Capítulo 11. Lo que queda del día
Miedo
Nick Tweed, Distrito 8
Cada día de la semana de entrenamiento, Nick se había olvidado del miedo y había disfrutado de lo que tenía. Los trajes de los desfiles, los trajes de entrenamiento, el camuflaje, las empuñaduras de las armas, todas de cuero, los trajes de las entrevistas, y hablar de su familia. Mandarles un mensaje alegre: sí, estaba contento, el Capitolio era una locura, nunca se habría imaginado que fuese así.
Al subir a la arena, la realidad le había abofeteado por segunda vez. Cualquiera diría que había aprendido la lección. Por las noches, se había imaginado truculencias, gente muriendo a su alrededor, pero todo a distancia, con la certeza tranquila de que todo aquello era ficción.
Quería ignorar la realidad con todas sus fuerzas. Incluso en la plataforma, durante la cuenta atrás. Ese presidente Snow mirándole desde lo alto tenía que ser un holograma, algo inofensivo. Nick no quería ni pensar en la palabra que empieza por m.
Al sonar el gong dio tres pasos hacia delante, y luego tres pasos atrás. ¿Para qué? Detrás de él había una avenida secundaria, vacía. Nick echó a andar por ahí. El final no se veía, porque estaba envuelto en sombras, y Nick no quería ir tan lejos. Seguro que había alguna apertura en algún edificio.
Echó la vista atrás al oír el primer cañonazo. De verdad había gente muriendo allá. Le recorrió un escalofrío. Tragó saliva. No quería ni pensar en quién era asesino y quién estaba muerto, mientras ninguno de los dos fuese él.
El edificio de su izquierda presentaba un escaparate con viejos maniquíes destartalados, pero no había apertura alguna. Además, los maniquíes le daban miedo.
La primera puerta que vio era de madera usada y colgaba de sus goznes. La segunda por lo menos cerraba, pero entonces Nick pensó que le encerraría adentro, y volvió a la puerta destartalada. Realmente esperaba que no hubiese ninguna cosa allí.
Lo primero que vio al entrar fue el polvo. Había polvo hasta en el aire. Estornudó, y se tapó rápidamente la cara, al oír su propio estornudo retumbar en la sala.
No había más que una vieja mesa de madera y una repisa en lo alto.
Nick divisó algo en la repisa, como un objeto que quizá fuese una lata. Decidió subirse a la mesa para poder ver qué era.
¡Bingo! Era una lata de comida, pero no había nada con qué abrirla. Nick la agarró con sus dos manos y se sentó a esperar. Casi no oía los ruidos del baño de sangre, pero sí los cañonazos. El dos y el tres sonaron muy seguidos. Luego hubo un cuarto.
Nick se acordó de los demás tributos. De Teddy y Faye que siempre estaban juntos aunque siempre discutían. También se acordó de Farik, que era muy gracioso porque no sabía jugar bien, y de Maraya que parecía que siempre sabía lo que había que hacer. Intentó no pensar en el Fantasma, ni en los dos chicos del Distrito 1, que aunque brillasen en sus trajes espectaculares, habían sacado notas altísimas. Bernese decía que eran peligrosos, aunque Cecelia tenía una teoría. "Eso son notas demasiado altas para cualquier tributo, los Vigilantes están manipulando nuestras reacciones". Nick no lo había entendido. Prefería pensar como Bernese.
Esperaba que Bernese estuviese bien. Era un pensamiento un poco estúpido, quizá, pero Nick no quería que muriese.
En cuanto pensó aquello, sonó otro cañonazo. Nick se tapó la boca. ¿Habría provocado la muerte de Bernese sólo con pensar en ella? Era posible.
Nick pensó que debería hacer algo, como moverse, o buscar algo con lo que abrir la lata, pero se sentía seguro estando inmóvil.
Esperó aún más. Seguía esperando cuando oyó a alguien andando fuera.
Debería moverse. Sí, esto era peligroso. Sentía los pasos del tributo en su pecho, dando martillazos a sus costillas.
Entonces abrió la puerta. Era un chico con rizos. El chico del 11, el de la piel bonita. Nick pensó que prefería morir a sus manos. Pero entonces el chico se dejó caer hasta el suelo y ahí se quedó, inmóvil.
Nick no hizo ruido alguno. Tampoco sonó un cañonazo. Entonces, aferrado a su lata, Nick decidió salir de ahí. Sorteó el cuerpo desmayado del chico del 11 y salió a la calle. Llevaba tiempo descansando.
Cruzó la calle y pensó en buscar otra puerta. Pero miró a su derecha. ¿Y si volvía allí? Se imaginó cómo se sentiría que alguien te clavase una espada en el corazón.
Cuando quiso darse cuenta, sus pies le habían llevado de vuelta a la Cornucopia. Se aferró a un muro intentando frenar su cuerpo. El Fantasma – le recorrió un escalofrío – estaba siendo estrangulado por la chica alta del 11. Nick pensó que sus colores de piel eran maravillosos juntos. Ese blanco como manchado de lejía y ese negro espeso, chocando.
Esperaba oír el cañonazo, pero entonces ella le soltó y él le miró a los ojos, como si hubiese adivinado que estaba ahí. La chica se giró y también le vio. Nick dejó de lado la curiosidad que le había hecho volver y echó a correr.
Bueno, cambió de calle, solo para poder verlos una vez más. Ella le había señalado y el Fantasma se había levantado, había escupido al suelo y había alzado su lanza para ponerse a rugir de nuevo.
Nick levantó polvo del suelo corriendo.
