Capítulo 8. Al habla


La entrada al escenario

Sury (Distrito 2)

Enobaria se paseaba por delante de ella con movimientos felinos, la miraba con cara de te voy a arrancar los ojos y a servírmelos para la cena y esbozaba una especie de mueca que dejaba ver sus dientes puntiagudos como los de un tiburón.

Estaba mostrando como debía ser su entrada en el escenario el día de la entrevista. Llevaba un vestido de seda rojo atado en la espalda y largo hasta el suelo y su melena, larga y negra, recogida en lo alto de la cabeza. Era hermosa. Daba pavor. Las dos cosas al mismo tiempo.

Sury intentó imitar esa sonrisa ladina mientras la observaba. Se mesó el pelo corto y anaranjado, deseando tener una melena para peinarla igual que ella mientras se preguntaba si podrían hacerle el mismo trabajito en los dientes antes de entrar al estadio y qué pensarían sus padres al verla. Había estado pensando mucho en sus padres los últimos días. Había soñado con la cara de terror de su padre cuando la escuchó decir que sería voluntaria y en las lágrimas silenciosas que caían por las mejillas de su madre. Él tenía los ojos enrojecidos y húmedos cuando se despidieron en el Edificio de Justicia. Estaba furioso, y sin embargo aseguró que estaría orgulloso de ella pasara lo que pasara en los Juegos. Le dijo que siempre había estado orgulloso de ella.

Recordar esas palabras todavía era como recibir un sopapo en toda la cara. Tenía que ganar. Tenía que ser la mejor. Quería volver a casa.

Enobaria se paró frente a ella, sus uñas largas como garras rozaron su mejilla en una caricia agresiva.

—Sury, ¿estás aquí? ¿Lo pillas? —le preguntó—. Tienes que dar miedo. Tienes que ser una diosa de la muerte. Que todo el mundo sepa quién ganará esta edición, porque tú vas a matar a degüello a todo el que se cruce en tu camino.

Ya estaba hablando de matar otra vez. Enobaria tenía una cosa con las muertes ajenas. Disfrutaba viéndolas, hablando de ellas. Le había contado cómo descuartizó a un contrincante de sus juegos unas treinta veces en los pocos días que llevaba de su mentora.

Sury asintió con la cabeza. Enobaria alzó su mentón con los dedos.

—Así —dijo—. Siempre alto. No bajes la cabeza ante nadie. Tú eres la reina en esta partida.

Cómo le gustaba. Tenía que admitir que una parte de sí misma deseaba ser ella. Los otros mentores le hacían pasillo cuando pasaba. El día anterior le había prometido al mentor del 11 arrancarle los huevos con los dientes si seguía mirándola de esa manera. El hombre casi se orina encima.

Cuando Enobaria sonreía sin mostrar los dientes no daba tanto miedo. Se sentó en una silla a su lado.

—Estate tranquila —le aconsejó, dándole una palmaditas amistosas sobre la pierna. Enobaria a veces la sorprendía con raros gestos cariñosos—. Lo harás bien. Te veo madera, solo tenemos que pulirla. Venga, ahora tú.

Sury se levantó nerviosa.

—No te muerdas el labio —ordenó Enobaria—. Queremos que parezcas peligrosa, no que te deseen en sus camas.

Sury tragó saliva. Le costaba caminar con los tacones y el vestido era demasiado largo para ella. Mostraba demasiado en la parte superior. Aunque estaba bien formada, aún no tenía el cuerpo escultural de Enobaria, con músculos de la cabeza a los pies.

Enobaria se incorporó para corregir su postura.

—Te he dicho que no mires al suelo —la regañó, alzando su cabeza de nuevo—. La altura es poder, Sury. Tienes que entender que todos interpretamos un papel en este juego, incluso los niñitos indefensos como en el 8 y el 12, y más vale que tengas claro el tuyo si quieres ganar. A ver, repasemos, ¿qué le dirás a Caesar cuando te pregunte por qué has venido a los Juegos?

—No lo sé…

De repente Sury se sentía desbordada. Tener delante a Enobaria, una vencedora, la mejor vencedora de todos los tiempos, la estaba alterando. En lugar de aprender de ella todo lo posible se sentía deseosa por pedirle un autógrafo y notaba que le temblaban las manos. La mujer no se prodigaba mucho por la Academia, tenía que atender otros asuntos de vencedora y ahora que la tenía justo en frente, la estaba cagando. Esperaba estar más elocuente en su entrevista. Y más tranquila.

—Como vuelvas a decir no lo sé te arranco la lengua—amenazó Enobaria—. Has venido a ganarlos. Has venido porque puedes ganarlos.

Se acordó de su amiga Miriel, quien siempre se enfurecía cuando ella contestaba así a alguna pregunta. Si no sabía la respuesta inmediata, se quedaba en blanco.

—¿Y cuál será el papel de Jake? —preguntó Sury para cambiar de tema. Había declarado a Jake su archienemigo nada más verlo presentarse voluntario. ¿La razón? No la sabía. Que fuera un hombre le parecía suficiente motivo.

—Eso tendrán que decidirlo entre él y Brutus. No te interesa su papel. Lo único que te interesa es que debe acabar muerto, igual que el resto.

