otra parte lo agradecía, porque con sus prisas por encontrarle había olvidado la llave.
Se separó con cuidado del ángel y le devolvió la gabardina tras quitársela de encima. Este le sonrió de forma cálida. "Buenas noches, Dean."
No pudo contestar antes de que desapareciera con el mismo ruido que había hecho al traerle. Suspiró quitándose los zapatos sin molestarse en desabrocharse los cordones y se volvió a tumbar en la ligeramente incómoda cama, tapándose con las mantas hasta la barbilla.
Bien acurrucado en el lugar, cerró los ojos y se dispuso a dormir, invadido por una extraña paz.
