Capítulo 7. Jerarquías


Observación

Ocean Maze (Distrito 5)

La sala de entrenamiento estaba mucho mejor equipada que la casa en la que solía entrenar, pero la luz era toda a base de focos incrustados en el techo que imitaban la luz natural, lo que en realidad la hacía mucho peor. Daba la impresión de que en el Capitolio todo era impostado, como si celebrasen una fiesta de disfraces todos los días del año. Así era lo que había podido ver hasta el momento, desde las pestañas postizas de su escolta a las flores que poblaban las macetas de la Avenida del Corso, donde había tenido lugar el desfile dos días antes.

Echó un vistazo a la pared en la que estaban colgadas las armas. La bestia blanca del 4 se había colocado delante impidiéndole la visión. Parecía como si las armas fueran de su propiedad, ya que estaba dando órdenes a diestro y siniestro al resto de tributos profesionales sobre cuáles podían usar y cuáles no. Era el tercer y último día de entrenamiento y ya parecía claro que ése sería el jefe de la alianza profesional. Observarlos le había dado más conocimiento del que se esperaba. La dinámica que tenían, incluso cómo gestionaban su propia corpulencia: la chica del 4 era una inquieta que no sabía colocar su peso, en cambio las del 1 y del 2 eran letales con las armas que utilizaban.

Lo interesante era lo que había visto el día anterior colgado en la pared de las armas: un cuchillo de hoja curva y doble filo muy parecido a la karambita a la que se había acostumbrado en casa. Pat, el hombre que la contrató para limpiar su casa y acabó por enseñarla a defenderse, casi nunca le permitía entrenar con armas. Le aseguraba que su cuerpo era suficiente defensa, pero ella se había empeñado: era un cuchillo pequeño y ligero y se ajustaba perfectamente a su mano. Cuando lo sujetaba no se sentía una niña débil y desvalida. Sentía que podía defenderse. Así que un día se la llevó sin el permiso de Pat. Seguramente él habría notado su ausencia, ya que nunca se le escapaba nada. Ocean se sintió un poco ladrona y muy traidora al hacerlo. Sin embargo Pat nunca mencionó nada y Ocean se acostumbró a llevar la Karambita siempre encima. Aun a riesgo de que pudieran pillarla.

Nekko le dio un codazo, sobresaltándola.

—Deja de mirar alelada a todas partes y pongámonos a hacer algo —le dijo—. Yo puedo enseñarte a sujetar una espada, más o menos.

La historia de Nekko con las espadas era una cosa seria. Estaba obsesionado con ellas a pesar de no haber visto ninguna espada real en su vida. Ocean sabía que hacían el paripé con espadas de madera en el edificio donde se encontraba el mercado negro del 5. Era una antigua tradición que a los Agentes de Paz les parecía tan inofensiva que ni siquiera habían dado la voz de aviso sobre ello. Un grupo de chicos haciendo el ridículo, con un profesor más ridículo todavía. Por eso les permitían entrenar a la vista de todos.

—Hay instructores que pueden enseñarme lo mismo —replicó ella—. Seguramente mejor que tú.

Ocean había intentado ocultar todo lo posible sus habilidades durante las dos primeras sesiones de entrenamiento. Tenía miedo por Pat, no quería meterlo en problemas. Pero también porque sus mentores les habían sugerido que guardase lo mejor para sus sesiones privadas. Sin embargo, Nekko era tan absurdo que ignoraba cualquier consejo que le dieran sus mentores. Siempre creía que estaba en posesión de la verdad y, por supuesto, sabía la mejor manera de hacer las cosas.

—Pero, seguramente, yo soy mucho más simpático que ellos —dijo Nekko. Y sonrió de oreja a oreja.

El pobre estaba seguro de que con esa sonrisa podía camelarse a cualquiera. Con eso y con su pelazo anaranjado. Ocean ya estaba curada de espanto con el tema de las sonrisas por parte del género masculino y de la humanidad en general. Tenía bien claro que si alguien sonreía en exceso no era de fiar. No tenía nada de natural ir por ahí forzando los músculos de la cara ante cualquiera.

Con todo y eso al final Ocean había cedido con Nekko. No se había podido resistir a semejante número de chistes malos ni a todos sus intentos de acercamiento. Se le había pegado como con pegamento desde el momento en que subieron al tren, queriendo conocerla, queriendo que fueran amigos o lo que es peor, aliados. Al final accedió a tolerarlo porque era o eso, o que la estuviera acosando día y noche preguntándole la razón por la que no le gustaba, como si tal cosa fuera impensable.

Nekko, incapaz de resistirlo durante más tiempo, se encaminó derechito a la pared de las armas y agarró una espada. Ocean se llevó las manos a la cabeza. Ese chico era tonto además de cabezota. Se acercó a ella espada en mano.

—Suelta eso —le pidió Ocean en voz baja—. ¿En qué habíamos quedado?

—Sí, sí. Nada de armas. No voy a aprender nada nuevo en tres días. Pero no puedo reprimirme más tiempo. ¿Verdad que es preciosa?

—Preciosísima —dijo Ocean volviendo los ojos al techo.

¡Qué cruz! ¿Es que todo tenía que pasarle a ella?

—Una belleza —convino Nekko atolondrado. Miraba la espada con adoración, como si fuera a pedirle una cita en cualquier momento—. ¿Te he contado la historia de un héroe que tenía una espada llamada Durendal?

Ocean resopló en silencio. Para ese momento Nekko ya le había contado unas mil historias sobre espadas. Espadas de héroes, espadas de reyes y todo tipo de espadas de personas muertas hace tanto tiempo que Ocean dudaba que en aquella época existieran las espadas. Tenía una habilidad especial para sacarla de quicio, ese muchacho. Era cualquier cosa menos práctico y actuaba igual que todos los hijos únicos a los que había conocido: engreídos y mimados. Si le llevabas la contraria se enfurruñaba. Si algo le salía mal se enfurruñaba. Enfurruñado estaba en ese momento, haciendo un puchero, porque Ocean no le hacía caso.

