Capítulo 14 - Es cuestión de tiempo
Mal bicho
James Finnigan (Distrito 12)
—¿Quieres una? —le había preguntado Azalea a James.
Estaban en el huerto podrido, rodeados de árboles fantasmales y medio muertos. Sus ramas desnudas dejaban ver poco del cielo nocturno, pero había luz suficiente para verse las caras. James había estado recogiendo frutas del suelo, con la pulpa blanda y un olor que atraía a los mosquitos. Ahora que había caído la noche eran más los mosquitos que las moscas los que les estaban rondando igual que si fueran el plato principal de un suculento banquete. Había dejado un par de zanahoria retorcidas y arenosas para más tarde. Estas no tenían tan mala pinta, por eso se las había reservado. Mientras él las desenterraba Azalea se había dedicado a deambular por el huerto, observando los pequeños arbustos plantados alrededor.
—Sí, claro —dijo James observando las bayas—. Estas no tienen tan mala pinta. Parecen en perfectas condiciones. Pena que no hubiera más.
—Serán suficientes para hoy —opinó Azalea.
James agarró una baya y se la metió en la boca. Azalea lo miraba con interés mientras lo hacía.
—¿Está rica? —le preguntó, mientras cogía otra bolita de su mano y la masticaba despacio.
—Buenísima —contestó James—. Me recuerda a casa. A veces crecen algunos arbustos así cerca de la pradera. Ya sabes, a nuestro lado de la alambrada. No es ilegal recogerlas.
Azalea no dijo nada ante su insinuación de que ella sí hacía cosas ilegales en el Distrito. James no la juzgaba. Él también se habría adentrado en el bosque si hubiera tenido las agallas suficientes para hacerlo. La cuestión era que James no estaba demasiado interesado en morir abatido por una bala de un agente de La Paz. No estaba interesado en morir, en líneas generales.
—¿Te acuerdas de mi madre? —le preguntó Azalea.
Era raro que sacara a colación asuntos personales. Tal vez la oscuridad de la noche la pusiera nostálgica. Le estaba hablando más ese día que todos los anteriores en el Capitolio. Más que en todos los años en los que la había visto vagar por el distrito, con ropa harapienta, la mirada perdida y la boca religiosamente cerrada.
—No mucho —respondió James.
—Puedes tener otra sí quieres —le ofreció Azalea extendiendo su pequeña mano hacia él. James recogió otra baya, pero la mantuvo entre los dedos—. No me refiero a mi verdadera madre. Hablo de la mujer con la que se casó mi padre después. Me daba unas palizas de muerte.
—Lo siento —dijo. De verdad lo sentía. Todo el mundo estaba al tanto de lo que pasaba en esa casa, pero nadie hacía nada. Los niños iban con moretones a la escuela, mal alimentados y mal vestidos y nadie hacía nada. Él tampoco había tenido ropa lo que se dice nueva o manjares en la mesa, pero nunca le habían levantado la mano—. Gracias a que murió pronto.
—La maté yo —soltó Azalea—. ¿Cómo te sientes?
A James se le pusieron los ojos como platos. Le salió solo. Corrían rumores en el distrito sobre que esa mujer había muerto envenenada. Eso dijo la señora Everdeen cuando se la llevaron. Pero su enfermedad fue larga, así que no parecía que nadie le hubiera puesto veneno en la sopa. El veneno suele matarte en el acto. Por lo que nadie la creyó.
—¿Una más? —preguntó Azalea. James aún tenía la segunda bolita en la mano.
—Son la mejor comida que vamos a encontrar y tenemos todo el tiempo del mundo para comerla. No nos atiborremos.
—¿Cómo te sientes? —repitió Azalea.
Lo observaba desde muy cerca, tan cerca que a James comenzaba a resultarle incómodo. Sentía que se le cerraban los conductos de la garganta. Tenía ganas de vomitar. Pero no estaba enfermo. No realmente. Lo que le ponía enfermo era otra cosa.
—Un poco mareado —confesó James.
—Eso es porque te falta azúcar —dijo Azalea señalando la baya que James aún sostenía entre los dedos—. Cometela.
A James le temblaba un poco la mano cuando la llevó hasta su boca y puso la fruta dentro.
—Buen chico —dijo Azalea dándole unas palmaditas sobre el hombro. Le brillaban los ojos. Una extraña luz en el centro negro de su pupila—. La maté envenenándola.
