Capítulo 15. Cuando llegue la suerte


Un profesional de libro

Ocean Maze, Distrito 5

Ocean había descubierto que no le importaba la sangre. No le molestaba ensuciarse con ella, ni que el filo de la espada de Nekko estuviera acumulando mugre roja. Tampoco la de sus manos o la de su ropa. Había pensado lo contrario, después del baño y después de Nekko. Pero al parecer no era así. Podía estar cubierta de la sangre de otros como si se tratara de un trofeo y seguir adelante. Al contrario que Jake, su aliado, que sentía la necesidad de limpiarse cualquier manchita roja de las manos. La sangre de Ocean significaba que ella seguía viva, mientras que otros ya habían muerto. Menos competencia, más posibilidades de ganar. Aunque ganar supusiera sacrificar todo lo bueno que había en ella. Al menos estaba intentando convencerse para pensar de esa forma.

Jake se había puesto como loco cuando le preguntó la razón por la que no había perseguido a esos dos chicos que estaban con Maraya Newman, casi la asfixia, aunque Ocean supo que no iba a hacerlo al verle la cara. Ocean no quería pensar mucho en Maraya, en cómo era su vida en el distrito o en si tenía amigos. No quería imaginar a su familia viendo por la televisión como se desangraba en la hierba. También intentaba borrar ese tipo de pensamientos sobre Nekko. Ocean se había limitado a concentrarse en lo que tenía delante. Primero Nekko. Después Maraya. No sabía si era una suerte o una desgracia no haber matado a Jake. Bien podía hacerlo. O él a ella.

Por el momento, seguir adelante significaba encontrar a los dos tributos que se les habían escapado. Los estaban rastreando, lo cual fue idea de Jake. Quien de pronto se había convertido en un general al mando de un ejército en el que el único soldado era ella. Los fugados habían sido bastante descuidados con el tema de no dejar huellas, pues se veían perfectamente marcadas en el barro de la orilla del río.

En esos momentos Jake se esforzaba por convertirse en un profesional de libro. Diligente y dando órdenes. Ocean se dejaba, bastante tenía con sus propios pensamientos y con cargar con la espada de Nekko. La cual había decidido no soltar. Tenía una relación de amor odio con esa espada. Se había dado cuenta. Aún no sabía manejarla bien. Pesaba una tonelada. Cuando intentaba sostenerla con una sola mano perdía el equilibrio. Sin embargo, había acabado con dos vidas sin esfuerzo gracias a ella. Tal vez continuara la racha.

Ocean se quedó helada con ese último pensamiento. Frenó su avance y se dedicó por un momento a mirar lo que le rodeaba. Todavía era una zona tranquila pero el paisaje comenzaba a cambiar. Había subido la temperatura.

—¿Por qué paras? —preguntó Jake—. Hay que seguir por aquí. Allí al fondo hay unos animales que no me dan buena espina, prefiero rodearlos.

Los animales eran ovejas, la mar de tranquilas según los criterios de Ocean. Pero Jake era el profesional experto en Juegos, no ella.

—Y recuerda —Ocean ya sabía lo que quería que recordara, se lo había dicho otras tres veces—. Cuando los encontremos, son míos.

—Todo tuyos —replicó. No quería llevarle la contraria por si intentaba asfixiarla otra vez. Si volvía a suceder estaría alerta. Si volvía a pasar, no iba a tener miedo y por descontado no sería ella quien iba a llorar. Pat la había enseñado a defenderse. De hecho eso era lo que Pat le había enseñado. Cómo defenderse, no la manera en que se podía matar. Al parecer en ese tema Ocean era autodidacta.

Pensar en Pat no la llevaba a buen puerto. Tenía la impresión de que no estaría muy orgulloso de ella. Esperaba sinceramente que no la estuviera viendo. El visionado de los Juegos era obligatorio en todo Panem, pero siempre había formas de evitar las partes más dolorosas, como cerrar los ojos o una necesidad imperiosa de hacer pis. Por descontado, había gente que prefería verlo. Tenía que dejar de engañarse. Pat lo habría visto todo.