Sury había estado buscando las grietas en su compañero tributo. Sabía que las tenía, debajo de esa fachada de tipo estoico y tenaz, podía ver sus inseguridades. No sólo se trata de Jake, se dijo. Habrá veintidós tributos más ahí fuera. Pero no podía evitar querer ser mejor que él. Poco importaba lo que dijeran los Vigilantes, con sus puntuaciones y sus patrocinadores. Aquí y ahora, veía a Jake como su contrincante directo. Al menos ella había acudido por méritos propios a los Juegos y no porque un capullo hubiera dejado embarazada a una chica y en la Academia no quisieran dejar al niño sin progenitor si las cosas se torcían.

—¿Habéis hablado sobre la alianza? —quiso saber Enobaria.

La alianza profesional se daba por hecho en cada edición de los Juegos. A no ser que se diera el caso de algún tributo díscolo, se unían para dar caza a los más flojos hasta que no quedaba más remedio que separarse. O matarse.

—Sí —dijo Sury de mala gana. Preferiría no tener que tratar con varones. Preferiría matarlos directamente y no tener que pasar ninguna noche junto a ellos. O tal vez preferiría dejarlos en ridículo en la batalla final, sobre todo a Jake.

—Sé lo que estás pensando —dijo Enobaria—. Pero pueden serte útiles. Recuerda, no los mates si todavía puedes utilizarlos. Vamos a intentarlo otra vez. Yo seré Caesar.


Cosas bonitas

Bright (Distrito 1)

Cuando llegaron al ascensor salían de él los del Distrito 6, como si todo hubiese sido orquestado. Bright se encontró frente a frente con Nevada. Llevaban varios días mirándose de lejos en las salas de entrenamiento y en el comedor. Bright lo había estado haciendo sin querer. Sus ojos iban como imanes hacia el cuerpo flexible de la chica. Se movía entre obstáculos, intentaba luchar con la espada, aprendía a pintar camuflaje, a hacer nudos, a usar un arco. Parecía cada vez más determinada, cada vez menos frágil, y cada vez más engatusada con Bright. Estaba prácticamente seguro de que se había dado cuenta de que la miraba y eso le había hecho sentir curiosidad.

Bright sabía que era guapo, porque era igualito a su gemelo, Silver, y objetivamente Silver era guapo. Alguna vez las chicas del distrito se habían peleado por ellos. Sobre todo las que no estaban en la academia. Para una chica sin entrenar, Bright debía de tener el cuerpo de un dios andante, confirmado por su proeza en la sesión privada. En los entrenamientos, había aprovechado un cambio de turno de vigilantes para quitarse la parte de arriba del uniforme cuando sabía que ella miraba y echar un par de flechas dándole la espalda, permitiéndole admirar sus músculos tensarse y llenarse de sudor. Acto seguido se había girado a comprobar si seguía mirándole, pero Nevada ya no estaba en el mismo lugar.

Bright no cejó en su empeño, aunque nunca se había atrevido a ir a hablarle. Ésta era su oportunidad.

De alguna manera, el equipo de preparación había conseguido realzar en Nevada todo lo que brillaba en ella. La habían vestido de rojo, con una especie de velo o capucha enganchado a mitad de su pelo, y la zona de sus ojos y sus pómulos aparecía clara bajo la luz del pasillo. El conjunto le recordaba a las montañas de jaspe rojo del almacén de Emerald, el hermano de Atena. Durante una época, había frecuentado mucho el lugar. Después de que Emerald empezase a flirtear con su ex, la misma época en la que Atena empezó a rozarle la mano, dejó de ir.

No estaba en su estrategia, pero Bright se inclinó ante ella y le dedicó un gesto, como suplicándole que le otorgase el honor de tomar su mano para poder besarla. Nevada actuó como si hubiese nacido para el papel. Primero se rozó los labios con la yema de los dedos, sorprendida y complacida, y después, como una bailarina, le alargó la mano grácilmente. Bright la sujetó con la derecha y le acarició el dorso con los labios.

Esme bufó tras él, y Nevada aleteó las pestañas al levantar la mirada de su caballero. Su expresión a penas se alteró. Parecía querer calmar a Esme con la mirada. Bright no podía entender cómo Esme no caía rendida ante la chica. Pensaba lo mismo de Arth Baker, el que pretendía poder medirse con los profesionales. Bright lo consideraba un rival menor, indigno de luchar contra él.

Nevada en cambio…

—No te preocupes por ella, Nevada. Está celosa de tu asombrosa belleza.

Le dedicó una mirada socarrona a su compañera de distrito. Si hubiesen estado solos, habría soltado alguna palabra soez sólo para incomodarla.

Esme decidió que lo mejor que podía hacer era encabezar la marcha hacia el escenario donde tendrían lugar las entrevistas. Arth Baker la siguió, consciente de que no conseguiría nada con Bright, y consciente también de que el profesional le había robado la mejor entrada. Ahora tendría que convencer a Esme de que hablase con él con una táctica distinta.

Bright esperó a que se marcharan y caminó despacio, con Nevada agarrada de su brazo.

—¿Te agradan las instalaciones? —le preguntó Bright, haciendo un esfuerzo sobrehumano para hablar normal. Por supuesto, ella no hablaría si él no empezaba la conversación.

—Me maravillan las cosas bonitas. Mi sueño era venir al Capitolio.

—¿Ah sí? —se sorprendió Bright. Creía recordar que no había reaccionado bien a la Cosecha. Nevada no soltó prenda. Así que tendría que dedicarle más empeño—: Es verdad que el Distrito 6 no parece precisamente brillante.

