Capítulo 12. Conocer la arena sin morir en el intento
De sección a sección
Willow Clearwater, Distrito 7
Doce putas calles. Willow las había contado. ¿Coincidencia? No lo creía. Como lo de la Cornucopia de flores, el holograma/muto del presidente y todas las mierdas que estaban por encontrarse.
Mierda, mierda, mierda.
Todas las armas eran de metal, pero eso no les impedía haber sido un prototipo de madera, antes, como la karambita del centro de entrenamiento. Willow no necesitaba verificarlo. Era su diseño.
Pero, ¿qué iba a hacer? ¿Ponerse a patalear porque ella no quería una arena simbólica? De poco le iba a servir.
Johanna le dedicaría una mirada como diciendo "te lo dije" y se instalaría en el fondo de su silla. Ni se molestaría en decirlo en voz alta. Willow insultó por lo bajini.
Había escogido una calle, pero no al azar. La había escogido al noreste (si uno podía confiar en el sol de la arena, porque los Vigilantes podían modificar el puto clima), y estrecha. Willow no estaba en la cabeza de los vigilantes pero seguro que tenían mala leche.
Por el callejón llegó a un paisaje de hielo. Te quitaba el aliento, en todos los sentidos. Había querido volver, pero entonces se había topado de frente con Seis y no se había quedado a ver si era majo. Estaba con los profesionales. Seguro que lo habían usado de avanzadilla o algo, o se había arrepentido de aliarse con ellos. Willow prefería no saberlo, como prefería no saber para qué usaban sus prototipos en el Capitolio. Oh, sus armas herían de gravedad pero no mataban, no en la teoría. En la práctica, en cambio, y en las manos equivocadas, hasta una sartén podía quitar vidas.
Seis la había perseguido hasta que ella se coló por un hueco por el que no cabría. Se había burlado en su cara, deseando con todas sus fuerzas que se congelara. Ese lugar hermoso parecía una tumba. Avanzó todo el día, con las manos entumecidas, hasta que el paisaje cambió. Frente a ella, en vez de árboles de hielo y delicadezas lujosas se encontraba una enorme colina, dura y blanca, sin un solo agarre externo, pero con un pasillo que llevaba al interior.
Willow se había adentrado ahí sin miramientos. Había encontrado agua en una cantimplora abandonada, pero ahí se acababan las buenas noticias. Pronto se había dado cuenta de que aquello era un verdadero laberinto de túneles. Había decidido pasar la noche allí, convencida de que si entraba algún tributo, estaría tan perdido como ella y no la encontraría con facilidad. Se perdería el recuento de muertos, pero quizá prefería no saberlo. Ya lo repetirían la noche siguiente. Podía fantasear con la idea de que los profesionales habían matado a todos los tributos antes de matarse entre ellos en un día.
Pero por supuesto no había podido descansar. Primero porque no había comido en todo el día y su estómago no parecía por la labor de descansar. Segundo, porque ¿cómo iba a dormirse en la arena de los malditos Juegos del maldito Hambre? Al cabo de horas de vueltas y vueltas, Willow había caído en una especie de somnolencia insatisfactoria y alerta.
Quizá aquello le había salvado la vida.
La despertó un ruido regular, como pasos pesados contra el suelo. Miró a izquierda y derecha. El ruido venía del fondo a la izquierda. Willow no pensó cuando se metió por un pasillo cercano de la derecha. Echó a correr enseguida. No necesitaba verificar lo que había allí. Con su suerte, sería un lobo.
Los pasos empezaron a multiplicarse. Parecían venir de varios pasillos a la vez. Del pasillo al que Willow quería dirigirse. De todos menos uno. Willow sintió como si la estuviesen forzando a ir hacia donde ellos querían. Eso no le gustaba, pero ¿qué elección tenía?
Entonces de un pasillo cercano salió uno de los mutos.
Willow gritó y echó a correr con más ahínco, no sin antes darse cuenta que se trataba de un Agente de la Paz. ¿Por qué había Agentes de la Paz? ¿El presidente había querido hacer honor a todas sus ideas locas para su aniversario? Rosas, agentes, el Capitolio…
Otro salió de otro pasillo, blandiendo un bastón eléctrico. Le dio a Willow en la pantorrilla.
—¡Ah!
Se agarró la pierna a la vez que intentó correr. Le salió el tiro por la culata. Tuvo que soltar el sitio que tanto le dolía, superar su propia resistencia y volver a correr. Los Agentes se acumulaban en el laberinto. Willow pensó que jamás saldría de allí. La tocaban al pasar, algunos con los bastones, otros con las manos. Uno le agarró de la melena negra. Willow nunca había deseado cortarse o atarse el pelo pero por primera vez en su vida se maldijo por haberlo dejado suelto.
Salió del laberinto de repente, escupida a un bosque en el que hacía más calor que en todos los lugares en los que había pasado el día anterior y la noche. Casi le recordaba a casa. Los Agentes volvían por donde habían venido.
Willow se giró, y frente a ella estaba Ocho. Bernís o algo así. Se sopesaron con la mirada.
Bueno, pues habría que enfrentarse, supuso, aunque honestamente, no le apetecía nada.
Farik Torcacuello, Distrito 9
El Distrito 9 nunca le había parecido tan aburrido. Los campos de cultivos lo ocupaban todo, como si le hubieran quitado el espacio a la verdadera tierra y ya no quedará más que eso, tallos recortados y amarillentos. Supuso que si estuviera Kanan encontraría algo divertido que hacer en vez de quejarse. Pero en lugar de a Kanan tenía a Joey, que apenas hablaba, y a Teddy, que hablaba por los codos, normalmente para darles alguna orden. Nada podía hacerse sin que Teddy diera su aprobación e hicieran la pantomima de que había sido idea suya. Empezaba a estar cansado de seguirle el juego, aunque sobre todo tenía hambre. Y estaba triste por Khalida. No se esperaba el no volver a verla. En cualquier caso, tampoco se sentía en posición de quejarse después de haber salvado el pellejo por los pelos gracias a Jake Russel, quien había prometido matarle si volvía a atraparlo.