El río se acabó de forma abrupta, y con él, la posibilidad de rastrear las huellas. Habían cambiado de sección y ahora se encontraban en un terreno árido y repleto de lo que Ocean identificó como placas solares. ¿Podía ser que hubiera llegado a casa? No había otro sitio en todo Panem que tuviera ese tipo de paisaje. Antes allí había árboles de distintos tipos, le había contado su padre, pero se talaron para poner las placas. El Distrito 5 era el que proveía de energía eléctrica a todo el país, sin embargo Ocean no vio ningún atisbo de las casas, del mercado o de la central hidroeléctrica en la que trabajaba casi todo el mundo, su padre incluido, cuando era capaz de hacer algo productivo y no estaba completamente borracho. Ocean quería a su padre, lo que no quitaba para que lo viera tal y como era, un hombre roto y entregado al alcohol. Incapaz de cuidar a sus hijos por sí mismo.

—¿Crees que habrán venido por aquí? —preguntó Ocean. Le inquietaba la posibilidad de haber llegado a un lugar que le resultara tan familiar, como si eso la hiciera estar más cerca de los suyos y que ellos pudieran observarla mejor, ver todo lo que había hecho en tres días en la arena, juzgarla por sus actos.

—Las huellas llegaban hasta allí —dijo Jake señalando el final del arroyo—. Podrían haber dado media vuelta, pero se habrían topado con nosotros, por lo que sí, lo creo. Esos dos andan por aquí escondidos. Presta atención.

—¿Nos dividimos para encontrarlos más rápido? —preguntó Ocean.

Jake la miró airado. Estaba muy irritable ese día, desde el incidente del arroyo.

—Ni hablar, podría pasar cualquier cosa.

—¿Como qué?

Jake pareció pensarlo.

—Como que te hicieras daño.

—Es curioso que te preocupes por mi bienestar —dijo Ocean—. Dado que hace un rato tú mismo intentabas hacerme daño. O también podría encontrarlos y matarlos yo misma, y eso es lo que no quieres ¿verdad?

—No quiero que te separes de mi lado —espetó Jake.

La luz era intensa en aquel sitio. Los rayos del sol del mediodía se reflejaban directamente en las placas solares y estas multiplicaban por mil su intensidad. Les costaba avanzar sin cerrar los ojos, por lo que decidieron caminar bajo las placas, que es lo que según Jake habrían hecho los otros si es que habían llegado allí.

—Me he juntado con el profesional menos profesional de todo Panem —murmuró Ocean con cierta sorna—. Tan preocupado porque no me haga daño, cuando deberías estar deseando que me electrocute y quitarme de en medio.

Jake pegó un fuerte resoplido. Iba por delante de ella, pero podía imaginarlo jurar en silencio.

— Está bien. Lárgate si quieres.

Ocean sonrió, siguiéndole de cerca. Le hacía cierta gracia eso de haberse juntado con un profesional un poco desquiciado. Aunque tenía que admitir que lo prefería a él a cualquier otro. Cosa que no iba a decirle.

—Todavía no me fío de ti. Podrías clavarme uno de tus cuchillos por la espalda.

—Y tú podrías clavarme tu maldita espada, y sin embargo te permito pulular con ella por detrás de mí. Se llama confianza.

—Eres un raro —le soltó Ocean—. Me sermoneas mil veces sobre que esto son los Juegos del Hambre, intentas matarme y luego me hablas de confianza. Como si pudiera existir aquí dentro.

Jake no dijo nada ante eso. Avanzaron entre dimes y diretes por el esqueleto de las placas, donde la intensidad de la luz era más soportable, aunque emitían un zumbido algo incómodo, como si se te hubiera metido un mosquito dentro del oído. Algo que sí estaba empezando a notar es que hacía bastante calor en ese lugar, el aire tenía una especie de densidad neblinosa, como si pudiera cortarse. En un momento dado, Ocean creyó haber visto algo por el rabillo del ojo, justo a su derecha: una figura en movimiento, pero cuando fijó allí la vista no había nada. Se estaba empezando a aburrir de tanto esquivar hierro o pasar por encima de otros. La espada era un lastre, así que para distraerse siguió tocándole las narices a Jake, que avanzaba en posición de firme y en riguroso silencio, aunque tuviera que ir encorvado.