Ya era un experto de los edificios, ¿no? ¿O no? ¿Y si de repente esta otra calle era distinta? Miró hacia atrás, pero se veía más niebla que claridad. Empezaba a hacer calor. Delante de Nick parecía que se abría otro lugar así que en el último momento se lanzó contra una puerta. Estaba abierta. La cerró tras él, y de repente se dio cuenta de que la lata seguía en sus manos. Se giró para observar la sala. Seguro que allí estaba a salvo. Probablemente encontrase algo para abrirla…
La puerta se abrió de golpe y el picaporte se le clavó en el costado. No gritó, tenía tendencia a no gritar frente a los golpes, quizá porque en casa ya gritaban lo suficiente. Y el muy idiota del Fantasma no le vio cuando observó el interior.
—No está —dijo. Vaya un profesional.
—Mira mejor. No sirves para nada —la chica que iba con él le empujó y el picaporte se volvió a clavar contra Nick, esta vez en su cabeza. Estaba perdido.
La chica había notado su cuerpo blando tras la puerta. Tenía una espada.
—Te cojo la lata, chico —le dijo. Después le clavó la espada en la tripa.
Nick pensó que no se parecía en nada a lo que se había imaginado que sería. Dolía mucho más.
—Toma Fantasma. Ábrela con tus dientes de perro. Tenemos que seguir cazando.
—¿Y el cañonazo?
Ella se alzó de hombros:
—Ya morirá. Soy la elegida.
Nick se sentía como una muñeca de trapo, tirado entre el suelo y la pared en una postura extraña.
Como por arte de magia
Adrien Greenfield, Distrito 10
La noche anterior había sido bastante agitada como para pensar mucho en el baño de sangre. Se habían tenido que mudar de cuarto. Un chico avox había muerto en un incendio que él mismo había provocado. Ese chico no había hecho nada para salvarse. Y de alguna manera, ahí estaba la clave, en la voluntad de querer salvarse. Adrien no quería morir ese día ni en medio de un jardín de rosas. Le parecía la peor forma de morir del mundo, ser uno más en el recuento oficial del baño de sangre, lejos de casa, de sus animales, con Lynn viendo por televisión como la historia terminaba casi antes de empezar. Recordó a su amiga, amenazando con matarlo si volvía muerto. Y sintió el abrazo de su padre al huir, porque eso hacían él y Maraya en esos momentos, correr como si estuvieran poseídos por el demonio. Pero mejor cobardes que cadáveres.
Maraya y él se habían convertido en un equipo casi sin proponérselo, se ayudaban mutuamente. Se habían marchado sin nada en las manos de la Cornucopia y corrían el uno al lado del otro por una de las calles vacías del Capitolio.
Lynn, a quien no se había quitado de la cabeza en toda la noche, le habría llamado idiota (ella era muy dada al insulto bienintencionado) por no intentar conseguir algo del cuerno. Su padre le habría dicho que corriera a esconderse lo antes posible. Pero él y Maraya habían trazado un plan la noche anterior. Más Maraya que el, para ser francos.
— ¿Tú te ves listo para enfrentarte en una lucha a muerte con un profesional? —le había preguntado su compañera.
A lo que Adrien contestó que obviamente no se veía preparado para eso, aunque los dos hubieran aprobado por los pelos en las pruebas privadas.
—Pues entonces corremos en cuanto suene el gong. Y recuerda, si corres antes de tiempo también la espichas.
Corriendo estaban. No llevarían ni quinientos metros cuando quedó claro que ninguno de ellos estaba para participar en una competición de relevos. Habían empezado a jadear a la primera de cambio, sobre todo Maraya. Adrien intuía que no era la primera en su clase de educación física de la escuela. No lo tenía claro, porque iban a clases distintas, pero seguramente no lo fuera si parecía que iba a darle un patatús de lo que estaba jadeando. Adrien empezó a imaginar sus propios cañonazos y tiró de ella para que siguiera avanzando. A Maraya la coleta le golpeaba contra la espalda sin ningún ritmo y no tenía mucha coordinación en la carrera. Escuchaban el ruido de la pelea que se había montado en la cornucopia de fondo y sus propios pasos golpeando el suelo, no había más ruido a su alrededor. Parecía que no les hubieran seguido para darles caza, lo que dio a Adrien un respiro. Si es que se podía respirar cuando tienes el hígado en la garganta.
—Por aquí —siseó Maraya falta de aliento, torciendo una esquina.
Adrien la siguió y los dos cayeron redondos contra la pared de un edificio de granito color salmón, hasta quedar sentados en el suelo.
Les habían lanzado algunos proyectiles en su huida, Adrien suponía que la chica de las lanzas, pero ninguno les había alcanzado. Tardaron un rato en poder volver a hablar. Se podía ver lo roja que estaba Maraya a través de su piel oscura, el sudor le resbalaba por las sienes y le pegaba el traje al cuerpo. Supuso que él no tendría mucho mejor aspecto.
—De aquí a las competiciones nacionales de atletismo —dijo Adrien para romper el hielo.
Maraya esbozó una sonrisita que parecía más una mueca. No estaba para chistes. Acababan de escapar del baño de sangre. Su amiga consiguió ponerse de pie, no sin dificultad y se asomó a través de la esquina. A Adrien le latía tan fuerte el corazón que parecía que fuera a darle un infarto si se movía un solo milímetro. Se suponía que él era el fuerte de la pareja, pero la chica que tenía al lado estaba repleta de determinación. No se quería morir. Eso le había repetido mil veces la noche anterior. Bueno, era de suponer que nadie quería morirse, Adrien tampoco. Pero había llegado a aceptar que tenía poco que hacer en los Juegos, había deseado que fuera rápido e indoloro y que su familia y amigos pasaran página rápidamente guardando un bonito recuerdo suyo.
—No hay moros en la costa —anunció Maraya girándose hacia él.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Adrien.
—Esperar. Eso es lo que hacemos. Esperamos a que todos los garrulos que se han quedado se maten entre ellos. Y esperamos a que los profesionales salgan a dar caza al resto.
—Sabes que siempre dejan a uno vigilando los suministros —le advirtió Adrien.
—Lo vamos a distraer.
—Tienes un plan —dio Adrien por hecho.
Maraya le echó una mirada.