Nevada contestó con una sonrisa. Una sonrisa deslumbrante, que hizo que Bright se olvidase de todo y de todos. A la mierda Atena y sus roces sutiles, le había preparado para la diosa que tenía en frente. A la mierda Silver y sus ataques por la espalda. Bright estaba allí. Bright se llevaría la gloria, y además podía besar a la chica.

En seguida se le ocurrió algo nuevo que preguntar. No se desanimaba tan fácilmente.

—Vas a enamorar al público en su totalidad, Nevada. Yo, que te he visto de cerca, estoy cegado con tu belleza.

De alguna manera, supo que se había sonrojado, aunque casi no se le notaba. Se preguntó si sabía controlar sus sonrojos. Parecía que sí, y que Bright había caído rendido ante ella gracias a eso, sin posibilidad de escapar.

Las escaleras que llevaban a la escena estaban a menos de tres metros.

—Nevada, ¿me permites acompañarte hasta tu asiento?

—Nada me complacería más —contestó ella, con un brillo de ilusión en los ojos. Había dejado la frase en el aire, como pidiéndole algo a Bright. Él tardó un instante en entender que le estaba pidiendo su nombre.

—Me llamo Bright, y espero tener el honor de que recuerdes mi nombre.

—Te esperaré a la salida de las entrevistas, entonces, Bright.

—Nada me complacería más —concluyó él, repitiendo la frase de ella.

Entonces le ayudó a subir los peldaños y la guió hasta los mentores. De repente se dio cuenta de que faltaba uno de los mentores del 6. Era extraño, pero quizá estaba en algún baño del edificio, con la morflina corriéndole por las venas.

Esperó a un lado mientras Nevada hablaba con el mentor restante. Gloss le dedicó una mirada inquisitiva pero Bright le quitó importancia con un gesto de la mano. Cuando hubo terminado, Nevada se giró casi imperceptiblemente. Aquella era su señal.

Bright se enderezó y alisó su chaqueta, que se había arrugado mientras esperaba adosado a la pared, y se acercó a ella prestamente. Volvió a tomarle la mano y aprovechó para besársela de nuevo.

—Oh, Bright… —suspiró ella. Él estaba encantado.

El tiempo que tardó en acompañarla a su asiento fue demasiado corto, pero no pasó desapercibido por el público. Bright se despidió de ella como si le doliese el corazón. Volvió a su asiento pensando en que no podía esperar a que acabasen las entrevistas para levantarse y volver a ir a por ella.

—Me ha sorprendido lo patético que puedes llegar a ser —le susurró Esme en cuanto se sentó a su lado.

—Tú sí que eres patética. Te he visto mojar las bragas por esa chica y luego vas de que la odias. ¿De quién tienes más celos, de ella o de mí?

Bright estaba seguro de que Esme habría podido darle una sonora bofetada ahí mismo si no hubiese tenido público delante.

—Estás más guapa cuando te pones escarlata, ya me agradecerás luego que saque tu lado salvaje delante de las cámaras.

Esme no contestó. Bright recordó lo silenciosos que habían estado en el desfile y le apenó no haber podido disfrutar más de hacer enrojecer a su compañera de distrito. En unos días había adquirido un dominio sin parangón sobre su flujo sanguíneo. Muy útil para un enfrentamiento en la arena.


La pregunta del millón

Azalea (Distrito 12)

Azalea llevaba un vestido sin mangas, lo que hacía destacar la delgadez de sus pequeños brazos. Parezco un espantapájaros, pensó al mirarse en el espejo, antes de salir a escena. Un espantapájaros que ha vuelto a pasarse con la purpurina y con el brillo de labios. Los notaba pegajosos, los labios, como si les costara separarse uno del otro. El vestido sin mangas era corto y etéreo, del azul del cielo nocturno, con luminosas incrustaciones que imitaban las estrellas. Era lo más bonito que había visto en su vida y a su vez, su piel oscura hacía que desapareciera dentro. Al menos el pelo trenzado en forma de corona la hacía un poco más alta.

Estaba pensando en todo eso, que en realidad le daba lo mismo, para no tener que pensar en lo que le tocaría hacer en poco rato: hablar. Y no sólo hablar, sino hacerlo para que la escuchase todo Panem. Haymitch, su lamentable mentor, le había aconsejado que lo mejor que podía hacer era dar pena.

—Tú cuenta todos tus dramas —esas fueron sus palabras exactas—, con un poco de suerte a algún capitolino con dinero se le removerá la conciencia. Aunque es poco probable.

Poco probable. Todo en los Juegos era poco probable, según Haymitch. Que le gustaran James y ella a la gente era poco probable. Que pasaran del baño de sangre era poco probable. Era poco probable que consiguieran pasar una sola noche vivos en el estadio. Aunque también lo era conseguir que su padre temblara con sólo mirarla. Y lo había hecho. Recordaba su cara de alivio cuando dijeron su nombre en la plaza. Y también la forma en que no se acercó a menos de un metro de ella en el Edificio de Justicia. No hubo abrazo. Él no la habría tocado ni con un palo.