—¿Recuerdas el primer día de entrenamientos? —le preguntó.

—Si —dijo él, sucinto.

—Te dejé ganar.

—¿Te refieres al tatami? Ni por asomo.

Jake ni siquiera se giró para responder. Era verdad que no se había dejado ganar, pero tampoco había hecho todo lo posible por hacerlo. Era media tarde, cuando el sol pegaba con más fuerza. Y hacía mucho mucho calor. Ocean volvió a tener la impresión de que veía algo por los laterales de los ojos, pero al fijarse mejor no había nada en absoluto. Puede que estuviera alucinando. Empezaba a estar agotada, le daba la impresión de que la espada de Nekko doblaba su propio peso y llevaba toda la ropa pegada al cuerpo como si se tratara de una segunda piel.

Quejarse no era una opción en esos momentos, por lo que siguió hablando.

—Tengo hermanos en casa —dijo— Un padre. ¿Tú a quién tienes?

—Mis padres —respondió Jake. Era fácil tirarle de la lengua—. No te gustarían. Beben los vientos por todo lo que viene del Capitolio.

—Y supongo que tú haces lo mismo.

—Supongo.

De repente, Jake frenó abruptamente. Ella casi choca contra su espalda.

—¿Qué pasa?

—Creo que he visto algo —dijo señalando al frente.

—Hace un rato a mi me ha parecido verlo por ese otro lado.

Jake oteó el terreno con la mirada. Seguían dentro del esqueleto de hierros, debajo de las placas fotovoltaicas

—Será mejor que sigamos.

—¿Sigamos hacia dónde? —quiso saber Ocean—. Me gustaría saber dónde nos estás llevando. Hay como cien grados aquí. Deberíamos buscar otro sitio donde no exista la posibilidad de morir derretidos.

—Me guío por mi instinto.

—Tu instinto de profesional, claro —replicó ella. Tal vez debería dejarlo y marcharse por su cuenta, pero se había acostumbrado a tenerlo cerca. Se dijo que le seguiría un poco más, descubriría sus puntos débiles, por si le eran útiles más adelante—. Así que sólo tus padres. ¿Ningún amigo? —preguntó— ¿Ninguna amiga especial?

Jake tardó un rato en contestar a esta pregunta. Ocean estaba concentrada en su espalda y en cómo se movía tan ágilmente a pesar de lo grande que era y del peso que cargaba. La herida del hombro se le había abierto durante la pelea y tenía sangre reseca pegada a la tela del traje, aunque parecía no advertirlo. A ella, sin embargo, el cansancio le estaba pesando.

—Está Evan. Mi mejor amigo. Era él quien iba a venir a los Juegos. Su novia se quedó embarazada y vine yo en su lugar.

—Así que eres el sustituto. Menuda gracia.

—En ese momento me pareció un golpe de suerte

—¿Y ya no?

Jake volvió a parar para mirarla. Había una cierta intensidad en sus ojos, como si le hubiera tocado alguna fibra.

—Ahora estoy aquí —dijo con la voz grave—. Ya da igual lo que me parezca. No quiero morir a los 18.

De pronto Ocean empezó a notar los moretones que la mano de Jake le había dejado en el cuello. Empezaron a dolerle, como si hubiera una cuerda y estuviera apretando. Se pasó un dedo por la zona afectada. Era lo más cerca que había estado de morir, y había sido una sensación extraña, la mano de Jake en su cuello, la forma en que la miraba.

—Yo tengo 15 —dijo—. Cumplo 16 el mes que viene.

—Eres una cría —Jake tenía la vista clavada en la misma zona, donde antes había estado su mano.

—Habló el adulto —murmuró ella.

De repente, se acabaron las bromas y los datos personales porque se desató el caos.

