Parte 3. Un buen espectáculo
Lo más curioso que hay en la vida es el espectáculo de la muerte.
Alexandre Dumas (padre)
Capítulo 9. A muerte
Flores
Khalida Rye, Distrito 9
Khalida no sabía dónde se encontraba, pero aquello no podía parecerse más al Capitolio. Podía ver la Avenida del Corso, la gran avenida principal flanqueada por parterres de flores de colores, algunos de los edificios que recordaba del desfile, hechos de cristales y acero, como una ciudad nueva, y también los que parecían sacados de alguna civilización antigua, con largas escalinatas blancas, columnas y cúpulas. El sol brillaba en lo alto, como un perfecto halo de luz en un cielo inmaculado. Ni siquiera había nubes, aunque supuso que esas podían ponerlas y quitarlas a placer.
Ese sería el campo de batalla en el que se enfrentarían por primera vez, en el que morirían muchos de ellos. La avenida principal terminaba en una inmensa rotonda, en la que habían colocado la Cornucopia, el cuerno de la abundancia que les proporcionaría regalos que en realidad eran armas o algunas cosas de utilidad. La peculiaridad de ese año era que no se trataba de un cuerno propiamente dicho. La Cornucopia era un jardín repleto de rosas. Podía aspirar su olor desde su posición en el círculo, dulzón y amizlclado, artificial y verdadero al mismo tiempo, mezclado con el miedo de todos los demás tributos que estaban allí. El miedo sí que era real. Podía sentirlo en los huesos, percibirlo en el ambiente como una sustancia pesada y viscosa que se le pegaba a la piel.
De la rotonda partían varios brazos, como los rayos de un sol imaginario dibujado por un niño pequeño. Se trataba de vías. Vías de escape, que llevaban a alguna parte pero se fundían en negro hacia el final igual que si hubieran apagado las luces. Y detrás de ellos, presidiendo todo el escenario, estaba la mansión del presidente. Construida en mármol blanco que destellaba a la luz del sol. Khalida casi se cae del susto al ver al presidente en persona, encaramado en su balcón, recto como una estatua, igual que el día en que los recibió tras el desfile de tributos. Llevaba una bonita levita de terciopelo granate, la barba y el pelo blancos perfectamente atusados y sus labios carnosos, resaltando exhuberantes por encima de la barba con el mismo color de la sangre. Tenía una sonrisa amable, benevolente, dándoles de nuevo la bienvenida. Esta vez no al Capitolio, sino a sus Juegos.
Khalida respiró profundamente, buscando dentro de sí la voluntad de no moverse hasta escuchar el gong. Se había pasado la noche pensando en cómo haría las cosas, en sí huir, o presentar batalla. En sí marcharse a algún lugar elevado con las manos vacías o entrar en la refriega por la armas. Habían ganado las armas. No quería ser cobarde nunca más. Y si moría en ese jardín de rosas y espinas, tal vez volvería a ver a su hermana. No era la primera vez que pensaba en reencontrarse con ella y sentirse completa otra vez.
Comenzó la cuenta atrás.
Notaba el tamborileo del corazón en el pecho, el sudor resbalarle por la frente, la nuca y el interior del traje que les habían puesto. Su estilista le había hecho un recogido a su melena, al menos el pelo no sería una molestia pero en esos momentos deseaba llevarlo rapado, aunque sólo fuera para quitarse un peso de los hombros.
Buscó a las personas que le importaban al menos algo dentro de ese círculo. Frente a ella estaba Farik, tan guapo y apuesto como siempre. Recordó al chico de las cosechas y lo imaginó mirándolo a través de la pantalla; se alegró de no estar en su lugar. También vio a Willow, que a pesar de la situación, no había perdido un ápice de su orgulloso porte. Parecía inquieta y a punto de dar un salto. Pero también la miraba a ella. Movía los labios diciendo algo y al darse cuenta de que no podía oírla, le lanzó un beso en el aire. Ese gesto cariñoso casi puso a Khalida al borde de las lágrimas. A su lado estaba el tributo del Distrito 2, mirando fijamente un cinturón de cuchillos. Esperaba no ser tan transparente con su objetivo, que no era más que un pequeño machete similar al que llevaba en sus excursiones al campo, para defenderse y apartar la maleza. Pues si bien había estado practicando con otras armas durante los entrenamientos, prefería sentir en la mano el peso familiar de algo conocido. El machete y la hoz no eran tan diferentes en su forma de uso, sin embargo el machete era más ligero, y también más certero.
