Capítulo 3. Tres fuerzas
Distrito 6 — Vivir
Arthur "Arth" Baker
Arth Baker se despertaba tan temprano que apenas habían salido las estrellas. No había un alma en las calles. Era lo que tenía ser panadero, un oficio cien mil veces mejor que cualquier otro, a su modo de ver. Sobre todo teniendo en cuenta los otros oficios que había llevado a cabo. Sobre todo teniendo en cuenta a Marianne. Su jefa, amiga y (esperaba que pronto) también amante.
Caminaba con pasos ligeros, como llevado por la leve brisa de la madrugada. Se imaginó a sí mismo flotando hasta el pequeño local en el que despachaban. Eso era mucho decir para un chico de sus dimensiones, que lo arrastrara la brisa. Pero se trataba de la felicidad y las ganas que tenía de volver a verla. De recoger sus manos de donde estuvieran inmersas, manchadas de harina, y atraerla hacia él. Después la besaría en los labios, el mejor momento del día, ese primer beso. No podía aguantar las ganas de que pasara la dichosa Cosecha anual para poder tenderse en su cama cada noche y levantarse a su lado cada mañana. Al menos eso le gustaba pensar que sucedería después de la Cosecha. Pero eran sólo imaginaciones suyas. Soñar era gratis. Ojalá ella sintiera lo mismo. Ya que Arthur sentía mucho. Y con ella, era un manojo de sentimientos.
Se tocó la nariz casi por costumbre. Sabía que lo afeaba. No es que fuera un presuntuoso, pero estaba torcida de una forma extraña desde que se la partieron hacía años. Aún y todo, Marianne decía que le daba un aire elegante y peligroso, que las cosas perfectas no eran para ella y que gracias a su nariz, Arth era casi perfecto, en lugar de perfecto del todo.
Arth tenía muy claro que no era perfecto, su pasado podía confirmarlo. Siendo muy joven se había juntado con una pandilla poco recomendable, había cometido algunas fechorías, como robos de poca monta y se había perforado las orejas. En aquellos días Arth se sentía peligroso, un rufián adicto a la adrenalina que le daban los robos, las persecuciones y la peleas. Sin embargo, no eran más que un crío. Se lo había contado a Marianne, porque ella lo miraba con buenos ojos y veía lo bueno que había en él.
—Menos mal que no fuiste tú el que se llevó esa somanta de palos —dijo ella, refiriéndose al pasaje en el que Arth había explicado cuando pillaron a uno de sus compinches y lo llenaron de latigazos en la plaza del distrito, frente al Edificio de Justicia.
—Tal vez me lo merecía —replicó Arth.
—Tu no mereces que te suceda nada malo, Arthur.
Así era Marianne, capaz de encontrar el lado positivo de todo. Su nariz incluida, pensó mientras pasaba la yema del dedo por el puente desviado. Por eso la amaba. Por eso y por su agudeza, por su manera de hablar sin ambajes y explicarle las cosas que no entendía sin tratarlo de tonto. Sabía que obsesionarse con ella era como caminar por el filo de la navaja, por lo que intentaba evitarlo. Pero era difícil, diablos si era difícil, cuando había una mujer con esa cara y con ese hermoso y enorme trasero esperándote cada mañana al llegar al trabajo. Esos eran los momentos en los que Arth se permitía estar más enamorado. De camino al trabajo, ante la expectativa de volver a verla.
Cruzó la puerta de la panadería con una sonrisa tonta en los labios. Una luz amarilla iluminaba la negrura que se colaba por las ventanas, el olor a levadura llenaba cada rincón, lo que quería decir que aún no había comenzado con el horneado. Avanzó hasta la parte trasera del local con algo puro y brillante comprimiendole el pecho. Y allí estaba ella, tan radiante como la había imaginado. Con un moño alto en la cabeza y los brazos desnudos hundidos en la masa del pan.
Arth tuvo que contenerse para no abalanzarse sobre la mujer que tenía delante y hacer un desastre sobre la mesa. Quería abrazarla por detrás, posar sus grandes manos sobre ese glorioso pandero y subirlas por sus caderas hasta llegar a su cintura. Besarla en el cuello primero y luego en la zona de piel suave detrás de la oreja. Y después...
—Arth Baker —dijo la mujer sin darse la vuelta—, deja de mirarme embobado y mueve ese bonito culo tuyo. Hay mucho trabajo que hacer y las horas vuelan.