Los tributos que les había parecido ver con anterioridad aparecían por aquí y por allá, juntos o por separado, en veinte sitios distintos al mismo tiempo. Eran los dos a los que estaban siguiendo, a los que habían dejado escapar. Estaban dentro del esqueleto de las placas fotovoltaicas igual que ellos y también estaban fuera. Uno de los dos sostenía una sartén en la mano, el otro el extremo de una lanza partida por la mitad. Corrían y estaban quietos y era completamente imposible saber cuáles eran reales, pues todos parecían igual de ciertos.

Es un truco del Capitolio, pensó Ocean. Por alguna razón habían decidido hacerles alucinar con los tributos más inofensivos de la arena.

Jake se volvió loco. Empezó a perseguir las primeras imágenes que había visto, hasta que les tenía a tiro para lanzarles alguno de sus cuchillos y entonces el cuchillo atravesaba el aire o rebotaba contra el metal del esqueleto; después perseguía a otra pareja con exactamente el mismo resultado. Ocean, por el contrario, permaneció alerta, pero completamente quieta. Sujetaba la espada de Nekko con ambas manos y giraba a su alrededor, pero no iba a gastar energías corriendo detrás de un holograma.

Entonces recibió un fuerte golpe en la cabeza, escuchó el sonido del metal contra el hueso y cayó redonda al suelo.


La sartén por el mango

Adrien Greenfield, Distrito 10

Estaba a horcajadas sobre Ocean Maze. A la chica le resbalaban unos hilitos de sangre por la frente pero no estaba muerta. Podía notar cómo seguía respirando. Adrien tenía una sartén en la mano, un arma curiosa para ser los Juegos del Hambre, sobre todo teniendo en cuenta que había una espada en el suelo. La espada le pareció grande como una montaña. Además, habían asesinado a Maraya con ella. Prefería la sartén. Claro que no sabía muy bien qué más hacer con ella.

Después de que Crees lo hubiera sacado a rastras de la escena del crimen cerca del arroyo, habían caminado sin rumbo durante bastante rato. Adrien estaba conmocionado por haber perdido a su compañera. Todavía no se lo podía creer, como si la posibilidad de morir fuera algo en lo que no había querido pensar hasta entonces. Algo que sucedería, pero no tan pronto. Maraya había muerto intentando salvarlo. Le dolía el dedo que le faltaba mil veces más que el día anterior, y durante el camino, se había descubierto pensando tanto en el dedo como en Maraya como si todavía estuvieran con él. El dedo no haría mucho pero Maraya tendría un plan. Maraya le diría, mata a la chica y que sepa lo que es que te ataquen cuando estás indefenso.

Pero todos estaban indefensos en los Juegos, hasta los que habían entrenado para ir allí.

Adrien notó los ojos mojados.

—Mataste a Maraya —dijo. Repitió lo mismo unas cuantas veces más—. Mataste a Maraya. Mataste a Maraya —. Como si fuera un mantra o una oración.

Sabía que era peligrosa, la muchacha inconsciente y sangrando debajo de él. Sabía que tenía que hacer algo y no era más que un golpe fuerte en el lugar indicado. Intentó centrarse en eso, porque sus ojos… Sus ojos no dejaban de ver cosas, a Cress moverse lanza en ristre y al otro tributo persiguiéndolo. El aire era tan espeso que parecía formar las paredes sólidas de un laberinto y la chica que tenía debajo aparecía y desaparecía igual que un fantasma. Sin embargo, notaba la carne debajo de él. Ella era de verdad, no uno de los fantasmas de Cress Oleander.

Adrien continuó pensándoselo. Ojalá Cress estuviera allí para hacer el trabajo. La sartén se le resbalaba de la mano de lo mucho que le sudaba. La chica seguía inconsciente y Cress chillaba. Todos los Cress chillaban al unísono, diciendo cosas incongruentes.

—Ahora no te voy a enterrar —le dijo a uno—, que yo también estoy en los Juegos, ¡no me molestes ahora!