Al otro lado del círculo tenía a Nick, el niño del Distrito 8 que se había emborrachado por primera vez la noche de juerga organizada por Willow. El pequeño temblaba como una pluma. Ojalá pudiera hacer algo por él. Ojalá alguien lo hiciera o la criatura fuera rápida como una bala.
La mente se le quedó en blanco cuando escuchó el gong. Los oídos se le llenaron de interferencias.
Ahora corre. Agarra el cuchillo y lárgate de aquí.
Khalida estaba agradecida por no encontrar agua en los alrededores. El agua le daba pavor. Sus peores pesadillas eran en las que se estaba ahogando. Llegó hasta el machete que por suerte tenía una forma aceptable. Las rosas se interponían en su camino, parecían enredaderas en vez de arbustos, rasgaban la tela del traje y le pinchaban la piel de todo el cuerpo con sus espinas puntiagudas como agujas de coser lana. El cuchillo parecía estar metido en una jaula de espinos. Se agachó para recogerlo y fue al incorporarse cuando chocó de bruces con Jake.
El tributo del Distrito 2 no sólo había recogido los cuchillos del suelo. Sorprendentemente, también llevaba una sartén en la mano. Khalida vivió un momento de perplejidad. ¿Qué demonios hacía una sartén en los Juegos? ¿Podía considerarse un arma? ¿Y cuál era la razón por la que Jake no sacaba uno de sus malditos cuchillos y la mataba en el acto?
Lo descubrió al recibir un fuerte golpe en la cabeza, a la altura de la frente. Luego otro en la sien. El dolor le bajaba hasta el hombro del brazo con el que tenía sujeto el machete. Cayó de rodillas, con la visión borrosa y temblando. Intentó cambiar el cuchillo de mano sin perder de vista a Jake, que giraba hacia su espalda, cuando notó el líquido denso que manaba del cuello de su traje. Se llevó allí la mano libre. Olía a sangre.
Nevada Minardi, Distrito 6
Lo primero que hizo Nevada fue localizar a Bright en el círculo de tributos. No le importaba el escenario, no le importaba la Arena, lo único que le importaba era que ese chulo del Distrito 1 que se la trabajaba como si hubiera hecho un viaje al pasado la ayudase a salvarse. Por un segundo recordó a Dain y la forma en que éste se abrió a ella y consiguió entrar dentro, sin necesidad de tanto artificio. Pero no era Dain quien estaba en los Juegos. Ni siquiera podía cuidarla desde fuera, porque lo había estropeado todo y estaba muerto.
Los habían colocado relativamente cerca, a Bright y a ella. Había tres tributos a su izquierda hasta llegar al chico del 1, lo cual era bueno, pero le impedía hacer contacto visual con él en condiciones. El contacto solía ser imprescindible, demostraba interés y también arrojo. Daba a entender que sabías lo que querías aunque no lo expresaras con palabras. La noche anterior Bright la había besado en la mano varias veces, recreándose en el acto. Bien, le dejaría que lo hiciera cien veces más. Dejaría que la besara en los labios si eso ayudaba a que continuase viva. Necesitaba a Bright.
Cuando sonó el gong Nevada se movió lo justo para no reventar sobre la plataforma. No quería brindar ese espectáculo a su familia, quienes seguro la estarían viendo. Observó cómo Bright salía escopetado hacia el jardín de flores. Ella lo siguió hasta el límite, cuando las espinas de las rosas comenzaron a pinchar.
Nevada había sido obsequiada con flores varias veces y podía asegurar que aquellas rosas no eran normales. Sus espinas medían tres veces más de lo normal y parecía una mordedura más que un pinchazo cuando te rozabas con ellas. Nevada tampoco quería estropearse la piel, aunque parecía que a Bright no le importaba lo más mínimo vista la pelea que se estaba librando allí dentro. Escuchó que alguien gritaba su nombre y fue cuando se dio cuenta de que se había quedado quieta demasiado tiempo:
—¡Nevada! ¡Muévete! ¡Corre!
