Parte 2. Lo que pasa en el Capitolio se queda en el Capitolio


Ni tú ni yo estamos
en disposición
de encontrarnos

Federico García Lorca


Capítulo 5. Exposición


Llegar

Arthur "Arth" Baker (Distrito 6)

Mientras contemplaba las luces del Capitolio a lo lejos, Arth sujetaba con fuerza un pañuelo en el bolsillo de sus pantalones negros. Los mismos que habían llevado a la Cosecha. También vestía la misma camisa, pues la ropa que le ofrecían en el tren no era de su agrado. El pañuelo se lo había dado Marianne antes de decirle que lo quería. Un sueño en medio de la pesadilla de aquel día. Parecía que hubieran pasado mil años desde ese momento.

—Me asusta volver a ser quien era cuando entre en el estadio —le había dicho a Marianne, incapaz de ocultar sus inquietudes cuando estaba con ella.

—No hay nada en ti, antes o ahora, que no sea bueno, Arthur —le había contestado.

La respuesta le calmó un poco, pero no se refería sólo a eso. A Arth le asustaba lidiar con la muerte, volver a obsesionarse con ella, como cuando asistía a su padre en su oficio de sepulturero y no podía dejar de pensar en cuerpos pudriéndose o en si uno sería consciente de estar en ese estado, bajo tierra, atrapado en un ataúd de madera, pasto de los gusanos.

Marianne fue sin duda la despedida más amarga, de entre todas las despedidas de la tarde (sus padres y todos sus hermanos). Saber que la dejaba, ser consciente de que sus temores en realidad eran ciertos. Arth sacó el pañuelo del bolsillo y se lo llevó a los labios. Todavía olía a ella. Le hacía rememorar el tacto de su piel la noche antes de la cosecha, la forma en que Marianne susurraba su nombre completo, Arthur, en el cuarto de atrás de la panadería, tal y como siempre había imaginado. Volvió a guardar el pañuelo enseguida para evitar preguntas, o peor, que se lo arrebataran.

Hacía tanto frío a causa del aire acondicionado del tren, que el cristal de la ventana se llenaba del vaho de su aliento. El reflejo le devolvía una imagen ojerosa y hacía que su nariz torcida pareciera más grande. También podía ver a Nevada, su preciosa compañera de distrito, sentada a su lado. Parecía entretenerse mirando todas las cosas bonitas que había en el vagón. Los intrincados cristales de una lámpara o el dibujo coloreado de flores de la alfombra del pasillo, como si no le interesase lo que había fuera.

Cada vez estaban más cerca del Capitolio.

Su tembloroso mentor se les acercó y se plantó frente a ellos, obligándole a dejar de asomarse por la ventana.

—No sé si puedo ayudaros—les dijo

Era un chico joven, pocos años mayor que él. Llevaba pelo prácticamente rapado, lo que hacía ver sus ojos muy grandes, y un pendiente de aro en el lóbulo de la oreja izquierda. Arth todavía tenía las perforaciones que se había hecho él mismo en las suyas, hacía ya mucho tiempo, ahora vacías.

Dain, su mentor, se había pasado el día anterior como ausente, mirando a las musarañas. Pero ese día estaba hiperactivo. Se levantaba y sentaba en el asiento y movía las manos como si no supiera dónde meterlas. Durante la comida no había probado bocado y sólo se había dedicado a mirarlos, con los ojos luminosos y una expresión de desdicha en la cara, sobre todo a Nevada. Arth podía identificar ese tipo de comportamiento: narcóticos. Era de conocimiento común que el Distrito 6 era el laboratorio del Capitolio para esas sustancias y no sólo se encargaban de los transportes. Arth había visto a alguno de sus antiguos amigos luchar contra los mismos fantasmas que ahora acosaban a Dain sin necesidad de pasar por los Juegos.

El primer impulso de Arth fue agarrarle una de sus esquivas manos para tranquilizarlo. Le ofreció una sonrisa. Pero Nevada parecía tan aterrorizada por el mentor que acabó por levantarse del asiento, esquivando a Dain, para seguidamente marcharse.

Entonces apareció Vivianne, su otra mentora y la más comunicativa de la pareja.

—Lárgate, Dain, los estás asustando.

Dain se soltó de la mano de Arthur. Le había dejado la palma empapada de un sudor pegajoso. Caminó hasta una de las puertas de emergencia del tren y se pegó a ella, como si pudiera traspasarla.

Vivianne se acomodó en el espacio que Nevada había dejado vacío.

—No se lo tengas en cuenta. Dain es un buen chico y seguro que hace todo lo posible por echarte una mano —le dijo a Arth—. Lo que pasa es que no lleva demasiado bien tener que volver al Capitolio.

Arthur la contempló. Vivianne era la excepción a la mayoría de vencedores del Distrito 6, que casi siempre hacían el ridículo cuando les enfocaban las cámaras. Pocos del 6 conseguían ganar los Juegos, y los que lo hacían solían acabar mal parados.

—¿Por qué? —preguntó Arth.

No era tan estúpido como para no saber que la misión del Capitolio era hacerle la vida imposible a cualquiera que llegase allí de un distrito. Pero, ¿qué pasaba con los vencedores?

—El Capitolio no es un buen lugar para nosotros —contestó Vivianne. Al ver que Arth la seguía observando con curiosidad en la mirada añadió—: Sólo los más fuertes lo soportan, y a veces ni siquiera ellos.

Dijo esto último en voz tan baja que apenas sonaba un susurro. Les interrumpieron unos golpes de puños contra los cristales seguidos de un rugido animal desbocado. Los dos se levantaron al mismo tiempo para refrenar a Dain, el causante de todo ese estruendo. Parecía imposible que ese sonido horrendo pudiera salir de la boca de una persona. Nevada regresó a toda prisa de donde se había marchado y un grupo de avox se amontonó en el vagón para observar la escena con desconcierto.