—Todavía no. Aunque tú también puedes ir pensando en algo.
Adrien sopesó la posibilidad de que la idea de Maraya fuera que él sirviera de anzuelo y no le gustó nada. Pero estarse quieto tampoco era una opción.
—Si nos quedamos mucho nos mandan un muto —dijo.
—Eso no es pensar en algo, es ser agorero —le reprochó Maraya.
Cayó de nuevo contra el muro de granito color salmón, pero el granito ya no era granito, o sí que lo era, pero se movía hacia atrás empujando a ambos dentro de alguna parte. Adrien no sabía que estaba pasando. Maraya gritaba. De repente el espacio interior se iluminó. Y de repente estaban en otro lugar, con verdes praderas y animales al fondo. La puerta se había cerrado. Ya no se encontraban en el Capitolio.
No matarnos
Ocean Maze, Distrito 5
Ocean llevaba una espada cogida entre las manos mientras corría. Había sido una idea terrible llevarla con ella. El peso la desestabilizaba, la hacía tropezar y ser más lenta. Pero no podía dejarla. No después de lo que le había hecho a Nekko con esa misma espada. Lo había matado porque iba a morir tarde o temprano. Lo había hecho porque ya estaba herido y ni siquiera se daba cuenta; porque no tenía tiempo ni recursos para hacerle un torniquete en la maldita pierna y se habría desangrado de todos modos. Lo había hecho porque prefería ser ella. Lo había hecho por… No sabía por qué lo había hecho, pero le había salido de dentro. Nekko estaba haciendo el imbécil, les estaba poniendo en peligro a ambos. Habría seguido haciendo el imbécil durante todos los Juegos. Tal vez sólo quería quitárselo de en medio. Tal vez pensó que sería un tributo menos. O tal vez simplemente era una mala persona.
La calle parecía interminable y era una réplica exacta de lo que Ocean pensó que sería una avenida principal del Capitolio. Había edificios oficiales, una oficina de correos, tiendas y cafeterías fantasma sin nadie tomando café en sus terrazas. ¿En serio habían hecho una réplica del Capitolio para verlos matarse? Habría sido más rápido ahorcarlos en una plaza pública. Pero menos divertido, pensó Ocean con tristeza. Ella ya había matado a su compañero. Lo había traicionado. Imaginó que los capitolinos estarían vitoreándola desde sus casas y a Pat, su verdadero mentor, decepcionado con ella.
Ocean tenía una forma física bastante decente, pero iba perdiendo el aliento por momentos, la espada era como llevar un ladrillo de hormigón en el regazo. Iba a parar para buscar un lugar seguro, recuperar el aliento y trazar un plan de supervivencia cuando el paisaje cambió de golpe. De repente se hallaba en medio de un entramado de vías de tren que se encontraban y cruzaban por todas partes. El cielo se había vuelto de un plomizo color gris ceniza y el olor a combustible y plástico chamuscado lo inundaba todo. Al menos no tenía pinta de que fuera a ponerse a llover. Al no observar ningún tren a la vista, Ocean se propuso seguir la trayectoria de una de las vías, para ver hasta donde la llevaba. Le daba miedo quedarse quieta, aún tenía restos de la sangre de Nekko pegados a la ropa y se sentía sucia y sedienta, pero algo le decía que era mejor seguir adelante mientras los demás tributos se encontraran moviéndose por la arena, buscando un lugar de descanso.
Caminó siguiendo la vía hasta lo que sólo podía denominarse un cementerio de trenes. Había tantos que a Ocean no le alcanzaba la vista para contarlos. Trenes desvencijados, con las ventanas rotas y la chatarra oxidada del exterior, como si les hubiera estado cayendo una lluvia de ácido por encima. A Ocean esto no le dio buena espina. No se sentía especialmente inclinada a entrar en uno de esos trenes fantasma para averiguar qué es lo que había dentro. Continuó su camino mientras iba encontrando ruedas retorcidas por el tiempo y esqueletos de locomotoras por cuyos agujeros silbaba el viento. Hasta que dio con un tren de otro tipo.
Se trataba de uno de los nuevos y relucientes trenes bala del Capitolio; de los que apenas tocaban el suelo por la velocidad que alcanzaban, de los que estaban repletos de lujos y comodidades. Uno igualito al que le había sacado de casa. Su pintura exterior se mantenía intacta y Ocean se preguntó qué hacía entre ese montón de chatarra.
Supuso que podía ser una trampa. Casi estaba segura de que sería una trampa. Aun así le pudo la curiosidad e intentó abrir la puerta. No fue una sorpresa que esta le permitiera pasar dentro, donde el vagón se encontraba en un estado igual de espléndido que por fuera. Y no sólo eso: allí dentro había agua y también todo tipo de manjares, como naranjas y uvas, distintos alimentos deshidratados para que se conservaran mejor en el tiempo e incluso pastelitos altos en proteínas envasados individualmente. Ocean agarró un par de botellas y se las bebió de trago.
No había terminado la segunda botella cuando escuchó un ruido en el exterior. Agarró la espada de Nekko, que se había atrevido a soltar por un momento y presionó el botón que abría las puertas.
Al principio no lo reconoció. No hacía falta, estaba claro que se trataba de otro tributo. Iba cargado como una mula con un arsenal de armas y suministros y sin embargo, se movía con agilidad; hasta que la vio y se quedó quieto.
—Ocean Maze —dijo, su voz ni siquiera sonaba entrecortada por el esfuerzo, aunque sangraba de un hombro—. Has hecho un buen trabajo en la cornucopia.
El chico del 2 le dedicó una rara sonrisa después de decir esto y ella tuvo que visualizar nuevamente a su compañero muriendo, con los ojos incrédulos y la sangre saliéndose a chorros por la boca. Le subió una especie de bilis por la garganta. Tenía que dejar de pensar en ese tema.
—Tú también —contestó Ocean —Imaginó que si estás solo….
