Era aproximadamente mediodía y el apartamento de Potter todavía estaba a oscuras y en silencio. Señal de que el pelinegro aún no se levantaba.

Draco mira a su alrededor y recorre curioso el perímetro. El lugar era espacioso, con una decoración más bien simple pero que no daba lugar a dudas de que ahí vivía Potter.

En primer lugar, había una enorme colección de snitches doradas en una estantería y una que otra foto repartidas en los muebles.

Draco se fija en una en específico, en la que parecían estar los padres del pelinegro posando, y nota que el señor Potter llevaba las mismas gafas redondas que solía usar Harry.

En otra fotografía con Hogwarts de fondo, él, Weasley y Granger se abrazaban con enormes sonrisas en lo que identifica como el último día de clases.

En una mesa de centro, había un par de manuales y protocolos del departamento de aurores que parecía que Potter estuvo hojeando y en el sofá más cercano descansaba la insignia de auror que seguramente había sido lanzada ahí de forma despreocupada.

En el suelo había una edición de El Profeta que se encontraba sin portada, y en medio una enorme alfombra de un escarlata similar al color de Gryffindor.

Draco continúa su recorrido y llega a una puerta que estaba al final de un corto pasillo. Dentro se oía el ruido de la regadera que casi al instante se detiene y pocos minutos después el picaporte de la puerta se mueve.

Acostumbrado ya a su invisible presencia, espera de brazos cruzados a que salga Potter, sin permitirse desanimarse por el hecho de que el otro nunca se enteraría de su visita. Incluso, una pequeña sonrisa se dibuja en su rostro cuando ve al pelinegro salir tras una nube de vapor con el torso desnudo y una toalla alrededor de sus caderas.

Sin embargo, no alcanza a fijarse mucho en ello y es que trastrabilla sorprendido cuando los verdes ojos del moreno se posan directamente sobre los suyos.

Draco se congela, se queda de piedra como si le hubiesen lanzado un petrificus totalus, y es que pareciera que Potter lo pudiese ver.