Lo curioso es que nadie hizo nada.

Para cuando Arthur quiso actuar ya era demasiado tarde. Dain, con la ayuda de algún tipo de instrumento, había conseguido forzar la cerradura de emergencia y saltar al vacío. Con el tren a cuatrocientos kilómetros por hora, su cuerpo salió disparado hasta que lo perdieron de vista.

Vivianne se apresuró a apartarlos y tratar de cerrar las puertas. El viento había hecho que se le alborotara el pelo y se le acumularan lágrimas.

—Tenemos suerte de no haber salido nosotros volando —dijo, con la voz entrecortada. Luego los miro individualmente a él y a Nevada—. Aquí no ha pasado nada. Ha sido un accidente. Olvidaros de Dain, yo seré la mentora de ambos.

Arthur se horrorizó al pensar que ese era un destino posible. Volverse loco, caminar por el filo de un cuchillo y arrojarse desde un tren al vacío cuando no pudiera soportarlo.

Arth, sin embargo, decidió que él sí podría soportarlo. Quiso creerlo. Se obligó a creerlo. Querer vivir no era malo. Era lo que había querido siempre, poder tener una vida. Había imaginado historias sobre el futuro. Y aunque el futuro ahora tendría que ser distinto, lo quería igualmente. Si tenía que soportar los Juegos, lo haría. Si tenía que mentir o robar, volvería a hacerlo. Si tenía que matar gente, también lo haría. O al menos iba a intentarlo.

Cuando llegaron a la estación y el tren paró en seco, Arth, como le gustaba pensar en sí mismo, se armó de valor y bajó del tren con una sonrisa en los labios.


Vestirse

Nevada Minardi (Distrito 6)

Nevada conocía a Dain. Es decir, lo conocía personalmente. A todo el mundo le sonaba la cara de Dain tras haber ganado sus Juegos. Pero ella se había cruzado con él en el distrito bastantes veces. Tenía dinero, era guapo, frecuentaba el lugar en el que ella trabajaba como camarera. Y ella le servía copa tras copa mientras escuchaba sus problemas. Ser agradable era parte del oficio.

Dain ahora estaba muerto. Había sobrevivido a los Juegos para lanzarse desde un tren en marcha y ella lo había permitido.

Nadie mencionaba a Dain. Era como si no hubiera existido nunca, lo cual era injusto. Pero nada era justo en Panem. Nevada ya había dejado de esperar que lo fuera.

—No es muy común ver a chicas así de guapas en los Juegos —comentó una de sus preparadoras mientras le masajeaba los pies con un ungüento de lo más satisfactorio.

Llevaba el pelo rapado, observó Nevada. Necesitaba quitarse a Dain de la cabeza y pensar en otras cosas. La mujer también tenía pequeñas incrustaciones de piedras formando un entramado de estrellas en la esfera de su cuero cabelludo. Estaba horrenda, sobre todo por los ojos alargados artificialmente que casi le llegaban hasta unas orejas repletas de aros. Daba más miedo que otra cosa, aunque lo que vería Nevada esa noche al acostarse no sería su cara, si no la de Dain pidiendo ayuda.

—Muchas gracias —dijo Nevada. Si hubiera sido un hombre habría dado por sentado el cumplido. A una mujer debía agradecérselo.

—¿Verdad que es una ricura? —opinó otro de sus preparadores. Un chico tan joven que podría tener la edad de Dain. No llegaría a los veinte, con los ojos tan llenos de khol que era como si tuviera dos agujeros negros en la cara. Además, éste no era delicado. Le buscaba pelos por el cuerpo con un unas pinzas eléctricas como si representaran los grandes males del mundo, y cuando encontraba uno, lo arrancaba con saña y cara de satisfacción.

A Nevada, al contrario que a otras chicas, apenas le quedaban pelos aparte de los de la cabeza. Ya se había ocupado ella de quitarlos antes de la cosecha. Un cuerpo impoluto era mucho más deseable, le había dicho su instructora. Un cuerpo que se pudiera recorrer con la lengua sin interrupción. A Nevada le daba escalofríos pensarlo y, a la vez, un cierto morbo, como un cosquilleo en la tripa.

Sonrió y consiguió que los colores le subieran un poco a la cara. Nevada sabía que tenía poco que ofrecer además de a sí misma, por eso se mostraba dócil y complacida en todo momento, aunque el corazón le tamborileara por la inquietud. Gustar. Gustar. Gustar. Esa era su baza, su estrategia secreta. Necesitaba encandilar a todo el mundo si quería tener alguna oportunidad. Ese era su ladrillo para empezar a construir el muro.

Un muro fue lo que construyó entre Dain y ella cuando comenzaron a hacerse amigos. Dicen que el roce hace el cariño y eso fue lo que le pasó con Dain a base de escucharlo. Se dio cuenta de lo solo y roto que estaba y sintió una especie de ternura que le hacía querer darle un abrazo. Ahora bien, se aseguró de acabar con ese sentimiento cuanto antes haciendo que su compañera le cambiara el turno antes de acabar contándole ella también sus secretos. La amistad o la ternura no le iban a llevar a ninguna parte, no iba a proporcionar comida y ropa a su familia, y acercarse más a Dain no le llevaría a buen puerto. No era el tipo de hombre que ella quería, asentado y cariñoso. Aunque Dain era una dulzura, no tenía bien puestos los muebles de la cabeza. Posiblemente necesitaría gastarse todo el dinero que le había proporcionado el ser vencedor en un terapeuta especializado en ganadores de los Juegos del Hambre. A ella no le quedaría nada de nada.

Otro que parecía dulce como una gominola era Arth Baker. Lo escuchaba sollozar un poco en la habitación de al lado. Posiblemente él también tuviera a alguien amenazandolo con unas pinzas. No olvidaba que, de entre todos los presentes, fue el único que intentó ayudar a Dain antes de que saltara al vacío. Tendría que tomar nota para un futuro.