Pero él no iba a dejarse atrapar, ahí estaba la cosa.
Farik cargaba en el hombro un carcaj de flechas, que no era una guadaña pero alguna utilidad le encontraría. Para empezar, tenía que haber un tributo con arco y sin carcaj, que siempre sería mejor que un tributo con arco y con carcaj. Era el segundo día de los Juegos. Habían desayunado una galleta rancia, lo que hacía que el estómago les rugiera a los tres en un murmullo constante y desagradable. En ese momento se encontraban haciendo la enésima evaluación del terreno que les llevaría a descubrir que allí no había nada. Tenían que moverse a otro sitio, aunque Teddy tenía razón en que donde estaban parecía un lugar seguro. A Farik le molestaba tanto dar la razón a Teddy como a él no tenerla.
Cuando se sentaron a comer algo, el menú volvió a ser carne seca, con la galletita rancia de guarnición. Aquello daba una sed terrible y no había más que un sorbito de agua para pasarlo. Para Farik era muy evidente que tenían que moverse de allí cuanto antes y eso quería decir pasar la noche en otro lugar. Pero Teddy había decidido que aún podían encontrar agua y comida en alguna parte: un riachuelo, un alijo escondido dentro de los molinos, en la corteza de los árboles que no había…
—Confiad en mí. Estoy seguro de que éste sitio todavía puede ofrecernos cosas. Nos quedamos —dijo ante las quejas de Farik.
—Hay una diferencia entre la confianza y la arrogancia —habló Joey, puede que por primera vez en todo el día—. Y está claro que este lugar no nos ofrecerá más que una buena deshidratación.
A Farik le entraron ganas de aplaudir. No sólo porque Joey tenía más razón que un santo, sino porque se hubiera animado a decir algo. Ciertamente, le sorprendía que Joey siguiera con ellos. Cada vez parecía que aguantaba menos a Teddy.
Después del almuerzo frugal y ante la presión colectiva, Teddy ordenó buscar vías de escape de ese muermo de sitio tan parecido a su casa. Y gracias, porque al principio a Farik le había hecho cierta gracia que hubiera en la arena un lugar así, pero había llegado a un punto en el que casi deseaba que les atacara algún muto para que se animase la cosa.
Volvieron por donde habían llegado el primer día, se dividieron para ver si alguno de los tres encontraba algo distinto, trazaron diagonales a través de los campos, siguieron las lindes de separación hasta que se acababan y cuando ya se iban a dar por vencidos, Farik atisbó una columna de humo blanco a lo lejos. Lo cual molestó a Teddy, ya que le hubiera gustado verla primero.
Sin pensárselo dos veces, hacia allá que fueron. Farik no permitió que Teddy dijera nada al respecto. Estaba empezando a adoptar la técnica de Joey de ignorar todo lo que decía. Según avanzaban se iba oscureciendo más el día, lo cual era raro, pues según sus cálculos, aún quedaban algunas horas para el anochecer. El clima se había vuelto considerablemente más frío y empezaba a caer una niebla baja que dificultaba la visibilidad.
La parte buena era que así no tendría que seguir viendo la cara de Teddy.
Habían llegado a una ciudad, que más que eso parecía el esqueleto de lo que había sido una ciudad: los edificios estaban abandonados y como a punto de perder el equilibrio y derrumbarse al suelo. Los ventanales de las fábricas dejaban ver la maquinaria llena de polvo y telas de araña. El asfalto de las calles se encontraba herido de muerte, con socavones llenos de agua del tamaño de un lago. La única ciudad que conocía Farik era el Capitolio y aquello se le parecía como un huevo a una castaña. Se le vino entonces a la cabeza el Distrito 8. Solo lo había visto en la televisión: un lugar gris, sucio y humeante en el que apenas se veían las caras unos a otros debido a los gases que expulsaban las fábricas.
Nunca antes los distritos habían estado tan juntos. Aunque fuera en su peor versión posible. A Farik se le ocurrió que en ese escenario apocalíptico se mascaba la tragedia. Y no iba muy desencaminado, pues pronto empezaron a no poder respirar.
Teddy se puso como una fiera.
—Nos teníamos que haber quedado —insistía con todo el cabreo del mundo. Aunque la voz se le iba apagando entre toses. Farik se habría abierto en canal antes de darle la razón. Sin embargo la tenía. Allí no parecía haber ni agua, ni comida, ni nada que no fuera a envenenarte y/o hacerte toser como si hubieras contraído la tuberculosis.
Intentaron volver por donde habían llegado. Era demasiado tarde. Había cuatro farolas diseminadas aquí y allá, pero por alguna razón (teniendo en cuenta que la ciudad estaba abandonada) las chimeneas de las fábricas en desuso no paraban de echar humo, la noche era cerrada, las calles formaban un puzle indescifrable y aquel lugar parecía no tener principio ni final.
Se estaban ahogando. Farik notaba cómo se le cerraban los conductos respiratorios, como el corazón le latía más rápido por la falta de aire. Sus pasos se hicieron más lentos.
Joey fue el primero en rasgar la tela de su traje para protegerse la nariz y la boca. Los demás le siguieron.