—¿Sería mucho pedir un beso? —contestó Arth animado. Se sentía intrépido esa mañana.
Algo en el modo en que le miró al girarse le hizo lamentar haber efectuado la pregunta.
—No —zanjó Marianne—. Ni hoy, ni de aquí en adelante.
A Arth se le cayó el alma al suelo. Estaba a punto de preguntar la razón de su fría actitud cuando ella añadió:
—Al menos durante unos días.
Arth se relajó un poco. Podía aguantar unos días. Marianne lo ponía a mil, pero había muchas cosas en las que tener centrada la cabeza además de... Lo que le pedía la entrepierna.
Para empezar, todo el mundo, o todo el que podía permitírselo, tenía encargos para la panadería los días previos a la Cosecha. Querían celebrar que sus hijos se hubieran librado otro año de participar en los Juegos. Él mismo intentaba llevar algo a su hermano más pequeño, quien se asustaba muchísimo, a pesar de no estar en edad de ser cosechado.
También era el último año con su nombre en las urnas. Arth estaba casi seguro de que todo iría bien. La perspectiva de que sucediera algo atroz le parecía lejana. La vida le había sonreído últimamente, con su nuevo trabajo y su nuevo… amor. No sabía si Marianne estaría de acuerdo con el apelativo. Tampoco importaba, ya que ahora Arth se sentía tranquilo y centrado. Por fin había sentado la cabeza y era un hombre de provecho con el futuro por delante. No tendría que vestir muertos con su padre, ni colarse en casas a hurtadillas porque no servía para hacer otro tipo de trabajo en el distrito. Estaba casi seguro de que viviría una larga y feliz vida (junto a Marianne, a ser posible). Había pasado por mucho. Había pasado por momentos demasiado oscuros y los había sobrellevado. Merecía esa vida. Merecía el tiempo para poder vivirla, para descubrir más cosas sobre sí mismo y explorar todas y cada una de ellas. Para saber todo lo que podía llegar a ser Arth Baker.
Nevada Minardi
Nevada estaba en medio de una nube de chicas de su misma edad, todas ellas con la cara compungida y el cuerpo medio agarrotado por el miedo. Ella, por el contrario, había aprendido a estar recta, a esbozar una leve sonrisa de indiferencia, que era la que más gustaba a los hombres, según su instructora. Déjales ver lo que pueden tener, pero que no piensen que será gratis, le decía. Mantén la barbilla alta, que se note lo que vales. Cuanto más inaccesible te consideren, más pagarán por ti.
En esas estaba Nevada, en mantener la barbilla alta y parecer indiferente, pero interesada al mismo tiempo, por si hubiera en la plaza algún hombre con suficiente dinero como para solucionar el próximo mes de su familia. Esa actitud le hacía destacar fácilmente en el corral de las chicas de dieciséis años.
Nevada se había puesto su vestido más bonito, se había arreglado el pelo y pintado los labios con un carmín de la escuela. Sabía que iban a verla en la televisión en todos los distritos de Panem, pero sobre todo, en el Capitolio. Se imaginó que un varón bien situado de la capital se fijaba en ella a través de las pantallas. Imaginó que se sentía atraído a primera vista, que le gustaba tanto lo que veía que iba a buscarla y la sacaba de ese distrito cochambroso para llevarla a vivir a la gran ciudad. Cuanto más pensaba en esa posible situación, más alzaba la barbilla, para hacer destacar sus bonitos rasgos. Se imaginó que ese hombre, que sería guapo además de millonario, costeaba no sólo los gastos de ella sino los de toda su familia para tenerla complacida. Habría perdido completamente la cabeza por ella y Nevada podría manipularlo como si fuera un yoyo.
Podía perderse fácilmente en sus pensamientos, pero la verdad es que tenía una vista privilegiada del escenario y también podía ver a sus padres al otro lado de la valla provisional que habían colocado en la plaza, ojeando como halcones a todos sus hijos en edad de ser cosechados. Su madre agarraba el metal como si fuera su salvavidas. Mientras su padre permanecía inmóvil, con la mandíbula tan apretada que estaría rechinando los dientes. Él no aprobaba su actitud, igual que no aprobaba lo que estaba haciendo con su vida, pero a Nevada no le importaba. Seguía vivo gracias a ella.