Era Arthur, el chico de casa. Lo vio quitarse de en medio a un tributo a empujones. El tributo, cuyo nombre no recordaba, cayó mal al suelo y no podía levantarse. Nevada se volvió, alejándose del tributo. Para cuando quiso darse cuenta, se había desatado el caos en la extraña cornucopia de ese año. Los tributos que se habían atrevido a entrar en el jardín luchaban contra las rosas, desesperados por llevarse algo. Los que se encontraban entre sí no dudaban en enfrentarse a gritos.
Nevada dudó sobre toda su estrategia. Tal vez debiera huir y tratar de mantenerse con vida por sí misma. Todos esos tributos con los que llevaba conviviendo una semana civilizadamente parecían haberse convertido en monstruos sedientos de sangre. Tal vez debería intentar agarrar un arma, o alguna de las mochilas que andaban desperdigadas entre las flores. Una muchacha estiraba la mano entre los rosales intentando alcanzar una de ellas, no más grande que un bolso de los que usaban en casa. Nevada tenía varios de esos. Los llenaba de pinzas y bolsitas con resto de maquillaje, fabricadas con los restos de los coches del almacén de sus padres. Esa chica, la de los ojos juntos, le estaba recordando su propia desesperación vital, la que la había llevado a aceptar su trabajo sin rechistar.
No quiso saber si la chica conseguiría el bolso. Si la miraba demasiado tiempo, seguro que la veía morir. Sintió su respiración acelerar. Pero entonces Bright la miró, desde el centro de la cornucopia de flores, y Nevada supo que iría a buscarla, la sacaría de todo ese embrollo de gritos y muerte y la llevaría a un lugar seguro. Clavó sus ojos en él y le lanzó una mirada esperanzada. Bright ya llevaba un arco y una espada en la mano y se dirigía hacia ella.
Llegó a su lado y soltó la espada a sus pies. Nevada pensó que tal vez la hubiera conseguido para ella. Tal vez era la rara forma de Bright de demostrar sus sentimientos. Nevada aleteó las pestañas con un movimiento estudiado. Nunca había tenido que hacer ese tipo de cosas con Dain, y sin embargo, él la habría protegido igualmente. Pero Bright parecía entregado a la causa. O quizá supiese cuál era el juego y quería jugarlo con ella.
Y entonces la besó. La besó de forma apasionada y teatral, como si quisiera que todo el mundo fuera consciente de ese beso. Nevada se recordó que debía cerrar los ojos, aunque su instinto y los gritos de alrededor le pidieran lo contrario. Se dejó besar y no sintió nada más que el miedo como una mano estrujándole el pecho.
Odio
Bright Mackintosh, Distrito 1
Bright llegó a la arena exultante, con la confianza del tributo con la mejor puntuación de todos. Nunca se había sentido inferior a nadie y los Juegos iban a demostrarlo. La cuenta atrás le sirvió para echar una mirada en derredor. Calles, edificios, el palacio del presidente, con el mismísimo en su balcón. Si fuese el cumpleaños de Bright, habría querido hacer algo parecido. A su derecha estaba Gafitas. La chica, no Gafotas, que era el chico. Bright se rio. Gafotas debía de estar lejos, porque Bright no le vio. Por su lado, Gafitas miraba la Cornucopia florida con los ojos entornados. Quizá ni las gafas le permitían ver.
A su izquierda, unos tributos más allá, estaba Nevada, su dama, la más delicada de todas las criaturas allí presentes. Bright se puso en posición, viendo con satisfacción que Nevada le miraba. Tenía que estar listo para el asalto.
Aún quedaban unos pocos segundos de cuenta atrás. ¿Dónde estaría Esme? Bright se rio por lo bajini. A ver cuál de los dos llegaba antes a la Cornucopia. Al fin y al cabo, esos Juegos se iban a decantar entre ellos dos. El Distrito 1 se llevaría ganadores a casa, pasase lo que pasase.
Sonó el gong, y Bright, como anticipándolo, salió corriendo en el mismo instante. La Cornucopia era un disparatado jardín de flores y estaba a rebosar de armas y mochilas. Bright ya había visto un arco y una espada enredada en un rosal trepador. Agarró el arco montado por la cuerda y se lo echó al hombro, pensando que Dalton 2.0 se había quedado sin él. Con suerte habría sólo uno. Aún miraba en derredor por un carcaj cuando atrapó la espada, prácticamente sin esfuerzo alguno. Unas flores de pinchos no iban a parar a un profesional.
