Parte 1: Quién es quién, pero no del todo.


Capítulo 1. Distritos lejanos


Distrito 12 – "Los tributos más lamentables de Panem"

Azalea Rune

Era la madrugada de un domingo cuando Azalea intentó huir. La chica solo tenía doce años, se había ganado una paliza la noche anterior y veía mal por un ojo.

No se llevó comida, eso habría sido como robársela a sus hermanos; solo agarró la única prenda de abrigo que tenía y el cuchillo más afilado que encontró en casa. Metió la chaqueta en la bolsa de la escuela, ajustó el cuchillo en su bota y salió por la puerta. La pradera quedaba a pocos metros de la casa, aún podía verse el resplandor plateado de la luna en las calles de la Veta. Quedaba un buen rato para el amanecer. La noche de verano era fresca, pero no fría, los mineros de su barrio no madrugaron ese día para acudir al trabajo, las calles estaban desiertas. Tan solo escuchó el sonido de sus pasos contra la tierra, el llanto de un niño pequeño y el lastimero maullido de un gato antes de llegar a la pradera.

La pradera era una extensión amplia y verde que olía a flores frescas, un cambio agradable con respecto al aroma a rancio y a col hervida que solía impregnar la Veta; al fondo, estaba la alambrada.

Avanzó hasta allí contenta de que sus pasos sobre la hierba fuesen más sigilosos que en la tierra de las calles. Conocía el lugar que servía de entrada al bosque, un agujero en el suelo sobre el que los alambres habían sido retorcidos y retirados para permitir el acceso. No se aventuró hasta comprobar la ausencia del típico zumbido de electricidad. Pero una vez que estuvo al otro lado, corrió. Corrió con todas sus fuerzas hasta perder el aliento, esquivando los árboles y saltando sobre las piedras. No sabía qué pasaría después, no sabía cómo sobrevivir en un lugar como ese, lo único que sabía es que se alejaba de las palizas diarias, del dolor de su estómago hambriento y de los gritos perpetuos que había en su casa.

El problema fue que Azalea no estaba en forma, era demasiado pequeña para su edad y no se había llevado nada a la boca en varios días por culpa de haberle alzado la voz a su madrastra. Al poco estaba jadeando y con las piernas tan flojas como flanes. Se dijo que pararía un momento, solo un segundo, para recobrar el aire que ya no quedaba en sus pulmones. Se sentó sobre una roca con vistas a un valle. En realidad había avanzado bastante, ya estaba lejos del distrito, sólo tenía que continuar. Pero Azalea se ovilló sobre sí misma para protegerse del frío del amanecer, se cubrió con su chaqueta y se quedó dormida.

Despertó con el rugido de su propio estómago cuando ya era completamente de día. Le dolía tanto la tripa que era como estar enferma, así que decidió que tenía que encontrar algún alimento antes de seguir. Había oído cosas, historias susurradas en los pasillos de la escuela sobre personas que se internaban en el bosque para conseguir comida. Con un poco de suerte ella encontraría algo que meter en ese agujero negro que parecía que la iba a tragar entera. Intentó darle caza a un conejo con el cuchillo, pero era demasiado rápido. Las ardillas trepaban por las ramas más altas de los árboles y en el suelo solo descubrió plantas e insectos, hasta que encontró un arbusto repleto de bayas redondas y gordas, de color rojo profundo y se le hizo la boca agua.

Resistió la tentación de metérsela todas en la boca y empezó a recogerlas antes de que otro se le adelantara.

—Eso no se come, niña.

Azalea se escondió tras el arbusto en cuanto escuchó la voz.

—Sal de ahí, no voy a hacerte nada.

Pero Azalea no se fiaba. No confiaba en nadie, lo único que podía esperar de las personas era la indiferencia, o en peor de los casos, que añadieran otra paliza a las muchas que ya se había llevado. Por lo que intentó mimetizarse con las plantas que la rodeaban, con el suave silbido del viento y no se movió. Sé una roca, se dijo. No respires y se cansará de mirar. No va a perder el tiempo con una cría.