Una mujer más cerca de los cuarenta que de los treinta apareció sobre el escenario, siguiendo estrictamente la última moda del Capitolio. Nevada ya la conocía de otros años y aunque no recordaba su nombre, sabía de su predilección por los tonos neones y las sandalias de casi veinte centímetros de alto que le hacían caminar como a un pato. Su instructora siempre le insistía en que la altura es poderosa, pero ella era incapaz de ponerse semejantes zancos sin atentar contra sus tobillos. Supuso que en el Capitolio comenzarían a practicar desde chicos en esas cuestiones. Aunque las capacidades de la escolta parecieran dudosas, vistos los tropezones que daba.
Perdida en sus pensamientos de casas bonitas y coches de lujo casi ni escuchó a la mujer de pies de pato canturrear su nombre. No reaccionó hasta escuchar el sollozo de su madre en una plaza, por lo demás, completamente en silencio.
Nevada se quedó rígida, pensando que aquello no era posible, que había demasiadas papeletas en esa urna. Pensando que un príncipe azul llegaría para salvarla. O tal vez lo haría su instructora, consciente de su potencial. Esperó un rato antes de moverse, intentando sentir esperanza, la misma esperanza que le había dado el dinero tras su primer trabajo. Pero todas las miradas ya habían caído sobre ella mientras la mujer pato repetía su nombre con voz cantarina con la boca pegada al micrófono.
—Nevada, preciosa, ¿a qué esperas?
Sus andares no fueron elegantes mientras caminaba por el pasillo de cuerpos que se inclinaban para mirarla. De hecho se retorció un tobillo y se le rompió un tacón, no de veinte centímetros, pero lo bastante alto. Un agente de paz le tendió la mano para ayudarla a subir a la tarima. Para ese momento Nevada ya estaba temblando. Tuvo dificultades al pronunciar su nombre y apenas se percató de lo que pasaba a su lado. Pudo atisbar a la mujer pato tambaleándose de un lado al otro del escenario y a un chico rubio de aspecto noble, nariz torcida y sonrisa radiante subiendo los escalones de la tarima. No le sonaba su cara ni sabía como se llamaba, tampoco entendió las palabras que intercambiaban éste y la escolta, que parecían una broma entre ambos, pues los dos reían. Siguió viendo esa sonrisa forzada en las comisuras de la boca del chico mientras la escolta les pedía que se dieran la mano y pensó, que cuando lo hiciera de verdad, el muchacho debía tener una bonita sonrisa.
Al momento él estaba a su lado, alto como una torre, con la mano ligeramente extendida hacia ella. Nevada la agarró casi con ansias, como si fuera un ancla a la vida. Y cuando el enorme muchacho apretó la suya, como si la entendiera, como si sintiera exactamente lo mismo que ella, Nevada rompió a llorar como una niña. Le salían los sollozos desde las tripas. Creía que su vida iba a mejorar, que cambiaría, que acabaría saliendo de ese feo distrito, llevando joyas caras y dejando atrás la miseria. Quería irse del distrito, habría hecho lo que fuera para conseguirlo.
Pero no así, no de esa manera.
Distrito 5 — Lo peor
Ocean Maze
Ocean tenía la casa más destartalada del distrito delante de sus narices. Estaba construida con madera, en lugar de cemento, un tipo de construcción antigua que no resistía las inclemencias del tiempo ni los incendios. Tenía el tejado medio destrozado y las ventanas tapiadas con tablones. Las plantas crecían a su alrededor como malas hierbas dando a la vivienda un aspecto casi fantasmal.
El tipo está loco, se dijo Ocean al tiempo que sacaba la llave entregada de su bolsillo. Loco de remate si piensa que puedo adecentar algo así.
Y eso teniendo en cuenta que aún no había visto la casa por dentro.
Los goznes de la puerta chirriaron como un coro de viejas cuando Ocean tiró de ella para abrirla. La recibió una enorme tela de araña del tamaño de la red eléctrica de su propio distrito. El interior olía a humedad, a moho y a cosas podridas. Tuvo que abrirse paso a través de los finos hilos de la red de araña para llegar a alguna parte. Se le iban enredando en las manos y en el cuerpo mientras avanzaba.
Qué asco.
Pero le habían ofrecido una buena cantidad de dinero a cambio de limpiar ese lugar y dejarlo... ¿Qué le había dicho el viejo? Dejarlo habitable. No entraba luz alguna aparte de un halo que provenía de una suerte de agujero en el techo, así que tardó un buen rato en acostumbrar los ojos a la penumbra.