Dejó a Nekko con su espada en la mano, pensando en cómo alguien casi adulto podía ser tan infantil y en su propia vida, que tal vez la había hecho crecer demasiado deprisa: durante todos los años que ella había tenido que estar cuidando de su familia, Nekko se los habría pasado fantaseando con espadas. Eso teniendo en cuenta que él era más de dos años mayor que ella. Fue a dar una vuelta por el gimnasio. Le molestaba un poco la idea de estar sola. Se había acostumbrado a estar con sus hermanos y su padre, a cuidar de ellos. Pero mejor sola que tener que seguir aguantando a Nekko. La perspectiva de tener que estar con él en la Arena la torturaba. Si es que vivían lo suficiente para juntarse, se dijo. Lo cual no era moco de pavo, sobrevivir al baño de sangre.

Paso a paso, le diría Pat si estuviera con ella. Enfréntate a lo que te depara el día y mañana pensarás en mañana. Todavía tenía que pasar por las sesiones privadas, y las entrevistas. Tenía miedo de que no encontrasen nada especial en ella. De pasar desapercibida y que nadie quisiera patrocinarla. Una chica normal de un distrito normal en los Juegos del Hambre. Siguiente.

Cuando quiso darse cuenta se encontraba junto a un tatami.

—¿Cómo te llamas? —preguntó el chico que ya se encontraba allí, calentando. Esperando un oponente, supuso Ocean. Era rubio y alto y, francamente, bastante atractivo, aunque de una forma extraña.

Ocean lo observó de arriba a abajo. No parecía el típico bruto que mandaban del Distrito 2 todos los años. Aunque sí que tuviera las mismas dimensiones de todos los brutos del Distrito 2, la misma disposición agresiva, había algo que resultaba vulnerable en su mirada. Ocean no pensaba caer en ninguna trampa. Ella sí que sabía quién era él. Habían repasado las cosechas dos noches atrás, habían vociferado sus nombres durante el desfile y su presencia había sido notoria durante los entrenamientos, a pesar de que el grandullón del Distrito 4 pretendiera eclipsarlo. Imposible que al tributo del 2 se le hubiera escapado el más mínimo detalle.

—¿Para qué quieres saber mi nombre?

El chico sonrió de lado y se encogió de hombros.

—Simple curiosidad. Vamos a pasar unos días juntos en la Arena, si es que sobrevives al baño de sangre. Prefiero saber tu nombre si voy a tener que matarte.

—Vaya, qué amable.

Ocean iba a dar media vuelta. No estaría de más conocer a la competencia, pero lo último que le apetecía en ese momento era que un profesional petulante se pusiera a vacilarla. Según ella, eran todos unos engreídos insoportables. Desde el primer momento se habían juntado en su clásico grupito de matones y se habían dedicado a exhibirse y a parlotear mirando al resto, como si estuvieran decidiendo en qué orden iban a aniquilarlos. Ella pretendía estar en los últimos puestos de esa lista. No quería llamar su atención y acabar marcada como objetivo prioritario.

—Evan siempre me dice que tengo que ser más amable —dijo el chico a su espalda.

—¿Quien es Evan?

Pat le advertiría que la curiosidad mató al gato. Pero el chico había dicho ese nombre con una cadencia extraña, como si saboreara la palabra. Y ahora se le habían subido los colores a la cara.

—Eso no voy a decírtelo —contestó él.

—Pero yo sí que tengo que decirte mi nombre porque piensas matarme.

El muchacho seguía estirando. Como era un poco mal pensada, se preguntó si no lo estaría haciendo para que se le marcaran los músculos a través de la camiseta de tela elástica que llevaba puesta para el entrenamiento.

—No te lo tomes como algo personal. Tendré que matar a todos si pretendo ganar los Juegos —se explicó.

Como si fuera lo más normal informarte de tu próxima muerte.

¿Pero qué le pasaba a esa gente? En serio. Aunque, visto desde otro lado, sí que debería conocer a la competencia, sobre todo a éste tipo de competencia que se había pasado la vida entrenando para matarla. Aún así, lo mejor sería dejar que pensara que él tenía la sartén por el mango.

Ocean dio un paso adelante y extendió la mano.

—Ocean Maze. Lo sentiré si te mato en la arena. No será nada personal.

El chico hizo lo propio con una sonrisita de haberse salido con la suya en los labios.

—Jake Russell. Igualmente.

Lo primero que Pat le había enseñado a Ocean fue a caer. Si puedes soportar la caída y levantarte, tendrás la mitad de la pelea ganada, le había dicho, antes de hacerla caer tantas veces que el suelo se convirtió en su segunda casa. A Ocean le dolían partes del cuerpo que ni siquiera sabía que existieran antes de conocer a Pat. Pero la había ayudado a hacerse fuerte, no tanto física, como mentalmente. Pat decía que la vida era un reto y un regalo. Todavía escuchaba su voz grave y antigua resonando por la vieja casa:

—Levántate, Ocean. Levántate, Ocean. Da igual cuánto duela, pero levántate, Ocean.

Jake la tiró al suelo a la primera de cambio. Con las piernas a ambos lados de sus caderas y una mano inmovilizando sus brazos, se inclinó a decirle:

—Seguro que puedes hacerlo mejor, Ocean.

Ocean lo miró a los ojos de un azul claro.

—Por supuesto que sí —replicó ella.

Khalida Rye (Distrito 9)

La hora del almuerzo era sin duda la que menos le gustaba a Khalida. La razón: tenía que interactuar con el resto de tributos. La segunda razón: le daba pereza. Era capaz de disfrutar el resto de la jornada. Le gustaba poder aprender más cosas sobre plantas o cómo camuflarse en distintos ambientes. Sentía un latido de expectación en el pecho al sujetar las armas, como si hubiera un peligro inminente, aunque aún estuvieran en los entrenamientos. Pero las comidas le resultaban un muermo en el que tenía que seguir fingiendo, tal y como había hecho en el distrito toda su vida. La única parte buena, era que la comida estaba rica y había por lo menos doce tipos de panes distintos con los que mojar las salsas.