Se giró, pero sólo era Jake, dándole un sartenazo a Puedo y No Quiero. Iba vestida muy sexy para la ocasión: no puedes esconder lo que eres cuando llevas un mono ajustado. Bright pensó en Silver. Seguramente la había devorado con la mirada. Hasta desmayada en el suelo tenía un culo de espanto.
Bright volvió por donde había venido, observando la situación. Carne de Cañón 2, la niña, gateaba por la Cornucopia, como para coger algo discretamente entre las plantas. Algunos se habían pirado. Esme, ahí estaba, estaba amenazando con la mirada al Voluntario del 9, haciendo bailar los cuchillos que había cogido delante de sus ojos. Le tiró uno, pero el chico lo esquivó.
Bright seguía andando.
Se chocó con Arth Baker, el panaderillo de tres al cuarto que se suponía que estaba en su alianza. Bright le empujó pero no hizo nada más, volvía hacia la plataforma desde la que habían subido a la arena, porque ahí seguía Nevada. Estaba digna, apartada para protegerse y esperarle. A Bright le encantaba cómo se comunicaban sin necesidad de hablar.
Pensó que había aumentado el ritmo de su pestañeo, porque le asaltaron nervios, como mariposas aleteándole en el estómago. El traje le quedaba como un guante, aunque su color gris-negro no resaltaba la piel de almendra de la joven. Bright prefería recordarla de rojo pasión, con su manto por la cabeza, cayéndole en cascada con el pelo. Llegó a ella y soltó la espada a sus pies, como un caballero que se pone al servicio de una dama. Como en las viejas imágenes de los edificios de frescos del Distrito 1.
Nevada le rozó la mano con las yemas de sus dedos finos, y Bright la miró a los ojos, azul tormentoso.
—Tu mirada me atormenta —le dijo.
Ella le dedicó un alzamiento de ceja sexy, seductor.
Bright nunca había visto nada igual en los Juegos, pero nadie le hacía ascos a la novedad, así que decidió seguir su impulso.
Y la besó.
Nevada se dejó, o quizá le besó de vuelta. Caos y destrucción a su alrededor, y ellos en una nube. Los ruidos de la batalla — gritos, espadas chocando, carne rasgada, un cañonazo — ensordecían a Bright. Aquél lugar era peligroso, pensó al darle innumerables besitos a Nevada, seguidos, como para consolarla. Aquél lugar era peligroso y Nevada era una criatura frágil que no merecía vivir el horror de los Juegos.
Le acarició el pelo en la nuca, la mejilla, con el dorso de su mano.
La besó de nuevo.
Y mientras la besaba le cerró las manos en torno al cuello y apretó sin piedad.
Apretó y apretó, mirando esos ojos claros llenos de confusión, de humillación, de traición. El peso de su mirada se hacía cada vez más fuerte, a medida que Nevada le arañaba las manos, boqueando por aire, llamándole por su nombre con su último aliento.
—Shh —le susurró, como para calmarla—, déjate llevar. Cierra los ojos. Todo está bien, shh, todo va bien. No te preocupes, amor.
Cada vez resistía menos, y Bright apretó más fuerte. Empezó a llorar cuando notó un cambio en ese cuerpo hermoso. Algo había dejado de luchar. Nevada estaba muriendo. Bright tragó saliva, y una idea fuerte como nunca antes las había tenido, vino a estamparse contra su cabeza.
Odiaba a su hermano con toda su alma. Sí, Silver, siempre segundón, siempre escondiéndose tras de Bright, para no tener que hacer las cosas primero. Somos iguales, pero tú vas antes. Tú te arriesgas. Tú haces el trabajo duro. Le había convencido para presentarse a los Juegos para protegerse a sí mismo. Era un cobarde, y un traidor. Y Bright había confiado ciegamente en él, como Nevada había confiado en Bright. Pero todo aquello era una mentira. Silver lo había hecho todo para que nadie fuese a molestarle. Bright se preguntó cuánto habría tardado Silver en robarle también a Atena. Algo en él, algo animal, sabía que así había sido. Manda a tu hermano a la muerte y quédate con su chica.