Entraron en un edificio de apartamentos. Los espacios eran tan minúsculos que casi parecían celdas y el espectáculo, fantasmagórico, con objetos cotidianos en desuso abandonados a su suerte. Farik agarró aquello que pensó que podía serle útil. Como unas tijeras y un tubo de espuma de afeitar. El resto hicieron lo propio. Pero el aire continuaba siendo irrespirable, por lo que bajaron las escaleras y se colaron por el ventanal roto de la primera fábrica que encontraron. Parecía que si se quedaban quietos morirían allí mismo, era como si tuvieran que dar constantemente a sus pulmones la orden de seguir respirando.
Teddy fue el primero en rendirse y se lanzó de espaldas contra una pared. No le quedaba aire para continuar dando órdenes.
Aunque fuera insufrible, no iban a dejarlo allí tirado. Le insistieron para incorporarse.
—Vamos Teddy, apóyate en mí si lo necesitas —dijo Joey levantándolo y cargando su peso sobre un hombro. Gracias al cielo porque Joey fuera un chico fuertote del Distrito 7.
—Déjame en Paz. Vamos a morir —le espetó Teddy.
A Teddy le había invadido la fatalidad y se había vuelto más insufrible que de costumbre. Farik esperaba que no les ordenara morirse, porque era muy capaz de hacerlo.
—No seas desagradecido y deja que te ayudemos —insistió Farik, echándose encima su otro brazo.
Lo llevaron casi a rastras porque Teddy era tan cabezón que había decidido no mover los pies. Recorrieron la fábrica, los telares con lanas enredadas en grandes turbinas. Farik no podía más. Teddy había cerrado los ojos. Farik pensó que si él también cerraba los ojos por un momento tampoco iba a pasar nada. El peso de Teddy tiraba de él hacia abajo, el suelo era como un imán. Pensó que sería maravilloso estar ahí tumbado. Ya no le quedaban fuerzas para seguir tosiendo. La visión se le emborronaba y veía a Kanan sonriendo en lugar de lo que tenía delante. Kanan en el granero, sus labios rojos por los besos, su piel dorada y perfecta. Después de Kanan ya no vio nada más.
Trampas
Joey Rheder, Distrito 7
Farik cayó al suelo y con él, Teddy. Joey tenía que hacer algo. Tenía que encontrar algo. ¿Qué sabía de gases tóxicos? Poco o nada, prefería el bosque, honestamente. Pero no pensaba darse por vencido. Decidió confiar en el azar. Metió la mano en el bolsillo de su traje, para aferrar con fuerza el amuleto de su padre, y abrió uno de los armarios.
Bingo.
Aquello eran máscaras sí o sí. Tenían forma de cara. Se puso la primera que pilló y por fin pudo respirar con normalidad. Luego le puso otra a Farik y una última a Teddy. Cuando este empezó a toser pensó que acababa de ser idiota. Dos adversarios menos si los hubiese dejado morir. Le recorrió un escalofrío mientras veía sus cuerpos agitarse y volver a la vida. Bueno, quizá era altruista. No era un adjetivo con el que se hubiese asociado nunca a sí mismo. Farik se levantó el primero y le dio un abrazo.
Teddy gemía en el suelo.
—¿Por qué…? —si había acabado la frase, ésta no había llegado a oídos de Joey. Quizá de Farik tampoco, de todas formas no se veían las caras—. ¡Os dije… idea!
Joey podía imaginarse a Farik rodando los ojos. Quizá le gustaba Farik como compañero. Por eso no lo había dejado morir. Además, nada indicaba que el gas tóxico matase. Tal vez se quedarían sedados pero sin morir y Joey tendría que volver a por ellos. Había hecho bien.
Levantó a Teddy del suelo, que se comportó como un peso muerto. Podía poner de su parte, honestamente.
—Teddy, levanta y ponte a dar órdenes, anda —le sacudió Farik. El aludido contestó con un gruñido.
Joey lo arrastró de fábrica en fábrica, dejando atrás los campos de la zona del Distrito 9. Por lógica llegarían a los bosques del 7, ¿no? La arena era una especie de Panem chiquitito, parecía. Un Panem mortal. No quería ni pensar lo que les esperaba en el bosque, pero con suerte encontrarían comida.
Farik encontró latas de conserva que reservaron para cuando salieran de allí. Ninguno quería quitarse las máscaras.
Entonces llegaron a un muro de ladrillo, no a un bosque. Joey le pegó una patada, frustrado. ¿Y su bosque? Teddy murmuró una orden incomprensible. Farik, ignorándole, señaló una puerta que estaba más allá. Joey asintió. Avanzaron apesadumbrados hacia ella. Estaba enmarcada por vigas de madera y un farolillo. Daba a un túnel. Farik cogió el farolillo y Joey lo siguió.
Estaba todo oscuro, pero cada cierto tiempo aparecía un soporte de madera del que colgaba un farolillo. Pronto llegaron a una bifurcación, y luego a otra. Al cabo de cierto tiempo, Joey se paró y le hizo señas a Farik. Pretendía quitarse la máscara. Farik asintió. Cuando lo hizo, no sintió ese olor acre horrible. Parecía que no le pasaría nada. Habían cambiado de sección.
Farik se quitó la máscara y luego le quitó la suya a Teddy.
—¡Déjame! Lo sé hacer yo solo.
Parecía que Farik se iba a burlar de él, pero en el último momento se apiadó del chico.
—Ese gas era horrible —comentó.
—Niñita —le dijo Teddy de vuelta, como si aquello fuese un insulto. Joey se ocupó de crear una especie de ganzúa con el metal de una de las lamparillas para abrir las latas de conserva.