Ese tercer día le había tocado sentarse entre el chico del Distrito 11 y el del Distrito 10. El primero, Cress, estaba callado, pasándose un bote de pintura de mano a mano, mientras esperaba a que les sirvieran los platos. Adrien, del distrito ganadero, mantenía una animada charla con su compañera Maraya. Parecían llevarse bien entre ellos, lo que para Khalida era un error, ya que cuanto más conocieras a una persona, más te costaría matarla en los Juegos. Si se diera el caso. Que desde luego podría darse, pues estaban allí para eso. Esa era la razón por la que Khalida ignoraba a Farik todo lo posible, no fuera que llegara a gustarle.

Lo más entretenido a la hora de la comida era que Khalida podía observar más de cerca a la gente y como iban formándose los diferentes grupos. Nevada, la chica del 6, se las había apañado para sentarse en la mesa de los profesionales. Estaba mirando al chico del 1 descaradamente, como si no hubiera nadie más en la mesa. Khalida supuso que se lo permitían por ser guapa. Aunque había otras chicas guapas en los Juegos y no estaban allí sentadas. Al fijarse mejor se dio cuenta de que también estaba allí Arthur, el chico con la nariz torcida del 6. ¿Qué clase de trato habría hecho el Distrito 6 con los profesionales? Aquello era cuanto menos raro, por lo que cambió el rumbo de su mirada para no darle demasiadas vueltas. Posiblemente los del 6 serían los primeros en caer en el baño de sangre.

Al girar la cabeza se percató de que los del 10 ahora mantenían una animada charla con Willow, la tributo del 7, sentada frente a ellos, sobre lo maravillosa que era Johanna Mason, la mentora de Willow. Khalida podría acostumbrarse a que alguien hablara así de bien sobre ella. Pero no pensaba que los Juegos del Hambre convirtieran a una persona en maravillosa sólo por ganarlos. Sus mentores, más que maravillosos, parecían machacados.

Ella estaba teniendo serios problemas para relacionarse con las personas. Había algunos de los tributos que se comportaban como si estuvieran en el patio de un colegio. Como Farik, por ejemplo, y su nuevo grupito de amigos, que cuchicheaban con las cabezas pegadas. Un rato antes había estado en la estación de lanzar cuchillos con Maraya y Adrien. Willow también estaba allí y les daba indicaciones como si quisiera merendárselos a los dos al mismo tiempo. Todos parecían inmunes al hecho de que esa misma tarde tendrían las sesiones privadas.

Alguien tiró una miga de pan a su plato.

Khalida levantó la vista y vio a Willow mirándola.

—¿En qué piensas? —le preguntó a bocajarro desde el otro lado de la mesa.

Khalida se esforzó por sonreír. Willow tenía una actitud que en el fondo le gustaba. Era ese tipo de persona que iba por la vida arrasando con todo lo que pillara a su paso, decidida y sin complejos de nada. Le gustaba su mirada felina como la de un lince a punto de atacar a su presa cada vez que alguien intentaba intimidarla. Parecía conocer todas las armas del gimnasio al dedillo, como si las hubiera fabricado ella misma.

—Iba a casarme después del verano —contestó Khalida. Pretendía mentir, pero eso fue lo que le salió por la boca. Llevaba pensándolo desde que Willow la había puesto en la categoría "me casaría con ella" en el juego de borrachos al que se había dejado arrastrar la primera noche.

—¿Qué? —chilló Willow. Khalida se acordó de ese guiño y esas palabras ("así podemos follar más de una vez") que había soltado como si tal cosa, con los ojos centelleantes, brillando por el alcohol. Ahora tenía la mandíbula desencajada. Khalida se preguntó si se acordaba de esa conversación—. Menuda putada.

En ese momento le cayó un proyectil en el plato de estofado. La salsa salió volando manchando su cara y su pelo y la camiseta quedó empapada de un mejunje amarronado. Cuando miró su plato, allí en medio estaba el bote de spray que Cress tenía en la mano hacía un momento. Le miró y él alzó sus manos vacías al aire.

—Ha sido un accidente —dijo.

Ni siquiera parecía avergonzado. Willow se estaba partiendo de risa. Sujetándose la tripa para controlar las carcajadas. La tributo del 7 se incorporó de su asiento y se plantó al lado de Adrien.

—Tú, levanta el culo y cámbiame el sitio.

—¿Por qué? —preguntó el chico.

—Porque yo lo digo. Venga —señaló su anterior silla—. Marchando.

—¿Y si no quiero?

—Por favor, Diez —pidió Willow aflojando el tono—. Quiero tener una charla con esta muñeca.

A Khalida se le subieron los colores a la cara con el apelativo. Adrien se levantó de la silla. Khalida se limpiaba la cara y la camiseta con una servilleta cuando Willow se sentó a su lado y le pasó un brazo sobre los hombros.

—Siempre estoy a favor de ver el vaso medio lleno.

—¿A qué viene eso? —inquirió Khalida. Todavía seguía mirando a Cress, esperando una disculpa en condiciones.

—Aunque eres un poco aguafiestas, no me caes mal del todo. Puedes hacer lo siguiente: usa tu desdicha amorosa para atraer al público. Cuenta en tu entrevista todo ese drama del amor truncado por los Juegos. Seguro que les encanta. Adoran ver puteados a los que no valen nada, como nosotros. Te lloverán los patrocinadores.

Khalida sintió que se le iluminaba la bombilla con el comentario de Willow. El drama vendía. Los cotilleos corrían como la pólvora en el distrito, sobre todo si incluían la desgracia de alguien. Y cualquier ayuda sería poca en la Arena. Al menos tenía que intentarlo. Se lo debía a la niña que había soñado con salir del 9 toda su vida.