¿Se habría encargado Jake Russell de todos sus aliados antes siquiera de empezar la partida? No era la primera vez que sucedía algo así. Tampoco parecía ese tipo de persona. Y ella, ¿parecía el tipo de persona que mataba al único amigo que podía tener allí dentro? Daba igual si lo parecía. De hecho lo era y temía que si le sonaba la flauta y salía viva de los Juegos el temita la estuviera persiguiendo para siempre.
—No te equivoques, chica. Yo no he ido a por mi compañera a degüello. Me preguntó qué estarán pensando en el 5….
Bueno, no estaban en la arena para hablar y ni mucho menos para que ese tipo se pusiera a juzgarla. Ocean bajó las escaleras del tren como un tornado y se lanzó hacia Jake con la espada en alto. O se lo cargaba o moría en el intento. De alguna forma, por la cara que puso, le pilló desprevenido, pero pudo esquivarla sin mucho esfuerzo. Si Pat le hubiera enseñado a manejar mejor armas como esa otro gallo cantaría. Jake soltó las mochilas bruscamente y agarró dos dagas largas y finas de su cinturón. Al siguiente embiste de Ocean, él le rasgó la ropa a la altura de la cadera. Necesitaba tener la espada cogida con ambas manos y eso la dejaba expuesta, sin embargo era tarde para cambiar de arma. Se observó el rasguño por un momento, había algo de sangre, nada a tener en cuenta. Jake aprovechó el despiste para colocarse detrás de ella y ponerle una daga en la garganta y otra sobre las costillas. Su error fue dejarle movilidad en los brazos, por lo que Ocean empujó los codos hacia atrás, clavándole la empuñadura en el estómago. Jake trastabilló hacia atrás, se había puesto rojo.
—Es suficiente —dijo.
Ella volvió a posicionarse, a equilibrar las piernas y los hombros. Esa era la única manera de mantener la espada firme, apuntando al chico que tenía enfrente.
—Baja la espada y yo dejaré los cuchillos en el suelo —insistió Jake.
—Ni de coña —replicó Ocean—. No pareces de los que van perdonando la vida a la gente, eres del Dos. Además, yo iba ganando.
El chico dio un par de pasos en su dirección. No había soltado los cuchillos y el resto de su arsenal continuaba colgándole del cuerpo.
—No es cuestión de ganar. Es cuestión de sernos útiles. Yo creo que podemos sernos útiles el uno al otro.
Ocean bajó la espada sólo porque los brazos la estaban matando de tenerla en alto.
Al poco rato, relajado contra un sofá de lujo de uno de los trenes del Capitolio, Jake Russell, el tributo del Distrito 2, no parecía el malo de un cuento. Ocean daba vueltas a su alrededor. No se sentía segura en presencia de un profesional. Los profesionales eran la versión del villano en Los Juegos del Hambre: estaban bien entrenados y bien alimentados, mataban sin piedad a los más débiles y ni siquiera los tributos más fuertes tenían mucho que hacer contra ellos. Sin embargo ahí estaba Jake, quien se había colocado una venda mal puesta en el brazo herido y ahora se comía un pastelillo envasado de los que había en el tren y la miraba fijamente.
Ocean se planteó la posibilidad de convertirlo en su prisionero. Ya que no había podido matarlo, sí que podría atarlo y amordazarlo. Si encontrara alguna cuerda. Seguro que él tenía una guardada en sus bolsas. Claro que Jake tenía su cinturón de cuchillos bien pegado al cuerpo, las mochilas a su alrededor y era posible que no se dejara fácilmente. Seguía mirándola de una forma un poco molesta.
—¿Dónde aprendiste a hacer eso? —preguntó Jake al fin.
—¿El que?
—A moverte con una espada de esa envergadura en las manos. A matar con ella. No es fácil usar una espada de esa forma, menos si nunca has tocado ninguna.
Ocean no abrió la boca, aunque supuso que había sido muy crítica consigo misma en cuanto al uso de la espada. Si Jake la estaba halagando, no debía haberlo hecho tan penosamente.
—No te vi usar espadas para entrenar en el centro. —continuó Jake—. También sabes pelear cuerpo a cuerpo, ¿quien te ha enseñado?
—No nos conocemos lo suficiente para empezar a contarnos secretos —esas eran todas las explicaciones que iba a dar.
Tampoco es que tuviera ninguna habilidad especial usando una espada. Apenas las había tocado antes. Sin embargo Nekko estaba muerto, pero Ocean supuso que no era tan difícil matar a alguien cuando estás dispuesto a hacerlo. Si además ese alguien está herido y ha perdido la cabeza por completo es pan comido.
—Tienes razón.
Le sorprendió que Jake no insistiera. Ella, desde luego, lo habría hecho. Seguían manteniendo las distancias, conscientes de que la cosa podía ponerse fea en cualquier momento. A Ocean le sonaba una alarma en la cabeza que repetía: profesional, profesional, profesional, todo el santo rato. Veía como iba manchándose de rojo la venda que Jake se había colocado en el hombro. No iba a morirse desangrado, pero aquello podía infectarse y entonces moriría de una forma mucho más fea si no lo limpiaba en condiciones. ¿Por qué no hacía nada para curarla? Era un profesional, no obstante, parecía un poco perdido. Como si no supiera qué hacer a continuación. Los dos seguían mirándose el uno al otro con todo el recelo del mundo.
La cuestión es que estaban allí y no había nadie más, ni tampoco un peligro inminente.
—¿Tú tienes muchos? —quiso saber Ocean. Había nacido curiosa, no podía evitarlo. Aunque lo que en realidad le gustaría preguntar era qué había pasado con su alianza. Por qué estaba solo y herido. Por qué no estaba intentando matarla.
—¿El que?
—Secretos.
El tributo del 2 se incomodó con la pregunta. Se llevó la mano al hombro herido por un momento y fue como si bajara la guardia. Tal vez Ocean podía aprovechar y atarlo al asiento.