Pero el chico parecía dispuesto a malgastar su tiempo y la encontró en un minuto. Era alto, moreno, como todos en la Veta y estaba delgado, aunque no tenía pinta de llevar una semana sin comer.

Azalea se había tumbado en el suelo, en un intento de que la tragara la tierra y hacerse invisible. El chico se erguía ante ella con una mano extendida, para ayudarla a incorporarse. Tenía un arco en la espalda. Era un fugitivo, un cazador.

Pero no lo era. Era un muchacho al que había visto antes, en la escuela, por las calles del distrito, intercambiando en el quemador. Era aquel del que hablaban las malas lenguas, del que decían que se saltaba las leyes para ir a cazar al bosque. El conejo que colgaba de su cinturón confirmaba la teoría.

Por otro lado, no tenía más alternativas, no era lo bastante rápida para huir. Se maldijo por la posición que había adoptado, tan poco apropiada para salir pitando, y tendió su mano.

—Lo primero que vas a hacer es soltar todas esas bayas que llevas en los bolsillos —dijo el muchacho mientras la incorporaba—. Son venenosas. Te matan despacio, pero acaban haciéndote papilla por dentro.

Azalea a punto estuvo de atragantarse con su propia saliva. Esa que se le había acumulado en la boca al ver los frutos.

El chico la acompañó hasta otro arbusto lleno de fresas, nada venenosas y perfectamente comestibles.

—Este es seguro. Llévate todas, sé bien lo que es estar desesperado y muerto de hambre.

Comió fresas hasta que le entraron ganas de vomitar, luego recogió cuantas pudo para sus hermanos.

Se le había quitado de la cabeza huir. O tal vez lo haría, pero más adelante, cuando se asegurase que sus hermanos pequeños estaban en buenas manos en lugar de con esos monstruos que tenían por padres.

Las palabras del muchacho del bosque le hacían eco en la cabeza. Se las repetiría como un mantra a lo largo de los siguientes años: "te matan despacio".

James Finnigan

James miraba atónito por la ventanilla de un coche. Era la primera vez que se subía a uno, la primera vez que veía uno, para ser sincero. Y para ser sincero, estaba asombrado. El interior olía a cuero y a algo dulzón que sugería flores artificiales, como el perfume barato que alguna vez compraba una de sus hermanas.

Dejaban atrás el edificio de justicia y se movían por las calles sin asfaltar del distrito levantando una nube de polvo. Por suerte le habían dejado sentarse en el lado de la ventana. A su lado iba una chica menuda y callada llamada Azalea y al lado de ésta, la escolta, Effie Trinket, quien no había dejado de lamentarse desde que Azalea y él habían sido cosechados.

Como si fuera la persona con peor suerte de ese vehículo.

Tenía su gracia.

En el asiento delantero estaba su mentor, Haymitch, con el morro pegado a una botella de vino y quien sólo había abierto la boca para quejarse de que se hubiera acabado el whisky y la imposibilidad de conseguir más hasta que llegaran al tren, para lo que faltaban, más o menos, cinco minutos, se aventuró a calcular James. Aunque nadie sabía, subidos a ese cacharro.

El conductor parecía el único contento de todo el conjunto. Podría llevar el peso de la conversación, pero en lugar de eso, tarareaba una canción que sonaba por la radio. A James le estaba poniendo un poco de los nervios, y estaba a punto de hacerlo notar, cuando el brazo de Azalea rozó el suyo. Los dos se apartaron como un resorte del contacto del otro. Ya había sido bastante incómodo tener que darse la mano en el escenario. Se miraron por un momento a los ojos y James quiso alejarse de la intensidad de esa mirada, como si lo estuviera analizando por dentro, todos sus órganos, cerebro incluido. Se pegó tanto a la puerta que se estaba clavando el manillar en las costillas.