Iba a darle las gracias a Willow por la idea cuando ésta le pidió que le cambiara el sitio, igual que había hecho con Adrien.

—¿Pero por qué?

—Quiero hacerle un par de preguntas a éste —dijo señalando a Cress. Cress la miró sin darse por aludido. Estaba concentrado limpiando su bote de spray, que había rescatado del plato de estofado.

Qué remedio, pensó Khalida. Y ésta está como una cabra. Eso también lo pensó. Pero se levantó del asiento.

Willow hizo el intercambio y procedió a pasar un brazo a Cress por encima igual que había hecho con ella.

—Como vais por ahí de solitarios y os veo un poco apartados, voy a proponeros un juego. —Le guiñó un ojo a Khalida. Otra vez no.—. Para que podamos conocernos mejor todos.

—¿Qué juego? —preguntaron Khalida y Cress al mismo tiempo.

—Se llama: o me cuentas un secreto o haces lo que yo diga. Me lo acabo de inventar.

—Eso es verdad o atrevimiento —dijo Khalida. Lo recordaba de sus años de colegio. Nunca le había gustado—. Y no es exactamente así.

—Tecnicismos. Venga, empiezo yo.

Se inclinó hacia Cress tan cerca que casi se tocaban nariz con nariz. La cara del chico era de no saber dónde meterse.

—Tu secreto, Once.

—Yo no he dicho que fuera a jugar —dijo Cress.

—Tampoco has dicho que no fueras a hacerlo —replicó Willow.

Cress pareció pensárselo por un momento.

—Una vez me quedé con la alianza de una recién casada —explicó en un susurro serio.

—¿Te la dio ella? —Quiso saber Khalida.

—No sé si me la habría dado, porque estaba muerta.

Khalida se llevó las manos a la cabeza, que notó pringosa por el mejunje del guiso. Quería salir corriendo a darse una ducha, pero el agarre de Willow era firme, y lo cierto es que le interesaba lo que fuera a decir Cress.

Willow se pasó la lengua por los labios en un movimiento parsimonioso.

—¿Y cómo murió?

—La estranguló su novio. La noche de bodas. Por haberle sido infiel con su hermano.

—¿Le sucedió algo al novio? —preguntó Khalida.

—Lo mató el padre de la novia, y también a su hermano. Cuando llegaron los agentes le metieron un tiro en la cabeza.

—¿Tienes el anillo? —preguntó Willow.

—Lo vendí y le compré algo bonito a mi chica con el dinero —explicó Cress con una media sonrisa, como si todos esos crímenes hubieran merecido la pena si habían terminado con un regalo para su novia.

Willow le dio unas palmaditas a Cress en la espalda mientras hacía una mueca como sopesando el valor de lo que le había contado.

—Buena historia, chico. Ahora tú.

Ese tú se refería a ella. Khalida negó con la cabeza.

—No voy a contarte ningún secreto. Ya he dicho lo de mi boda —aunque había omitido que el chico con el que iba a casarse y ella nunca se habían querido.

—Pues entonces tendrás que hacer lo que yo te diga. A ver… Bésame en la boca.

—¿Qué? —exclamó Khalida avergonzada—. No voy a besarte aquí, delante de todo el mundo.

—¿Lo harías en privado? —preguntó Willow

—¡No! —exclamó Khalida.

Willow la giró hacia ella, tan cerca que podía sentir su aliento en la cara. Luego le plantó un besito en la mejilla, empezó a reírse otra vez y se marchó de allí.

Khalida se dio cuenta tarde que podía haberle sonsacado un secreto a ella. Willow había llevado la voz cantante, y así seguiría siendo si la dejaba, a ella, o a cualquier otro, como por ejemplo, un profesional. Pero estaban en los Juegos del Hambre, y los iban a clasificar. Khalida tendría que tomar las riendas a tiempo para su sesión privada.


El juicio

Esme Portman (Distrito 1)

A Esme le gustaba el orden en el que hacían las cosas en el Capitolio. Era siempre la primera. La primera en aparecer en las cosechas, la primera en salir en el carro del desfile, con los diamantes que sus padres no podían comprarle adornando su piel clara y su pelo oscuro, con el cuerpo atlético enfundado en sedas, la primera también en examinarse. Ella marcaría el ritmo en los Juegos, ella y nadie más.

Todos estaban en la sala de espera, bien sentaditos, gestionando la impaciencia como mejor (o peor) se les daba. La niña del 12 se había sentado debajo de su silla, en vez de en ella. El chico del 8 tenía los nudillos blancos de apretar la silla y parecía estar a punto de vomitar. La tenebrosa del Distrito 3 miraba a Esme con cara de aburrimiento.

Pese a las miradas inquisitivas, Esme era una estatua de piedra blanca, impertérrita. Días y días de duro trabajo. Cómo se notaba la diferencia con los niños sin entrenar de los distritos pobres. Aunque algunas chicas tenían algo de facha, como la del 5 o la del 10, o como Nevada. Esa chica era la belleza personificada y Esme se sentía orgullosa al verla erguida, atenta, a la espera. Esperaba poder enfrentarse a ella en un combate justo. Casi le daba rabia que no fuese profesional, pero perdería la mitad de su gracia.

Esme desvió la mirada a Silvana, que hacía temblar su pierna. Incluso se notaba la diferencia entre los verdaderos profesionales, como ella, y los que estaban mal entrenados, como Silvana. Mucha familia, poco trabajo. Jake parecía no estar respirando, como solía hacer cuando se ejercitaba. Era demasiado impulsivo.

Torkas podía haberle dado la tarea de fijarse en las chicas de pelo largo (que vaya una órden, si Esme podía dar su opinión), pero Esme no pensaba dejar toda su estrategia en manos de un loco albino al que le costaba pensar si no estaba embadurnado en sangre. Esme se había esmerado mucho en mirar a Nevada, pero si lo hacía por las órdenes de Torkas o por alguna razón más oscura, eso Torkas no podía saberlo. El aludido ni siquiera había llegado a la sala de espera.