Comieron en relativo silencio. Teddy parecía estar realmente mal. Le costaba respirar. En un par de ocasiones, Joey creyó ver en Farik sus propios pensamientos, pero no estaba seguro. Tampoco preguntaría.
Aquella zona no podía ser el Distrito 7, pero a Joey no se le ocurría qué podía ser. No había distritos subterráneos en Panem. En algún lugar habría una salida.
—¿Qué podría ser este lugar?—preguntó Farik.
Teddy se encogió de hombros.
—Minas.
Joey se lo quedó mirando. Claro. El Distrito 12. Parecía que sólo era tonto, pero el muchacho del 3 tenía algo. No por nada había sabido erigirse en líder.
Al terminar de comer, dejaron las latas en el suelo. Era mejor dejarlas ahí creando el potencial riesgo que algún tributo las pisara. Se adentraron en la mina. Joey no sabía gran cosa de una mina. Sabía que de ella se sacaba carbón. Sabía que no aportaba mucho dinero, porque el Distrito 12 era uno de los más míseros de Panem. Vivir bajo tierra debía ser espantoso.
Había túneles interminables, más o menos anchos. Teddy había tomado el mando de nuevo, decidiendo si iban a la derecha o a la izquierda, pero con mucho menos entusiasmo de lo habitual.
Llegaron a un lugar central, una especie de plaza de la que salían diversos pasillos. En ella, había sinsajos.
A Joey le dolió el corazón al verlos ahí. Pobres pajaritos, encerrados bajo tierra. Cantaban melodías alegres, pero no podían sentirse alegres. No era posible.
—Vamos a seguir ese pasillo que es el que más sube. Tendríamos que salir —Teddy se interrumpió para toser— salir… salir de aquí antes de que pase algo… inesperado —suspiró la última sílaba, cogiéndose de la tripa. Le costaba respirar.
Ni a Farik ni a Joey se les ocurrió contestar. Se alejaron de la música agradable de los sinsajos. No llevaban ni diez pasos cuando ocurrió algo. Joey no supo identificarlo, pero Teddy sí:
—Sinsajos… —ya ni intentaba hacer frases enteras.
Tenía razón. Habían dejado de cantar.
—Correr —dijo, con urgencia en la voz. Sacudió a Joey del brazo—. ¡CORRER!
Joey, aún con ganas de preguntar por qué, sintió cómo le empujaban. Agarró a Teddy del brazo y corrió tras Farik, que parecía no haber querido cuestionar una orden tan básica. Algo no iba bien, y tenía que ver con los sinsajos.
Entonces se oyó una explosión lejana. Joey se aferró a su instinto: le soltó el brazo a Teddy para correr más rápido.
—¡Vamos! —le gritó.
El ruido de la explosión se acercaba a una velocidad que Joey no había creído posible. Al llegar a una bifurcación sintió que tiraban de él. Farik se había refugiado en un pasillo cercano.
Un segundo después, una bola de fuego arrasó el pasillo por el que había llegado. Sintió como si el corazón se le saliera por la boca, y sus piernas dejaron de sostenerle.
Teddy había estado en ese pasillo.
—¿Cómo lo supo? —murmuró unos minutos después, aún desparramado contra el muro, con la mano de Farik como una garra alrededor del brazo.
Farik le soltó el agarre poco a poco. Le miró con sus rasgos afilados con cara de circunstancias.
—No se puede negar que fuese inteligente. Probablemente lo había estudiado.
Joey estaba inmóvil y se sentía incapaz de moverse. Se quedaron ahí un rato más, hasta que volvieron a oír cantar a los sinsajos. Si había sonado un cañonazo, el ruido de la explosión lo había tapado.
—En su honor, propongo que sigamos el camino que él había escogido —decidió Farik. Joey asintió. Cuando entraron en el pasillo, decidió que no miraría atrás.
Azalea Rune, Distrito 12
Azalea odiaba que tuvieran que salvarla. O que creyeran que la estaban salvando, que para el caso era lo mismo. James no le había preguntado primero antes de echársela al hombro y huir del baño de sangre.
No iba a ponerse a pelear con James, un cadáver andante. Todos lo eran. Así había empezado a verlos desde la noche anterior, cuando pasó las horas despierta mirando el techo de su cuarto. Visualizó a los demás tributos como cadáveres, inmóviles y sin color en la piel. Vacíos de vida. Así les imaginó mientras estaban en las plataformas, preparados para salir corriendo antes del gong. Así había imaginado a su madrastra y luego a su padre durante años. Cadáveres.
James aguantó el tipo con ella a cuestas más de lo que cabría imaginarse. Corrió por las calles del Capitolio mientras ella se dejaba llevar, rebotando contra su espalda. Tenía el cuchillo bien sujeto en un puño, aunque sabía que no era un cuchillo lo que podía salvarla. Necesitaba otra cosa. Por lo que, cuando se hubieron alejado lo bastante del baño de sangre, tuvo que ponerse al mando. Había sido una decepción ver aquel escenario con aspecto de ciudad al salir del tubo que le condujo a la arena. Ella esperaba campo, esperaba plantas, plantas de todo tipo. Pero era imposible que los Vigilantes no hubieran incluido en la arena algún truquito envenenado. Les encantaba hacer eso de poner cosas comestibles que te matan. La especialidad de Azalea. Sólo tenía que buscarlas y darse el tiempo para conocerlas.
James estaba bastante hecho polvo después de la carrera con ella a cuestas.
—Pesas más de lo que parece —dijo. Parecía aliviado por no tener que tocarla más. Ella ya había notado los gestos raros que hacía el chico cuando estaban demasiado cerca
Azalea no dijo nada.