Parecía que Azalea quería contarle toda la historia. James se estaba poniendo realmente enfermo. Contuvo una tos, se agarró el estómago que tenía revuelto y trató de inspirar y expirar, como hacía en secreto cuando alguien lo tocaba y le daba esa ansiedad absurda.
—Lo hice poco a poco —continuaba diciendo Azalea—. Tenía que ser discreta. Le ponía pequeñas dosis en la comida. Nada que alterara el sabor, nada que hiciera efecto de forma inmediata. Una agonía lenta, igual que la mía. Al fin y al cabo, yo era quien cocinaba en esa casa la poca comida que entraba a la mesa. Lo mismo he hecho con mi padre. Debe de quedarle bien poco. Espero no volver a ver a ese desgraciado. Cuando vuelva, tendré el dinero suficiente para hacerme cargo de mis hermanos. No puedo dejarlos solos, ¿lo entiendes James? No puedo abandonarlos.
—Lo… lo entiendo —tartamudeó James. Apenas le salían las palabras. No podía mover mucho la lengua—. Azalea —dijo respirando por la nariz—. El corazón me va muy deprisa.
—No te preocupes. Esto va a ser mucho más rápido. Conozco bien este tipo de frutos. Yo misma los he estado tomando durante mucho tiempo y mírame. Aquí estoy. Al principio sólo dejaba que cayera un poco de jugo sobre mi lengua, luego mordía un pedazo de piel tan minúsculo que apenas podía masticarlo. Me pasaba todo el día vomitando. Fui aumentando la dosis despacio. Por eso tienes que tomar más.
Entonces le agarró del pelo y le echó la cabeza hacia atrás, metiéndole el resto de bayas en su boca abierta. James casi se ahoga con la fruta que ya estaba dentro. Le faltaba el aire. Realmente le faltaba el aire, pero no había dejado que ninguna le pasara por la garganta. Azalea mantenía su cabeza hacia atrás, su cuello expuesto mientras le cerraba la boca. Era mucho más fuerte de lo que parecía. Mucho más.
—Trágalas. Trágalas todas y acabemos con esto. Lo siento mucho James. Pero es lo mejor para todos. Ibas a morir tarde o temprano, era cuestión de tiempo, pero yo necesito volver con ellos.
Al principio James no quería creer que Azalea fuera un mal bicho. Quería pensar que era una niña apaleada por la vida. Sin embargo, ella usaba sus dos manos para sujetarlo con ímpetu. En realidad él las tenía libres, aunque apenas podía moverse. Cerró los conductos de la garganta como mejor supo. No podía dejar pasar nada por allí. No podía respirar, sólo lo justo para agarrar el cuchillo que Azalea había dejado sobre la roca. Lo justo para agarrar el mango sin que ella se diera cuenta. Lo justo para clavárselo a la altura del esternón.
No le hizo mucho daño esa primera puñalada. James no sabía cómo matar. Nunca había querido hacerle daño a nadie. Azalea dio un paso atrás. El brillo en sus ojos era un poco más intenso. James escupió las bayas sobre el suelo podrido del huerto. Se incorporó como pudo y fue a por ella. Esta vez le clavó el cuchillo en el brazo. Azalea cayó al suelo. La carne humana no era tan blanda y Azalea estaba llena de huesos. Se colocó a horcajadas sobre ella. Estaba pringosa de su propia sangre. James volvió a intentarlo. Azalea le daba puñetazos con su bracito bueno, pero estaba perdiendo fuerza. La carne del cuello sí que era blanda. Azalea se quedó inmóvil y James por fin vomitó todo lo que había comido.
Una mañana productiva
Willow Birch Clearwater (Distrito 7)
Sonó un cañonazo. Willow se levantó de golpe. Los ojos juntos de Ocho le devolvieron la mirada.
—¿Eso ha sido…? —preguntó Willow.
—Sí —contestó ella, casi al unísono.
Se midieron con la mirada. Esto son los Juegos del Hambre, decían sus ojos. Tendrían que estar matándose. Ocho había matado a su compañero de distrito, de hecho, le llevaba ventaja. Willow miró la bolsa en la que estaba el cepillo afilado. Fue sólo un segundo, pero Ocho no tardó ni un abrir y cerrar de ojos en aferrar la bolsa para alejarla de Willow.
Willow levantó las manos en son de paz. Ocho tardó un poco, pero relajó el agarre. Suspiró cansada, mirando al cielo. Estaba amaneciendo. Parecía que iba a cerrar los ojos y dejarse llevar cuando su cara cambió de expresión. Señaló.