Bright estaba despatarrado en su asiento. Cuanto más tiempo pasaba con él, más lo odiaba, con sus aires de superioridad nata. El talento sin trabajo no es más que manía.

La llamaron y entró, digna toda ella, con su sonrisita de lado. Yo marco el ritmo, se recordó. Cogió todos los cuchillos, colocándoselos en el traje, y se puso a lanzarlos con una puntería espeluznante, todos al centro de las dianas: los puntos débiles de los maniquíes. Se colgó de una cuerda mientras seguía lanzando cuchillos y se permitió un poco de estética, como si la cuerda basta fuese seda aérea. Cuando acabó dio un salto mortal antes de aterrizar y en el último segundo sacó su último cuchillo y se lo clavó en el cuello al último maniquí que quedaba "vivo", al lado del cual había aterrizado.

Su respiración era su aliada. Ni siquiera estaba jadeando.

Cuando acabó se imaginó los aplausos del público. Cashmere y Gloss le habían asegurado que ya tenía tantos patrocinadores como para pagarse dos trajes más de diamantes.

—Incluso podríamos mandártelos el último día de la arena y seguiría sobrando dinero.

Esme se dirigió con paso afianzado a su cuarto. Estaba segura de que sacaría 11 puntos como mínimo. Ya sólo le quedaba escoger entre las dos mejores estrategias para la entrevista y podría empezar a ganarse el oro.

Ya se imaginaba a Jem aplaudiendo por ella, mientras miraba los Juegos con su hermana. Esme esperaba que el padre no les molestase en esos momentos. Los Juegos eran obligatorios incluso para los adultos, y eran un momento importante de visionado en la academia. No podía saber lo que sentirían sus amigos al verla a ella allí, pero se lo imaginaba. Orgullo, bromas, quizá un poco de susto. Pero nunca miedo.

Nunca miedo.

Bright llegó enseguida, y a Esme le quitó el buen humor. Lo primero que hizo, como llevaba haciendo los últimos tres días, fue quitarse la camiseta. Cuando vio que Esme le miraba con asco, se bajó el pantalón lo justo para enseñar el principio del vello púbico.

—Creo que he decapitado a todos los maniquís en un tiempo récord. ¡Y con flechas! Tú te has tomado tu tiempo, princesita.

Esme enrojeció de rabia.

—Ya me has encontrado un mote a mí también, ¿eh, bruto?

—No te creas que conseguirás distraerme con tus triquiñuelas, soy mucho más letal que tú.

—En dos días estarás muerto.

—Te llevaré conmigo al infierno, a ti y a tu coño depilado.

Esme abrió los ojos como platos. La rojez le llegó a las orejas y al pecho. Se le quedó la réplica estancada en la garganta, y sintió la bilis subirle por el esófago. Bright intentó contener la risa pero no lo consiguió. Esme se fue a su cuarto cerrando la puerta de un portazo. Aún no podía ponerle la mano encima, pero todo era cuestión de tiempo. Tiempo y trabajo.

Nekko Lucistar (Distrito 5)

Nekko estaba fascinado con las luces del Capitolio. Le costaba procesar que alguien pudiera costearse semejante cantidad de bombillas, pero claro, era el Capitolio. En el Cinco tenían una presa del tamaño de un distrito entero para proveer energía a la central hidroeléctrica en la que trabajaba casi todo el mundo. ¿Y a dónde iba esa energía? Al Capitolio, para que pudieran iluminar todo veinte veces más de lo que era necesario. En el cinco muchas noches tenían que alumbrarse con velas, no fueran a gastar en exceso.

Todo esto le ponía de cierta mala leche. También estaba un poco nervioso mientras esperaba su turno para entrar en la sala en la que se celebraban las sesiones privadas. Sabía que estaba taconeando con una pierna de manera incesante.

—¿Te puedes quedar quieto? —le había pedido Ocean, su compañera de distrito. A ella se le notaban los nervios en que no se movía. Estaba quieta y recta como el palo de una escoba, el pelo castaño recogido en un moño apretado y sus ojos azules centrados en algún punto de la puerta en la que tenían lugar las sesiones privadas. Me estás sacando de quicio.

—No puedo —dijo Nekko—. Es como si tuviera vida propia. Mira.

Sujetó su rodilla con una mano y frenó el taconeo. Volvió a soltarla y ahí estaban de nuevo los golpecitos. Su cerebro no tenía el poder de darle órdenes.

Ocean soltó un sonoro resoplido y puso los ojos en blanco. Se dobló sobre sí misma en el banco y le buscó un punto bajo la rodilla. Lo presionó por encima del pantalón de Nekko usando sólo el dedo pulgar, con tanta fuerza, que éste estuvo a punto de desmayarse.

—Apártate de mí, bruja —chilló Nekko, cuando por fin pudo reaccionar. La miró entrecerrando los ojos. Aunque la cuestión era que el taconeo había desaparecido y se sentía mucho más relajado.

Ocean sonreía. Cuando sonreía de esa manera, a Nekko le parecía hasta guapa. El resto de tributos presentes les miraban preguntándose qué había pasado.

—No es brujería, es ciencia —explicó Ocean—. Al contrario que estarse quieto, que es un arte.

—Pues ya me contarás dónde has aprendido a hacer eso.

—¿A estarme quieta? Otro día te lo explico.

En ese momento le llamaron para que entrara a la sala. La sala tenía todavía más luces, focos apuntándole como si fuera la estrella en el centro de un escenario.

—Nekko, ¿así es como te llamas verdad? —preguntó un Vigilante desde lo alto. El resto andaba pasándose papelitos en torno a una mesa cuadra

—Ese soy yo —dijo Nekko—, señor.

—Muy bien Nekko. Muéstranos lo que sabes hacer. Ya te habrán dicho que esta parte es importante.

—Claro que sí, señor.

—Muévete entonces. Haz algo. El tiempo vuela.