—Todavía estamos vivos —añadió James.
Azalea tampoco tenía nada que añadir a eso. Seguramente pretendía que le diera las gracias por salvarla, cosa que no iba a hacer. James le caía bien, pero era tan cadáver como el resto. Decidió ir ella por delante porque era la que tenía el cuchillo. Avanzaron de esquina en esquina por las paredes de esa réplica del Capitolio, sin hacer ruido. Si escuchaban algo se pegaban tanto a la pared que casi se fundían con ella. Vieron pasar a algunos tributos, pero tenían más pinta de estar huyendo que de estar cazando. Los profesionales la habían liado parda en la Cornucopia y aquello les había venido de perlas al resto para salir de allí de una pieza.
En un momento dado Azalea empezó a oler algo extraño en el ambiente. Un aroma que de tan dulzón resultaba desagradable. Llevaban horas moviéndose, pero lo hacían sumamente despacio. No querían que, después de haber escapado del baño de sangre, los mataran a la primera de cambio. Cuando doblaron la siguiente esquina se dio cuenta de que era la última. El paisaje había cambiado. El suelo que pisaban ya no era de asfalto, sino de tierra. Los edificios altos habían desaparecido y a lo lejos se atisbaban algunos grupos de árboles.
Azalea no dudó en dirigirse hacia esa zona.
—¿Estás segura? —preguntó James antes de seguirla—. A mí como que no me da buena espina este sitio. Además está lleno de moscas.
Era verdad que había moscas. Miles de moscas moviéndose en enjambres. James se las quitaba de encima a manotazos. A Azalea se le había metido una en la boca sin darse cuenta y no dudó en masticarla. Toda proteína era buena para seguir en marcha. Pasó de las quejas de James porque éste continuaba sin despegarse de ella. Supuso que prefería quedarse antes que estar solo, lo cual era un error garrafal.
A Azalea le entraron ganas de decírselo: vete, huye de mí, soy un peligro. Pero en realidad no lo conocía tanto como para darle ese tipo de advertencias.
Avanzaron por los caminos de tierra. Había empezado a hacer un calor que no hacía en el área que imitaba al Capitolio. Un calor denso y pegajoso que le recordaba al pleno verano. Pronto llegaron a una zona en la que la vegetación era más tupida. Sobre todo árboles. No el tipo de árboles que encontraba en el Distrito 12. Eran árboles frutales repletos de frutas en estado de descomposición. De ahí tantas moscas. Los árboles tampoco parecían estar en buenas condiciones, se estaban muriendo, tenían surcos en las certezas de los que manaba un líquido espeso y transparente como si fuera sangre. Había tanta fruta tirada en el suelo que era como caminar por encima de una mermelada. James empezó a estar ocupado buscando piezas que aún fueran comestibles, pero Azalea se fijó en que los árboles formaban una especie de valla. Coló su cuerpo delgado a través de los troncos.
—Este lugar es asqueroso —dijo James, quien seguía apartando moscas.
Y razón no le faltaba. El zumbido de los bichos era ensordecedor, el hedor había empeorado y ya no era tan empalagoso como podrido. Al otro lado de los árboles había un huerto, con todo tipo de vegetales en el mismo estado de descomposición en que estaban las frutas de la parte de fuera. Parecía que las moscas los fueran a engullir vivos. Decir que el sitio era asqueroso se quedaba bastante escaso. Sin embargo, Azalea pensaba quedarse. Hizo un esfuerzo por comunicárselo a James.
—Tú puedes irte —le dijo.
James negó con la cabeza. Había cargado con unas cuantas frutas que se le deshacían entre los dedos. Éste se encogió de hombros.
—Supongo que todo el que se acerque saldrá pitando de aquí. Es un buen lugar para esconderse.
Estaba anocheciendo. Buscaron un par de rocas en las que sentarse. El paisaje era desolador, el calor insoportable y no tenían una gota de agua. A esto había que añadir que se encontraban en la corte de las moscas. Pero eran del 12, estaban más que acostumbrados a las adversidades. Comieron algo de fruta podrida. Azalea dudó que pudiera hacerle más daño de lo que se venía haciendo ella misma desde hacía tiempo. Vieron a los muertos a través de las ramas desnudas de los árboles.
—Sólo cinco —susurró ella.
—¿Te parecen pocos?
—Podían haber sido más, ¿no te parece?
Azalea notaba que la voz le salía con cierta fluidez. Eso sólo sucedía cuando se sentía tranquila con alguien. Una mala señal, sin duda. En la arena no se podía estar tranquila. Había que estar en guardia y hacer planes. Los planes lo eran todo en ese sitio cuando no contabas con fuerza física ni tampoco con armas.
—Tampoco quiero desearle la muerte a nadie —dijo James.
Pobre muchacho, pensó Azalea. Ella llevaba deseando la muerte a personas desde hacía años. Alguna vez hasta había deseado su propia muerte. Era una experta en la materia.
—Te voy a contar un secreto —le dijo, sin saber muy bien de dónde salían las palabras—. A veces, cuando deseas algo con mucha fuerza, ese deseo se cumple. Así que ya puedes ir deseándonos la muerte a todos nosotros, porque es la única forma que tienes de seguir vivo.
—Menudo secreto —contestó James. Parecía más relajado, recostado contra la roca y chupeteando el hueso de una ciruela—. Si pudiera conseguir las cosas con solo quererlas sería rico y no estaría en los Juegos, eso por descontado.
—Pero es que el secreto tiene truco —dijo Azalea.