Conocía a Azalea de vista, de la Veta, de la escuela, pero nunca habían intercambiado palabra, porque esa chica no hablaba. Iba un curso por debajo de él, por lo que debía tener catorce. Lucian, su mejor amigo, le había dicho una vez que era de las que se metían al bosque. A James le sorprendía que a una cosa tan pequeña no se la hubieran comido las alimañas.

El conductor dio un frenazo y dejó de cantar para empezar a soltar blasfemias por la boca. Se había cruzado una cabra por la carretera. Haymitch había soltado el vino que llevaba en la boca sobre el cristal delantero y a Effie la peluca fucsia le colgaba en un ángulo poco favorecedor para ella.

—Estupendo —soltó la mujer tratando de recolocar el accesorio—, las cosas sólo pueden ir a mejor en esta jornada.

James estaba de acuerdo con eso. Habían tocado fondo. Sobre todo en su caso.

Haymitch se giró desde delante y soltó una carcajada muy tosca al ver a la escolta.

—Yo diría que te favorece, querida. Déjala así. Te tapa la cara.

—Cállate Haymitch —contestó la aludida—. Ya tengo bastante con tener los tributos más lamentables de Panem. No eches más leña al fuego. Y tú— añadió dirigiéndose al conductor del vehículo con un dedo acusador— ten más cuidado.

James observó por el rabillo del ojo que Azalea estaba conteniendo la risa. La verdad es que a él le subía una carcajada por la garganta. Estaban jodidos, sí, pero con ese par la diversión estaría garantizada.

—¿Y a vosotros dos qué os hace tanta gracia? —les espetó Effie—. Tenemos mucho trabajo que hacer. Mucho trabajo. Poneros presentables y —le agarró un brazo a Azalea, calibrándolo—, estaría bien si coméis lo que no habéis comido en los últimos diez años.

Seguro que la mujer no pretendía ser ofensiva, pero lo era. Como si los últimos diez años Azalea y él hubieran estado haciendo dieta voluntaria. Los dos parecían ridículamente minúsculos en ese coche tan grande. Se aventuró a mirar a Azalea de nuevo. Sus ojos, como dos pozos oscuros, estaban bullendo de rabia. James no se molestó en enfadarse con la señora. Seguramente era una idiota ignorante. Seguramente en el Capitolio todos lo eran, si les hacían gracia los Juegos. Claro, como ellos se libraban.

La cuestión era que James iba a participar en ellos. Se acordó de todas las veces que había bromeado con Lucian con la posibilidad de ganarlos. Otra cosa que tenía gracia.

Todo era como un enorme chiste.

Un enorme chiste malo.


Distrito 11 – Preseleccionados

Afena

Como todos los años, su nombre había salido en la preselección para la Cosecha, pero este año tenía que ser distinto. Este año era el último que le quedaba a Afena, la elegida.

Se instaló en el cubículo con las demás chicas de dieciocho años. Pocas se conocían, pero ninguna le hablaba a Afena. Era parte de su entrenamiento. Ya no le quedaban ataduras. Las demás tenían raíces aquí, tenían algo que perder, tenían amigas en las que apoyarse y una familia por la que preocuparse. Afena se había deshecho de todo eso.

El año anterior, Afena ya se sentía lista para ser la elegida, pero aún le quedaba algo muy importante por aprender, y la vida se lo había hecho ver.

Una nueva chica empujó a Afena al entrar al cubículo. Afena le dedicó una mirada cargada de desprecio. Era bajita y tenía la piel fea, a tonos. Se encogió aún más y huyó con su amiga.

Esa chica no habría estado preparada ni en un millón de años, pero iba a tener suerte. Ese año elegirían a Afena.

El recuerdo del año anterior le atravesó la mente. Su seguridad frente a la mano del escolta en la urna de nombres, y cómo se abrió un agujero en la tierra cuando leyó un nombre que no era el suyo. ¿Cómo era eso posible? Afena significaba la elegida, pero no la habían elegido, por mucho que hubiese pasado una semana al mes sin comer, y hasta cuatro días sin beber en una ocasión. Por mucho que desde los doce años hubiese corrido de aquí para allá, aprendiendo, robando, escuchando.