Con el cuerpo de Nevada inerte entre sus brazos, Bright se juró que si salía de esa trampa que le había tendido Silver, le mataría.
Esme Portman, Distrito 1
Maldito Jake por meterse en su camino. No tenía bastante con cogerle el cinturón de cuchillos a Esme, porque ella lo había visto primero, sino que además le robaba el objetivo. Esme echaba pestes aún, recogiendo cuchillos sueltos, buscando un nuevo tributo que intentase llevarse suministros, asaltado por pinchos gigantes de rosal irreal, cuando vio algo extraño por el rabillo del ojo.
Luego vio al chico del 10 metiendo la mano en una mochila muy grande, rodeado por nadie.
Pero Esme volvió la mirada a la cosa esa extraña.
Bright estaba besando a Nevada. Su Nevada.
Era una visión extraña desde donde se encontraba Esme. Los flanqueaban dos calles fundidas en negro, entre las cuales se alzaba un edificio destartalado, como abandonado. Bright le mantenía el pelo negro contra la nuca a Nevada, en un gesto cuyo cariño abrió una grieta en el estómago de Esme.
No había tenido bastante con hacerle de caballero en las entrevistas, y camelársela con la mirada durante las comidas. No había tenido suficiente con burlarse de Esme, sabiendo perfectamente que le molestaba, día sí y día también. No.
Esme echó a andar hacía él, hecha una furia.
Entonces se dio cuenta de que Bright no estaba besando a Nevada. La estaba estrangulando, sin más ni menos. Llevándose el premio. Quitándole a la chica antes siquiera de que pudiese tenerla.
Esme no quería besarla, no quería nada raro. Sólo quería… saber que estaba bien. Hablar con ella y escuchar su voz. Observarla mientras vivía su vida. Dejarla ser ella misma y sentirse orgullosa de ello.
Pero Bright se había asegurado de que así no fuese. Esme dejó de pensar, como cada vez que la provocaban. Ya estaba bien, hasta ahí habían llegado. A la mierda la alianza y a la mierda el Distrito. Sacó su primer cuchillo del cinto, apuntó, lanzó, y acertó. Bright se llevó la mano al omóplato, gritando. Trastabilló y cayó sobre el cuerpo de Nevada, antes de volver a levantarse e intentar encararla. Aún no había visto quién era.
Esme sacó su segundo cuchillo de la pernera del pantalón, apuntó, lanzó, y acertó. Bright, que estaba recogiendo la espada a sus pies, la soltó cuando el cuchillo le hendió el muslo. Por fin la vio, y abrió los ojos como platos.
—Es… Esme…
Ya no la llamaba princesa. Ya no se le ocurrían cosas soeces.
Esme sacó su tercer cuchillo del agarre de la espalda. Apuntó. Bright levantó ambas manos, pidiéndole misericordia. Esme lanzó el cuchillo. Se dio cuenta de que los ojos de Bright estaban anegados en lágrimas. Algo se removió en su interior, algo incómodo, como un terrible sentimiento de asco hacia sí misma. El cuchillo le acertó de lleno en la garganta a Bright.
Si había querido decir algo, ya no podía. Tosía sangre.
—Cabrón —le dedicó ella. Ese insulto que jamás habría salido por su boca, pero que ese asqueroso creído le había metido debajo de la piel. Decidió que le satisfacía verlo morir. Con sus ojos aún encima, Esme le fue sacando los cuchillos, el del hombro, el de la pierna, y el de la garganta. La sangre salió a borbotones, manchando el cuerpo sin vida de Nevada. Esme le quitó el arco y la espada.
—Vete con ella —le escupió. El cañonazo retumbó en sus oídos.
Se levantó para irse y se encontró con los ojos de Silvana.
Eran dos pozos negros y amenazantes. Esme acababa de limpiarse en el traje la sangre de Bright. Bright, su compañero de Distrito, y parte de la alianza profesional.