—Algunos.
Ese era un tema interesante, los secretos. Todo el mundo tenía alguno. La mayoría más de uno. No es que le importasen los secretos de Jake, pero la charla era una buena maniobra de distracción. Mientras hablaban, no estaba intentando matarla y ella podía pensar en cómo dejarlo amordazado y quieto, para que dejara de ser un peligro.
—¿Y crees que importan aquí dentro?
Jake tuvo la decencia de bajar la vista. Tanta mirada intensa la estaba poniendo nerviosa. ¿Miraría así a todo el mundo o es que estaba calibrando la posibilidad de atravesarla con uno de sus cuchillos?
—Supongo que no —dijo Jake—. Siempre y cuando no afecten a nadie más que a ti mismo. Si no es así, siguen importando. Y si ganas siempre podrían usarlo en tu contra.
—Sigues pensado que vas a ganar —afirmó Ocean.
—Por supuesto —dijo Jake.
Se acabó el chico que parecía medio decente. El profesional presuntuoso había vuelto, seguramente para quedarse. Jake sacó un par de armas del cinturón y comenzó a afilarlas una contra la otra. Ocean decidió que mejor quedarse de pie, ya que siempre es más fácil empezar una pelea así que sentado. Caminó por el vagón, con la espada a cuestas. No era la mejor arma pero supuso que sí la más intimidante. Encontró una bolsita de peladillas en una bandeja. Mientras estuviera en ese tren no pasaría hambre. Iba a ofrecerle una a Jake, que seguía sangrando y estaba bastante pálido. Entonces se recordó que era su enemigo y en lugar de eso se plantó frente a él e hizo la pregunta que la estaba carcomiendo:
—¿Se puede saber qué hacemos?
—Tomarnos un respiro —contestó Jake.
Ocean tenía una idea clara de lo que te podía pasar si te tomabas un respiro en los Juegos.
—¿Por qué no me has matado aún?
Jake alzó la vista de sus cuchillos. Ocean se fijó en sus ojos, indudablemente tristes, por muy azules que fueran.
—¿Es que quieres que te mate?
—No sería muy amable de tu parte —le respondió.
—Los juegos no van de ser amable, Ocean Maze. Y tienes un nombre raro para una chica del distrito 5, por cierto.
—Será porque Jake Russell suena totalmente al distrito 2 —dijo Ocean a la defensiva.
Le habían comentado lo mismo mil veces. Que si su nombre tal y cual. No tenía ni idea de en qué pensaban sus padres al llamarla así. Se acercó a Jake con la espada en alto y la colocó a la altura de su barbilla. Jake parecía tranquilo, cuando debería de estar nervioso. Ocean le alzó la barbilla con la espada haciendo un esfuerzo, a lo que Jake soltó los cuchillos y levantó ambas manos.
—Eh, tranquila. Ya has demostrado que puedes matar sin pensarlo dos veces. Baja eso.
La chica bajó la espada a regañadientes. ¿Por qué no le mataba y punto? Entonces Jake dijo:
—No me disgusta tu nombre. Y si lo hiciera da igual. Tendré que acostumbrarme.
—¿Qué estás insinuando?
No se tragaba que quisiera aliarse con ella, eso seguro. Con una mindundi del distrito 5. Entonces recordó que Jake estaba solo. Su alianza se había ido a la mierda. Los profesionales no estaban acostumbrados a empezar solos los Juegos. Se aliaban y cazaban en grupo. Era más fácil y práctico.
—De momento podemos no matarnos —dijo Jake—. Si te parece bien, claro.
Aunque no se fiaba ni un pelo de la propuesta, Ocean sonrió.
—De momento.
Era la segunda vez que se estrechaban las manos.
De acá para allá
Maraya Newman, Distrito 10
La guinda del pastel después de que la hubieran metido en contra de su voluntad en los Juegos del Hambre era que además hubiera truquitos de magia. A Maraya no le gustaban las sorpresas de ese tipo.
Maraya estaba gritando.
Se le daba bien eso del grito a pleno pulmón, lo había hecho en su cosecha y había causado sensación, según sus mentores. También solía hacerlo de pequeña cada vez que sus padres no le daban lo que quería. Algunos podrían opinar que era una niña malcriada y no irían muy desencaminados. Pero en esos momentos su grito tenía toda la justificación del mundo: de repente, habían cambiado de sitio y eso no entraba en sus planes. Ella quería volver a la Cornucopia. No quería enfrentarse a una arena desconocida sin nada en las manos.
Al contrario que a Maraya, a Adrien cualquier infortunio lo dejaba alelado, como si lo hubieran congelado en el sitio con la boca abierta. Cuando los pulmones no le dieron más de sí, Maraya dejó de gritar y lo golpeó en el hombro para que espabilara.
—¿Dónde estamos? —preguntó el chico.
—Ni puta idea —contestó Maraya—. Pero hay que volver por donde hemos venido.
Ambos dieron media vuelta hacia el lugar desde el que habían llegado. Un muro rosa que claramente ya no estaba allí. Se encontraban en una pradera, con su hierba y sus florecillas pisoteadas. Un poco a lo lejos podía verse a un rebaño de ovejas pastando tranquilamente. Maraya pensó en el cordero asado que podían permitirse de vez en cuando en su casa y se le hizo la boca agua. Volvió a mirar al desaparecido muro, es decir, a la nada, luego a la potencial comida, es decir, a las ovejas. Entonces decidió que aunque se fueran deberían de volver allí y darse un festín. Al fin y al cabo, la vida duraba un suspiro. Ella no iba a matarlas habiendo otra persona disponible, aunque sería un problema pedírselo a Adrien, quien amaba a los animales sobre todas las cosas.