Había llevado de casa tantos utensilios de limpieza como pudo encontrar, lo cual era poco más que un cubo, un cepillo y algunos trapos, aunque supuso que podría hacer más con las roñosas cortinas que colgaban sobre las ventanas tapiadas. Rezó por poder encontrar agua en ese sitio.
Ocean tuvo que avanzar entre decenas de muebles viejos y astillados, como si hubieran sido los efectos secundarios de una gran batalla. El espacio era diáfano y muy amplio, no había paredes que separasen las estancias. Los restos de un colchón abierto en canal reposaban en el suelo, y a su lado, había una pila con un grifo.
No es posible que esto sea una casa, se dijo a sí misma. Se encaminó hacia la pila, temerosa de lo que pudiera salir si abría la llave.
—Primero tendrás que activar la llave de paso —dijo una voz a su espalda.
Sonaba antigua como el tiempo, y desgarrada, con un leve acento.
Ocean dio un respingo, aunque reconoció la voz al instante. Era su jefe. El hombre con el que se cruzó en el mercado de la plaza, en el puesto de las verduras y, mientras ella regateaba por conseguir un manojo de zanahorias medio podridas a un precio más barato del establecido, sin venir a cuento, le ofreció el trabajo.
El anciano se encontraba recostado en el quicio de la cochambrosa puerta de entrada, atusando su ridícula barba blanca que parecía la de un chivo. En la otra mano sostenía un bastón acabado en una piedra tan verde que bien podía ser jade. La joya refulgía entre sus dedos a pesar de la oscuridad del interior.
—Usted me dirá dónde se encuentra eso —replicó Ocean.
Sin dejar de tocarse la barba, el hombre, pequeño y enjuto, usó su bastón para accionar algo en la pared que tenía a su izquierda.
Entonces se hizo la luz.
Varias filas de luces fluorescentes iluminaron la estancia desde el techo. Ocean tuvo que parpadear varias veces para acostumbrarse, y cuando lo hizo, se percató de que bajo toda la mugre y los muebles rotos había un suelo de madera clara, cuyos tableros, partidos en algunas zonas, dejaban ver la paja que había debajo. Una de las paredes estaba completamente vacía salvo por los restos de un espejo hecho añicos. La otra contenía armas. Armas ilegales, igual que todas las armas. Espadas, cayados, juegos de cuchillos de media luna.
A Ocean le saltaron todas las alarmas. Ese hombre tenía en propiedad un lugar que se saltaba todas las leyes del Capitolio. La posesión de armas estaba completamente prohibida.
La chica empezó a sufrir una indeseable taquicardia. La escoba que llevaba en la mano cayó al suelo. A punto estaba de huir, de largarse por patas de ese turbio escenario antes de que llegara un agente y le cortara la lengua, cuando el viejo cortó el acceso al exterior usando su bastón como barrera.
—No quiero el trabajo —le dijo—. No me interesa el dinero —qué gran mentira—. Déjeme salir.
—Niña estúpida —murmuró el viejo, aún sin dejarla pasar—. ¿No te das cuenta de lo que te ofrezco?
—Déjeme salir, por favor.
—Un trato es un trato, pequeña. Tu prometiste ayudarme a organizar todo esto. Tengo que ponerlo en marcha. Tengo que hacer algo para detener este… este derramamiento de sangre sin sentido. Y tú, querida, serás mi conejillo de Indias. Si es que accedes, claro.
—¿Acceder a qué? —exclamó Ocean casi chillando.
Negaba con la cabeza formando un remolino con su pelo castaño suelto y buscaba algo que asir con las manos, algo que le sirviera de arma para apartar al hombre si fuera necesario. Ya que había sido tan estúpida de soltar la escoba.
Quería volver a casa, con sus hermanos. Comprobar que estaban bien, asegurarse de que hubieran comido algo, puesto que no podía fiarse de su padre para esa tarea. Estaría babeando en alguna parte, con una botella de alcohol en el regazo, protegiéndola como si fuera su mayor tesoro. Ya encontraría la manera de conseguir dinero para la comida y los gastos de la casa. Ya encontraría otra forma…
Cuando Ocean se recompuso de su pequeño arrebato el hombre la estaba observando por las rendijas de sus ojos. Con la cabeza ligeramente ladeada en una evaluación poco sutil.