"Dalton 2.0" recordó entonces la voz de Bright, acompañándola aún en muerte. Dalton 2.0. Porque había otra Dalton, una Vencedora temible, un símbolo de traición. Pauline Dalton, hermana y mentora de Silvana, que había asesinado a su alianza profesional al completo la primera noche de los Juegos. Silvana se había criado bebiendo de esa estrategia. Se la sabía de memoria. Le habían enseñado a hacerla.
Y Esme le acababa de robar la iniciativa.
Los ojos negros estaban llenos de… ¿miedo?
Esme no sabía si darle el arco de Bright a Silvana, en son de paz, o si burlarse de ella en su cara. ¿Qué te creías, que eras la única capaz de matar gente? Esto son los Juegos del Hambre, querida.
¿Cuáles eran sus opciones? Sin alianza, Esme sería más lenta, tendría que enfrentar a más tributos, y tendría menos posibilidades de ganar. Aunque podría tomar sus propias decisiones, no tendría a nadie con quien guardar los suministros de comida. La Cornucopia estaba bastante vaciada ya, y había que defenderla. Esa estrategia era tan evidente que nadie la había mencionado. Los profesionales siempre, siempre, hacían eso. Esta vez era incluso posible que hubiese que defender los suministros de la propia Cornucopia, ese jardín de flores muto.
Con alianza, Esme ganaba. Había sacado mejor puntuación que todos los demás, y Bright ya estaba fuera de combate. Acabarían con los tributos de pacotilla y luego se enfrentarían, como siempre se hacía.
Así que Esme se llevó la mano al pecho, donde palpitaba la cuerda del arco, con la clara intención de dárselo a Silvana. Bright era gilipollas, había que quitárselo de en medio. Su puntuación lo pedía a gritos. Unamos nuestras fuerzas.
Fue entonces cuando Torkas, el Fantasma de las narices, Polla Brava, decidió liarla.
Suerte
James Finnigan, Distrito 12
Las instrucciones de Haymitch habían sido meridianamente fáciles de seguir: correr, alejarse del baño de sangre, buscar una fuente de agua y esconderse durante el mayor tiempo posible. A James no le parecía la estrategia más valiente, pero tal vez fuera la mejor para ellos si querían aguantar con vida.
Aunque si había que fiarse del historial de los tributos de Haymitch en los Juegos del Hambre, tampoco es que el éxito estuviera asegurado.
James notó que el mono de fibra elástica poco favorecedor que llevaba puesto se le pegaba como una segunda piel por el sudor. Sentía las gotitas resbalarle por las sienes, haciéndole cosquillas detrás de las orejas y tenía un problema con las manos, también empapadas. Le habría encantado que el traje llevase bolsillos para meterlas. Aunque tal vez los tuviera. Pero prefería no moverse lo más mínimo. Era de conocimiento común que la plataforma explotaba si lo hacías.
Enseguida buscó a Azalea, a quien tampoco le favorecía el atuendo. Le habían hecho un peinado bonito con su pelo rizado y negro, lleno de trenzas y con una corona en lo alto de la cabeza. Ella estaba preparada para salir corriendo, pero no en dirección contraria a la Cornucopia precisamente, que era lo que debía hacer. Azalea parecía haber encontrado algo en el jardín y lo miraba tan fijamente como si pudiera hacer que fuera suyo a base de fuerza de voluntad. James supuso que se trataba de algún arma. Le envió a la chica una mirada disuasoria, que ella ignoró por completo.
A esas alturas aún no había conseguido averiguar si Azalea sería su aliada. No le había dicho ni que sí, ni que no a sus varias propuestas. Comenzó la cuenta atrás.
James echó un último vistazo al jardín de rosas que hacía las veces de cornucopia antes de empezar a buscar la mejor vía de huída sin pasar por él. Seguía teniendo la forma de un cuerno, pero se las habían apañado a base de rampas y plataformas para llenarlo de flores blancas. Totalmente fuera de lugar se encontraban las armas. Había de todo: arcos, cuchillos, espadas y flechas. Así como otros tipos de armas de las que solo había oído hablar tras su llegada al Capitolio. Azalea y él no habían prestado mucha atención a las armas durante los entrenamientos. Su compañera parecía mucho más interesada en las plantas: cuáles eran comestibles, cuales servían para sanar y sobre todo, cuáles te podían matar con apenas rozarte los labios. Imaginó que su dieta no iba a ser precisamente carnívora si sobrevivían algunos días en la Arena, James no sabía cazar, Azalea no se había pronunciado al respecto y dudaba que fueran a conseguir alguno de esos paquetes con carne seca que habían dejado en el cuerno.