Se le había soltado la lengua. Le mostró un puñado de bayas que había recogido en un arbusto cercano. Lo había visto nada más entrar al huerto. Cuatro o cinco frutillas redondas en la palma de la mano. Con la otra mano se metió una en la boca. Sintió el dulzor y el ácido en la lengua al aplastarla con los dientes. Notó lo rápido que hacía efecto. Pero ella estaba preparada. Ella era inmune.
—¿Y cuál es el truco? —preguntó James, mirándola fijamente.
—Veneno —respondió ella—. ¿Quieres una?
Profesionales perdidos
Arthur "Arth" Baker, Distrito 6
Arth no paraba de preguntarse de dónde salía tanta mala suerte. Hasta el baño de sangre, él lo había hecho todo bien. Se había arrimado a las personas adecuadas: los Profesionales. Había desplegado todo su encanto y estaba seguro que había llegado a caerles bien. Bueno, no a todos, pero sí a alguno de ellos. Al final era un chico fuerte que podía serles de utilidad. Habían entrenado juntos, comido juntos y Arth volvía a sentirse como cuando tenía una pandilla. Le gustaba esa camaradería, aunque sabía que tenía sus peligros. No obstante, Arth había aprendido del pasado. Arth era un hombre nuevo que haría lo imposible por regresar a casa con las personas a las que amaba, y los profesionales no estaban llamados a convertirse en sus mejores amigos. Ellos eran la primera puerta de su salvación.
Luego todo se vino abajo. Su grupito se volvió loco durante el baño de sangre: Esme mató a Bright, quien previamente había matado a Nevada. Arth seguía sintiendo un peso en el pecho por su muerte. No se lo quitaba de encima. Era como un recordatorio de todo lo que no estaba bien en ese país. Derramó unas cuantas lágrimas en soledad, cuando cayó la noche y vio su bonita cara en el cielo. Nevada, su compañera, la chica que lo quería todo y de tanto querer, acabó muerta. Él sabía que Nevada aparentaba ser cosas que no era. Pero no podía juzgarla por eso desde que él se había unido voluntariamente al grupo de exterminadores de los juegos.
Hasta que se quedó sólo. Esme había desaparecido, Silvana y Sury se marcharon de la Cornucopia por su cuenta. Silvana tenía una herida muy fea gracias a Torkas. Por otro lado, Sury había intentado matar a Jake, el único profesional decente, según Arthur. A él era a quien debía buscar, y en esas estaba, mientras se congelaba en el páramo de hielo por el que le había metido Willow.
Mientras la perseguía, no se había dado cuenta de cuánto habían bajado las temperaturas. Pero luego se metió entre rocas heladas y Arth dejó de correr, empezó a caminar y empezó a congelarse de frío. El traje que les habían puesto se había vuelto insignificante para esas temperaturas. Tuvo que detenerse por primera vez para buscar algo de ropa de abrigo en la mochila que había agarrado de la Cornucopia. Se puso de rodillas sobre el suelo helado y vacío allí todo su contenido. Había una bolsita de comida deshidratada, lo cual le alegró, aunque no le duraría más de un día. También había una botella para rellenar con agua, un encendedor, una navaja multiusos y una manta cuadrada hecha de lo que parecía plástico. Se puso la manta sobre los hombros, apenas los cubría, no era más grande que una toalla de manos, pero tendría que servir.
Había avanzado con dificultad, pues las botas que llevaba no estaban hechas para caminar sobre el hielo. Y aquello era el reino del hielo. Podía ver su imagen deformada sobre los carámbanos que colgaban de las rocas. Si es que aquello eran rocas. Arthur no podía adivinar si se encontraba en el campo o en alguna población. Todo parecía lo mismo. Estalactitas y estalagmitas que se unían creando columnas. Parecían de mármol pulido y formaban un corredor, un pasillo que zigzagueaba en dirección a alguna parte. Arth necesitaba seguir en movimiento. Sabía que si paraba no tendría ninguna oportunidad y se preguntaba si toda la arena sería un congelador insoportable.
Empezaba a no sentir los dedos de los pies y también le preocupaban los de las manos. Se sentía agotado, pero sabía que detenerse podía significar el final de todo. Moriría congelado y jamás volvería a ver los ojos de Marianne, ni a probar sus labios, ni a ver su sonrisa. A Arthur se le cerraban los ojos. Era consciente de que estaba caminando cada vez más lento. Se animaba a sí mismo pensando que aquello sería algo temporal y que si seguía moviéndose, llegaría a otro sitio más cálido. Llegó un punto en que sólo podía pensar en calor, era lo único que le importaba. El sol bañándole la piel en un día despejado. ¿Por qué no había apreciado mejor ese tipo de cosas antes?
Había decidido que cerraría los ojos, sólo un momento, cuando divisó a alguien. Era Esme. Esme, de su alianza. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho, frontándolos, y un arco a la espalda. Arth se tambaleó hasta ella. Estaba tiritando, le temblaba el labio. La tocó.
—Esme —le dijo.
—Arthur. Arth Baker —contestó ella.
El vapor de su aliento le calentaba la piel. Era una sensación agradable. Calor. Tan agradable que creyó que podría quedarse a vivir en ella, por lo que cerró los ojos de nuevo. Aunque enseguida recordó cómo Esme había lanzado un cuchillo al cuello de Bright sin ningún miramiento. Y le soltó el brazo como si se hubiese dado un calambrazo. Temía que se entusiasmara y lo matara en el acto, ahora que la alianza profesional se había desmoronado.
Esme notó el rechazo y respondió dándole una sonora bofetada.
—¿Pero quién te crees que eres? —le espetó con esa voz de niña pija que le salía a veces, un poco de pito.
Iba a decir: Arth Baker, sin embargo estuvo rápido con la respuesta adecuada.