El segundo problema era que no tenían él material necesario para hacerse la cena. Ni tampoco para defenderse. Por eso había que regresar a la Cornucopia. Maraya fue a explorar un poco el terreno en el que había estado el muro, mientras Adrien fue directo hacia las ovejas. Maraya no encontró nada donde había estado el muro aparte de césped amarillento, como de finales del verano, por lo que se unió a Adrien. La hierba crujía bajo sus pies y las ovejas hacían los ruiditos propios de las ovejas. Soplaba una suave brisa que le agitaba el pelo que se había soltado de su coleta, por lo demás, era un día apacible, cálido y nada peligroso. Lo que le hacía a Maraya desconfiar.
A Adrien claramente le gustaba el sitio.
—Tal vez no haya manera de volver —dijo cuando llegaron hasta el rebaño.
Las ovejas, la verdad sea dicha, eran excepcionalmente bonitas, con la lana de un blanco tan esponjoso que le daban a una ganas de hundir las manos en ella. Le recordaban a una nube. Tenían la carita tierna como la de un cachorro y les miraban embelesadas. Maraya se estaba planteando la posibilidad de llevarse una a casa si es que ganaba, ya que podría tener todo lo que quisiera. Adrien comenzó a acariciar el lomo de una de ellas como si se tratara de un perro.
—¿Qué haces? —inquirió Maraya.
—Las ovejas son animales pacíficos —dijo Adrien.
—No creo que nada de lo que hay en la arena sea pacífico —contestó ella—. Ten cuidado.
Adrien pasó por completo de su recomendación. Recogió un puñado de hierba con una mano y se lo dio a comer a la ovejita directamente desde allí. La oveja se puso la mar de contenta, parecía que sonreía y todo, dejando unos colmillos a la vista bastante desproporcionados para ser una oveja. Adrien, por descontado, también sonreía. Maraya no era ninguna experta en ovejas, nunca había trabajado en el distrito, pero esa sonrisa era bastante rara. No obstante, Adrien adoraba todo lo que tuviera cuatro patas, seguramente quisiera llevarse a la oveja con ellos y ponerle un nombre tipo Blanquita. Cuando de pronto, gritó. No Maraya, sino Adrien. Aunque Maraya estaba a punto de hacerlo. Adrien por lo general no gritaba, ni siquiera levantaba la voz. Maraya miró a la oveja. Estaba masticando algo con alegría. Adrien, por su parte, se miraba la mano que había ofrecido a la oveja, en la que ahora faltaba un dedo. El del medio, para ser exactos. Estaba cubierta de sangre y Adrien se estaba empezando a poner sospechosamente blanco.
—¡No te desmayes! —gritó. En ese punto sólo le salía hablar a gritos. No tenía ni idea de qué haría con él si se desmayaba—. No te desmayes por lo que más quieras —repitió sacudiendo sus hombros.
—Son preciosas —fue lo único que pudo balbucear Adrien.
Era evidente que estaba en shock. Maraya tendría que enseñarle a diferenciar entre un animalito amistoso y un muto, tendría que meterle en la cabeza que en la arena seguramente no hubiera ninguno de los primeros. Pero eso tendría que esperar. Agarró a Adrien de la mano buena, la que no sangraba y tiró de él para alejarse de las ovejas. Ella sabía bastante poco de ovejas, aún así la lección del colegio en la que les explicaron que no eran carnívoras le había quedado meridianamente clara. Corrió con Adrien hacia el lugar por el que habían llegado, el chico iba dando tumbos. La herida no era para tanto, pero sangraba que no veas. Y cuando quiso recordar, habían pasado una barrera invisible y ya no estaban en las praderas, sino otra vez en la ciudad, rodeados de edificios, bajo un toldo, en un callejón. Maraya prefirió no darle vueltas al tema, ya estaba anocheciendo. Se le había pasado el día volando con tanto ir de acá para allá. Adrien se tiró al suelo.
—No me gusta la sangre —balbuceó como si estuviera borracho.
—Pues estamos apañados —replicó Maraya. Adrien se apretaba la mano sin dedo contra el cuerpo—. ¿Pero tú no te dedicabas a curar animales?
—No me gusta ver mi propia sangre —aclaró Adrien. Luego se desmayó y se le pusieron los ojos en blanco.
Menudo espectáculo estaban dando. Maraya pensó en dejarlo allí tirado e ir a echar un vistazo. Se aproximó a la esquina del callejón y al principio sólo contempló cómo iban encendiéndose las farolas de una calle principal, hasta que vislumbró dos siluetas a lo lejos. Eran inconfundibles, aunque sólo se adivinara su perfil: los dos tributos más bestias de la edición, los más sanguinarios, probablemente. La chica del 11 y el chico del 4 se habían unido en lugar de matarse entre ellos, que habría sido lo óptimo y lo que Maraya esperaba que sucediese.
Eso le preocupaba más que el dedo perdido de Adrien. Se le acumulaban los problemas. Si venían a matarlos no había nada con lo que defenderse. Ni siquiera Adrien estaba en condiciones de oponer algo de resistencia. Agarró a Adrien por las axilas y empezó a moverlo hacia atrás. No se le ocurría qué más hacer, así que hizo eso hasta que se dio cuenta de que no llegarían a ningún sitio más que al final de su callejón. Perpendicular a éste, se abría otra de las calles principales. Entonces esperó mientras pensaba algún plan. Se le ocurrían cosas, pero todas pasaban por que Adrien despertase. De no ser así, huir por su cuenta sería la opción más factible. Volvió a abandonar a Adrien. Estaba segura de que las secuelas de arrastrarlo por el asfalto serían peores que el dedo perdido.
Con sumo cuidado, salió a esa otra calle. Las farolas ya estaban encendidas por lo que le permitieron ver lo que parecían, sin lugar a dudas, un par de piernas colocadas de forma extraña en uno de los portales. Maraya se acercó para mirar mejor. Era Cress, el tributo del 11, que había caído de cualquier manera contra una puerta. Se agachó para tomarle el pulso, temerosa de que se incorporase e intentara matarla. Casi esperaba que hubiera muerto, aunque no lo parecía. Parecía que no hubiera podido contener el sueño y se estuviera echando una siesta.