—Lista, monada —dijo el joven de ojos negros.

—Has sido el trabajo más fácil que hemos tenido en años —exclamó la mujer—. Así da gusto. Ni siquiera hemos tenido que tocarte las cejas. ¿Las haces tú misma?

Nevada se acarició el pelo. Lo habían dejado sedoso y con olor a violetas.

—Sí.

—¿Sin aparatos de medición? —preguntó el muchacho.

—Frente al único espejo de mi casa.

—Qué maravilla.

Nevada les devolvió una sonrisa un poco trémula al darse cuenta de que seguía como su madre la había traído al mundo. Le vino a la cabeza la última vez que se había mostrado así ante alguien y no fue un buen recuerdo.

Cuando su instructora vendió su virginidad al mejor postor, había tres candidatos. Dain era uno de ellos. Lo odió por haberse atrevido. Y también lo odió por no poner todo su dinero sobre la mesa de su instructora si es que de verdad la quería. Más tarde se dio cuenta de que tal vez, Dain estaba intentando protegerla. Él no la había tocado en lo más mínimo en todas esas noches que habían pasado hablando. Ni una insinuación, ni siquiera un ligero roce de manos.

Sí que buscó sus manos, sin embargo, cuando apareció en su alcoba la única noche que pasaron en el tren que les llevaba al Capitolio. Al escuchar el golpeteo en la puerta Nevada fue a abrir, vestida sólo con una bata blanca de seda. Quería aprovechar todas las cosas bonitas que el Capitolio pusiera a su disposición mientras pudiera. Al otro lado estaba Dain, temblando de pies a cabeza y con la respiración entrecortada, como si hubiera llegado corriendo hasta su cuarto. No parecía impresionado por su atuendo. Más bien al borde de un ataque de llanto. Dain agarró sus dos manos y se las llevó a los labios.

—Ayúdame, Nevada —le dijo rozando sus nudillos con los labios. Él nunca se le había acercado tanto. Nevada sintió un escalofrío por todo el cuerpo—. Ayúdame porque creo que no puedo soportarlo.

Ella no supo a qué se refería, se sentía sonrojada por el contacto. No supo qué hacer por él en ese momento y se preguntó hasta qué punto la bondad era importante para ella, que estaba a punto de entrar en los Juegos del Hambre. Al final se soltó las manos bruscamente y le cerró la puerta en las narices. La siguiente vez que lo vio fue cuando se plantó frente a todos en el vagón, asegurando que no podía ayudarlos. Pensó que lo hacía porque ella se había negado a dejarlo entrar en su cuarto la noche anterior. Se largó de inmediato, abochornada por el espectáculo y temerosa de que pudiera volver a agarrarle las manos. Pero se había equivocado. Lo próximo que supo fue que Dain se había arrojado al vacío desde ese tren que los conducía al Capitolio.

Lo odiaba por haber hecho eso. Cuánto lo odiaba.

Nevada se apresuró a abrazarse las rodillas con los brazos, tratando de ocultar algo de su piel pálida. Se le estaban acumulando en los ojos las lágrimas que aún no había derramado y lo último que quería era ponerse a llorar delante de esas personas.

—No te cubras —dijo la mujer—. Podrías ir totalmente desnuda y causarías sensación en el Capitolio.

—Aquí sabemos apreciar la belleza —puntualizó el chico.

Los capitolinos parecían no conocer la timidez. La estaban haciendo sentir más como un objeto que en toda su vida. No es que le hubiera importado nunca. No iba a empezar ahora.

Nevada se sorbió la nariz con disimulo y dejó su cuerpo desnudo al aire. Se suponía que su estilista llegaría de un momento a otro, pero se estaba retrasando. Se había instalado un silencio pesado en el ambiente y sus preparadores la miraban como si fuese un corderito y ellos el lobo. Nevada no quería morderse las uñas que le habían dejado perfectas y sabía que mostrarse ansiosa no resultaba atractivo. Lo que quería era darles conversación, que continuarán con los halagos y conseguir quitarse a Dain de la cabeza de una vez por todas.

—¿Qué os parecen los tributos de este año? —les preguntó. Como si ella no perteneciera a ese grupo y fuera una ciudadana más del Capitolio dando una opinión fría y desinteresada.

El chico sacudió una mano en el aire.

—Más de lo mismo —dijo.

—¿No te gustan los Juegos? —quiso saber Nevada.

—Oh sí, me encantan. A todos nos encantan. De qué si no íbamos a hablar durante el resto del año. Pero me gustaría ver algo distinto.

—¿Distinto como qué? —preguntó la mujer, quien tampoco debía de tener ni idea de a lo que se refería el muchacho—. Los Juegos son lo que son.

—Distinto como un romance épico, algo que me tenga con la nariz pegada a la pantalla y no me deje levantarme ni para hacer mis necesidades.

El chaval esbozó una sonrisita soñadora, como si se lo estuviera imaginando.

La mujer meneó su calva cabeza, dando a entender que su colega no decía más que chorradas.

—No le hagas caso, los Juegos no están para enamorarse. Tú lo que tienes que hacer es ganarlos. La belleza la tienes, ¿sabes usar algún arma?

Nevada se preguntó si la estaría tanteando para decidir si apostaba por ella. No le dio tiempo a dar una respuesta, pues en ese momento atravesaba la puerta su estilista, un hombre de edad indefinida vestido con un traje del color de las violetas que daban olor a su pelo. Puso su sonrisa estándar mientras él la vestía. No podía dejar de pensar en el romance épico y en quién sería el mejor pretendiente al puesto de caballero. Habría doce chicos en ese estadio. Alguno tendría que servirla.