¿Y si volvía a ocurrir?

Pero no, Afena respiró hondo. Sentía el sudor correrle entre las tetas por culpa del calor del mediodía. Se restregó el dorso de la mano por la zona del bigote para secársela. No ocurriría otra vez, porque Afena ya sí que lo había aprendido todo.

Empezó a sonar el himno de Panem, y las pantallas comenzaron a transmitir el video habitual sobre los Juegos del Hambre y los Días Oscuros. Y ahí estaba la imagen del Distrito 13 con el ala del Sinsajo.

Fue uno de los compañeros del Jefe quien se lo hizo ver, un Agente de la Paz que había estado ejerciendo en el Distrito 3 hasta entonces. Hablaba por los codos, y cuando Afena se lo pidió, no tardó ni un segundo en explicarle los conocimientos básicos sobre el funcionamiento del ordenador.

—No hay niñas simpáticas como tú en el 3 —le había dicho, antes de proceder a contarle curiosidades de los vídeos que difundía Panem. Cuando el Jefe había llegado, les había mirado con malos ojos y había mandado a Afena a recoger la ropa que le había llevado esa misma mañana a la lavandera.

Cuando acabó el himno, aparecieron el escolta, Seeder y Chaff. Aquellos eran los mentores del año.

Tenía gracia, sabiendo que Afena había estado compartiendo techo con Chaff casi el año entero. Aunque él no lo supiese.

El viejo Vencedor estaba suficientemente digno, aunque tenía la nariz roja por el alcohol. Afena pensó que si Chaff estaba ahí, entonces la elegirían. Las coincidencias no existían.

Afena había nacido la última, pero era la única que quedaba viva, y sería nombrada en su último año para ser la única que quedase viva. La historia era un círculo que se repetía, y sus padres, sin saberlo, la habían llamado Afena porque pertenecía a un destino distinto. El destino de los elegidos. Ni siquiera recordaba el nombre de todos sus hermanos, aquellos seres que no habían sido elegidos, que tan solo habían preparado el terreno para la llegada de Afena. El primero fue un ladrón, el segundo un débil, el tercero un mártir. Afena era la elegida.

El escolta se rio en escena por algún chiste que acababa de contar. Su pelo verde era demasiado chillón. El sudor se acumuló de nuevo en el labio superior de Afena, y se lo volvió a restregar. Los pensamientos se agolpaban en su mente, el ruido de Chaff vomitando en el baño, los golpeteos del Jefe en su puerta, preguntando por ella, el gato atigrado que se colaba de noche en la despensa de la vieja casa de la Villa de los Vencedores cuando Afena la abría para robar unas cuantas semillas, queso fuerte y carne seca, el sonido del vaso de agua explotando contra el suelo cuando el Jefe le agarró de las caderas…

—¡Las damas primero! —dijo al fin el escolta.

El año anterior, Afena no había sabido lo que era que alguien más grande y pesado que ella se abalanzase sobre ella cuando menos se lo esperaba. Estaba tan acostumbrada a los silencios toscos del Jefe… Siempre la mandaba de aquí para allá, para confirmar que el alcalde ya había empezado los preparativos, para ver si hacía falta moverse a disipar la fiesta de los jóvenes de las remolachas, para recordarle cosas espeluznantes a Seeder cuando se pasaba de la ralla con sus discursitos. Pero sus ojos aburridos se habían vuelto salvajes cuando Afena volvió de aquella Cosecha, mustia y deprimida, con ganas de buscar a sus padres y matarlos con sus propias manos, si acaso seguían vivos, por haberle puesto el nombre equivocado. De repente, Afena ya no era su recadera, sino su presa.

La mano del escolta se introdujo en la urna como el dedo del Jefe cuando se lo había metido en la boca para agarrarle mejor la cabeza.

Hizo florituras con sus uñas verdes, haciendo fintas a la derecha y a la izquierda antes de agarrar el papelito. Con cada giro de mano, Afena recordaba los golpes que le había dado con la silla del salón al Jefe.