Al sonar el gong James se bajó de la plataforma de un salto. Su idea era correr hacia donde estaba Azalea, casi frente a él en el círculo, agarrar su mano y obligarla a alejarse. Tal vez no agarraría su mano, pero sí que la obligaría a alejarse. En los segundos que perdió mirando en derredor Azalea tuvo tiempo de colarse en el baño de sangre. Esquivó a los tributos que se le echaban encima y pasó junto a los que no se habían percatado de su presencia como si fuera un fantasma. James quería chillarle que saliera de allí ipso facto aunque llegó a la conclusión de que no era buena idea llamar la atención de ninguno de los otros tributos. Los dos eran un blanco demasiado fácil, eran frágiles como hojas movidas por el viento. Venían del peor distrito, tenían al peor mentor y cualquiera de los profesionales podría levantarlos con un solo brazo. Aun así se armó de valor y fue a buscarla.
Afena, la chica del 11, había agarrado una espada y estaba dando espadazos a diestro y siniestro justo en el límite de la Cornucopia, como si pretendiera no dejar títere con cabeza. James se concentró en pasar por debajo del arma en uno de esos movimientos de espada. Se dio cuenta entonces de lo insignificante que era, pues Afena ni siquiera lo había notado. Se dirigía hacia los profesionales con determinación. Una flecha le silbó a James justo al lado de la oreja. No supo ver de dónde venía, ni tampoco un cuchillo que aterrizó a su lado y parecía que lo hubieran lanzado al aire. James se tiró al suelo por si llegaban más proyectiles por los aires pensando que tal vez la suerte sí estaba de su parte ese día.
Entonces comenzaron a sonar cañones. Una mirada a su alrededor fue suficiente para ver cuerpos despatarrados por el suelo, sangre manchando la tierra y los pétalos de las flores blancas. James decidió seguir en el suelo.
Azalea se había hecho un ovillo sobre sí misma cuando empezaron los cañonazos, esperando a que acabase el fuego cruzado. Llegó hasta ella reptando sigilosamente y la agarró por la manga del mono elástico.
—Vámonos de aquí —le dijo en voz baja. Esperaba que sonase como una orden, pero el estruendo apenas se oía entre el ruido. Azalea levantó la cabeza para mirarle pero no dijo nada.
James decidió que si había que hacer las cosas por la fuerza bruta las haría por la fuerza bruta. Se sentía fuerte. Había comido mucho los últimos días. Y Azalea era muy pequeña. Por lo que se puso de pie, le pasó un brazo por debajo de las rodillas y se la cargó al hombro.
La chica no protestó, pero James notó que llevaba un puñal en la mano, cerca de su espalda, donde colgaba su cabeza. Podía matarlo en cualquier momento, fácil y rápido, por ser tan bobo de querer ayudarla. Fue curioso que lo que le ponía el corazón a mil no era el miedo a que lo matara su compañera, ni la posibilidad de que les lanzaran una flecha y les empalaran a ambos. Lo que hacía que el corazón le palpitara en la garganta era el contacto de cuerpo contra cuerpo, sentir la respiración de Azalea tan cerca, sus latidos del pecho. James se concentró en reprimir los temblores y las arcadas. Sabía que podía hacerlo. Localizó una ruta despejada y, tal y como les había pedido Haymitch que hicieran, corrió, invocando a todos Los Santos de la buena suerte, para salir de ese jardín con vida.
¡Por fin!
Torkas Harald, "Fantasma", Distrito 4
Fantasma odiaba las sorpresas.
También odiaba las flores, y lo primero que hizo al tener un hacha en la mano fue cortarlas. Una tras otra, creciendo de forma antinatural en medio de un suelo de piedra donde no había nada a lo que agarrarse.
Fantasma odiaba las sorpresas y odiaba las ciudades.
"Yo apuesto por una arena de campo" le había dicho el guaperas de su mentor. "A juzgar por lo que ha habido últimamente, sí, campo. ¿Te gusta, eh, grandullón?"