Se le había ido un poco la pinza cuando comenzaron a ver espectros. Adrien había conseguido mantenerlo callado un rato, pero no quieto. No paraba de moverse ya que, aparentemente, él podía ver más cosas que el propio Adrien, que sólo veía a la chica morena y el chico rubio multiplicados por mil. Crees veía a todos los fantasmas que conocía, a los muertos en esos Juegos e incluso a otros fantasmas que según Cress, habían dejado de estar vivos hacía muchos años en ese mismo sitio. Un espacio rehusado para la arena, le dijo con toda lógica. Pero los tributos muertos siguen aquí.

—Vamos, Maraya, colabora —añadió frustrado. Un escalofrío le recorrió la espalda a Adrien.

Al menos había tenido la suerte de golpear en la cabeza a la chica y que ésta fuera real. Le pasó la mano por la frente y se llevó la sangre a la boca. Era real, sangre de persona a punto de morir, si es que se atrevía. Los otros parecían no verlos. Adrien imaginó que verían otras cosas, porque él también las veía. Puede que también se le estuviera yendo la pinza porque vio a Lynn diciéndole que lo hiciera y volviera a casa con ella. Alzó la cabeza para mirarla mejor. Su amiga había desaparecido. Se centró en Ocean, la asesina de Maraya. Y de repente los rasgos de Ocean ya no eran los mismos, sino la carita de muñeca de Lynn.

Abrió los ojos y la boca para decir:

—Matame. Mátame con la maldita sartén o con la espada o con las manos desnudas, pero hazlo ya.

Adrien se incorporó de golpe. Estaba temblándole todo el cuerpo. La voz de Cress chillándoles cosas a los muertos hacía eco y volvía multiplicada cien veces. La estructura de metal se había llenado de gente, una multitud. Cress intentaba derribarlos con su pedazo de lanza. Jake intentaba lanzarles cuchillos pero también quería taparse los oídos contra las voces de Cress. Cayó de rodillas sobre Ocean, quien dio un respingo. Temió que hubiera despertado así que esta vez le golpeó en la cara. Luego se horrorizó ante sus actos porque le sangraba el labio y también la nariz. Tuvo que contener el impulso de parar la hemorragia.

Dale otra vez. Una más, más fuerte.

La sartén se le cayó de la mano con el tembleque. La sartén no era un buen instrumento para matar. Ahora sí que buscó la espada. Se puso de pie sobre Ocean, la espada en su pecho y cerró los ojos, lo que no impedía que siguiera viendo imágenes.

Hincó la espada un poco en la carne. Sólo tenía que dejarla caer, un poco más, un poco más.

—¡Claro que te quiero! —gritaba Cress. Adrien sacudió la cabeza.

La chica no se movía, estaba cubierta de sangre. Un poco más… hasta que notó un filo ensartarle la espalda.

Tuvo tiempo de mirar hacia atrás para ver a Cress sin su lanza, para ver a Jake en posición de haber lanzado un cuchillo. Los dos estaban repetidos cientos de veces, rodeándole, un círculo que se cernía a su alrededor. Pero él ya iba a morir. El filo había atravesado algún órgano, podía sentirlo por dentro. Volvió a caer sobre Ocean, que otra vez tenía la cara de Lynn. Le estaba insultando. Justo lo que ella haría.

—Tonto. Más que tonto. Tenías que haberlo hecho antes.

Ella iba a pegarlo, como esa mañana en el palacio de Justicia, pero Adrien cayó sobre la chica, ya sin vida.


Frío

Esme Portman, Distrito 1

Odiaba el frío. Lo odiaba con toda su alma, pero la zona del capitolio estaba cerrada. Había gastado ya tres calentadores que les habían mandado por paracaídas, unas especies de bolsitas que si agitabas te daban calor. Esme no las había racionado. Odiaba el frío. Arth había sugerido que fuesen hacia el sur y allí se habían encontrado con túneles llenos de mutos Agentes de la Paz depredadores que les habían impedido el paso. Habían electrocutado a Arth y Esme había gastado tres cuchillos en salirse de esa. Era mejor ir en grupo que sola, Esme lo sabía de la academia, pero tenía dudas con el chico que no era profesional. Le había asegurado que sabía lo que se hacía. "Yo ya me he peleado en manada", según sus palabras. Pero el grito que pegó parecía de debilucho. Él no había trabajado para esto. No podía confiar en él.