Era un paracaídas. Willow frunció el ceño. ¿Por qué un paracaídas? No necesitaban gran cosa. Fue a parar al regazo de Willow, que lo cogió con manos torpes. Si era para ella, tenía que ser de Johanna.
Seguramente nunca veas un paracaídas, le había dicho en una sesión. No al menos que seas de las últimas cinco y te hayas quedado sin pierna. Los patrocinadores se los lleva la gente que monta espectáculo.
Johanna no podía estar mandándole un regalo. Willow no había hecho nada. No había montado un espectáculo.
Eran palomitas.
Willow las soltó como si le hubiesen electrocutado. Los trocitos de maíz soplado se esparcieron por el bosque.
—¿Qué es eso? —preguntó Ocho, que no lo había visto bien.
Willow la miró mejor, estaba clareando. No sólo tenía los ojos juntos, tenía una nariz pequeñita y una boca pequeñita que acentuaban esa sensación de que toda su cara ocupaba muy poco espacio. De repente se le antojó muy fea.
¿De verdad la había besado la noche anterior?
Ocho se inclinó para alcanzar una palomita y se acercó mucho a Willow. Y pensar que las habían puesto en directo la noche anterior. No había sido para tanto, un minutito de mierda, un momento de liberación de la mente en esta situación tan asquerosa. Joder.
Willow no resistió más, apartó a Ocho de un manotazo y buscó algo hiriente que decirle:
—No te me acerques, asesina.
Ocho frunció el ceño, paralizada, a medias de coger una palomita. Willow esperó. Unos segundos después, Ocho se levantó hacia atrás, despacio, alejándose de Willow.
Frunció los ojos, examinándola antes de decir:
—No estaba haciendo nada.
Se había pegado a Willow, y Willow no quería a gente cerca. No a la luz del día. No delante de todos. No cuando podían matarte a la primera de cambio.
Te aliaste con ella ayer, ¿recuerdas?, se reprendió. Ya se estaba arrepintiendo. Lo notaba en la boca del estómago.
—Nunca se sabe —dijo, levantándose—, suelo dejar huella y luego no me puedo quitar a la gente de encima.
Se sacudió el pelo del hombro para mayor efecto. Se le daba fenomenal herir a la gente que no se lo merecía. Les deberían dar puntos por eso para los Juegos. Ocho se quedó boquiabierta.
—Eres tontísima —le dijo, negando con la cabeza mientras recogía su bolsa. Se la puso al hombro y buscó dentro—. ¿Quieres comida o me voy?
Willow quería comida, pero no supo qué habría contestado, porque entonces lo oyó. Eso en lo que había pensado desde que la habían cosechado.
El aullido de un lobo muto.
¿Quiénes eran los vigilantes y por qué parecía que lo hacían todo contra ella?
Ocho se dio la vuelta hacia el sonido.
Salieron como sombras de entre los árboles. Había tres. Willow habría echado a correr de no ser por la mano de la chica, que la retuvo aferrándole la muñeca. Tenía más fuerza de lo que parecía.
Muy despacio, empezó a dar marcha atrás, empujando a Willow a su ritmo. Willow no se atrevía a mover la cabeza para mirar dónde pisaba. ¿Podía confiar en esta chica del 8 que no había visto un lobo en su vida y que no la dejaba salir corriendo? Los lobos las miraron marchar. Willow quería chillar, tenía el corazón a mil.
Entonces se tropezó con algo en el suelo y se le escapó el grito. Intentó mantener el equilibrio con aspavientos pero sólo consiguió desestabilizar a Ocho. Se le cayó la bolsa a la vez que Willow aterrizaba de culo.
Los lobos se lanzaron sobre ellas. Ocho se enfrentó al primero con todo su cuerpo, tirándole hacia otro de los lobos sin miedo alguno. Agarró al tercero de los cuartos traseros. Se lo acercó de un tirón y le cerró la boca con los brazos.
Willow aprovechó para coger el cepillo afilado de dentro de la bolsa. Justo a tiempo para enfrentarse a uno de los lobos apartados por Ocho. Dio sablazos de cepillo a ciegas antes siquiera de que el lobo llegase hasta ella. Se sentía estúpida, y supo que moriría. Gritaba y lloraba de forma ridícula. El lobo le dio un zarpazo antes de soltar un quejido ahogado: Ocho lo había agarrado como al otro, forcejeando con tesón. Willow sintió el escozor del zarpazo y un hilillo de sangre le resbaló por la mejilla. Ocho rugió y de un giro seco, le partió el cuello al lobo con los brazos.
¿Qué clase de asesina…?