—Me necesitas —afirmó sin dudarlo—. Necesitas ayuda con tu familia, lo veo en la angustia de tu mirada. Llevas una carga demasiado pesada sobre los hombros, Ocean Maze. Yo puedo ayudarte. Con dinero, si es lo que quieres. A cambio sólo pido que permitas que te entrene —el anciano hizo una larga pausa—. Por si pasa lo peor.
No hacía falta que el viejo aclarara qué era lo peor. Lo peor que le podía pasar a uno en la vida, de entre las miles de cosas malas que sucedían en Panem, eran los Juegos del Hambre.
Y ella ya tenía una cantidad indecente de papeletas en esa urna con sólo catorce años.
Nekko Lucistar
Debajo de la mesa del salón de su casa había una baldosa rota. Estaba partida en diagonal, de extremo a extremo, aunque la grieta apenas se veía gracias al color grisáceo y bastante desvaído por los fregados. Cualquiera que entrase a la vivienda pasaría por ahí sin percatarse de esa baldosa en concreto, perdida en el mar del resto de baldosas grises. Pero Nekko era muy consciente tanto de su existencia como del secreto que escondía debajo.
Acababa de volver de entrenar y aún llevaba puestas las protecciones para la práctica de esgrima, casco incluido. Lo cierto era que se las había cosido su madre usando cojines viejos y eran bastante rudimentarias. El casco lo había encontrado en el mercado negro y estaba agrietado por un lateral, a punto de romperse.
—Hijo, ¿no deberías estar preparándote? La cosecha empieza en una hora y seguro que no quieres salir en la tele con esas pintas —dijo su madre al pasar por su lado.
Nekko se quitó el casco, alborotando sus rizos anaranjados, y su madre se apresuró a colocarlos en su sitio. Quiso creer que todas las madres del mundo seguían acicalando a sus hijos a los dieciocho años, aunque se tuvieran que poner de puntillas.
Cuando por fin estuvo satisfecha del peinado, se paró delante de él para mirarlo, con preocupación dibujada en la cara. En ese momento, Nekko quiso proteger a su madre del miedo, los ojos rojos en las esquinas y su nada disimulado temblor en las manos. Le dio un sonoro beso en la mejilla y sujetó sus manos para que dejaran de temblar.
—No te preocupes mamá —habló cariñoso, bajando la voz—. Todo volverá a salir bien este año, igual que el año pasado y el anterior. Y si saliera elegido, recuerda que soy el mejor espadachín de todo Panem.
Su madre se apartó e hizo una mueca.
—No bromees con esas cosas, Nekko. Y deja de mirar embobado el suelo. La espada no se va a ir a ninguna parte.
Dio media vuelta levantando las manos por encima de su cabeza, exasperada.
—¿Pero soy el mejor o no? —preguntó Nekko a su espalda.
Su madre exhaló un bufido, pero dijo:
—Mi hijo siempre es el mejor en todo.
A Nekko se le puso una sonrisa enorme en la cara. Siempre podía contar con su madre para decir ese tipo de cosas, aunque fuera consciente tanto de sus limitaciones como de las de la escuela en la que entrenaba. La escuela había sido un lugar más antiguo que el propio distrito, una reliquia que acabó convertida en el establecimiento donde se realizaban intercambios… poco legales. El mercado negro, vaya. Ahora compartían espacio con ellos, en una cuadrícula entre el puesto de las legumbres y el puesto de la chatarra. Usaban espadas de madera con la punta roma. La suya imitaba a un sable. Le gustaba porque sus ataques eran más rápidos que con el florete o la espada. Se necesitaba ser hábil además de una cierta fuerza física para dominar el sable.
No obstante, seguía siendo un palo de madera en lugar de una espada auténtica. Nekko inventó una vez una espada eléctrica, aburrido de las limitaciones de la madera. Estaría mal decirlo pero era una auténtica maravilla. Hecha de un metal ligero y con un mecanismo interno de cables y pequeñas bombillas que le hacía cambiar de color según la estocada. El asunto salió bien sólo a medias, pues cuando fueron a probarla en lugar de cambiar de color soltaba chispas. El mercado se llenó de fuegos artificiales y Nekko se llevó una buena rabieta al no haber obtenido el resultado que pretendía. Además de una bronca por casi quemar el antiguo edificio de madera.