A través de una rendija en el telón podía ver a James en su entrevista con Caesar. James era como un chiste andante y estaba consiguiendo sacar risitas entre el público a base de contarles las miserias del Distrito 12 y las suyas propias. Como la vez en que un gato salvaje había acabado con todos los roedores de su barrio y a consecuencia de eso, habían tenido que acabar cocinando al gato. A la gente le haría gracia, pero no era ni de lejos la única familia que había comido gato en el 12. Tuvieron suerte de que en ese caso no fuera su propia mascota.

Al final de la entrevista Caesar le hizo la pregunta del millón.

—¿Matarías a alguien para ganar los Juegos, James?

El chico se puso blanco. Luego se puso verde, como si estuviera a punto de vomitar. Azalea ya le habría llevado un cubo.

—Supongo que la respuesta más humana es decir que sólo lo haré en defensa propia —dijo al fin—. Pero no lo sé, Caesar. ¿Puedo tutearte?

—Tutéame, hijo

—Pues lo cierto es que preferiría estar en casa comiendo gato.

En defensa propia. Son los Juegos del Hambre, pensó Azalea. Todo es en defensa propia.

Lo único malo de la entrevista de James fue que se terminara. Había llegado su turno. Su estilista le había puesto zapatos de tacón alto que ella se había quitado antes de llegar al escenario. Salió descalza y se sentó en un sofá del que le colgaban las piernas. No había manera de ser elegante si las piernas no te llegaban al suelo.

Normalmente las chicas de los distritos saldrían primero, pero ese año lo habían cambiado, lo que hizo que Azalea se quedase para la última. Había podido escuchar todas las entrevistas previas. El inútil de Haymitch le había dado pocos buenos consejos hasta el momento, pero sí le había dicho que observase al resto. Como se movían, la forma en que hablaban o como fingían, cualquier cosa podía servir para encontrarles puntos flacos. Era algo que Azalea ya estaba acostumbrada a hacer: observar a la gente. Normalmente tardaba poco en decidir si eran amigos o enemigos. Nadie se la iba a volver a colar como había hecho su madrastra, que tan pronto le daba un abrazo como la pellizcaba tan fuerte que le dejaba la marca durante una semana.

La chica del Distrito 1, Esme, por ejemplo, tenía una actitud de pija estirada y más falsa que judas. Hasta que Caesar le había preguntado por sus amigos. Entonces se había relajado, había dejado de parecer que tenía un palo metido por el culo y había hablado con sinceridad. Ese era su punto débil, había gente que en realidad quería. A Azalea le vinieron a la cabeza sus hermanos, las únicas personas que le importaban en el mundo y pensó en quién podría convertirse ella si todo le diera lo mismo. Si no tuviera a nadie en casa por los que volver viva. Tuvo que recordar que el amor no es una debilidad, sino algo por lo que seguir luchando. Por eso regresó aquel día del bosque. Por eso había hecho todo lo que había hecho.

Había podido comprobar durante la entrevista de Brigh, el tributo compañero de Esme, que el aspecto de cretino que tenía durante los entrenamientos iba completamente acorde con su personalidad. Un poco cómico y absolutamente memo y engreído.

Otros que habían llamado su atención fueron los del Distrito 3. Ella había hecho figuritas con el humo de su vapeador como si fuera una artista del circo. Parecía que le importase todo un pimiento. Su compañero, no obstante, daba la impresión de esforzarse demasiado por caerle bien al público, lo que no logró ocultar un ego del tamaño del rascacielos más grande del Capitolio. Todo lo hacía bien, nada se le daba mal, el distrito entero había lamentado su partida y además, en los pocos días que llevaba en el Capitolio había conseguido lo que no tenía en casa: verdaderos hermanos. Azalea supuso que se refería a los tributos del 7 y del 9 con los que se juntaba. Apenas dejó hablar a Caesar. Increíble.

Por otro lado, los dos del Distrito 4 eran todo un espectáculo. ¿De dónde había salido semejante criatura? pensó refiriéndose a Torkas, que quería que lo llamasen Fantasma y claramente eso es lo que era. No había suficiente sangre para derramar en el mundo, según sus estándares. Además, quería llegar a ser el alcalde de su pueblo o algo por el estilo. Azalea no le hizo mucho caso, sólo tomó nota mental de no cruzarse con él. Silvana, su compañera de distrito, era un huracán con brazos y piernas que al parecer también sabía cómo manejar un arco. Con ésa había que andarse con cuidado.

A Azalea le gustaba observar a la gente, pero intuía que los más importantes eran los profesionales. Iban a ser los primeros en intentar cazarla. Los del 2 eran tan del 2 que no merecía la pena recordarlos. Sí que se le quedó grabada la entrevista de La Elegida. Sobre todo porque Afena repitió esas palabras unas treinta veces, para que a nadie le quedara duda.

La noche se le pasó volando y cuando llegó su turno de hablar, tuvo una sensación de peligro inminente, como cuando presientes que vas a caerte y solo tienes unos segundos de reacción antes de la catástrofe. Caesar le acababa de preguntar por su familia. ¿Qué podía responder a eso? ¿Que no tenía más familia que sus hermanos?¿Que el resto estaban todos técnicamente muertos? ¿Que la que había sido su verdadera madre había dejado este mundo a causa de una paliza que alguien le había dado? La encontraron en el suelo de su casa sangrando por la cabeza. Azalea sólo recordaba sus propios gritos. Al final dijo:

—Les quiero mucho.