Faye Sarraceno (Distrito 3)

Aquello eran los Juegos del Hambre. Nada podía ser peor, y por lo tanto, podía hacer cualquier cosa.

El equipo de preparación la perseguía por la estancia.

—¡Fai! —gritó uno de los chicos que iba con el pelo morado. Mil maneras de escaldar un nombre.

—¡Vamos querida! —suspiró una mujer más mayor, resoplando y doblada por la mitad, con las manos en las rodillas, cansada de intentar alcanzarla—. Tendremos que llamar a seguridad.

Faye se rió con una risotada malvada, esas de las que reservaba para la escoria como Megaby. Los Capitolinos eran ridículos. Le habría gustado tener tanta carrerilla como para correr por las paredes y el techo.

—¡Sólo vamos a... adecentarte, chica! —El segundo chico tenía la piel moteada como si fuese un leopardo verde y estaba empezando a cansarse.

—Nos vamos a quedar sin tiempo… —se lamentó la mujer mayor, pero se quedó inmóvil en la sala, observando como los dos chicos seguían persiguiendo a Faye.

Entonces se le ocurrió que podía hacerle algo.

Al pasar por su lado, le tiró de la falda de tela fina. La mujer trastabilló y gritó pero la falda se desgarró y enseñó un trozo de piel con celulitis.

—¡Vándala! ¡Agresora! ¡Seguridad!

Faye se topó de frente con dos avox y un Agente de la Paz.

—¡Inmovilizadla! —vociferó la señora.

Faye seguía riéndose. No se había sentido tan bien desde la muerte de su padre. Antes del insomnio, de la ansiedad. Antes del vapeador.

—¡Quiero mi vapeador! —exigió cuando tuvo los dos cuerpos de los avox sobre el suyo, para impedirle que se moviera. Se puso a patalear—. ¡Quiero mi vapeador!

Le procuraba cierta satisfacción comportarse como una cría mimada. Por una vez, no tenía por qué ser la adulta. Quizá estaba empezando a entender a los graciosetes que siempre la irritaban tanto. Dar por culo por el simple placer de hacerlo era un lujo. Un lujo que el Capitolio le había proporcionado cuando le quitó su futuro, lo único que todavía le daba miedo.

De pequeña le asustaban muchas cosas: las arañas, la oscuridad, la mirada severa de su madre, los niños que se mataban entre sí en la pantalla, las plantas eléctricas… No sabía que había cosas peores como perder la comodidad, perder a un padre y que tu madre te olvidara, trabajar hasta querer morir, dejarse violar contra tus instintos más básicos de huída, buscar la autodestrucción a base de envenenar tus pulmones…

¿Qué eran los Juegos del Hambre, si no el súmmum de todo aquello? Ah sí, Faye, por si se te había pasado, recuerda que hay otra cosa que puede ir a peor: te pueden obligar a matar para mantener tu vida.

¿Qué le quedaba a ella, entonces? Dos semanas de lujos, libertad para meterse con su compañero de distrito, para vapearles en la cara a sus mentores y enrabietarse contra su equipo de preparación. Nada de lo que preocuparse — ya podía considerar a su madre muerta, porque no sabía ni comer sola. Dejarse llevar por órdenes y morir en el intento.

No iba a desperdiciarlo: lo peor ya había ocurrido.

—¡MI VAPEADOOOOOOR! —gimió.

Entonces entró por la puerta su estilista, una mujer de edad confusa que parecía una montaña de chicle rosa. Seguro que la vestía de cable eléctrico.

—Te voy a vestir de vapeador como no te calles de una maldita vez, niña estúpida.

A Faye le hacía mucha gracia que todos esos adultos pensasen que sabían más cosas que ella, que tenían algo que enseñarle.

—Me gusta echar humo —le contestó con calma. Los asistentes se sorprendieron al verla cambiar de humor tan fácilmente. Otra cosa más para reírse de esos remilgados capitolinos.

La estilista, que pensaba que su amenaza había sido muy ocurrente, se quedó sin forma de rebatir aquello.

Al final, admitió:

—Bueno, pues esa no era la idea inicial, y no voy a cambiar de vestido ahora.

Faye sobreactuó su indignación.

—¿QUÉ? ¡He dicho que quiero mi VAPEADOR, viejo CHICLE!

Podía haber pensado mejor el insulto, pero la verdad es que le daba pereza. No tenía por qué pensar las cosas demasiado. Ya no había imagen que mantener. Los espectadores capitolinos importaban bien poco. Todo lo que alguna vez le había importado perdía peso a cada segundo.

—Vapeadorvapeadorvapeadorvapeador —se puso a recitar. Cuando se quedaba sin aire, aspiraba con fuerza y volvía a empezar. Si los del equipo de preparación se ponían a hablar, gritaba. Al final, el Agente de la Paz le puso una mano enguantada en la boca y Faye se esforzó por hablar a través de ella, pero era una molestia, así que decidió que se desmayaría.

Le salió mejor de lo que había previsto. Con los ojos medio cerrados, el cuello en un ángulo extraño, y la boca abierta, había convencido a toda la asamblea de que el Agente había apretado demasiado.

La estilista gritó, la mujer sin falda se fue, los dos hombres del equipo de preparación empezaron a discutir sobre qué podían hacer. Eran todos unos inútiles. Ni siquiera al Agente de la Paz se le había ocurrido nada más allá de esperar. Los avox, que probablemente fuesen más listos que todos los demás reunidos, no tenían manera de hablar, y Faye dudaba que lo hubiesen hecho de haber podido. La chica que estaba sobre su tripa se había reído cuando Faye gritaba: había sentido las sacudidas en su estómago.

Al final, la estilista dijo:

—Mejor, así podremos prepararla más fácilmente.

Y le aplicó una banda de cera caliente en la pierna desnuda. Cuando tiró, Faye aulló, intentando alcanzar su pierna. Contraatacó:

—VAPEADORVAPEADORVA…

—¡Ya basta!