Cuando perdió de vista a su madre movió la baldosa y sostuvo en secreto la espada con ambas manos. Sólo por un momento. Sólo para poder tocarla antes de la Cosecha.
Aún la sentía en las manos una hora después, cuando se encontró subido a la tarima que hacía las veces de escenario para la Cosecha. Un escolta estrafalario alababa su bonito pelo y sus ojos verdes. Nekko estaba tan cabreado que quería gritarle, quería gritar a toda la plaza y emprenderla a golpes con alguien. Posiblemente con el escolta si seguía coqueteando o volvía a intentar tocarle el culo. Se mordió tanto la lengua que se hizo sangre para no liarla.
Apretó la mano de la chica que sería su compañera. Una mano firme, que no temblaba. Intentó sonreírle, pues había aprendido que una sonrisa podía abrirle camino con las personas.
Pero Ocean Maze negó con la cabeza, como diciéndole que era imposible que llegaran a ser amigos en esas circunstancias.
Tenía razón. Era bastante estúpido pretender hacerse amigo de la competencia. Aunque pensó que ya lo intentaría más tarde. Iban a tener tiempo de sobra.
Distrito 4 — Sed de sangre
Torkas Harald "Fantasma"
Torkas midió a su oponente en medio segundo. Llevaba ganados 399 combates en las arenas de la tribu. A estas alturas, sólo los más fuertes, y los más locos, se atrevían con Fantasma. Su próxima víctima medía la mitad que él, pero lo compensaba con peso. No era rival para Torkas, hijo de Roar y Ulfhilde, los dos grandes guerreros que se habían ganado el título de jefes del clan después de derrotar a los demás oponentes. Ulfhilde había sido la más fuerte de los dos, como debía ser — su padre no se habría rebajado a casarse con nadie más — y Torkas sabía que era de ella de quien le venía la fuerza.
Ninguna otra mujer en el mundo la superaría a ella, y por ello, Torkas jamás se casaría. No había nadie más fuerte que él.
El muchacho arremetió contra él, pero Fantasma le veía el miedo en los ojos. Sabía cuánto temor inspiraban sus ojos rojos y su piel albina, goteando de sangre de jabalí. Los tatuajes representaban la fuerza de sus ancestros.
Torkas clavó la lanza afilada en el suelo y el gordo fue a empalarse contra ella. El público enloqueció. Para más efecto, Torkas sacó su hacha de doble filo que llevaba siempre a la espalda y le rebanó la cabeza de cuajo, agarrándole por el pelo largo y enmarañado.
Qué falta de estilo, Torkas llevaba trenzas sofisticadas.
Rugió con la cabeza de su enemigo en la mano. 400. Y los Juegos serían la arena definitiva. Volvería vencedor y ocuparía por fin el cargo de jefe de clan, que su tío ostentaba desde la muerte de sus padres en alta mar.
Sin más miramientos, tiró la cabeza hueca al suelo, se echó el hacha al cuello, y salió de la arena en silencio, acompañado por los rugidos de los espectadores.
Silvana Dalton
Silvana se subió a la balanza. 58 kilos.
—No es suficiente —dijo Nike Dalton, en su papel de entrenadora en la Academia. Si estuvieran en casa, Silvana podría hacer una broma, y su madre esbozaría una sonrisa. Pero allí las cosas se volvían serias.
Pauline estaba justo detrás leyendo sus apuntes sobre su hermana pequeña.
—Eso es porque no tiene curvas —comentó. Silvana cuadró los hombros y metió los abdominales—. Está hecha de músculo. Está preparada.
Su madre iba a decir algo más cuando Pauline le puso la mano en el hombro.
—Es la hora.
Silvana sacudió su cola de caballo negra antes de bajar de la balanza y coger su ropa. Su madre y su hermana la esperaban, mirándola sin ver. La habían visto desnuda incontables veces, y a Silvana le parecía bien. La ropa no hace al vencedor, como había dicho Pauline al volver de los Juegos con su dinero, su trofeo, su casa de la Aldea de los Vencedores. En la primera noche, había matado sin dudarlo a todos los profesionales de su alianza, y se había dedicado a cazar tributos el resto del tiempo.