Pronto saldrán las estrellas
Bearnese Inja, Distrito 8
Al ver a Afena, Bernese lo había dejado todo atrás y había salido corriendo sin pensar. Había estado intentando alcanzar una mochila sin entrar en la Cornucopia de rosas. Quizá tenía que haberse mojado más. Pero no se había atrevido.
Simplemente había elegido la calle más cercana y había corrido y corrido y corrido. Había una suerte de neblina oscura que ocultaba el final de la calle, y Bernese se había forzado a atravesarla, segura de que habría algo más. No sabía en lo que se había metido.
Había empezado a llover y el horizonte se había despejado poco a poco. Bernese lo interpretó como una buena señal. Avanzó por una zona industrial. Le recordaba al centro de su distrito, con enormes avenidas para transportar las telas.
Abrió la boca y echó la cabeza hacia atrás. Era una manera un tanto absurda de beber y se sintió estúpida. Pero algo había que hacer. Era poco probable que encontrase un grifo en aquél lugar.
Avanzó toda la tarde intentando encontrar comida. Se hacía difícil, porque el suelo dejó rápidamente de ser plano y empezó a abultarse. Unos tubos flexibles recorrían el lugar en todas las direcciones. No había nada para esconderse, aunque Bernese supuso que el lugar era tranquilo.
O eso pensó antes de llegar a la zona desnuda. La bautizó así porque allí los tubos de plástico estaban abiertos y se veía lo que contenían: cables.
Bernese había vivido toda su vida apartada de la ciudad pero sabía cómo funcionaba un cable. Había visto a su padre pelar cables de cobre y soldarlos juntos cuando se le estropeaba la máquina con la que arrancaba el pelo de la piel para crear el cuero.
Por los cables, corría la electricidad, y al desnudo eran peligrosos. Sobre todo si estaba lloviendo.
Bernese dio marcha atrás, intentando alejarse de la zona, pero entonces escuchó un ruido. Algo había caído al fondo, desencadenando reacciones por todas partes. Los cables se cargaron de electricidad, lo supo al notar el zumbido en las orejas. Al echar la vista atrás vio chispas. Se asustó. Otra vez echó a correr, pero los cables habían cobrado vida, como serpientes, y se estaban liberando de los tubos de plástico, persiguiendo a Bernese.
Gritó. Corrió. Le daba igual que la oyeran, el corazón se le salía por la boca. Varias veces esquivó una serpiente de chispas, y una de ellas tropezó y cayó.
Por fuerza aquel lugar tenía que contactar de nuevo con la zona del Capitolio. Bernese daría lo que fuera por volver a esas calles seguras. Se levantó y echó a correr de nuevo.
En seguida le dio flato. Le dolía tanto el costado que se moría por parar, pero parar significaba la muerte. Cuanto más cerca de la zona del Capitolio, más grandes eran los cables, recordó.
Se le descompuso la cara, y no le importó ponerse a llorar. Quería llegar ya. No había andado tanto. Quería llegar ya.
Uno de los cables le alcanzó la pierna. La descarga le recorrió el cuerpo entero, paralizándola a la vez que la sacudía.
No toques los cables, Bernese, o se te quedará la mano atrapada a su alrededor.
No recordaba cuándo le habían dicho eso pero sonaba real. Estaba tan cansada… pero tenía que alejarse. El suelo parecía volverse plano al fin. Pronto llegaría.
Así que volvió a levantarse, con los brazos inútiles, y andó a trompicones. Parecía que los cables se estaban calmando. Ella se permitió descansar, dejándose caer sobre las rodillas, y alejarse gateando.
Cuandó miró al frente la vio. Por fin. La calle. Jadeó. Se tiraría a ese asfalto si pudiera. Quería llorar. ¿Qué lugar era aquél? Llevaba sin comer todo el maldito día, pero se levantó. Había dejado de llover.
Avanzó a trompicones. Quizá habría comida en alguno de los edificios.
Fue entonces cuando lo vio, ahí tirado en medio de la calle como un saco roto, gimiendo con cada respiración. ¿Era…?
—Berni —le dijo cuando la reconoció. Bernese sintió como si sus ojos se le saliesen de las cuencas. Era Nick, pero no era Nick. Un amasijo de carne le colgaba del estómago y el niño intentaba sujetarlo.
—Ber…
Bernese se echó a llorar.
—Espera aquí, en seguida vuelvo —le dijo entre sollozos. Le tocó varias veces la cara. Las lágrimas no dejaban de salirse de sus ojos. A su izquierda y a su derecha había casas. Entró en una y en otra, frenéticamente, buscando algo, no sabía qué, cualquier cosa. Pero no había nada. Volvió a Nick. Estaba tan cansada… pero tenía que hacerlo otra vez. Ese niño estaba como muerto. Verle le había recordado que no sólo tenía que correr por su vida, sino también… De todas formas, aquello eran Los Juegos del Hambre. Qué mejor lugar para imprimir en sus manos la sensación de una boca que busca por respirar, de un latido en un cuello vivo.
—Nick, todo va a ir bien —le dijo. El niño le sonrió.
—Eres guapa.
—Ay Nick… mira al cielo. Pronto saldrán las estrellas—. Se estaba haciendo de noche.
Nick giró la cabeza para mirar hacia arriba y Bernese le tapó la boca y la nariz. El niño tardó en resistirse. El instinto, en un último momento, le pidió luchar. Bernese aguantó. Sabía que podía hacerlo, ya lo había hecho antes. Seguro que era más difícil matar a un profesional, sin duda. Las lágrimas no habían dejado de rodarle por las mejillas.
Cuando Nick dejó de moverse, sonó el cañonazo.