Y sin comerlo ni beberlo, la señora chicle pinchó a Faye con una jeringa. Antes de darse cuenta siquiera, se sumió en la oscuridad.


Y a pasear

Torkas Harald, "Fantasma" (Distrito 4)

Fantasma se erguía ante la chusma. El mindundi de su mentor, un guaperas que servía para poco, le estaba hablando. Era una mosca ruidosa para Fantasma. Fantasma no seguía órdenes, no seguía reglas que no fueran las reglas de su clan. Fantasma estaba allí por el honor. Estaba allí para demostrar su valía. Estaba allí para ser el jefe indiscutible de su tribu.

—Subíos al carro —dijo Finnick. Silvana, una hembra inferior, siguió sus órdenes. Fantasma pensó que era una suerte que fuese a morir en la arena. Así se ahorraría la vergüenza de intentar buscar marido.

Los carros estaban tirados por caballos. Torkas les tenía un aprecio especial. Había pocos en el distrito, pero los prefería a los humanos. Se acercó a uno de ellos y le dio palmadas en el hocico, ignorando la conversación de sus mentores.

Su tío Erik llevaba ostentando el cargo de jefe del clan desde que sus padres habían muerto en alta mar. La versión oficial era que habían muerto pescando. Torkas odiaba admitir que no conocía la versión oficiosa, y eso le hacía pensar que el Capitolio tenía algo que ver. Pero nunca había sabido nada más. Su tío Erik siempre le había dicho aquello de esa manera: "la versión oficial es que…". Le enseñaba que el mundo no era lo que parecía.

Torkas no había hablado desde entonces, o casi nunca. Sabía que tendría que hablar en los Juegos, y eso había hecho: había dicho su nombre ante un micro, se había presentado ante Finnick Odair, y poco más.

Pero a partir de entonces tendría que hablar un poco más. Carraspeó junto al caballo, intentando probar su voz. Probablemente le saliese ronca, como las dos veces que había tomado la palabra en los últimos dos días. Él mismo no la reconocía. Lo último que recordaba de su voz era el juramento de que se entrenaría para matar y que no hablaría hasta que los ancianos tuviesen a bien nombrarle jefe, si volvía victorioso de los Juegos.

Y para ello, pensó sombríamente mientras desenganchaba las ataduras del carro al caballo, tenía que hacerse con la alianza profesional. Dirigirles como a un ejército, conseguir que se sacrificaran siguiendo sus órdenes, demostrar que tenía madera de líder.

Tenía la sangre, puesto que sus padres habían sido jefes del clan. Los dos juntos. Su madre era la más poderosa de los dos, por descontado.

Tenía la ambición, era el luchador más fiero de las arenas y no pensaba parar.

Pero nunca había dirigido equipos.

—La primera vez es la única que cuenta —decía su tío Erik.

Torkas tenía en alta estima las enseñanzas de su tío. Muchas de las cosas que decía le venían de la experiencia. Por supuesto, no era tan buen guerrero como habían sido sus padres, y era, por lógica, peor que Torkas, aunque él y Fantasma nunca se habían enfrentado. Eso habría creado una crisis mayor que la muerte de sus padres en alta mar.

Por todo ello, Torkas tendría que probar su liderazgo en la arena de los Juegos del Hambre.

Tendría que hacer que todos los tributos profesionales, y todos aquellos que se añadiesen a la alianza primaria, siguiesen sus órdenes al dedillo. La chica vestida de zanahoria, por ejemplo, podría ser un buen añadido. Algo en ella le hacía pensar que quizá fuese decente. Tendría que probarla.

Su único margen de error era el espacio detrás de las cámaras. Las salas de entrenamiento. Después irían a la arena y cada gesto de cada miembro de la alianza tendría que haber sido inspirado por Fantasma.

Nadie podía poner aquello en duda, eso era lo que definía a un líder.

¿Y qué mejor manera de demostrar quién era que en el desfile? Las cámaras estarían allí. Los tributos estarían allí. El público estaría allí. Toda la gente que tenía que verlo como un líder reunida en un único lugar. La primera impresión era la única que contaba. Fantasma haría una aparición estelar, y todos lo recordarían.

Terminó de desatar las correas del caballo y de un salto subió al corcel, dejando caer el carro tras él. En la parte de atrás, Silvana, vestida como iba con corales, redes de pesca y estrellas de mar en lugar de sostén, se desestabilizó en seguida. Mal equilibrio, pensó Torkas. Lo recordaría.

Si no llega a ser por Finnick Odair, habría acabado con el cráneo abierto contra el carruaje. Su hermana mayor, la otra mentora, fulminó a Torkas con la mirada. Fantasma lo sintió en la nuca. Pero los fantasmas no temían a las débiles y flacuchas mujeres como esas. Torkas le clavó los talones en los flancos al caballo que echó a andar. En seguida lo puso al trote. Iba al galope cuando alcanzó los carros del distrito 10, y Finnick le perseguía gritando como un loco.

Entonces le dio la vuelta al caballo y galopó hacia las gradas. Cuando salió del recinto donde se preparaban los tributos, el público contuvo el aliento como uno solo.

Torkas alzó el brazo y rugió.

El efecto habría sido mejor si además de sus desnudeces hechas de redes hubiese podido tatuarse con sangre. Su estilista había sido poco inventivo, por no llamarlo estúpido, y no había pensado que Torkas se bañaría gustoso en sangre de jabalí. Pero había permitido que le maquillasen la cara con imitaciones de tatuajes de guerra hechos con polvos carmesí.

Tenía que valer.

Alzó el brazo y rugió por el estadio, recorriendo solo el camino que estaba previsto para los tributos.

Tras él, corrían Agentes de la Paz. Torkas sabía que le acabarían parando y él se limitaría a volver despacio con los demás y saludar con la mano. Lo que importaba era el efecto.