Nekko miró a su alrededor. Buscó una espada y se quedó plantado con ella en las manos en medio de la sala. Se sentía extraña, tan diferente de las espadas de madera y sin punta con las que practicaba. Se sentía como una reliquia, igual que la que guardaba su padre bajo una baldosa de salón de su casa.

Ya había tocado espadas así en los entrenamientos (y se había llevado una bronca de Ocean por hacerlo), pero esta parecía tener más peso, más envergadura, como si fuera una espada importante. Su padre le llevaba contando historias sobre espadas toda su vida: Excalibur, la del rey Arturo, alojada en una roca durante cientos de años hasta que el verdadero rey pudo sacarla. O Ascalon, la espada de un Santo que tenía el don de matar dragones. Le pareció que los dragones no debían de diferir mucho de los mutos que se encontrarían en la Arena. Y el héroe siempre lograba vencerlos. A Nekko le encantaban esos cuentos. Eran leyendas perdidas que se habían transmitido de generación en generación en la familia de su padre. Se preguntó si él sería capaz de contárselas a sus hijos cuando les llevara a la cama. Se preguntó si tendría hijos. Y llegó a la conclusión de que sí los tendría. ¿No le había dicho a su madre que era el mejor espadachín de todo Panem?

—Yo seré el héroe de esta historia —se dijo. Al poco se dio cuenta de que lo había dicho en voz alta.

Un vigilante, el único que lo estaba mirando, resopló. Estaba claro que tenía un don especial para hacer resoplar a la gente.

—Espléndido, tú vas a ser el héroe. Ahora tienes que hacer algo antes de que decida ponerte un cero y seas el payaso.

—No tengo contrincante.

El Vigilante resopló de nuevo. Si seguía haciendo eso iba a quedarse sin aire.

—Pues fabrícate uno. Imagínatelo. Haz lo que quieras, pero haz algo.

—Por supuesto. A sus órdenes, señor Vigilante.

Esta vez hizo una reverencia. Los Vigilantes se rieron en coro. Por fin había conseguido que le hicieran caso.

Se tomó un buen rato en construir lo que en su imaginación sería un dragón de los que hablaban las historias de su padre. Tuvo que usar todo lo que encontraba a mano: trozos de maniquíes, cuerdas y sedas colgantes. Usó cajas y dianas y al final le quedó algo que se parecía a un perro y que no echaba fuego por la boca, que es lo que le habría gustado. Al menos unas chispitas. Tendría que apañarse. Miró hacia la tarima de los vigilantes.

—Nekko, tengo el cero apuntado en el cuaderno —le advirtió el vigilante con calma y el ceño fruncido—. Tienes un minuto para que lo cambie.

Nekko se plantó ante el dragón de mentira, le sudaban las manos. Tal vez se había tomado demasiado tiempo construyendo un contrincante.

—En Garde —vociferó intentando que sonara a amenaza. Sus palabras hicieron eco en la sala.

Luego procedió a destriparlo pedazo a pedazo.

Un único vigilante aplaudió con desgana. Nekko sabía que el espectáculo había estado un poco falto de efectos especiales. Hizo una reverencia pensando que a su madre le habría encantado y salió por la puerta por la que había entrado.


Podio final

Theodore "Teddy" Sharp (Distrito 3)

—Creo que estás nervioso —dijo Beetee. Teddy estuvo a punto de hacer un comentario sarcástico del estilo de "no me digas", pero su mentor continuó—: Vamos a pensar en otra cosa. Mañana son las entrevistas. Vamos a entrenarte.

Teddy le habría arrancado la sonrisa si tan sólo hubiese podido. Había montado un espectáculo estrepitoso en la sesión privada y estaba bastante contento de que ninguno de los dos chicos a los que había reclutado para su alianza lo hubiese visto. Y ahora tenía que esperar a que todos hiciesen el ridículo para poder ver la puntuación, salir de dudas, cenar e irse a la cama con la esperanza de que Joey y Farik matasen a suficientes tributos antes de que le tocase hacer algo a él.

Por suerte, los tenía disciplinados.

—Empecemos por un clásico de Flickerman: ¿puedes describir tu dormitorio?

Si al menos Beetee pusiese voz de Caesar Flickerman… o si llevase su peluca, Teddy podría tomárselo en serio. Pero no era el caso.

—Pues… —empezó. Ya le parecía esfuerzo suficiente.

—Mejor que estés un poco más recto Teddy.

—Ya.

Silencio. Esto iba a ser larguísimo.

—¿Cómo es tu dormitorio en el distrito, Teddy?

—Con una cama. ¿No hay mejores preguntas?

—Vale —pensó Beetee. Entonces se le ocurrió—. ¿Qué es lo que más te gusta de ti?

—Que soy el centro de atención. Soy importante para los demás.

—¿Tienes muchos amigos en el distrito?

Terreno peligroso. Teddy se encogió de hombros.

—Claro.

—¿Nos puedes hablar de alguno de ellos?

—No me harían esa pregunta —le espetó a Beetee.

—Bueno, Caesar sabría hacerla. Seguro que se fija en tu cosecha, si le has dado la mano a alguien, o si alguien estaba llorando, si por ejemplo tuvieras una madre que hubiese gritado…

Teddy sintió muchas cosas a la vez. Primero pensó en Fiora, que sí había llorado, y le entraron los mil males de imaginarse contestando a una pregunta sobre ella. "Ah, Fideo, es una chiquilla. Es normal que llorase, la pobre". Y ya podía enterrar su posible relación con ella. Si es que volvía. No; cuando volviese.

Pero luego Beetee tuvo a mal mencionar como ejemplo a una potencial madre. "Si tuvieras una madre". Qué falta de tacto más absurda. Beetee era el único en el lugar — quitando quizá a Caesar Flickerman, el detective sabelotodo — que sabía que su madre había muerto en un accidente laboral. Vale que Teddy no recordaba nada de ella, pero esas no eran formas de entrenarse para una entrevista.

—Pues no pasó nada de eso, como seguramente recuerdes.

Beetee se quedó pensativo.

