Como si le hubiesen puesto la información en el cerebro apenas dejó su corazón de latir, Draco sabía que el estado en el que se encontraba no sería eterno.
Sabía que se podía ir definitivamente cuando quisiese y desaparecer para siempre, si es que desaparecer era el término apropiado pues no estaba seguro de qué es lo que pasaría a continuación. No obstante, fuese cual fuese su destino no tenía miedo.
Había aceptado su muerte con más facilidad de la que imaginó cuando recién había sido consciente de ella, y es que a pesar de que ya no había vuelta atrás, era tan normal como aceptar que se está con vida. Sin embargo, la idea de permanecer ahí seguía predominando a la idea de marcharse.
El día siguiente al suceso estuvo con sus padres, intentando guardarse cada último detalle de ellos. Y el día después de ese había decidido darles una visita a sus amigos. Pero estuviese donde estuviese se sentía incómodo.
Ya no probaba hablar porque sabía que era inútil y decidió que no quería acercarse demasiado porque le provocaba una aflicción enorme estar junto a alguien que no lo pudiese sentir.
Para el cuarto día, finalmente el cuerpo de aurores había autorizado la realización del funeral.
Draco había decido no asistir, pues sentía que ese definitivamente sería el final, pero la curiosidad fue mayor y se apareció por los jardines de la mansión en plena ceremonia.
Sus padres se encontraban sentados frente a un enorme féretro, su féretro, abrazados y en silencio. Draco se siente reconfortado al ver que ya no lloraban, que ambos parecían sostenerse el uno con el otro, tranquilos, afrontando aquello que ya no tenía solución.
Quizás eso fue lo que le incitó a ir un poco más cerca, procurando no abandonar cierta distancia.
Sus ojos viajaron entre los asistentes.
Los pocos familiares que tenía se acercaban a sus padres a intercambiar unas palabras y unos abrazos antes de agitar sus varitas para hacer que apareciese otra enorme corona de flores alrededor.
Se percata de que también se habían presentado la mayoría de los maestros de Hogwarts, incluso aquellos con los que nunca se había llevado demasiado bien. Como la profesora McGonagall, por ejemplo, con quien siempre había mantenido una relación distante tanto antes como después de ser estudiante, aun cuando fue la misma directora quien se acercó a él para ofrecerle el puesto de profesor de pociones, siendo así el más joven en la historia en obtener el cargo.
Sus alumnos de sexto y séptimo año, todos, también se encontraban ahí. Lo que a Draco se le hacía extraño pues, como profesor, había sido sumamente estricto en sus clases. O eso pensaba.
Sus amigos, todos reunidos, escuchaban atento a las palabras que en ese minuto compartía Viktor Krum. De vez en cuando, Blaise apoyaba la cabeza en el hombro de Pansy mientras ella, con ayuda de un pañuelo, evitaba que alguna lágrima se derramara por sus mejillas.
Cuando Draco decide que ya es tiempo de marcharse, sus ojos se detienen, primero sin querer, en las tres personas que estaban un poco apartadas del resto. El cabello de Weasley resaltaba de forma casi agresiva con la tonalidad que había a su alrededor, y quizás fue eso lo que llamó su atención en un principio.
Sin darse cuenta camina hasta ellos, olvidándose de pronto de la distancia que pretendía mantener. Y es que ver a Harry Potter tan destruido, lo distrae. Algo se quiebra en su interior y lo conmueve al mismo tiempo.
El antiguo Gryffindor miraba hacia el suelo, de modo que Draco no podía ver con claridad su rostro, pero eso no le impide percatarse en lo roja que estaba su nariz y en como se negaba a mirar a sus amigos cuando éstos le hablaban.
Weasley le daba palmadas cariñosas en la espalda de vez en cuando mientras que Granger deslizaba sus dedos por el cabello del chico en un gesto tan íntimo que evidenciaba los años de amistad que los envolvían.
Draco suspira.
Había tardado años en darse cuenta de que lo que sentía por el Gryffindor no era odio, sino que atracción. Que por más que lo intentó, inevitablemente se encontró demasiado enamorado de Potter como para poder negarlo. Y que por más que se convenció de que la posibilidad de que el pelinegro le correspondiese era algo totalmente imposible, siguió albergando ese sentimiento en su ser.
Lo acunó durante tanto tiempo que se volvió parte de él, dándole la falsa idea de que había desparecido totalmente.
Sin embargo, dos años después de graduarse de Hogwarts sus caminos habían coincidido casualmente en un insignificante bar de Londres, que los llevó a intercambiar unas cuantas palabras que luego pasaron a ser constantes cartas mientras Potter se encontraba en la academia de aurores y él hacía clases en Hogwarts.
Lo irónico del asunto era que cuando finalmente habían podido acordar una cita luego de seis meses de misivas por aquí y misivas por allá, el justo, justo, se tuvo que morir dos horas antes del encuentro.
Que mierda de suerte tenía.
Draco le dedica una última mirada al trío de oro antes de alejarse de los jardines.
Lo que resta de la tarde lo ocupa para recorrer cada rincón de su casa, como si quisiese asegurarse de que ningún recuerdo de ahí se le va a escapar y al día siguiente, sin pensarlo demasiado, decide aparecerse en medio del apartamento de Potter.
Por supuesto, estaba en su total desconocimiento de que se llevaría un par de sorpresas.