Se irguió y miró a Willow con una expresión que no supo descifrar, antes de caer de bruces al suelo, derribada por el tercer lobo, que le plantó la mandíbula en el hombro y empezó a sacudir.
Con la cara enterrada contra la tierra, la llamó.
—Willow…
Su cara apareció de repente, con determinación en la mirada, y empezó a intentar abrirle la mandíbula al lobo. Gruñía tanto como él. Willow se quedó mirando, horrorizada. Sabía que podía ayudar a Ocho. Tenía el cepillo afilado en la mano. Se lo podía clavar al lobo, ¿o no? O al menos, se lo podía dar a Ocho.
Se acercó apenas un centímetro para agarrar el mango de la bolsa de su efímera aliada. Entonces la chica consiguió soltarse de la mandíbula del lobo y Willow se dio cuenta de que quizá le vencería. Dio un paso hacia ella y le pegó una patada en el brazo con el que mantenía al lobo a distancia.
Ocho pegó un aullido parecido al de los lobos y miró a Willow con odio. Si Willow estuviese en su situación, también se habría mirado así. El lobo le hundió los dientes en la cara, arrancándole la expresión. Los ruidos que hacían ya no eran humanos. Se notaba que Ocho ya no resistía con tanta fuerza. Willow echó a correr antes de que el lobo cambiase de víctima. Aunque se enfrentase con los cables gigantes, prefería huir. El cañonazo sonó poco después. Jadeando, Willow empezó a sentir alivio. Le invadió la vergüenza. Sus jadeos parecían sollozos. Pero no podía parar de correr. Tenía que salir de ahí como fuera, aunque fuese a parar al distrito de los cables.
Corrió y corrió entre los árboles, incluso cuando empezaron a convertirse en plantas enormes, con raíces que les salían de los troncos como si fueran ramas y que se hundían en el agua. No se podía creer lo que acababa de hacer.
Johanna se reiría en su cara.
Claro que vas a matar, esto son los Juegos del Hambre. Había ocurrido todo tan deprisa. Ella odiaba a los lobos, no se podía creer que Ocho se hubiese lanzado contra ellos sin miedo, como si lo hubiese hecho toda su vida. Pero si se hubiera liberado, le habría partido el cuello a Willow como lo había hecho con los dos primeros lobos. De repente, Willow supo que eso era lo que pretendía hacer cuando Willow se había despertado. Había matado a su compañero de distrito y mataría a todo aquél que estuviese cerca de ella. Pretendía ganar y no parecía tener remordimientos en acabar con la vida de nadie. Era un peligro. ¡Era un peligro!
Sus pies chapotearon y Willow se paró a mirar dónde estaba.
Error.
—Mira, Sury, ya tenemos almuerzo.
Cuatro, la niña profesional. Y a su lado Dos, la pelirroja. Estaban en una barcaza a menos de diez metros de Willow. Cuatro llevaba el brazo en cabestrillo, y sonreía como una maníaca. Siempre sonreía. A Willow le recorrió un escalofrío de arriba abajo. Si esas estaban ahí, el resto de profesionales no debía de andar lejos. De los lobos a la boca del lobo, y ni siquiera había desayunado.
—Por fin —dijo Dos, acariciando su lanza con la mano. Willow estaba a tiro, y estaba cansada—, ¿el cañonazo ha sido cosa tuya, chica?
—Es Willow —aportó Cuatro. Daba miedo cómo se lo sabía todo.
—Willow —retomó Dos—, ¿a quién has matado? Si era un tío igual te dejamos correr con ventaja.
Ya sólo estaban a medio metro. Willow había estado recuperando el aliento. Salió pitando hasta el árbol más cercano y se puso a trepar. Eso sabía hacerlo, incluso con la bolsa de Ocho al hombro.
Pero la lanza. La pelirroja se la arrojó sin mediar palabra y a Willow se le clavó en la pantorrilla. Un dolor punzante. Se soltó de su agarre y se estampó de espaldas contra el suelo. De repente no podía respirar. Nada más importaba, aspiraba pero no conseguía soltar aire. Buscó desesperadamente el aire hacia arriba, alzando las manos. Los colores se estaban desvaneciendo.
Y entonces todo volvió de golpe. Cogió aire como una loca. Tenía a la pelirroja del 2 encima. La agarró de los brazos y la subió a la barcaza como si Willow fuese una muñeca de trapo y no una persona. ¡Era bajita pero no tanto!