Ante la perspectiva de volver al hielo helado, Esme había sentido que se desmoronaba. Se sentía de nuevo en la casa de sus padres, helada en los días de invierno sin calefacción, antes de que su tía se apiadase de ella y le pagase la academia. Desde entonces Esme había jurado no pisar su casa más de lo estrictamente necesario.

Odiaba el frío y odiaba a Arth por llevarla allí de nuevo. No podía contenerse más. Algo tenía que hacer.

—Sabandija —le soltó. Ni siquiera le supo mal en la boca—. Disfrutas viéndome débil en el frío, ¿eh?

Arth Baker no contestó: la miró impasible antes de retomar la marcha. Ya le había explicado su plan: atravesar el páramo para ir a la sección que fuese del lado contrario. Esme había estado de acuerdo. Según su aprendizaje, aquello tenía sentido. Quizá Arth valía para algo en ese lugar dejado de la mano de los Vigilantes. Por lo menos no tenían problemas con la comida: los patrocinadores se ocupaban de eso.

—Eh matón blando, te estoy hablando a ti —le gritó—. Así te llamaba Bright, ¡ja! No muy original si quieres mi opinión.

En ese paisaje helado no había nada más que joyas de hielo. Arth le había impedido tocarlas pero Esme se moría por encaramarse a uno de esos árboles como palacios para sentir la emoción de las alturas una vez más. Echaba de menos la seda aérea.

—Bright era gilipollas. Sí, era un gran imbécil —los insultos le hacían sentir calor. Calor y adrenalina por pensar que la estaban viendo hacer eso. Su madre pondría el grito en el cielo, si es que sabía que Esme estaba allí, aún incapaz de darse cuenta de que ahora era pobre y se esperaba de ella que se comportase con vulgaridad—. Pero tú, Arthur Baker, tú eres un capullo. Me arrastras por el hielo para tu satisfacción personal. Disfrutas, hijo de puta. ¡Disfrutas!

Arth frenó por fin la marcha. Se giró como si fuese un muro con su espalda ancha y alta y le clavó los ojos azules en la mirada.

—Creo que los Juegos te están afectando. Es normal que sientas estrés —. Cuando hablaba le hacía gestos suaves con las manos, como acompañando el monólogo—. Sigue si te hace sentir mejor, o entrar en calor.

Esme se habría sentido mejor si le hubiese abofeteado. Su mano de gigante le habría abarcado la cara entera. Se quedó boquiabierta, congelada en la expresión de la indignación. ¿Qué podía decir que le hiciese sentirse peor?

Por suerte no tuvo que pensarlo, porque entonces vio a dos tributos.

—¡Allí! —gritó, señalándoselos a Arth. Los dos echaron a correr al unísono, y Esme pensó que aquello era bueno.

No tenían gran cosa pero los otros tampoco. Solo llevaban unas especies de máscaras en el cinto. Eran dos chicos, uno enjuto y otro larguirucho. Esme tenía el cerebro demasiado embotado como para saber quiénes eran pero daba igual. Había que matarlos.

Arth alcanzó al larguirucho e intentó empujarlo contra un árbol de hielo, pero el chico supo frenar su avance. Esme se tiró a por el pequeño, que se preparó para recibirla. Le dio la bienvenida con un puñetazo en la boca. Esme sólo tenía un cuchillo, además del arco, y había preferido no separarse de él. Lo sacó en cuanto se tragó el puño del chico, porque supo que no tenía todas las de ganar en un combate cuerpo a cuerpo. Tenía las manos frías y era menos fuerte que su adversario. El chico le frenó todos los embistes con golpes secos y precisos. Y de repente le hizo una llave que la dejó en el suelo, y en vez de quitarle el cuchillo o matarla, le robó el arco. El arco inútil de Silvana.

—¡Farik! —gritó el chico.