El escolta agarró el papel.

No volvería a ocurrir. Afena era la elegida. Afena era la elegida.

El escolta se aclaró la garganta para leer el nombre. ¡Vaya idiota! Él ya conocía su destino, pero se regodeaba en el suspense. Era un mal bicho.

—¿Afena? —dijo entonces en los micros con tono de pregunta.

Las chicas del cubículo se giraron todas a mirar a Afena. Sí que sabían quién era, al fin y al cabo.

—¿Afena y nada más? —seguía diciendo el escolta, mientras la aludida se abría paso entre la multitud. Se oían los sinsajos cantar al son de su marcha—. ¿No hay apellido? Ah, bueno, ahí está.

Afena no conocía su apellido, pero poco importaba. Lo único que era relevante era su nombre. La elegida. La elegida.

Afena había sido la elegida. Ya estaba tranquila, tanto que cuando nombraron al chico que sería su compañero, ni se enteró de quién era.

Cress Oleander

Sentado en su cuarto del tren, Cress hizo girar en el aire el spray de pintura verde que le había dado su chica en las despedidas. Él fue el único preseleccionado de Branco Springs, el pueblucho lejano en el que había pasado toda su vida. Diecisiete años y nunca había sido preseleccionado. Por ser una primera vez, pensó que se libraría, pero el número de teselas no disminuía porque no te seleccionasen. Los demás muchachos fueron con él al pueblo principal, el del Edificio de Justicia, para apoyo moral. Ella le llevó un spray.

Lo volvió a lanzar. Probablemente su fantasma retornase desde los Juegos y encantase Branco Springs con ese spray verde.

Antes siquiera de pensarlo abrió el bote e hizo su marca, esa que estaba en todas las superficies de Branco Springs. Por una vez no es una marquita ridícula y pequeñina, sino una enorme C abrazando a una enorme O en el suelo de la habitación.

—Y ahora que se seque —dijo en voz alta, antes de dejar el spray en el suelo y salir del cuarto cerrando la puerta tras él.

En el vagón principal estaban Seeder y el escolta estrafalario de pelo verde. Cress se sentó, pero nadie dijo nada.

—¿Conocéis historias de fantasmas? —preguntó él—. ¿O no creéis en ellos?

El escolta exageró el escalofrío que quizá le había recorrido el cuerpo. Seeder simplemente le miró con ojos cansados, o tristes. Quizá las dos cosas.

Cress conocía a su público, no por nada siempre contaba historias cuando se hacía el vacío en el callejón de Branco Springs, donde tronaba su sofá reservado.

—A veces vienen fantasmas de capitolinos a la oficina —relató mirando al escolta a los ojos—. Vienen preguntando si les puedo enterrar en una maceta con un árbol, para tener una segunda vida, pero son de lo más exigentes. Uno me pidió una vez un sándalo. ¡Con lo caro que es eso! Los fantasmas de los habitantes del 11 suelen pedir cosas más abordables, como el plátano, pero tampoco es que sus familiares sean capaces de pagar.

Se hizo el silencio, rellenado por la expresión a medias entre el terror y la fascinación del escolta capitolino. Seeder había asentido vagamente.

—¡¿Es verdad?! —chilló el capitolino en un susurro sobreagudo.

Cress sonrió con su sonrisa de no te lo voy a decir aunque me des lo que más deseo y se recostó en el sofá del vagón. Casi casi se sentía como en el callejón de Branco Springs.

Y entonces Afena hizo irrupción en el vagón, abriendo la puerta como si la hubiese querido tumbar, y arrastrando a Chaff tras ella.

Seeder alzó las cejas sorprendida. Cress se giró, irritado porque le había robado su silencio de gloria, y quizá también las súplicas del escolta de pelo verde para saber si sí o no era cierto lo que le acababa de contar.

—Bien, empecemos —dijo la chica sentando a Chaff en un sillón rosa, y poniéndose las manos, cerradas en puños, en las caderas.