Bernese, estúpidamente, empezó a sacudirlo, como para pedirle que se levantase. Recordó los espasmos de la descarga. Le salían mocos por la nariz y lágrimas por los ojos y estaba haciendo ruidos muy feos. Todo en directo. Se preguntó si se la llevarían a ella también si se quedaba ahí agarrada a Nick.
Lo único que hizo que se moviera fue el miedo de que llegasen los profesionales y la matasen, tan cerca de la Cornucopia. Decidió aventurarse a alguna de las casas que los rodeaban. Hoy había corrido, no había comida, la habían electrocutado, y había matado a un niño. Igual allí conseguía dormir.
Teddy Sharp, Distrito 3
Teddy se felicitaba de haber conseguido reunir a su alianza, aunque casi pierden a Farik por idiota. Joey tenía rasguños de las rosas. Al parecer Faye le había arañado con ellas. Teddy no se había aventurado a la Cornucopia, pero se había segurado de ordenarles coger algo.
Joey tenía una mochila grande con dos botellas de agua, carne seca, cuerda y dos cuchillos. Farik se había quedado con un carcaj de flechas.
Que para qué necesitaban un carcaj sin el arco, la verdad, pero Farik había encontrado su argumento estrella (así no lo tienen los profesionales) y no había quien le convenciera de que estaba siendo idiota.
Se habían parado a comer después de salir de las calles capitolinas, instalados contra el muro de uno de los molinos que tronaban por encima de los campos de trigo. Farik había dicho que aquél lugar era una copia del Distrito 9. Teddy había hecho una broma sobre que tenían suerte de no haber acabado en el Distrito 3. En realidad estaba pensando que a él le habría gustado vivir en el 9, si era siempre así de dorado.
Habían recorrido kilómetro y kilómetros de campos de trigo, en línea recta y en zig zag. Farik les había contado que era un paisaje otoñal, porque el trigo del verano ya había sido recoltado — una pena, porque habrían podido comer algo distinto — y la tierra estaba preparada para una siembra nueva.
Joey no había dicho más de cinco palabras, Teddy las había contado. No habían hecho nada más que andar y beber y andar y andar y Teddy estaba cansado. Farik parloteaba sobre su distrito, y sobre su noviecillo, aunque pretendía que no lo fuese. Teddy no sabía a quién quería engañar, si se había presentado voluntario por él.
—¿Y si nos tumbamos a la bartola y disfrutamos de los últimos rayos de sol? Esta temperatura es una bendición, y tumbarse es lo único que puede hacerse en otoño.
Teddy se negó a hacerlo allí mismo porque allí las decisiones las tomaba él pero pronto cedió.
Estuvieron hablando de raciones y de que tendrían que cambiar de sección porque allí no había nada.
Pronto empezó a bajar el sol y Teddy les instó a moverse. Había que encontrar un sitio para acampar. Farik sugirió los molinos, y Teddy casi lo mata. ¡Lo iba a decir él!
Acabaron en uno de los molinos, aunque ya no sabían cuál era. Habían intentado acordarse de por dónde habían venido pero era todo simétrico y ya no tenían sol. Por la mañana sería más fácil.
Teddy racionó la cena. Tampoco tenían carne seca para tanto tiempo, les duraría un día más, a lo sumo.
Joey, inútilmente, descubrió un segundo bolsillo de la mochila en el que había galletas secas. Teddy le dio un capón por no haberlo visto antes. Pero con todo cenaron tranquilamente hasta que se hizo de noche.
—¡Eh, mirad! —les gritó Teddy a los dos, asomado a la puerta del molino. Se agolparon en ella.
Había empezado a sonar el himno de Panem. Pronto se reflejaría el descuento de los muertos.
Y ahí estaban. Empezó por el chico del Distrito 1.
—¿Cómo? ¿Habéis visto lo mismo que yo? ¡Eso es un profesional! ¡Y el peor!
—Yo creo que el peor es Torkas —dijo Farik. Apareció entonces Faye— y aún estaríamos a tiempo de verlo.
Teddy frunció el ceño. ¿Faye? ¿Se había muerto Faye? Pero si Faye era de casa. Había sacado una nota de mierda, pero Teddy estaba seguro de que habría sido capaz de salir de ahí con vida. ¿Qué hacía muerta Faye?
—Vaya Teddy —dijo Joey—, lo siento.
Teddy hizo un gesto con la mano como para quitarle importancia. ¿A quién le importaba? No era más que una rica venida a menos. Nada de qué preocuparse.
El chico del 5.
—El de las espadas —comentó Farik. Teddy no se había fijado.
Pero sí se había fijado en la chica del 6, tan fascinantemente guapa. Su cara en el cielo no le hacía justicia.
Ninguno de los tres dijo nada.
Entonces salió la compañera de Farik.
—¡Khalida! —soltó él, en un aliento. Parecía estar en shock. Teddy se acordó de Faye. Qué raro era, pensar que estaba muerta. Que no le echaría humo a la cara nunca más. Ni siquiera la conocía tanto, sólo sabía quién era, y era una constante en su vida, un ancla a la realidad.
Farik lloró un poco, diciendo que aquello era injusto. Teddy lo pensó: tres chicas guapas perdidas. Todas tenían que morir para que Teddy sobreviviera. Incluídos Joey y Farik.
De repente, a Teddy le pareció que aquello sería imposible.
Los chicos ya están moviéndose por esta arena extraña y llena de sorpresas. Tristemente, hemos tenido que despedir a uno más:
-Nick Tweed (distrito 8), alias rollito de canela, alias el tributo más tierno de la edición. Al que le gustaba identificar los tejidos y las telas brillantes. Lo remató Bearnese pero ya no andaba muy fresco tras su encuentro con Thor y la Viuda Negra. siempre se van los mejores. Esperemos que vea las estrellas a menudo y diseñe cosas espléndidas para el resto de caídos este año. Gracias Ceci por este niño perfecto.
Si todo va según nuestros planes, nos vemos la semana que viene.
Gui y Rebeca.