—No vaya a ser que te ataquen los aligatores mientras nos divertimos contigo —le dijo Cuatro cuando Dos la hubo subido—. Además con el brazo así no puedo ponerme a perseguir tributos.
De repente sonó otro cañonazo.
—Esta mañana se está poniendo productiva —dijo Dos—, por fin un poco de acción.
Cuatro sacó un cuchillo de su atuendo.
—Os estamos haciendo todo el trabajo mientras vosotras estáis aquí de crucero —dijo Willow. La pantorrilla le dolía horrores pero no pensaba dejarse matar—, ¿es que habéis mandado a los profesionales de verdad a cazar? ¿Que os hagan todo el trabajo los hombres?
Dos blandió el cuchillo contra ella en un segundo. Quizá enfadarlas no era una buena estrategia, después de todo.
Y de repente se oyó un rugido. Un rugido al que Willow casi se había acostumbrado en la última semana o así. Era el monosílabo del Fantasma, el profesional albino de ojos rojos. Llegaba con Once, la chica negra y larguirucha, en una barcaza similar. Willow casi se desmaya al verlo. Había caído de lleno en la alianza profesional. Estaba perdida. Vaya un día de mierda para morir.
Nada
Jake Russell (Distrito 2)
Había comenzado con mal pie su tercer día en la arena. Las puertas del tren en el que habían pasado las dos noches anteriores se cerraron de golpe, dejándoles a Ocean y a él atrapados dentro. Intentaron forzarlas pero la máquina comenzó a moverse a todo trapo. Cuando se abrieron estaban en otro lugar, ya no era el cementerio de trenes sino las proximidades de un arroyo de agua clara. No fue más que salir a echar un vistazo y las puertas se cerraron de nuevo. El tren desapareció como si nunca hubiera estado allí. Gracias a que habían llenado sus mochilas con todo lo que pudieron. Nada más ver el arroyo quiso asearse. Ocean se alejó para hacer lo mismo. Eso le llevaba a su situación actual.
Jake tenía a una chica subida a la espalda. Le había colocado los brazos alrededor del cuello y las piernas en la cintura como si fuera un mandril y era imposible soltársela. Sabía que era una chica porque la había visto salir de su escondite, furiosa como una leona que protege a sus cachorros y, sin tiempo para reaccionar, se le había echado encima. Si le hubiera lanzado un cuchillo la situación sería bien distinta, pero él muy obtuso había soltado el único cuchillo que tenía en la mano junto con el chico al que amenazaba con ese mismo cuchillo. Jake sentía que lo estaba haciendo todo mal. El muchacho, que a esas alturas debería estar muerto, se encontraba en el suelo, palmeando la hierba de la orilla del arroyo en el que Jake se estaba lavando. ¿Es que no había aprendido nada en todos esos años asistiendo a la academia del dos? No bajar la guardia era de lo primero que te enseñaban, junto con: lo que no mates ahora puede asesinarte más tarde. Pero necesitaba quitarse la sangre de encima y con ella, esa especie de sensación incómoda que tenía desde que había huido de la Cornucopia y de la alianza profesional.
Ah, la alianza. Se habían vuelto todos locos. Se habían enfrentado entre ellos. Lo más probable es que ya desde el principio no estuvieran muy cuerdos, pero Jake prefirió no ver lo que tenía delante de sus narices. Entonces se encontró con Ocean Maze, la tributo del 5, la que mató a su compañero ensartándole la espada en las tripas nada más sonar el gong. Podía haberla matado fácilmente, o eso quería pensar. Pero ella estaba furiosa, con el pelo castaño hecho un lío y los ojos brillantes, intentando presentar batalla. Eso le había hecho pensar que tal vez tuviera algún valor, que podría serle útil. A fin de cuentas la cuestión era que Jake no quería quedarse sólo en la arena.
Eres un cobarde, se había dicho más tarde. Mata a la chica, busca a los otros y mátalos también. Haz lo que has venido a hacer.
Matar. Tenía esa palabra dándole vueltas por la cabeza desde Khalida.
Jake estuvo un buen rato intentando quitarse a la chica de encima, hasta que se le enganchó un pie con uno de los pedruscos que había en la orilla del río. Puede que la sangre ya no le regara bien el cerebro. La chica apretaba fuerte. Cayó hacia atrás y la chica que tenía a la espalda cayó con él. Se llevaron un buen golpe, sobre todo ella, que había amortiguado la caída de Jake. Se levantó en cuanto pudo. La chica — Maraya Newman, del Distrito 10, ahora que la veía la cara podía reconocerla — tenía los ojos cerrados y posiblemente un buen golpe en la cabeza. Tal vez estaba inconsciente, pero seguía respirando. Jake esperaba no haberla matado por accidente.