Le costó pronunciar esas palabras tanto como si hubiera hecho la distancia entre el Capitolio y el 12 corriendo. Miró a Caesar implorando que diera por terminada la entrevista. No quería seguir hablando delante de todos esos desconocidos. Sentía la boca cada vez más seca. Entonces Caesar preguntó:

—Bueno Azalea, ¿crees que puedes ganar estos Juegos?

Esas palabras fueron más fáciles.

—Sí —le dijo.

Encontraría la forma de presentar pelea, igual que siempre había hecho. No pensaba rendirse antes de comenzar la batalla y, además, tenía sus métodos.

Bernese (Distrito 8)

Los focos del escenario emitían calor. Aquello era lo único en lo que realmente se había fijado Bernese. Le parecía impresionante. Por supuesto que asociaba la luz y el calor, pero en la peletería pocas veces tenían electricidad. Más bien usaban velas, en las pocas ocasiones en las que hacía falta iluminar la noche.

Además, tener tantas luces delante de los ojos le impedía ver al público. Cualquiera lo diría.

Caesar Flickerman había dejado atrás al bestia del Distrito 4 e intentaba sacarle algo a la chica del 5.

A su lado, Nick se comía las uñas. Bernese le puso la mano encima y él le sonrió. Le recordaba demasiado al muchacho muerto de hambre al que había tenido que enterrar. Cada vez más, la cara demacrada de su recuerdo se confundía con la de Nick.

Lo peor de tener los focos en los ojos no era el calor, ni la ceguera, ni siquiera el hecho de que estaba empezando a dolerle mucho la cabeza, sino que representaban los ojos del público. Del Capitolio. De todo Panem.

Caesar se rió con el chico del Distrito 5. Habían encontrado terreno del bueno y se estaban entendiendo. El muchacho sólo sabía hablar de espadas, pero Caesar había conseguido sacarle de su zona de confort y le había hecho contar una divertida anécdota de cómo de niño había metido una aguja en un enchufe, dándole el calambre de su vida y haciéndole ganar el sobrenombre de "El Chispas".

Fantasma, el Chispas… Bernese no tenía un mote para hacerla sobresalir. Woof y ella habían indagado en esa estrategia unas noches antes, y aunque a su mentor le gustaron las historias de sus perros, se lamentaba de que no tuviese nada singular que le perteneciese a ella y la volviese especial.

Le llegó el turno a Nevada. Bernese la recordaba bien, porque le producía la misma sensación que Nick. De inocencia, como si el mundo le viniese demasiado grande. Sin embargo, Nevada pronto llevó la voz cantante en la entrevista. Sabía lo que se hacía. Había llegado allí del brazo del chico del Distrito 1, que había tenido que contestar preguntas sobre su caballerosidad, y Bernese empezó a preguntarse si aquello no era una estrategia.

Los focos: todo era estrategia. Estaban en un teatro. Bernese tembló. Los humanos eran demasiado complicados. Era más fácil la simpleza de los perros.

Los minutos pasaban y Caesar se acercaba a ella cada vez más. Como pez en el agua con tributos parlanchines, y más bien atravesando lodo, como con el chico taciturno del 7. Antes de que se diera cuenta, el presentador había terminado de exprimir al pobre de Nick y se dirigía a ella.

—Querida Bernese, tengo curiosidad, ¿qué significa tu nombre?

—Es una raza de perro. Creo que originalmente era un gentilicio. Para hablar de su lugar de procedencia —contestó ella. Esa pregunta se la había hecho mil veces a sus padres. Le gustaba imaginarse como un perro, aunque ellos no tenían ninguno de raza, y la procedencia lejana, legendaria, le procuraba tranquilidad.

—¿Te llevas bien con los de tu especie, entonces?

Bernese le rio la broma. Caesar podría haber sido alguien que fuese a las noches de baile de su distrito. También contestó, dándose cuenta de repente de que estaba hablando, de que ésa era su entrevista, y que no lo estaba haciendo mal. El tema de los perros dio para un minuto y medio, y el público soltó un gran "ooh" cuando Bernese explicó que habrían sacrificado a sus hermanos por sus hermanas.

—Vamos a lanzar una petición para que no los sacrifiquen, ¿verdad? —Caesar alentó al público.

Bernese les estaba sinceramente agradecida por el gesto, aunque le parecía hipócrita. Ellos mandaban matar niños.

—Seguramente ya hayan muerto.

—Mi más sentido pésame, Bernese. Debe de ser duro para ti.

—Bueno, ellos me han acostumbrado al dolor, ¿sabes? No son cachorritos sin dientes. Son verdaderos animales, descendientes de los lobos. La vida con ellos es dura, como en los Juegos.

Esperaba no estar pasándose.

—¿Te han mordido?

Bernese se dio cuenta de que el público empezaba a horrorizarse. Había visto cómo quedaba desde fuera, cuando Willow contó su historia del chico al que dejó tuerto. Era mejor eso que la indiferencia que habían sentido por el chico del 3, Theodore, que les había aburrido con sus historias de ser el mejor y el más escuchado de su distrito, pero prefería no arriesgarse.

—No más que yo a ellos.

Caesar y el público se rieron.

—Cuidado con las apariencias, que aquí tenemos a una fierecilla. Hay que andarse con cuidado cerca de ti, ¿verdad, Bernese?