Esme levantó la cabeza, mareada. El larguirucho tenía el carcaj. Y esos dos se habían dado cuenta antes que ella. Una combinación letal.

Farik — Esme se acordó de haber comido frente a él — le lanzó el carcaj a su compañero a medio camino de donde estaba, para alejarlo de Esme. El chico cogió una flecha y apuntó a Arth, que había aprovechado la distracción de Farik para ahogarle desde atrás. Soltó la flecha, que falló, pero a Arth le dio miedo y aflojó el agarre. Esme se puso de pie y alcanzó al muchacho, rajándole el antebrazo con el cuchillo. Él se lo devolvió con otro puñetazo en la nariz.

—¡Joder! —gritó Esme. El puñetazo le reverberaba por la cabeza como si se lo estuviesen dando una y otra vez. Respiró sangre y le invadieron la tos y las arcadas.

El chico no perdió el tiempo. Robó el carcaj y salió a la fuga detrás de su amiguito Farik que se había liberado de Arth y no había tenido las agallas de prestar batalla.

Arth estaba de rodillas a su lado, intentando atenderla.

—¡Vamos, vamos llorica! —le gritó, para darse fuerzas—. Vamos a asesinar a esos dos mamones.

Arth asintió y pareció decidir que no le daría la mano que le había tendido. Si lo hubiese hecho, Esme la habría rechazado.

Corrieron tras ellos. Farik intentó lanzarles flechas pero no tenía técnica suficiente para hacerlo en retirada.

Entonces se metieron por una puerta. Una puerta muy similar a la de los túneles de los Agentes de la Paz.

Un calor abrasador le golpeó la cara. Bueno, cualquier cosa menos el frío, se dijo Esme, y entró detrás de Arth.


El club de la lucha

Joey Rheder, Distrito 7

El plan era simple: llegar al Distrito 8 y dejarles morir con los gases. Joey y Farik tenían máscaras. Pero tenían que atravesar la mina. Corre Joey, corre. Antes de que los pájaros dejen de cantar. Antes de que los pájaros dejen de cantar. Vamos Joey.

Era el mantra lo que le mantenía enfocado. Farik iba delante de él con el arco y las flechas, y la máscara ya puesta. Con suerte la explosión alcanzaría a esos profesionales, pero Joey lo dudaba. Había tardado mucho en aparecer cuando estuvieron allí la primera vez.

Se preguntó por qué no estaban con los demás. No habían muerto tantos. Si no recordaba mal no había muerto más que uno.

Tampoco es que importase, mejor defenderse de dos que de seis.

Farik resoplaba y se permitió aminorar la marcha.

—Vamos, vamos, loco, que nos pisan los talones.

Joey no solía hablar mucho porque decía tonterías como esa. Se preguntaba si lo había sacado de su madre o de su padre. O del hecho que rara vez los había escuchado hablar.

Pasaron la sala central y escucharon a la chica gritando improperios. Joey estaba prácticamente seguro de que le había partido la nariz con los nudillos, pero no había sido suficiente. Ella le había rajado el antebrazo. Por suerte las flechas las tenían ellos, aunque no sabían usarlas. Podrían desperdiciarlas.

Se perdieron por el laberinto de la mina. En un momento dado se dieron de bruces con un callejón sin salida.

—Mierda, no es por aquí —dijo Farik. Joey sintió que no era el único que decía obviedades.

Dieron media vuelta y torcieron hacia otro lugar. Parecía que quizá habían perdido a los profesionales.

—Bien, ahora tenemos que salir pitando de aquí.

Terminaron encontrando una rampa que subía. Si algo habían aprendido de Teddy, era aquello.

Pero cuando salieron de la mina, ya no estaba el Distrito 8. Habían vuelto al nueve, con su aburrimiento y su nada que hacer.

Farik tiró la máscara anti gas al suelo con rabia. Probablemente se iba a quejar cuando oyeron el sonido de la explosión salir del túnel. Se sonrieron, expectantes ante los cañonazos.

—Choca esa, mequetrefe —le dijo Farik.