¿Pero qué tipo de pensamiento de mierda era ese? Remátala Jake. Haz lo que no fuiste capaz con el del 9.
En lugar de eso, gritó el nombre de Ocean, porque los otros dos mequetrefes ahora sí habían conseguido robarle más armas y se le estaban echando encima. Había uno que no tenía media hostia, el otro era bastante grande pero no había dejado de temblar desde que lo amenazó con el cuchillo.
Cress, el que siempre iba por el Capitolio con un bote de spray, se las apañó para agarrar del suelo la parte afilada de la lanza que él había partido en dos unos momentos antes, mientras que el rubio sostenía su sartén. Su sartén, ¿no habría podido encontrar nada mejor la pobre criatura? Le rodeaban, armas en ristre, pero ninguno sabía qué hacer con lo que tenía en las manos. A Jake le dio tiempo para recoger su cinturón de armas. Habían perdido el factor sorpresa, algo que sí que supo usar la muchacha que yacía en el suelo, a quien por cierto le estaba dando la espalda.
Entonces sonó el cañonazo. Jake giró la cabeza. Los mequetrefes frenaron en seco su avance hacia él. El que tenía la sartén gritó un nombre:
—¡Maraya! —Jake no estaba equivocado, era Maraya. El chico soltó el instrumento y no vaciló en correr hacia su amiga. Pero el otro le sujetó por la manga del traje y le instó a huir.
—Vamos Adrien, está muerta. Vamos.
—Maraya —insistía el chico rubio. Era su compañera, que había muerto en completo silencio. Ni un solo grito de horror como despedida. Tal vez sí que estuviera inconsciente.
El otro tiró de él hasta que consiguió alejarlo de la escena.
Jake vio cómo se marchaban. No hizo nada al respecto. Los dejó ir. Se había quedado de piedra, no podía apartar la vista de Ocean, que estaba agachada junto al cuerpo de la chica muerta. Le había clavado la espada en medio de las costillas. Se había manchado las manos con su sangre y las miraba con expresión incrédula. Parecían una escultura, las dos tan quietas.
Caminó hacia ellas. Pronto llegaría el aerodeslizador con su pinza para recoger el cadáver..
—Levántate Ocean —dijo—. Tenemos que irnos.
Jake le tendió una mano.
Ocean atendió a su llamada, pero en lugar de incorporarse, le bajó los párpados a la chica muerta. No fue hasta que escucharon el zumbido en el cielo y éste comenzó a abrirse que empezaron a moverse. Caminaron a lo largo del río. Ocean no hablaba. Seguía preocupada por sus manos sucias. Jake no entendía como había clavado esa espada tan fácilmente para luego obsesionarse con la sangre.
—¿Estás preocupada por eso, por matar gente? —Ocean frenó en seco y se lo quedó mirando. Tenía la expresión fija y sería. Parecía... parecía lo que era: una asesina—. Porque te recuerdo que estos son los Juegos del Hambre.
—Estoy preocupada por lo que siento cuando lo hago —replicó ella.
—¿Y qué sientes? —quiso saber Jake.
—Nada.
—Nada —repitió el chico. Estaban uno frente al otro, armados, recelosos, igual que un día antes.
Nada. Jake se pasó una mano por la cabeza. Porque "nada" era exactamente lo contrario a lo que había sentido él. Las muertes te acaban pesando, había dicho Brutus. Jake había matado y no había sido agradable. Y ahora no le quedaba más que preguntarse de qué madera estaba hecho. Tendría que volver a matar tarde o temprano.
Fue Ocean quien rompió el silencio.
—¿Por qué no les has perseguido?
Jake no entendía la pregunta. Estaba observando a la chica, su aliada, que en lugar de ayudarlo con la pelea inminente que se le venía encima, había ido a por la muchacha inconsciente del suelo.
—¿Qué?
—A los otros tributos —insistió ella. Le miraba de manera furibunda, como si no pudiera explicarse lo que había pasado. Bueno, Jake tampoco lo entendía—. ¿Por qué no les has dado caza?
Había pasado toda su vida preparándose para los Juegos del Hambre. Toda su vida intentando ser mejor que Evan y que lo eligieran. Pero ¿y si…? ¿Y si en realidad no sólo no quería ser mejor que Evan, sino que estaba evitando los Juegos? Jake no sabía. No lo entendía. Sin embargo Ocean seguía insistiendo con una pregunta para la que no tenía respuesta.