Bernese asintió despacio, con los ojos ensombrecidos, recordando al muchacho escuálido de la fatídica noche. Había sido más fácil que sacrificar a un perro. Había tomado la decisión sin pensarlo demasiado: le había parecido obvio que el niño no sobreviviría, y no lo conocía. No le tenía el mismo afecto que a sus chuchos. Aún así no podía evitar pensar que había algo malo en todo eso.

—Esta chica puede ser letal, sus compañeros tendrán que temerla. ¡Recordad que la puntuación no lo es todo! Bueno, evidentemente aquí será distinto, no es lo mismo sacrificar un perro que matar a un tributo.

Bernese puso cara de circunstancias.

—Cierto… —dejó caer. Qué gran mentira.

—Y dinos, Bernese, ¿tienes algún muchacho en el distrito que se atreva contigo?

Le iba a costar continuar, pero se acordó de ese amigo con el que se había besado, en mitad de un corro de parejas, y decidió hacer de él a su supuesto novio.

Cuando Caesar terminó con ella y pasó a Farik, le cayó el cansancio como una losa sobre la cabeza.

Tenía que haber visitado la tumba. Tenía que haberle puesto flores. Matar no estaba bien, aunque fuese con buenas razones. Y sin embargo, tendría que hacerlo de nuevo.

Adrien (Distrito 10)

Adrien salió perturbado de su entrevista con Caesar. No creía haberlo hecho mal del todo. Caesar le había preguntado por su trabajo y él había contestado. Le había preguntado por su familia y Adrien había hablado con sinceridad y cariño de su padre. El problema vino cuando le hizo la típica pregunta de si había alguien especial en el distrito esperándolo. Ahí es donde la había cagado. Al escuchar la palabra especial, fue Lynn, su mejor amiga, lo primero y lo único que se le vino a la cabeza. Luego, como un idiota, lo había dicho en voz alta. Lo importante que era para él esa miniatura de chica, lo mucho que la añoraba aunque sólo llevasen separados menos de una semana. Gracias a que no se le escapó lo que llevaba pensando desde que se habían despedido en el Edificio de Justicia: que le hubiera gustado darle algo más que un abrazo. Lynn debía estar alucinando en casa. Se la imaginaba de arriba abajo por el pasillo, pensando en que cuando volviera iba a asesinarlo con sus pequeñas manos.

Tanto tiempo aguantando los sentimientos para ahora vomitarlos encima de un escenario, con todo Panem mirando.

Maraya, su compañera y a esas alturas casi amiga, se había dado cuenta de que estaba turbado por algo.

—Suéltalo —le había dicho—. O te va a acabar atragantando.

Se lo había contado todo. Porque era Maraya y porque era de casa. Pensaba que se reiría de él, o le restaría importancia. Sin embargo dijo:

—Entiendo bien lo que es no poder estar con quien te gustaría. No te preocupes tanto Adrien. Seguro que a ella lo único que le importa es que regreses vivo, no que te hayas ido de la lengua en la televisión nacional.

Sus palabras le habían tranquilizado a medias. Siguió preocupado mientras subían a la planta diez en ascensor. Se preocupó un poco más mientras se cambiaba para la cena. Al día siguiente empezaban los Juegos del Hambre, lo que significaba que en unas horas podía estar muerto, pero todo lo que tenía en la cabeza era Lynn. Lynn. Lynn. Era como un disco rayado.

Alguien había llenado de velas el salón de su planta. También había flores frescas y la mesa estaba puesta de un modo exquisito. Las velas le daban un aire romántico a la estancia, que olía a rosas y al vino que ya estaba abierto. Sus mentores se sentaban en un par de butacas más allá de la mesa, frente al proyector en el que habían visto las entrevistas.

—Lo habéis hecho bien —dijo ella después de darle un sorbito al vino.

—Era fácil superar lo de las ovejas —observó Maraya, quien también estaba lista para la cena.

Todos se sentaron alrededor de la mesa. Los mentores, la escolta y ellos. Maraya estaba extrañamente callada para ser ella. Removía la comida en su plato y miraba a un punto en la pared de enfrente, en la que había una ventana y un aparador lleno de velas. Uno de los avox que les había estado sirviendo se encontraba de pie junto a la ventana. En un estado de quietud absoluta y con la mirada perdida en algún punto de su mesa. Estaba claro que le sucedía algo, algún mal físico, por el gesto de su cara. Aunque a los avox no se les permitía expresar sus emociones y mucho menos comunicarlas, Adrien deseó saber qué le pasaba. Había sufrido algún tipo de agresión, pues tenía un rosetón morado en la cara que abarcaba casi todo su ojo izquierdo.

No te metas en eso, se dijo. Tú ya tienes suficientes problemas. Preocúpate de cómo mantenerte a salvo mañana, de la forma en que puedas ayudar a Maraya a salir del baño de sangre entera.

Tal vez fuera porque su trabajo consistía en aliviar el dolor, o porque se había acostumbrado a tratar con animales heridos, pero no pudo quitarse de la cabeza a ese chico durante toda la cena, que por otro lado, estuvo carente de la charla intrascendente habitual que proporcionaba Maraya. Era raro que no estuviese opinando sobre los trajes de las entrevistas o tramando algún plan para cruzarse con Johanna Mason antes de que les llevaran a la Arena.

—Tomaréis el postre e iréis a la cama —dijo su mentora, Gala, una mujer a la que se le notaba claramente que no estaba feliz con el cargo.