Joey lo iba a hacer cuando salieron disparados la chica y el chico del túnel. El fuego salió justo después.

—Cabrones hijos de… —empezó la chica, pero se atragantó. Joey esperaba que con su propia sangre.

Farik ya había cargado el carcaj y Joey estaba en posición. Mientras la profesional tosía el chico alto del 6 le protegía las espaldas. Se quedaron inmóviles, sopesándose.

Farik podría lanzar una flecha, pensó Joey. Mejor cuando la profesional estaba distraída. Entonces una de ellas se clavó a los pies del chico del 6. Joey vitoreó a Farik en sus adentros. Ahora acierta, pensó muy fuerte.

El chico del 6 ni se inmutó, y cuando su compañero se hubo repuesto se acercó a ellos como si Farik no tuviera un arma en la mano. Consiguió darle con una flecha, que no clavársela.

Joey se adelantó. Quizá cambiando de adversarios se les daba mejor. Agarró al chico alto por el brazo, con la intención de desequilibrarlo, pero no había contado con que sabría reaccionar. Presentó batalla. Farik tuvo tiempo de lanzar una flecha más antes de que la chica le alcanzase. Joey estaba muy ocupado con el chico del 6 para ayudarle. Parecían estar peleando por el arco.

Habría que romperlo, pensó Joey, pero no sabía si había desarrollado ningún tipo de conexión telequinésica con Farik, la verdad.

El chico con el que peleaba le dio en el estómago y casi le atrapa por el cuello, intentando estrangularle con la misma técnica que había usado en el distrito de hielo con Farik. Por suerte, Joey tenía experiencia en lucha libre. También tenía su amuleto.

Poco a poco empezó a ganarle terreno al chicote, con los gritos de la chica y Farik de fondo. Parecía que Farik estaba perdiendo terreno, y la chica tenía un cuchillo. Un par de puñetazos más y el del 6 estaría en el suelo.

Joey sintió jugar sucio pero decidió, cuando vio la oportunidad y el espacio libre, darle una patada en los huevos al otro. Funcionó: se dobló en dos y Joey lo dejó tirado para ir a ayudar a Farik. Lo primero que hizo fue partir el arco, y luego intentó alejar a la profesional de su compañero. Pero estaba entrenada y proferir insultos parecía darle fuerzas.

—¡Aaaaah! Pobretón de distrito, te voy a matar.

Alzó el cuchillo, y el muy tonto de Farik tenía el cuello descubierto.

Joey actuó sin pensar y se puso delante. Podía haber tirado de Farik, le podía haber hecho una llave para dejarlo en el suelo, podía haber empujado a la profesional. Pero no, tenía que ponerse delante.

Otra vez Joey se reprendió: se supone que tienes que matarlos, no salvarlos.

El cuchillo se le había metido entre dos cotillas, y la chica no dudó en sacarlo y volver a acuchillarle. Joey pensó que quizá Farik le había llamado. Había sangre fluyendo por todas partes, desde el pecho de Joey. Cayó sobre sus rodillas, sin fuerzas. Notó la tranquilidad invadirle. Su padre lo entendería. Se reencontraría con su madre y sabría al fin lo que había pasado. La sangre se le escapaba del cuerpo, pero ya no pasaba nada. Ya no pasaba nada.


Ay, ay, ay, y aquí se van dos distritos más, qué triste es despedirse...

-Adrien Greenfield, muchacho amoroso, ahora Lynn va a querer matarte. Demasiado confiado con los mutos pero leal y decidido, ¡casi mata a alguien! Gracias por el equipo que hacías con Maraya. Un saludo con tres dedos. Te mató Jake, que ya le valía.

-Joey Rheder, y su amuleto de la suerte. Otro al que le van a llorar en casa. Al final resultó que se te daba bien salvar vidas, y eso es loable en los Juegos. Esperamos que te sentase bien ese puñetazo que le ha partido la nariz a tu asesina. A ver qué hace Farik sin ti.

Y la semana que viene para el final del ciclo de povs, que van reduciéndose con tremenda facilidad.

Un beso triste,

Gui y Rebeca