—Tu aliado. Recuerda que soy tu aliado. —Esme lo sopesó con la mirada, a lo que Arthur añadió, por si valía de algo—: también puedo ser tu amigo, si quieres.
Daba la impresión de que a Esme le importaban sus amigos, por las cosas que dijo en su entrevista. Y Arth ya había comprobado que las alianzas valían poco en esa arena. Tenía que encontrar algo mejor que eso.
—Si, claro, amigos —dijo Esme, con un fulgor airado en sus ojos azules. Pero se acercó a él, buscando el calor.
Ella iba peor preparada que él para las bajas temperaturas. Su pelo negro, recogido en una coleta apretada, estaba cubierto de una película de hielo que hacía que destellara como si se hubiera puesto purpurina en la cabeza. Las orejas, la nariz y el resto de su cara se habían puesto coloradas como un tomate, lo que le daba un aire más de niña pequeña que de peligrosa asesina del distrito 1.
Por otro lado, era difícil parecer un asesino peligroso con semejante tiritona.
Arth se puso a su lado receloso, consciente de que no podía fiarse de ella, pero al ver como temblaba la muchacha no pudo evitar pasarle un brazo por encima de los hombros y atraerla hacia él.
—¿Pero qué haces? —preguntó la chica. Se le habían abierto los ojos como platos, como si no concibiera semejante cercanía.
Arth se recordó que no lo había matado. Lo que era un primer paso para su amistad en ciernes.
—Calor humano —respondió—. Funciona mejor que un abrigo de pieles, te lo prometo. Vamos a tener que estar muy juntos si queremos salir de esta.
Pasaron la noche pegados, recogidos contra una roca, compartiendo pensamientos. Cuando Arth le había preguntado por la alianza, Esme se había encogido de hombros. Les castañeaban tanto los dientes que tenían que andar con cuidado para no morderse la lengua. Esme le había admitido, en el delirio de la noche, que no soportaba el frío. Lo había llamado "mi mayor enemigo".
Cuando llegó el día, subió un poco la temperatura. La luz era cegadora en ese paisaje tan blanco. Se reflejaba en todas las superficies.
—Parecen joyas —dijo Esme. Parecía ensimismada, como si las estalactitas la estuvieran llamando.
Arth le agarró el brazo.
—No las toques. Vamos a buscar una salida —y tiró de su brazo. Había que llevarla a un lugar cálido, y conseguirle flechas para su arco. Comida tampoco estaría mal, ya de paso.
Sury West, Distrito 2
Sury se encontraba en compañía de Silvana. Más que en compañía, Sury estaba cargando con Silvana, porque Silvana estaba herida. Tenía un tajo desagradable en un hombro, que al principio había parecido poca cosa, pero cuando levantaron la tela del traje y vieron el tamaño y la profundidad real del corte, resultó que llegaba hasta el hueso. La sangre que soltaba iba en consonancia, así que Sury no dudó en rasgar la tela de la manga del mono de Silvana y hacerle un nudo bien fuerte a la altura del hombro. Puede que Silvana no volviera a usar sus dos brazos. La chica gritaba pestes de Torkas, el autor del estropicio, pero total, el único arco lo tenía Esme, así que Silvana tendría que usar el otro brazo. Si es que se recuperaba. Todo esto le resultaba a Sury un poco molesto. Todavía tenía las pulsaciones a mil por hora del baño de sangre, la adrenalina disparada y Silvana la hacía más lenta. No podía ir por ahí matando tributos si tenía que preocuparse porque Silvana no se desplomara en el suelo.
Aunque no era su plan inicial, ya había intentado matar a Jake en la Cornucopia. Porque lo odiaba. Se sentía muy aliviada por el hecho de que no quedaran hombres en su alianza, la cual se había visto bastante reducida. Básicamente a Silvana y a ella. Esme se había largado por su cuenta. Jake había huido como un cobarde. Sury tuvo que decidir entre seguir a Esme o ayudar a Silvana a levantarse del suelo, ya que quedarse con Torkas no era una opción. Fue lo bastante tonta como para optar por la tributo que estaba herida. Se le escapaba que especie de instinto masoquista le había llevado a quedarse con la chica del Distrito 4. Esme había matado Bright. Lo habría hecho ella misma si no hubiera estado ocupada intentando acabar con Jake. De verdad que el único hombre al que salvaría de la quema era a su padre y sólo porque le había dado la vida y el parricidio estaba mal visto incluso en el Distrito 2.
Se vio obligada a soltar alguna de sus armas para ayudar a Silvana a moverse. Le dolió en el alma tener que dejarlas. Sabía que Silvana no era de fiar. Pero como había quedado claro en el baño de sangre, ella tampoco lo era, así que supuso que formaban un buen equipo. Siempre había preferido los grupos pequeños, sin chicos a ser posible. Si tan sólo Silvana estuviera de una pieza, porque visto lo visto le iba a tocar cuidarla y no le apetecía una mierda.
—Tenía que haberle cortado el cuello a ese animal —iba diciendo Silvana. Llevaba con ese tema desde que se habían marchado de la Cornucopia. También se arrepentía de no haber acabado con el tributo del 11.
—No es momento para arrepentimientos —dijo Sury—. Tú ahorra fuerzas. Las vamos a necesitar.
Le costaba ser la voz de la razón de la pareja. A ella también le pesaba no haber acabado con Jake teniéndolo tan a tiro.
—Cuando volvamos a encontrárnoslo, yo te ayudaré a hacerlo pedazos.
—No —dijo Silvana—. Yo lo mato.