Maraya volvió a no decir nada acerca del postre, lo que era extraño. Había disfrutado cada postre de cada día desde que habían llegado al Capitolio.

Adrien se limitó a asentir con la cabeza, pensó en Lynn, a quien también le entusiasmaban los dulces pero casi nunca podía tenerlos. Recordó la vez que había estado ahorrando para comprarle una tableta de chocolate por su cumpleaños. Lynn dijo que la iba a dosificar tanto que le duraría todo el año y al final se la comieron en menos de 15 minutos. Ese hubiera sido un momentazo para besarla. Pero no lo hizo y ahora tal vez jamás podría hacerlo.

Sintiéndose un cobarde, miró hacia el chico de la ventana. Parecía que iba a moverse hacia el carrito con tartas que había al otro lado de la sala, pero en lugar de eso, con un movimiento brusco de las manos, volcó el aparador repleto de velas junto a las cortinas. Adrien lo observó a cámara lenta, el efecto dominó de las velas derramadas y la forma en que estas prendían la tela. En un momento la habitación se iluminó con un resplandor anaranjado.

Podría pensarse que las cortinas del Capitolio serían ignífugas. Pero no era el caso. El fuego avanzó rápidamente por la moqueta, como si quisiera ocupar el mayor espacio posible, llegó a otros muebles, el sofá forrado de terciopelo oscuro en el que habían visto las entrevistas prendió como una cerilla, la alfombra que había debajo ya estaba reducida a cenizas para cuando todos se arremolinaron en torno a la puerta. Todos excepto el avox, que observaba la escena desde donde la había provocado, con un gesto de satisfacción en la cara en medio del humo negro que en ese momento llenaba cada milímetro de la estancia en el que no había llamas.

Adrien tuvo un segundo para fijarse en cómo se desvanecían las tartas en chorretones multicolor de glaseado. Antes de salir por la puerta. Se estaba tapando la boca y la nariz con la camisa para evitar el humo. Todos hacían lo mismo. Maraya había perdido sus gafas en la estampida hacia la salida, aunque parecía que las había podido recuperar porque las llevaba en la mano. Sus ojos castaños estaban llorosos e inyectados en sangre por el humo. Ya estaba sonando la alarma de incendios y empezaban a acumularse en el descansillo más avox y algunos agentes. Sonaba una sirena en el exterior del edificio.

Tardó poco en aparecer alguien del servicio médico del Capitolio, que les inspeccionó por encima y les colocó unas mantas sobre los hombros aunque fuera verano. Adrien seguía pensando en el chico que se había quedado dentro, y en cómo el fuego parecía no poder traspasar las paredes de la planta número diez del Edificio de Entrenamiento, el cual no se estaban molestando en desalojar por si el fuego se extendía. No cundía el pánico. Todo se realizaba con orden y precisión, como si la escena del fuego ya se hubiera repetido varías veces y se tratara de otro simulacro.

Si en la cena nadie hablaba ahora se había instalado un silencio absoluto entre ellos. Unos agentes les condujeron al ascensor y les acompañaron un piso más arriba. En el pasillo estaban los miembros del equipo del Distrito 11, todos menos Afena, la chica negra y altanera que les había mirado a todos como si ya fueran cadaveres durante el entrenamiento.

—Os quedaréis aquí esta noche —anunció un agente—. Los avox ya están habilitando colchones y pronto volverán a servir el postre. No tenéis que preocuparos por eso.

—Porque el postre es nuestra prioridad en estos momentos —dijo Maraya, que por fin había abierto la boca.

Cress, el chico del 11, parecía genuinamente preocupado, lo que era extraño en alguien a quien daba la impresión que todo le resbalaba. Hasta ese momento.

Se acercó a ellos y les preguntó:

—¿Qué ha pasado?

—Un avox que la ha liado parda —contestó Maraya—. Quería vernos arder como si fuéramos las velas de su tarta de cumpleaños.

—¿Cómo sabes qué era su cumpleaños? —preguntó Adrien.

—Lo sé. Esta mañana lo pillé usando el chocolate del desayuno para escribir sobre la mesa metálica de la cocina "Felicidades Fausto". Yo iba a por un vaso de agua. Supuse que Fausto era su nombre y se estaba felicitando a sí mismo ya que nadie más iba a hacerlo.

—Es una historia posible —elucubró Cress. Parecía disfrutar con cualquier historia un poco macabra—. Sobre todo porque Fausto en realidad significa afortunado.

—¿Cómo sabes eso? —preguntó Maraya.

Cress se pasó el bote de spray de mano a mano, miró a su alrededor, buscando alguna superficie en la que dejar plasmadas sus iniciales. Algo que Adrien ya le había visto hacer antes.

—Me lo dijo un muerto. Uno que en realidad no lo estaba y había fingido su muerte. Él también se llamaba Fausto. ¿Queréis que os cuente la historia?

—Tengo sueño —dijo Maraya—. Tal vez mañana.

Mañana. Mañana ¿cuándo? Pensó Adrien. ¿A la hora del desayuno o durante el baño de sangre?

Esa noche Adrien soñó con el Capitolio reducido a cenizas por las llamas. Y soñó con Fausto contemplándolo.