—Eres un profesional —decía—, se supone que eso es lo que haces, cazar tributos. Matarlos.
Jake se vio a sí mismo agarrando a Ocean por el pescuezo. Era como un espectáculo visto desde fuera. Con una mano podía abarcar todo su cuello, que era fino y estilizado, con la piel morena y suave. Notaba el pulso de su garganta latirle en la mano. La elevó por los aires. La espada hizo un ruido sordo al caer al suelo. Jake la miró los ojos azules, mucho más oscuros que los suyos. No era más que una maldita chica de distrito.
—Puedo matarte a ti ahora —dijo.
Ocean intentó tragar saliva.
—Hazlo.
Apenas le salían las palabras. Jake la soltó de golpe. La chica también cayó al suelo.
Tenía la espada al alcance de su mano. Ocean también la tenía. Ninguno fue a por ella.
—Serás gilipollas —le dijo ella con voz ronca.
Había lágrimas en sus ojos. Jake no sabía si había llorado junto a Maraya o eran recientes. Ocean se apartó de él, pero no se marchó. Jake tampoco se fue, ni volvió a intentar tocarla.
Estaban igual que al principio.
Concurso de pacotilla
Torkas Harald (Distrito 4)
Fantasma cortó otra liana para dejar pasar a la barcaza, satisfecho de sentirse como en casa. No había sido el caso de todos los lugares anteriores en los que había estado.
Primero la ciudad del mal con sus rosas asesinas que te volvían loco. Menos mal que aquello había acabado con una buena pelea. Había necesitado sacar la frustración, y llevaba una semana sin matar a nadie, siendo embadurnado en aceites absurdos y vestido con ropas estúpidas.
Tampoco había matado a nadie en la arena pero sí que había hecho sangrar a unos cuantos.
Segundo el lugar de los cables asesinos que se desvaneció.
Tercero el manglar en el que se paseaban actualmente.
No había matado porque había sido vencido.
Nunca nadie le había vencido, y menos aún una mujer. Así de asertiva y segura de sí misma había sido su madre. Torkas tenía que casarse con ella.
Su pelea había durado horas, y con cada minuto que pasaba, el mundo de Torkas se desmoronaba más y más. Todo lo que no podía ser, reunido en un solo cuerpo. Casi lo mata, idea absurda donde las haya.
Fantasma, de cuando en cuando, se sacudía las ideas tontas de la cabeza. Afena tendría que morir, y sería la mujer que nunca tuvo.
De momento, era útil, como cuando se enfrentó con las manos desnudas al cable gigante que les atacó la segunda mañana. Torkas lo había cortado con el hacha cuando había empezado a remover, como una serpiente recién despertada. Habían estado durmiendo debajo, para protegerse del agua torrencial, después de que Afena decidiera por su cuenta que la noche estaba para dormir y ya cazarían de día. Torkas no seguía reglas y decidió que hacerle caso era la mejor manera de no seguir las reglas impuestas a los voluntarios de los distritos profesionales. Pero por la mañana el cable despertó y cuando Torkas lo cortó, se subdividió en millones de cablecitos y le pegó el mayor calambrazo que había recibido nunca. Y eso que en la tribu las armas eléctricas estaban permitidas.
Afena se había aferrado al cable con el cuerpo entero y lo había dominado con la fuerza. Torkas mentiría si dijera que aquella visión no le había afectado en lo más pélvico de su ser. Fantasma en cambio era impertérrito. Con su única fuerza de voluntad había devuelto las aguas a su cauce.
Afena había vencido la batalla contra el cable, y contra los miles de cablecitos que llevaba dentro, y a penas había sudado.
—En marcha —había dicho, y Torkas la había seguido sin pensarlo.
Tras aquél incidente y un inicio de caza infructuoso sonó el cañonazo del día, y el lugar en el que estaban empezó a menguar. Los cables gigantes se reducían a ojos vistas, la lluvia se evaporaba en calor. El mareo había sido sin igual. La sección parecía querer reducirlos con ella. Torkas se había abierto camino a hachazos contra el aire. Afena había arrugado la cara y había empezado a murmurar:
—Soy la elegida. Soy la elegida.
A cada paso que daba su voz se concentraba más, y se hacía más profunda y más fuerte. Fue la fuerza de ella la que le sacó de aquél lugar de mala muerte. Fue su voz la que le sacó el rugido interior que era su fuerza inicial. Llegaron al manglar a media tarde, con la sensación de que podían descansar el resto del día.