Aunque no se esperaba que la voz del presidente Snow, ese zopenco con cara de muerto y voz de muchacha que necesitaba celebrar cosas como su aniversario de mandato, sonara por los altavoces, amonestándole.

—Torkas Harald, aún no eres un vencedor para permitirte pasear sólo por el camino de la Victoria. Aún tienes que probar tu valía en los Juegos. Aún no eres nadie.

El público, que hasta entonces aplaudía, se puso a abuchearle.

Toda publicidad era buena. En el clan lo conocían por su vena asesina, no porque fuese amable, ni porque siguiese las reglas capitolinas.

Le devolvieron al cuarto con el resto de las ovejas, y Finnick consiguió que se subiera al carro. Cuando salió de nuevo, volvió a rugir, y el público enloqueció. Oh, sí.


Maraya Newman (Distrito 10)

¿Cómo se siente una cuando la visten de oveja?

Mal, una se siente mal, una quiere agarrar a su estilista y arrancarle los pelos de las pestañas uno a uno. Aunque como posiblemente fueran postizas tendría que pasar a las uñas. Que puede que también fueran postizas y entonces lo mejor sería ahogarle con la lana del disfraz. Un tejido transpirable, le había dicho el estilista a Maraya. Transpirable las narices, estaba sudando a mares ahí dentro. Estaba sudando a niveles de que para cuando acabara el desfile ya no quedaría nada de ella.

—Si van a matarnos en unos días, ¿por qué nos hacen esto? —se preguntó en voz alta.

Estaba intentando tomarse lo de participar en los Juegos con ligereza. Todavía no podía creérselo. De hecho, cuando fueron a verla sus padres al Edificio de Justicia actuó como si se marchara a un campamento de verano en lugar de a luchar por su vida. A Alana estuvo a punto de besarla en la boca y de perdidos al río. Pero en lugar de eso le entró el pánico y le pidió que se marchara de la habitación.

—Matarnos no es suficiente —dijo Adrien, su compañero tributo y el otro damnificado por el disfraz de oveja en pleno julio—. También quieren humillarnos y exhibirnos como ganado para el divertimento del personal.

Adrien señaló a las gradas que habían colocado en la Avenida del Corso. Estaban de bote en bote. Había individuos con pancartas, una banda de música improvisada y un cretino con un megáfono entonando tonadillas especialmente diseñadas para ellos. Eso hasta donde le alcanzaban la vista y los oídos.

—Las rimas de las canciones no riman —empezó a comentar Maraya.

Pero de pronto una mancha blanca subida a caballo pasó por su lado como un rayo, cortándola a media frase. Dio media vuelta al caballo, lo encabritó y siguió al galope en dirección contraria

—Ojalá se caiga de ese caballo y se desnuque —opinó Maraya.

—¡Torkas, baja de ahí! ¡Te he dicho que tienes que subirte al carro!

Un chico algo mayor que ellos perseguía al del caballo infructuosamente, dándole gritos.

—O te subes al carro o te mato yo mismo y entonces se acabó lo de ser el gran líder de tu tribu.

Era Finnick Oddair, vencedor del Distrito 4 y una especie de leyenda en Panem. Hasta Maraya podía admitir que era guapo. Y eso que no solía captar el atractivo de los hombres demasiado bien. Oddair se paró a su lado para recobrar el aliento.

—Estáis espléndidos.

—Yo no lo llamaría espléndidos —señaló Maraya.

—Recordad que lo importante no es cómo empieza sino como termina —añadió Oddair, al ver sus caras de circunstancias. Luego les guiñó un ojo.

Adrien lo miraba con los ojos como platos y parecía a punto de ponerse a aplaudir. No era moco de pavo que Finnick Oddair se dirigiese a tu persona. Pero ese no era el vencedor predilecto de Maraya, aunque desde luego lo hubiera preferido a sus actuales mentores, que habían ganado sus Juegos de chiripa.

—Muertos —sentenció—, así es como vamos a acabar. Pero no en la arena sino delante del presidente, deshidratados.

Oddair sonrió. La verdad, tenía una sonrisa espléndida de dientes perlados que le hacía parecer un crío travieso.

—Me gustas, chica —dijo—. Me recuerdas a Johanna.

Eso sí que era un halago. Maraya habría permitido que le arrancaran un dedo del pie por tener de mentora a Johanna Mason, quien no sólo era preciosa, sino lista como un zorro. Tuvo un flechazo con ella al ver sus Juegos dos años atrás. Cuando los Juegos no eran más que un concurso que echaban por la televisión, con la particularidad de que había que verlo obligado. En aquel momento Maraya no entendía de obligaciones, a ella le gustaba ver los vestidos de las chicas y ponerle motes a los chicos. Luego animaba al que fuera ganando como una forofa. Les dio la turra a sus padres para que le consiguieran un póster de ella y así ponerlo en su habitación. Maraya no sabía cómo se las apañaron para traérselo. Ella podía ser muy persuasiva, y muy plasta. Más tarde conoció a Alana y el resto de chicas del mundo dejaron de importar.

Tuvo que dejar de pensar en Alana porque empezó a picarle todo el cuerpo. No había contado con que también pudiera salirle un sarpullido. Observó que Adrien también se rascaba y llegaron a un acuerdo para rascarse la espalda mutuamente. Los tributos circundantes, a los que sus estilistas habían tenido a bien plantarles disfraces un poco menos ridículos, les contemplaban con caras de compresión. Excepto los profesionales, que comentaban y compartían risitas.

—Les aplastaré la cabeza con mis propias manos en cuanto les tenga cerca —dijo Maraya, sabiendo que no había forma de hacer eso.

—Qué ambiciosa —repuso Adrien—. Ya has oído a Finnick, lo importante es como termina, si es que llegamos al final de todo esto.