Hasta nunca

Cress (Distrito 11)

Mientras el estilista le explicaba de qué estaba compuesto su traje (era transpirable y elástico, cómodo, pero no protegía del frío ni del calor, o no más que una simple prenda que le regalase su chica en Branco Springs), Cress repasó en su cabeza a sus contrincantes. Los profesionales se habían aliado con los tributos del 6. Eso hacía ocho enemigos acérrimos, si no fuese porque cada cual era más ridículo que el siguiente. La niña pija del 1 era una sosa, el chico un matón de tres al cuarto. Lo mismo con el Fantasma superlativo que probablemente iba a los Juegos para que el Capitolio acabase con la existencia de la tribu de la que no dejaba de hablar. En el 2, tanto el chico como la chica parecían tener más problemas personales que ganas de ganar. La chica del 4 y el chico del 6 eran, quizá, los que más respeto inspiraban a Cress, pero no lo diría jamás en voz alta.

El estilista le estiró los pliegues del traje, y Cress tuvo la sensación de que lo hacía para acariciarlo. Claro, por eso estaban allí, para poder meter mano. Se lo sacudió de encima.

—¿Y bien? —le preguntó, deseando que se fuera.

—Ya sólo queda el objeto —le sonrió con complacencia—. ¿Qué quieres llevar?

Cress lanzó su spray verde al aire, haciéndolo girar para que aterrizase de nuevo en su mano. El estilista abrió mucho los ojos.

—Oh, no.

Y se puso a consultar una lista que se sacó de la manga.

La gente del Capitolio era ridícula.

—No, no, no… Me temo, Cress, que no vas a poder —le enseñó la lista, que incluía todo lo que estaba prohibido en la arena—. Los sprays no se permiten.

Tenía ganas de estrangularlo.

—Ah, vale —contestó Cress, haciendo un esfuerzo por sonreír y que pareciera que le daba igual.

—Me lo vas a tener que dar.

—Sí, claro —asintió.

Sin embargo, lo volvió a lanzar al aire y se puso a pintar su marca en el cristal de la especie de ascensor que lo llevaría a los Juegos.

—¡Cress! —el estilista se llevó las manos al pelo pincho.

—Ya va, ya va.

Cress se rio por lo bajini.

Bien, ¿qué más tributos había? Cress siguió con su repaso mientras el estilista le dedicaba frases inconexas.

Estaban los que había conocido. Adrien y Maraya del 10, que parecían haber hecho piña y tenerse cariño. Eso le emocionaría si se pasase a pensarlo. Khalida, del 9, a la que se le veía el miedo en la cara, y Willow, del 7, que disfrutaba atormentándola. No le gustaba Willow, aunque quizá le habría gustado de haber estado en Branco Springs, en su sofá, en vez de en los Juegos del Hambre, dónde si no matabas, morías.

Se acordó, al hacer la O, del chicote del 3, Teddy, que le había pedido alianza. Iba de líder pero era obvio que no sabía hacer nada más, si no por los días de entrenamiento, por la nota que le condenaba después de tanto haber alardeado.

—Cress, por favor, dámelo ya —lloriqueó el estilista. Cress observó su obra. Se había esmerado, haciendo rellenos para las letra que eran mínimamente elaborados. Algo tenía que quedar de él cuando muriese en la arena.

Se giró hacia el estilista y le lanzó el spray. El estilista intentó cogerlo al vuelo, haciéndolo brincar en sus manos dos, tres veces, hasta que se le cayó al suelo. Cress volvió a soltar su risita.

—Hasta nunca —le dijo al estilista.

Estaba nervioso, pero no pensaba mostrarlo. Se subió al ascensor y recordó la entrevista del chico del 5. No le daba ni un día. Su compañera tenía más facha, aunque por mucha inteligencia que aparentase no podría contra un profesional. Luego estaban los del 8 y los del 12. Cress consideraba que habría que subir la edad de cosecha, si no eliminaban los Juegos. Por lo menos dejar de matar niños tan pequeños.

Afena era harina de otro costal. Su compañera de distrito era absurdamente intimidante. Según los mentores, había sufrido mucho. Según Cress, haría sufrir a muchos. Estaría bien si se encargase de ella un profesional.

En ese momento, se cerró el cristal del ascensor y a Cress le dio claustrofobia. Le recordó a los castigos que sufría de niño, cuando sus padres le encerraban para que "reflexionase". Luego él se había dedicado a liberar a su hermanita Nerissa cuando le hacían lo mismo. Se le daba muy bien hacerlo sin que sus padres se enterasen, aunque era fácil, con la madre siempre en la línea y el padre trabajando.

Cress esperaba que Nerissa no sufriera cuando le viera morir.

Con el corazón a mil, sin intentar refrenar el pánico que lo atenazaba, Cress murmuró contra el cristal:

—Te prometo que lo intentaré.

Se formó vaho a este lado, justo delante del graffiti. Pensó que se desmayaría. Hacerlo pensando en Nerissa le hacía sentirse noble.

La plataforma en la que estaba empezó a moverse y Cress tragó saliva. Al menos saldría de esa urna de cristal, pero, ¿qué se encontraría al otro lado? ¿Quién tendría a la izquierda? ¿Quién a la derecha? ¿Mataría, o moriría?

Pronto lo sabría.


La arena is coming my friends. Queda un suspiro para que comience la masacre. Animad a vuestros tributos con bonitos reviews antes de que sea demasiado tarde.

Os queremos.

Gui y Rebeca