Fantasma no estaba acostumbrado a estar alerta tanto tiempo, pero Afena parecía capaz de soportar el triple.
Luego les atacaron los aligátores.
—¿Qué es eso? —había exigido Afena, señalando con determinación al punto en el agua. Torkas ni siquiera lo había visto y ella ya lo había sentido. Saltaría sobre ella para una segunda batalla si tan solo…
—Eso es un lagarto —había anunciado, frotándose las manos con pasión. Sacó su hacha de la espalda. Se había enfrentado a esas malas bestias en numerosas ocasiones, y siempre había salido vencedor.
—¿Lo quieres usar de maquillaje? —le preguntó Afena, perspicaz ante la reacción animal de Torkas.
Fantasma rugió en su lugar, encantado. Después de asesinar al cocodrilo, mejor rompería la arena, se la llevaría de allí, retaría al presidente a un duelo a muerte e impondría la ley del clan a todo Panem. Los Juegos del Hambre eran un concursillo de pacotilla. Arenas de gladiadores, eso era lo que necesitaban, y más de una vez al año. Meter las manos en la sangre de los enemigos. Sentir sus cuerpos palpitar cuando les has arrancado la cabeza.
El aligátor no esperó más, sacó la cabeza del agua y con ella su cuerpo, y pronto se alzó sobre sus cuartos traseros, lanzándose a la caza de los dos amantes.
En sangre seremos amantes, se dijo Torkas.
Y después se lanzó contra el lagarto con el hacha en ristre. La bestia mordió, pero Torkas era más bestia. Le clavó el hacha en los pliegues del cuello, y haciendo un ruido atroz, el lagarto soltó la mandíbula. Ni siquiera le había hecho un rasguño. La sangre manó con intensidad de la herida antes de perder fuerza. Fantasma abrazó al animal, deseando bañarse en su sangre.
Por fin, quería gritar. Rugió.
Afena esperaba hastiada contra uno de los árboles.
—¿Has acabado ya? —le dijo, cuando aún estaba luchando contra las últimas fuerzas del reptil—. Eres lento.
Fantasma se giró a mirarla, esperando intimidarla con sus ojos rojos, pero Afena no se dejó amedrentar. Le miró con una ceja alzada.
—Venga vamos, no tenemos todo el día.
De hecho, no tenían ya día. La mayoría del tiempo la habían pasado luchando para no ser absorbidos por la sección desaparecida y peleando contra un cocodrilo. Torkas dijo que había que comérselo, Afena se alzó de hombros.
—Si necesitas comida…
Así que Torkas había decidido ayunar, como ella. No sería menos que su futura mujer. Él que ya se había dado por vencido, ¡encontrar en los Juegos a semejante especimen!
Habían dormido subidos a un árbol, no lo suficientemente cerca para el gusto de Torkas. Cuando intentó pegarse a Afena, ella le apartó de un manotazo, y aquello lo mantuvo despierto más de lo que debería.
Los siguientes cañonazos no hicieron desaparecer el manglar, por suerte. Encontraron una barcaza y Afena decidió que se subirían a ella, así que Torkas la guió a sus órdenes. En el desvío de los ríos siguió las direcciones que ella le indicaba.
Tenía buen ojo. Por fin encontraron caza. Era cuestión de tiempo. Torkas se había tatuado con la sangre de lagarto, pero la sangre de tributo tenía un sabor más dulce.
A/n: una semana más, unos tributos menos. Estamos muy compungidas, sinceramente.
Azalea Rune, del distrito 12. La chica que comía las mismas bayas venenosas con las que asesinaba a sus allegados. Murió intentando matar a su compañero de distrito, quien claramente le vio las intenciones. Tanto estar callada para luego hablar más de la cuenta. Hasta nunca Azalea.
Bernese Inja, del 8. Que amaba a sus perros y le gustaba bailar con los ojos cerrados. Murió asesinada por los mutos lobo. Después de pasar una noche loca con Willow, dejando claro que no se puede tener todo en esta vida. Esperemos que sigas bailando en la siguiente Bernese.
Maraya Newman, del distrito 10. Murió atravesada por la espada del difunto Nekko, a manos de Ocean, no sin antes demostrar a todo el mundo, pero más importante, a sí misma, que no sólo era una cría mimada. Además era valiente e ingeniosa. Se le daba bien hacer que los demás se sintieran cómodos a su alrededor. Habría tenido el mundo a sus pies en el Capitolio. Una verdadera lástima.
Nos vemos en la próxima.
Rebeca y Gui