—Llegaremos, te lo prometo—apuntilló Maraya convencida. Las promesas no eran más que palabras. Al menos ella pretendía llegar. Aunque no fuera buena en nada concreto, sí que lo era en conseguir lo que quería. A Adrien lo encontraba un poco blandito, a pesar de ser bastante grande.

Un joven poco mayor que ellos se paró a su lado. Eran el entretenimiento del día. Llevaba una camisa en tonos chillones y los rizos rubios bastante revueltos, como si acabara de levantarse de la cama o de darse un revolcón. Tenía las mejillas encendidas.

—¿Todo bien, chicos? —les preguntó alegremente, con el acento un poco afectado del Capitolio.

Maraya iba a expresar sus quejas sobre el atuendo cuando otro hombre, alto y con la barba recortada formando una filigrana, se plantó al lado del joven y tiró de su brazo.

—¡Aristóteles! Ya te he dicho antes que no hables con la chusma. Cuando te he ordenado supervisar no me refería a entablar conversación con cada tributo que te encuentres.

Aristóteles se alejó con el hombre. Intentó agarrar su mano pero éste la retiró de su alcance. Pobre Aristóteles, pensó Maraya. Entonces el chico giró la cabeza hacia ellos y les lanzó un beso.

A Maraya se le pasó por la cabeza que tal vez no todos los capitolinos fueran unos cretinos.


Nick Tweed (Distrito 8)

Nick se relajó cuando el señor capitolino de rizos rubios le dedicó una sonrisa antes de pasar al grupo siguiente de tributos. Seguro que su camisa de franela verde y amarillo chillón la habían hecho en la fábrica en la que trabajaba el mayor de sus hermanos. Además estaba todo feliz y sonriente. Irradiaba buen humor. Nada que ver con el monstruo del Distrito 4. Nick ya se había aprendido su sobrenombre, Fantasma, porque le iba que ni pintado.

Aún recordaba el escalofrío que le había recorrido, en el tren, al ver a Fantasma presentarse voluntario. Su ataque de pánico — Bernese le había explicado que lo que le había pasado, en ese momento en el que no conseguía respirar y que el mundo daba vueltas y se le caía a los pies, era un ataque de pánico —, al lado de los rugidos de Fantasma, le hacía parecer un debilucho.

Hay gente que dice que no todo es lo que parece, pero Nick era claramente lo que parecía.

Por fin empezó el desfile. A Nick le daba pena no estar en las gradas para verlo, aunque supuso que podía ver a los capitolinos desde el carro.

Los chicos relucientes del Distrito 1 salieron por la puerta y el público estalló en bramidos. Nick no les culpaba. Él también gritaría, porque los del Distrito 1 siempre iban mejor vestidos que nadie. La chica, que tenía el pelo negro, llevaba brillantes en cascada por todo su cuerpo, enganches de cristal y tul blanco, como una segunda piel. Tenía tiras de lentejuelas en ciertas zonas estratégicas para dar sensación de desnudez sin que enseñase nada. El chico era más tosco. Iba con el torso enteramente desnudo, aunque Nick se había fijado que tenía purpurina esparcida por la piel. Sus pantalones eran iguales que el vestido de la chica.

Eran una maravilla. Nick siempre miraba los desfiles de los Juegos del Hambre con curiosidad gracias a los chicos del Distrito 1. Soñaba con diseñar trajes para ellos, aunque sabía que era algo muy difícil, y en sus sueños, se contentaba con acabar cosiendo esos trajes.

El Distrito 2 ya se había marchado. El público fue menos entusiasta. Al estilista de ese año se le había ocurrido disfrazarlos de Agentes de la Paz con estilo, y le había salido regular. Había usado cuero en vez del elastano habitual. Los tributos debían estar muriendo de calor, y de lejos el efecto era demasiado parecido como para que sirviese para algo.

Los dos del Distrito 3 formaban una pareja extraña. La chica iba vestida como de chimenea, y su traje echaba vapor negro. Parecía hecho de PVC y algún tipo de mezcla con poliuretano. Nick no entendió qué se suponía que representaba. Era muy feo. El chico en cambio sólo estaba cubierto de cables y trozos de metal. No le quedaba mejor, y el o la estilista había hecho peor el trabajo de cubrir las partes importantes. Nick había pasado todo el tiempo de espera intentando no fijarse en sus partes. Fantasma le había distraído, muchas gracias.

Fantasma, que menos mal iba vestido con redes y algas y no con tatuajes de sangre, como había aparecido en la Cosecha. Su compañera de distrito tenía estrellas de mar en las tetas. Nick no había podido apreciar de lejos si eran de verdad, pero se adaptaban de forma muy natural a sus formas.

Los dos del Distrito 5 le gustaban a Nick. Tenían pantalones caídos como los que hacían de poliéster teñidos de negro claro y unas camisas de algodón muy grandes para que les cayesen por los lados. Estaban decorados con líneas que representaban conexiones eléctricas y si se tocaban, iluminaban bombillas escondidas en el traje. A Nick le encantaba esa estética, cómoda, grande, deportiva.

Los del Distrito 6 iban con monos azules de gabardina manchados de hollín. Un estilista muy poco original.

El estilista del Distrito 7 tampoco había brillado por su originalidad, pero al menos, la manera de componer los trajes de árboles era más interesante que la habitual. La chica que tenía la piel oscura estaba vestida de cerezo y tenía el pelo decorado con flores rosas de plástico y cera. Se lo habían subido con alambres para que quedase mejor, y tenía que llevar los brazos hacia arriba para que el efecto fuese completo. El chico tenía la piel clara y se la habían maquillado de blanco para vestirlo de álamo. Habían enganchado hojas verde claro que parecían hechas de tul y tenía un traje que imitaba la corteza rasguñada de los árboles. Eran maravillosos.