—Si fueras un animal, ¿cuál serías? —dijo por fin. Teddy soltó un bufido.

—Cualquier cosa lo suficientemente grande para comerte.

—¿Cuál es tu mayor miedo?

Que dejen de verme, pensó. Morir sin ver de nuevo los ojos de Fideo posados en él. Alzó las cejas, intentando parecer hastiado.

—Las preguntas aburridas.

—No te estás tomando esto en serio, Teddy. Tu padre confía en que te pueda ayudar.

—Yo sé hablar con la gente. Si me hicieras preguntas buenas contestaría mejor. Le gusto a la gente. Tú me tienes que dar estrategias en la arena. Eso no lo sé hacer. —Bajó la voz, para que no le oyera Faye, estuviese donde estuviese—. He hecho algo desastroso en la sesión privada y no me van a dar lo que se dice puntos, así que, ¿qué hago cuando venga el monstruo ese del 4 y quiera desangrarme para sus tatuajes?

—Correr, ya te lo he dicho.

—Ya, también me has dicho que no busque alianza, y no estoy de acuerdo.

—Frente al tributo del 4 no puedes hacer nada más que confiar en la suerte. Huye, escóndete, rómpele la nariz sin que te clave una lanza en las costillas, pon a uno de tus aliados entre tu cuerpo y la espada. No se ganan los Juegos jugándolos bien. No hay reglas. El azar hace las cosas.

—Y las hace mal.

—Lo que tú digas.

Beetee se levantó con las dos manos en las sienes y se fue, frotando, a tomar un vaso de agua. Teddy se cruzó de brazos mientras miraba la televisión, en la que ponían recapitulativos de los últimos tres días de entrenamiento y hacían una cuenta atrás para las puntuaciones, enseñando de vez en cuando a los tributos en la sala de espera. Aún quedaban los dos del 12.

Empezó a maquinar un plan. Había que dar buena impresión en la entrevista, ¿no? Pues tenía que hacer algo al respecto con Joey y Farik. Les diría… Les preguntaría sus estrategias, y les diría que tenían que dar una imagen adecuada. En Farik se podía confiar, era un guaperas mentiroso de tres al cuarto que no sabría hacer nada que no fuese quedar bien. Joey en cambio era un chicote cerrado que, según sus propias palabras, hacía lucha libre, pero que no sabía mantener una conversación de más de medio minuto. Había tenido la mala idea de no elegir a Johanna Mason como mentora, y era una pena. De hecho, le daba miedo su compañera de distrito, cosa que a Teddy le venía mal. Pero el chico del 6 ya se había juntado con los profesionales, y ninguno de los demás chicos tenían lo que había que tener. El del 5 parecía un idealista, fácil de manipular, pero inútil. El chico del 11 habría sido bueno si no hubiese sido tan independiente.

No, Joey era el adecuado. Igual le retaría a decir alguna palabra en concreto en su entrevista, como "desnudo", o "asesinato", o "te quiero". O las tres. Tenía que pensarlo un poco mejor.

Joey Rheder (Distrito 7)

La chica del distrito 1 sacó 11, y el chico, 12. Joey no quería ni imaginarse lo que habían hecho para merecer tal puntuación.

Joey hizo girar el talismán que le había dado su padre alrededor de su dedo. Él se había esforzado por tumbar monigotes, pero es difícil practicar lucha libre contra maniquís inmóviles. Durante los días de entrenamiento no había conseguido aprender gran cosa. Los arcos le parecían objetos del demonio. De los cuchillos sólo entendía que entraban por la punta y que los de doble filo cortaban por los dos lados. Al menos había sido capaz de enfrentarse a las cuerdas y salir airoso habiendo hecho unos cuantos nudos.

Pero a la hora de la verdad, unos nudos y un par de monigotes derribados no debían de haber impresionado demasiado a los Vigilantes.

Aún no había salido su puntuación, paciencia.

Al otro lado del sillón estaban la Birch Bitch y su mentora. Joey se había negado a hablar con su compañera de distrito desde que se habían subido al tren, pero seguían compartiendo salón. Podría admitir en voz alta que la chica le daba miedo. Más que el que le daba la profesional del Distrito 1, quizá porque había pasado mucho más tiempo oyendo historias sobre la puta de su distrito que sobre la profesional que acababa de sacar un 11.

Eso si sólo hablábamos de las chicas. Recordaba el nombre del chico del 1, Bright, porque le había parecido una broma del destino que esa bestia se llamase "brillante".

Un escalofrío le recorrió el cuerpo: y aún tenía que ver la puntuación de las habilidades de veintidós otros tributos.

Salieron los del 2. Joey se sentía más cercano al chico del 2, por alguna razón. Jake, se llamaba Jake. Sacó un 9, lo que parecía una nota más habitual, más abordable. Joey casi ni había visto a la chica pelirroja, que sacó un 10.

Bien, ya había pasado lo peor. Ahora le tocaba a Teddy, su "jefe de alianza" o lo que fuera. Tanto él como su compañera sacaron notas malas, por debajo de 5, y Joey se preguntó para qué era Teddy el que les daba órdenes. Igual era lo único que se le daba bien.

De repente Joey recordó al monstruo del 4. Se había olvidado de esa amenaza. La foto que le habían hecho no le hacía justicia. Le faltaban las pieles que llevaba el día de la Cosecha. Le faltaban los tatuajes de sangre que se hacía cuando le ponía la mano encima a la herramienta adecuada.

Además sacó un 8.

—Ese chico tiene que haber disgustado a los Vigilantes —dijo su mentor, Blight.

—A mí me gustó su desfile —comentó Johanna Mason. Ella y la puta se rieron. Joey se alegraba de no tener que discutir con ellas.

Estaba impaciente por llegar a su puntuación. A partir de entonces, miraría al resto de tributos y se preocuparía por los que sacasen mejor puntuación que él. Eso le había recomendado Blight, pero era difícil. Si no conocía su puntuación, serviría de bien poco.