Cress la observó con detenimiento. Parecía flojucha, pero lo que se le marcaban en esos bracitos de niño desnutrido eran músculos. Ella notó el escrutinio y le clavó la mirada en los ojos.

—¿Qué miras, paliducho?

—Es gracioso que me llames así, porque justo me estaba fijando en lo negra que tienes la piel.

Ella le ignoró completamente. Volvió su atención hacia Chaff.

—Tú serás mi mentor.

Chaff se despertó a medio ronquido, como si la mirada de Afena lo hubiese perturbarlo en la distancia.

—Yo soy la elegida —prosiguió la chica. Más bien parecía la mentora. Estaba poniendo a Cress de real mal humor, como cuando sus padres le obligaban a participar en la cosecha de cerezas.

—Mira, niña, ya tenemos bastante con ir a la muerte para que encima vayas con aires de profesional —le soltó, sin pensar. Afena volvió a mirarlo como si fuese una mosca molesta.

Entonces Seeder se levantó y dijo:

—Bueno, si está decidido que no iréis juntos, Cress, ven conmigo y vamos a discutir estrategias en el segundo salón.

Antes de salir, Seeder se giró para desearles buena suerte a Afena y Chaff. Al cerrar la puerta, negó con la cabeza.

—Esa chiquilla es muy intensa. Siempre lo ha sido. Ha sufrido mucho, no se lo tengas en cuenta.

Cress quería tenérselo en cuenta. Al fin y al cabo, era otra de los muchos que podían matarle.


Distrito 10 – La cosecha de los gritos

Maraya Newman

Con un spray en la mano y la cara tapada por un pañuelo rojo de su madre, Maraya miraba la pared impoluta que tenía delante, dubitativa. Cada vez les costaba más encontrar sitios en blanco. Su grupo de amigos (el de Alana), estaba dejando el distrito como una pintura abstracta, lleno de consignas y borrajetos. Se frotó la barbilla con su mano libre y al final se decidió por el segundo mejor eslogan que se le había ocurrido.

"El presidente la tiene pequeña".

Lo escribió en letras mayúsculas e hizo un dibujo para ilustrar mejor la afirmación.

Eddie, el cabecilla del grupo, la observaba con recelo. Iba a soltarle un sermón de los suyos. Lo veía venir.

—El tamaño del presidente no viene a cuento —dijo Eddie al poco. Siempre tan insidioso. Maraya no lo aguantaba ni a él, ni el olor a matadero que siempre lo acompañaba.

—Tu has puesto culo en el tuyo —señaló Maraya.

Lo que era cierto, la pintada de Eddie rezaba: "Con este sistema vamos de culo".

Eddie ajustó la luz de su linterna y la apuntó a la cara. Estaban en uno de los túneles que daban acceso al distrito a los trenes del Capitolio. Maraya parpadeó, y a punto estuvo de darle un manotazo a Eddie para que soltara la maldita linterna. Que por otro lado, ella misma había traído de su casa. De no ser por ella estarían alumbrándose con cerillas.

—Sinceramente Maraya —empezó Eddie—. No sé qué hace una chica rica como tú con nosotros.

Ante esto Maraya perdió los papeles. Sus padres eran maestros y habían tenido la sensatez de tener una sola hija, en lugar de una docena, por lo que podían permitirse ciertos caprichos en casa. Pero ya le gustaría a ella ser rica, bañarse en billetes para poder malgastarlos en ropa cara y fiestas, como hacían en el Capitolio. Notó una oleada de calor subirle por la cara y el cuello.

—Y yo no sé qué hace un gilipollas como tú en el mundo.

Lo dijo muy seria, sin quitarle la vista de encima, a pesar de que la luz de la linterna se le reflejaba en las gafas y le hacía daño en los ojos. El resto del grupo ya les estaba observando. Maraya tuvo que recordarse por qué estaba allí y aguantaba a esa pandilla de desagradecidos. Ella se encargaba de conseguir las pinturas, las pagaba con su propio dinero. O con el de sus padres, para ser más exactos. Si ellos se llegaran a enterar de que gastaba su paga en semejantes fechorías se llevarían un disgusto mayúsculo.