El carruaje de Nick se movió y se dio cuenta, de repente, de que no estaba delante de su televisor, a salvo, rodeado de hermanos quejicas y una madre mandona, sino que era protagonista de aquello. El pánico le atacó la garganta. ¿Iba a desfilar delante de tantas personas? ¿Él? ¿Y por qué?

Se habría dado una bofetada a sí mismo si hubiese podido. Era, con certeza, el único tributo capaz de olvidarse de los Juegos del Hambre durante su desfile.

Bueno, pensó, puedo decidir olvidarme y disfrutar del desfile.

Salió a la luz, que por un instante le dejó ciego.

El ruido del público era ensordecedor. Quizá Bernese y él tenían fans en el público. Dudaba que sus trajes volviesen loco a ningún espectador. Su estilista, una joven entusiasta, nunca había estado en el Distrito 8 y se notaba. A Nick le gustaba tocar la viscosa, y ése era su único consuelo. Bernese iba de terciopelo. La estilista les había explicado que sabía que los del Distrito 8 confeccionaban las telas así que los había vestido con sus telas preferidas. Los colores dejaban mucho que desear. Y también el corte.

El público volvió a rugir y Nick se giró para ver a los campesinos del Distrito 9. Los sombreros de mimbre le hacían gracia. No sabía qué era peor, si vestir a tributos de granjero del pasado con tela estilo corderoy, que sólo debería usarse para muebles, o si vestirlos de ovejas, con lana basta pegada con pegamento al cuerpo. Se permitió reírse. Los del Distrito 11 iban de zanahorias, se había fijado antes. Nick se alegró por su traje de viscosa rosa chillón, blanco marfil, y azul pastel.

Volvió a mirar al frente, al sentir que Bernese le daba un golpe con su puño. El público volvió a rugir y Nick supuso que habían salido las zanahorias, sobre todo porque oyó carcajadas. Los carros de los primeros distritos estaban llegando a la plaza central, esa a la que casi había llegado Fantasma a caballo, y daban una última vuelta antes de quedar parados frente a la tribuna del Presidente Snow. Nick se permitió disfrutar de la velocidad, del viento en la cara, de la viscosa sobre la piel. Éso sí que se le daba bien. Probablemente era lo único que se le daría bien en las semanas venideras. No quería enfundarse en un uniforme de entrenamiento y aprender a usar hachas. No quería buscar una estrategia, ni hablar de qué diría en las entrevistas, ni llevarse un objeto a la arena. No quería ir a la arena. No podía ir a la arena. ¿Qué iba a hacer? ¡No sabía hacer nada! Todas esas horas perdidas disfrutando de los desfiles, colándose en las fábricas para robar retales y achinchetarlos después a la pared del fondo del único cuarto de su pobre casa...

En su familia, nadie iba a los Juegos. Los Juegos no eran una amenaza, eran una rutina pesada. No podía estar en los Juegos. Era una locura que estuviese en los Juegos. Una imposibilidad.

Cada vez que lo pensaba, su cerebro dejaba de funcionar. El mundo se había salido del eje y había dejado de girar, y Nick no podía, no podía, procesarlo.

Así que no lo hacía. Cuando su carro llegó a la plaza y dio la vuelta, Nick vio de frente a los dos chicos del 12, vestidos de mineros, con trajes ignífugos de bandas reflectantes amarillas y grises y cascos de obra naranja fosforito. Recordaba sus nombres, porque eran los únicos que se parecían a él. La niña, Azalea, era negra y llevaba trenzas en el pelo, escondido bajo el casco. El niño, James, era blanco y llevaba el pelo rapado. Tenían caras tristes. Le recordaron que aquel desfile era los Juegos del Hambre, y no un desfile de moda.

La Mansión de Snow estaba iluminada con un enorme 50 que brillaba sobre la fachada. De repente, explotó, y en el centro del todo se iluminó al presidente. Éste sonrió, y Nick tuvo de repente unas enormes ganas de llorar.

Se puso a hablar, pero Nick era incapaz de escucharlo. ¿Estaba teniendo otro ataque de pánico? Le pitaban los oídos. Preferiría no volver a desmayarse delante de todo Panem, pero si ocurría, él no podía evitarlo. ¿Qué decía el presidente? ¿Que brindaba por los tributos? Estaba alzando su copa. ¿O estaba brindando por su cincuenta aniversario de reinado?

Nick miró a Bernese en busca de una respuesta, pero ella tenía la boca cerrada y los ojos claros mirando al frente. Se fijó en que tenía los ojos muy juntos, y las mejillas muy sobresalientes. Seguro que por eso le daba seguridad, se dijo Nick. Con ella se sentía menos peor, y algo es algo.

El presidente se calló y el desfile terminó. Los carros dieron media vuelta, de nuevo hacia el Círculo de la ciudad, y el edificio de entrenamiento.


¡Y EMPEZÓ LO BUENO!

Ya tenemos aquí las primeras interacciones, con la pequeña pero estelar aparición de nuestro querido Aristóteles, héroe del prólogo. Esperemos que disfrutéis de este desfile, de los disfraces de los tributos, y de un poco más de información sobre sus vidas y personalidades.

Voy a poneros un poll en el perfil para que votéis a vuestros tributos preferidos. Basta con hacer un click en nuestro nick y el sondeo estará en la parte superior. Esperamos muchos votos. Irán evolucionando estos sondeos.

Por otro lado, queremos saber cuál es la actitud, según cada uno de vosotros, de vuestros tributos en las entrevistas. Nos lo podéis mandar por privado para más sorpresa.

No os olvidéis de dejar un review contándonos vuestras reacciones, si habéis descubierto algo interesante de los demás tributos, y si os ha gustado el desfile. Nos vemos el sábado que viene para el primer día (y la primera noche...) de entrenamiento.

Rebeca y Gui