Fue la primera vez que Silvana sintió ese cosquilleo invadiendo su cuerpo, el sudor en la nuca, la boca seca… Había mirado a su hermana matar a 23 niños sin futuro, uno tras otro, y cada vez había sido más épica que la anterior. Hacía cuatro años, y desde entonces el corazón le latía con fuerza cuando se preguntaba cómo sería matar.
Pronto lo sabría.
Misha siempre le decía "mételes una flecha por el ojo", pero a Silvana le apetecía, de alguna forma, mancharse de sangre.
No podía esperar más.
Salieron las tres hacia la plaza del Ayuntamiento, donde los jóvenes del distrito ya estaban acumulándose para la supuesta Cosecha. Uno de los chicos iba cargando un cubo con peces, sabiendo ya de antemano que aunque subiese al escenario, volvería esa tarde a quitarles las escamas y lo que fuera que hiciesen los ayudantes de pescador. El padre de Silvana era supervisor del gremio, y Silvana se había codeado con los hijos de los comerciantes de alto nivel económico desde que tenía uso de razón. Desde los once años, cuando Pauline volvió de la Arena, sólo se rodeaba de ricos.
Pauline le pasó la mano por la parte de atrás de la oreja.
—Nos vemos en el tren.
—Nos vemos en la sala de despedidas, entonces —añadió su madre.
Silvana asintió.
Se dirigió hacia el redil de las quinceañeras. A la mayoría las conocía del colegio.
—Déjame ese hueco —le dijo a una—, que así será más fácil salir a presentarme voluntaria.
Las demás la miraron con asombro y admiración. La cara de satisfacción de Silvana se habría visto desde el escenario, donde Pauline acababa de subir, justo detrás de Finnick Odair.
—¿Te vas a presentar voluntaria, Silvana? —le dijo una rubita muermo que parecía no saber hacer otra cosa que admirarla incondicionalmente.
—Y que la suerte esté de mi parte —dijo ella a modo de respuesta—. ¿Sabías que en los sexégimo-segundos Juegos del Hambre, la escolta no le deseó suerte a la tributo del 4? A partir de ahí todo le fue mal, aunque había sido una gran profesional, y murió en el baño de sangre. Pero la suerte está de mi lado, la suerte corre por las venas de los Dalton.
La rubita la miró boquiabierta. Una chica flaca y pobre que tenía al lado le escupió a los pies.
Silvana echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.
Y entonces lanzaron el vídeo de Panem. Los ingenieros tenían el don de la oportunidad.
Silvana estuvo todo el vídeo dando golpecitos en el suelo con el pie. Por fin acabó el video y el escolta, sin más dilación, se acercó a la urna de las chicas.
Soltó un nombre sin importancia y una niña de once años pegó un grito.
Silvana ya había esperado lo suficiente. Salió del redil con paso decidido.
—¡Que era una broma, peque! —le sonrió cuando llegó a su altura—. Me presento voluntaria para tributo.
La niña se enjugó los ojos e hipó, y Silvana echó una risotada por la boca.
El escolta se emocionó como hacía todos los años, y cuando Silvana llegó al pódium le cogió la mano y la alzó. Silvana ya se veía allí unas semanas después, siendo vitoreada por el Distrito.
El escolta fue a sacar la papeleta del chico cuando alguien rugió entre la multitud.
Silvana se puso a buscarlo. No fue difícil de encontrar. Era un monstruo espeluznante, blanco como la espuma de mar, asomando por encima de la ola de niños. Parecía que nunca le hubiese dado el sol, y hasta sus pestañas eran blancas. El tono de su piel contrastaba con los tatuajes que se había hecho, rojo oscuro, como la sangre.
Su rugido no se detuvo mientras subía al escenario. Cuando se plantó ante el escolta se quedó en silencio, callado.
Silvana sintió un escalofrío recorrerle la espalda, a medio camino entre el placer y el miedo. A ese mejor le valía meterle una flecha por el ojo.
Tercer grupo de desafortunados muchachos listo para sentencia.
Puede que cuando acaben las cosechas os digamos algo sobre quién ha escrito a cada uno. O puede que no. ¿Quién sabe? Mientras tanto, muchas gracias a Soli por Arth y Silvana, Hueto por la maravillosa Nevada, a Inés por Nekko y Ocean y a Beren por el increíble Torkas Harald, alias Fantasma.
Los reviews nos dan la vida, no os cortéis. Hacen felices a los chicos y más a nosotras.
¡Hasta la semana que viene!
Gui y Rebeca