Ciertamente, en la voz no se le notaba para nada que estuviera herida. Seguía teniendo ese fuego en los ojos que Sury admiraba de ella.
—Te concederé ese honor —dijo Sury. Silvana respondió con una leve sonrisa. No tenía buena cara y estaba claro que el hombro le dolía como el infierno. Pero ahí estaba, pensando en su próxima víctima. Esa era la actitud. Sury estaba de acuerdo en que Torkas tenía que ser una prioridad en su agenda. Ese machito engreído. Semejante personaje ni siquiera debería existir. El mundo es de las chicas, se dijo. Por eso tenía que ayudar a Silvana, las chicas tenían que colaborar entre ellas, aunque luego tuvieran que matarse.
Pero Silvana estaba empapando de sangre todo lo que le ponía encima de la herida. Parecía que no era ninguna experta en hacer torniquetes. Aun seguían deambulando por las calles del Capitolio. Iban a paso de tortuga y se veían obligadas a estar ocultas cuando deberían de estar creando el terror entre los demás tributos. En ese baño de sangre había habido poca sangre, en la opinión de Sury, y gran parte era la de Silvana. Se resguardaron en un portal que resultó tener la puerta abierta. Dentro había una tienda de productos gourmet.
—Por fin un poco de suerte —dijo Sury al ver toda esa comida refinada. Pararían para reponer fuerzas e intentar arreglar el hombro de Silvana. Pero solo había una forma de hacer eso.
Sury abrió una botella de champán y un bote de castañas glaseadas. Bebió varios tragos. Las burbujas le picaron en la garganta. Luego se lo ofreció a Silvana, que estaba tirada en el suelo sujetando su hombro herido.
—Bebe. Esto te subirá los ánimos.
La chica le dio varios tragos y tardó treinta segundos en vomitarlos. Cada vez estaba más pálida. Sury usó un licor con pinta de ser carísimo para limpiarle la herida. Volvió a ajustar las vendas, pero éstas se empapaban al segundo siguiente. Si perdía el conocimiento, tendría que abandonarla. O matarla. Si tenía que ser sincera consigo misma, a Sury no le apetecía tener que matarla tan pronto.
—Oye, pequeñaja —dijo intentando animarla—, ¿qué tal era tu relación con Finnick Oddair en el Capitolio?
Silvana levantó la cabeza y puso peor cara de la que tenía de antemano.
—Odio tener que pedir ayuda. Mi hermana…
—Ya, tu hermana lo hizo todo sola y blablabla. Pero tú no eres tú hermana. Asume eso.
En ese momento sonaron los cañonazos. Sólo cinco. Parecía que iban a pasar la noche allí metidas. Y casi mejor, porque al poco rato Silvana empezó a temblar y a sudar como si quisiera expulsar todo el agua del cuerpo. Sury tuvo que arrancar las cortinas de la tienda para cubrirla. Se sentó a su lado e intentó darle parte de su calor. Era raro ver a esa fiera de chica en sus horas más bajas. Seguía preguntándose la razón por la que no la abandonaba a su suerte y punto. O más que eso, por qué no acababa con su sufrimiento, visto que la cosa no mejoraba.
Estaba amaneciendo cuando llamaron al timbre. Sury no había pegado ojo. Silvana estaba dormida o inconsciente, quien podía saberlo. Recogió todas sus lanzas y le quitó a Silvana el cuchillo de la mano de su brazo bueno. Era un poco raro que llamaran a un timbre en los Juegos del Hambre, pero quién era ella para juzgar la inventiva de los Vigilantes. Abrió la puerta y sobre el escalón de la entrada se encontró con un hermoso paracaídas plateado. Sury miró hacia el cielo.
—Gracias por esperar al último momento —dijo. No a voz en grito, pero le salió del alma. Entró en la tienda y cerró la puerta—. Buenas noticias amiga mía. En un rato vas a estar como una rosa.
De hecho, Silvana lo estuvo, aunque tardó más de un rato y perdieron casi todo el día siguiente hasta que la medicina del Capitolio hizo su magia. Escucharon más cañonazos, se alimentaron en condiciones con productos de lujo y cargaron con más comida y bebida de alta graduación por si las moscas. Cuando salieron de allí ya era el atardecer del segundo día. Era como si hubieran estado escondidas en otro mundo, pero les había dado más tiempo para conocerse del que tuvieron en el Capitolio. Planificaron muertes y se contaron sus vidas. Sury sacó en conclusión que Silvana estaba un poco loca y era un poco sanguinaria. Avanzaron por donde les vino en gana, pues la maqueta del Capitolio estaba vacía. Lo raro fue cuando comenzaron a ver palmeras y una vegetación exuberante. Tuvo que abatir con su lanza a un pájaro de colores con un pico desproporcionado que les miraba de forma extraña.
—Esto se parece un poco al Cuatro —comentó Silvana, con una sonrisa de niña en la cara.
A Sury le alegró ver esa sonrisa. Después de haberla salvado, le iba a costar tener que matarla.
Y ahí van, campantes, de paseo por esta arena tan peliaguda. ¿Qué os está pareciendo el trabajo de Aristóteles? ¿Aplausos para él?
Nos despedimos de otro tributo:
-Theodore (Teddy) Sharp, del Distrito 3. Gracias Gato por mandarnos a esta criatura que nos ha dado tanto juego. Has sido un pesado hasta el último momento, desagradable y juzgando a todos sin pararte a pensar, pero no eras tonto. Se te daban bien las explosiones, así que esperemos que hayas saciado alguna curiosidad en el instante de tu muerte. Ale, besitos.
¡Nos vemos la semana que viene, con sorpresas en la manga!
Rebeca y Gui