Era por Alana. Todo lo hacía por Alana. Una chica rubia y menuda, tan diferente a ella, con los ojos más azules y las pestañas más largas que había visto en su vida. Aunque tenía que reconocer que la pandilla de desagradecidos tenía razón en ciertas cosas. En varias cosas de las que sus padres no hablaban en casa. Como que el Capitolio les obliga a matarse a trabajar a cambio de unas migajas que apenas llegaban para poner algo en la mesa. No era el caso de la familia de Maraya, pero sí de muchas otras. Pero a ella quien le preocupaba era Alana, a quien cada vez se le notaban más los huesos de las clavículas. Alana, que se había puesto frente a ella en ese momento, con un por favor en la mirada.

—No podemos enfrentarnos entre nosotros —le dijo Alana sin levantar la voz.

—Yo no he sido quien ha empezado —replicó Maraya.

En la escasa luz del túnel, Alana parecía especialmente pálida, como un espectro. En ese momento, a Maraya se le olvidó un poco la pelea inminente con ese tarugo de Eddie y sólo quería invitar a Alana a merendar a su casa. En la que sí podían permitirse merendar, se dio cuenta Maraya. Posiblemente varios de los chicos que estaban con ellas se tuvieran que conformar con una comida al día, y a veces ni eso.

Adrien Greenfield

Cuando conducían a Adrien a la habitación de las visitas en el Palacio de Justicia todavía no sentía las manos. El hormigueo que comenzó al escuchar su nombre seguía ahí, subiéndole y bajándole por los brazos. Su compañera tuvo que ir a buscar una de sus manos al lugar en el que reposaba, en su costado, cuando les pidieron estrecharlas para recibir el aplauso del público.

Adrien no se enteró de si hubo aplauso, tampoco tenía claro el nombre de la chica. Recordaba su piel oscura y una maraña de rizos negros recogidos en una coleta. El grito que dio al escuchar su nombre resonó por toda la plaza (solo comparable al que dio su mejor amiga al escuchar el nombre de Adrien). Aunque una vez en el escenario la chica parecía más compuesta que él, que había sido incapaz de hablar o moverse.

En esos momentos, de pie en medio de una habitación con cortinas de terciopelo y muebles de lujo, no pensaba que pudiera salirle ninguna palabra por la boca. Notaba la lengua como un trozo de carne reseco. ¿Reaccionaría todo el mundo de la misma manera? Seguramente no. Seguramente en los distritos profesionales estarían dando saltos.

Sin embargo, cuando se abrió la puerta y entrósu padre, se lanzó a sus brazos como si fuera un niño pequeño. Aunque le sacaba más de una cabeza, Adrien permaneció abrazado a su padre todo el tiempo posible, sin que a ninguno les pareciera incómodo, sin decir nada de nada. Notaba su camisa humedecida por las lágrimas y cómo él temblaba en sus brazos.

—Padre —le dijo, separándose—. Papá, escucha.

El hombre estaba hecho un desastre, con la cara roja y la ropa arrugada. Nunca lo había visto así. Adrien era muy pequeño cuando se marchó su madre. Lo recordaba callado y taciturno, pero siempre entero. Más tarde, cuando murieron sus abuelos, sí que se derrumbó. Pero nunca lo había visto tan destrozado y eso lo destrozó a él. Le temblaba la voz cuando dijo:

—Haré todo lo posible por volver.

—Tienes que hacerlo —lo interrumpió su padre. Buscó sus manos y las apretó hasta casi hacerle daño—. Tienes que hacer lo que sea necesario. No puedo perderte a ti también. Eres lo único que me queda.

Adrien no soltó las manos de su padre. Necesitaba ese contacto.

—Haré todo lo posible —repitió—. Soy alto y fuerte, gracias a ti, que siempre me has cuidado. Pero ahora tienes que cuidar de ti mismo. Tienes que ocuparte de ti, papá. Y si no regreso…

—Ni menciones esa posibilidad —lo cortó de nuevo Kaiden—. No podré soportarlo.