Fantasma le haría hervir a fuego lento cuando volviese a casa. Había gente por todas partes, y así vestidos eran todos iguales.
"El poder es solitario, Torkas, a veces te consume", le dijo una voz de mujer en su recuerdo.
No. Rugió contra las flores. No. Torkas había muerto. Sólo quedaba Fantasma. Ya nadie le llamaba Torkas. Ya nadie le llamaba, no desde que había jurado su voto de silencio.
Asestó otro hachazo y le dio a alguien. Una chica de piel apagada y pelo negro. Lo llevaba en una coleta, como todas las chicas de pelo largo. La chica temblaba, agarrándose el brazo sangrante, y trastabillando hacia atrás. ¿Quién era? Torkas no lo sabía. Otra mujer de pacotilla de las que no sabían luchar, que no daría más que humanos aceitosos como su mentor.
Torkas estaba cada vez más rodeado de flores. Era como si se multiplicasen solas. Aquello no funcionaría. Si esa era la Cornucopia, se la podían llevar otros. No sabía cómo, pero saldría de ese laberinto de calles como fuera. Encontraría el campo. Le habían prometido campo y eso era lo que le darían. No tenía tiempo que perder.
Rugió de nuevo y observó la situación. Unos niños corrían por las calles. Un chico vomitaba sangre sobre la chica que le acababa de matar. Otra chica de pelo negro le lanzaba cuchillos a otro tributo. Torkas frunció el ceño. Esa chica era media distancia. Y el chico, uno de los largo alcance. Esos estaban a sus órdenes. ¿Qué hacían tomando iniciativa?
Torkas asió su hacha por el punto de equilibrio. Estaba ahí para matar gente. Y eso era lo que iba a hacer.
La profesional de la lanza, la pelirroja, estaba ahí al lado, forcejeando con un tributo que le había agarrado de la lanza. Fantasma alzó el hacha cuando una voz rotunda se dirigió a él.
—Fantasma, baja el hacha.
Era fuerza bruta, un ratoncito que quería coger las riendas. Fantasma le enseñaría quién mandaba. A él nadie le daba órdenes. Y menos un tributo del 2 que era tan insignificante como cualquiera de las 400 víctimas de Fantasma.
Con un ruido gutural acompañándole, Fantasma trotó hacia el profesional de tres al cuarto. Ya veía su cabeza rebanada y su sangre salpicando a borbotones. Se haría tatuajes con ella.
Entonces se enredó las piernas con las flores y trastabilló. Fuerza bruta consiguió esquivarlo y Torkas se encontró de frente con Silvana. Tenía la cara encendida de ira. Fantasma sonrió. Ella sería su próximo objetivo, la hembra débil.
Se enfrentaron en una lucha, todos contra todos. Fantasma no sabía si rugir o reír. ¡Por fin! Aquél era su terreno. Daban igual el olor dulzón de las plantas, el suelo de piedra irreal, la sorpresa de verse encerrado en una ciudad. Por fin estaba en una arena de verdad.
Una enorme satisfacción le invadió cuando alcanzó a Silvana en el hombro. Ella trastabilló.
—Estás loco —le dijo, sorprendida.
Fuerza bruta había desaparecido, probablemente había salido corriendo, y la chica de la lanza agarró a Silvana del brazo bueno y la puso a correr.
—Vamos idiota, mueve los pies —le gritó.
Fantasma las dejó huir. Ya las perseguiría en sus sueños. Mientras tanto había otros asuntos que atender, entre ellos la alta figura negra que estaba rematando a algún tributo endeble. Tenían una lucha pendiente, y aquél era tan buen sitio como cualquiera.
AY AY AY ¡que ya hemos llegado a la arena! Todavía tenéis el poll de favoritos (Fantasma va a la cabeza...), aunque pronto tendremos que hacer un poll de vota por quien crees que llegará al banquete o algo.
Ya han empezado las muertes, sí, así que nos despedimos de algunos tributos. Esperaremos al final del baño de sangre para haceros la lista oficial, así tendréis mucho miedo y mantenemos el suspense. La semana que viene veremos a más.
¿Qué nos decís de las reacciones de los tributos? ¿Qué os parece la arena? ¿Cuánto miedo os da Snow? Respuestas y preguntas en los reviews.
Rebeca y Gui