Los del distrito 5 sacaron notas decentes, pero por debajo de 8. La chica del 6 no tenía interés pero el chico sacó un 8. Joey no recordaba haberle visto hacer nada interesante, aunque suponía que era alto y fuerte. Se fijó en la foto, pero no estaba seguro de reconocerlo siquiera.

Las chicas cuchicheaban a su izquierda, probablemente preguntándose por sus habilidades.

Por fin les tocaba a ellos. La puta iría primero.

En la pantalla del televisor apareció su foto seguida de lucecitas e hilos de colores, y después de unos segundo de expectación apareció la puntuación. 7. Joey pensó que vomitaría si tenía que esperar un solo segundo más.

Y ahí estaba.

Sacó un 5.

Eso implicaba demasiados rivales. Era mejor que las notas del Distrito 3, pero peor que los dos del 5, y peor que su propia compañera.

Apretó su talismán. ¿Estaría su padre viendo los Juegos? ¿Seguiría lúcido, creería en él, o habría abandonado ya toda esperanza? Joey se forzó a recordar su última victoria en la lucha libre. Un 6 no era nada, no había hecho nada ni remotamente parecido a lo que solía hacer en los momentos de mayor tensión. Quizá no sabía derribar monigotes, y los profesionales eran profesionales del derribe de maniquís, pero él sabía lo que era la acción.

Se había perdido las notas del 8. Bueno, las pondrían en el recapitulativo.

En el 9, la chica sacó 7 y Farik un 9. Por lo menos su alianza se sustentaba en algo. En el 10, los dos sacaron mejor nota que Joey. La chica del 11 sacó un 10, igualando a los profesionales, o parte de ellos, y el chico un 7. Por suerte, en el 12 no le superaron.

Al contabilizarlo todo, Joey se dio cuenta de que sólo 5 personas tenían peor nota que él. Se había fijado que la chica del 8 le había igualado. Sus posibilidades de salir vivo de la arena parecían ínfimas. Si todos muriesen por orden de nota, ganaría el chico del 1, y él moriría en el Baño de Sangre.

Una perspectiva que le daba escalofríos.

No.

Aceptaría el desafío. Por muy complicado que fuera, no podía rendirse ahora. No podía rendirse como su padre se había rendido.

Decidió que bajaría al comedor, donde los tributos cenaban. Por descontado, no esperó a la Birch Bitch.

Sólo había tres personas en el comedor. Los dos del Distrito 3 y el chico del 8. Todos peores que él. Joey no sabía si alegrarse o echarse a llorar.

—¿Vienes al club de los Tributos Muertos? —le preguntó la chica del 3, rociándole con una calada de humo negro.

Joey apartó el humo con la mano e hizo como que tosía, aunque no olía mal.

—No pienso abandonar antes de empezar —contestó él.

La chica se rió.

—Ya hemos empezado, por si no te has dado cuenta.

La segunda calada la echó haciendo un círculo a su alrededor, como si fuese demasiado vaga como para señalar con el dedo. Joey supuso que se refería al edificio. Al Capitolio.

—No nos estamos matando, que yo sepa.

La chica tenebrosa puso los ojos en blanco y se metió el vapeador en la boca por tercera vez. Cuando lo sacó, se puso a hacer círculos de humo.

—Ésa es la única habilidad que lleva practicando estos últimos días. Quizá le han puesto un 2 porque les ha dibujado una Arena con humo —le comentó a Joey su pseudo-jefe, Teddy.

La chica se rio.

—A veces tienes gracia, Teddy.

—No me llames Teddy, mendiga.

Siguieron el partido de tenis de insultos. Joey se dio cuenta de que no era el único que no se llevaba con su compañera de distrito, aunque al menos él no iba a cenar con ella. El niño del 8 los miraba atónito, como si pudiese aprender algo de ellos. La chica del 3, aún siendo mucho mayor que el niño, había sacado peor nota que él. Si Joey estuviese en su lugar no intentaría aprender nada de esa parejita.

Se dedicó a comer hasta que se callaron. Seguía sin bajar nadie más. Entonces habló el niño.

—¿Qué vais a llevar en la entrevista?

El grupo se quedó mirando al chico con incomodidad. Parecía bastante malo leyendo el ambiente.

Parecía que nadie iba a contestar, y Joey se apiadó de él.

—Un traje, creo.

—¿No tienes más detalles?

Joey no sabía qué decir. Era en parte porque el traje era estrategia, y en parte porque no tenía ni idea. Su estilista, una cuarentona guapísima, le encontraría algo que llevar que fuese decente. No tenía mucha estrategia, ya que tanto él como su mentor se negaban a pronunciar más de seis o siete palabras al día. Se encogió de hombros.

—¿Y vosotros? —preguntó el niño, probando suerte.

—Algo negro —musitó la chica del vapeador.

—Cualquier cosa que no sea negra —añadió Teddy, echándole una mirada impregnada de asco.

—Pues yo voy a ir de mezclilla y algodón, pero mi estilista ha decidido teñir el algodón con índigo y la mezclilla con cochinillas para intentar que salga un rosa bastante potente. Me ha contado que…

Joey cerró las orejas. Pasaba de escuchar verborrea. El niño podía haber estado con su compañera de distrito. Por lo menos, Joey tendría a alguien con quien medirse de verdad.

Suspiró, metiendo la mano en su bolsillo para volver a tocar el amuleto de su padre.


¡Tenemos puntuaciones! ¿Qué opináis? ¿Estáis contentas con los resultados de vuestros tributos? ¿Alguna queja? ¿Sorpresas inesperadas, a lo Katniss?

Creo que vamos a ponerlas oficialmente en la lista de tributos de la bio (y espero hacerlo en cuanto publique para que no se me olvide).

También me he enterado que hay autores de tributos leyendo en las sombras. ¿Un pequeño comentario, queridas? Los reviews son la gasolina del ficker.

Nos vemos la semana que viene, con las entrevistas.

Gui y Rebeca