Adrien trago saliva. La sintió bajar por la garganta como lava ardiendo. Tenía que decir esas palabras y dejarlo ir.

—Sí que lo harás —intentó sonar convencido—. Lo harás y continuarás con tu vida. Y vivirás muchos años. Lo harás por mí.

Su padre abandonó la habitación encogido sobre sí mismo. En el quicio de la puerta lo interceptó Lynn, su mejor amiga. Que había gritado como una posesa en la cosecha. A Adrien le sorprendió que no la hubieran detenido por alterar el orden público. Lynn agarró a su padre por los hombros y lo sacudió.

—Espabile, señor Greenfield —le chilló—. Adrien está vivo, mírelo ahí plantado. Y va a seguir estándolo mucho tiempo si no quiere que me lo cargue yo misma.

Dicho esto, corrió a abrazarlo como una exhalación y empezó a hipar mientras amenazaba de muerte a todo el mundo en el proceso.

—Voy a asesinar al malnacido del Presidente —gimoteaba—. Y al Vigilante Jefe y a todo el Capitolio si hace falta. Y después—

Adrien le tapó la boca con una mano.

—Calla insensata.

Lynn lo miró con los ojos inyectados en sangre.

—Como no vuelvas vivo al distrito, te juro que abro el ataúd y te remato.

A Adrien le salió una sonrisa triste.

—Cuento con ello. Lynn, estoy cagado de miedo.

Su amiga se limpió las lágrimas y los mocos con la manga de su camisa de trabajo. No se había molestado en ponerse un vestido para la cosecha. Era tan pequeña como siempre, con su trenza rojiza mal hecha y las pecas colonizando toda su cara. Pero en ese momento parecía una diminuta bestia asesina cuya mirada prometía muerte. Muerte y destrucción.

—Vas a volver —aseguró—. Sólo tienes que matarlos a todos. Y que no te maten ellos, claro. O se las verán conmigo.

A Adrien casi se le escapa una carcajada. Siempre podía contar con Lynn para eso. La idea de matar le revolvía la tripa. Él salvaba la vida de los animales, los cuidaba. Jamás podría haber trabajado en un matadero. Y ahora…

—Cuida de mi padre —le pidió Adrien.

—Lo haré. Por cierto, tu madre está fuera. Con tus tres hermanas.

Adrien se tensó al instante.

—Diles a mis hermanas que pasen. Mi madre puede largarse por donde ha venido.

—Adrien… —empezó a decir Lynn.

—No puede pretender tener un hijo, después de tantos años, sólo porque me vaya a morir en los Juegos —soltó Adrien.

Siempre era así cuando se trataba de ella. Sentía ese rencor, se sentía abandonado.

Ante esto, Lynn le arreó una sonora bofetada en la mejilla derecha. Ya no parecía una diminuta bestia asesina. Sólo una muchacha asustada.

—Eso por decir que vas a morirte —dijo.

Un segundo después dos Agentes de La Paz entraron para sacarla por la fuerza de la sala.


a/n: Hola de nuevo queridas y queridos: bienvenidos a los Juegos del Hambre. Os presentamos al primer grupo de muchachos que participaran en la contienda. Algunos ya están enterados, pero a otros les quedan años para ponerse en semejante tesitura, razón por la cual, si queréis saber sus edades (ya os lo cuento yo, la mayoría tienen 17) os remito al perfil de la cuenta.

El funcionamiento será el siguiente: si todo va según lo planeado, publicaremos un capítulo a la semana. Los reviews ayudan, nos encantan, se agradecen, pero son completamente opcionales. De momento no tenemos a ningún tributo amordazado y con un cuchillo en la garganta.

Por lo demás, esperamos que os guste y os entretenga. Si queréis seguir jugando al juego de quién ha escrito qué, perfecto.

Nos vemos la semana que viene.

Casi se me olvida, gracias a Rebe, Marta, Alpha, Miki y Dani por estos entrañables chiquillos.