Capítulo 16 - Todos los jóvenes bajo tierra
Princesa de pega
Arth Baker (Distrito 6)
Arth Baker se dio cuenta de dos cosas a lo largo de esa tercera jornada en los Juegos del Hambre. La primera era que Esme, en un momento dado, se había convertido en una persona insufrible. No soportaba sus gritos, con esa voz un tanto aflautada. Al margen de que parecía dirigir todas sus injurias hacia su persona. Le había llamado desde sabandija a matón hijo de puta, pasando por algunos de los más pintorescos insultos del distrito 1, como mangurrían o bellaco. Arth no sabía lo que significaban y tampoco iba a preguntarle. Tal vez tuviera que agradecer a Esme estar aprendiendo nuevo vocabulario, porque si salía vivo de los juegos pensaba buscarlos en un diccionario. Se planteaba hacer una lista.
La segunda cosa de la que se dio cuenta Arth fue que no iba a ser tan fácil como había pensado infringir una muerte. Él había hecho ciertas fechorías en el pasado, pero una cosa era robar joyas y otra matar al dueño legítimo de las joyas. Pensar en joyas le llevó de nuevo a Esme y a lo mucho que le encantaría estrangularla en esos momentos.
—Eres un cobarde meapilas —le estaba diciendo mientras se recolocaba la coleta hasta estar segura de no dejar un solo pelo fuera de lugar, como si no acabara de matar a un chico que tenía toda la vida por delante—. No sirves para nada. Para nada Arth Baker. Y te debería matar aquí mismo para que dejes de darme por el culo.
Tal vez no le costaría tanto cerrarle la bocaza a Esme para siempre, si se diera el caso.
Todo esto venía a que Arth no había matado al chico guapo del distrito 9 cuando había tenido la oportunidad. Esme había perdido la cabeza nada más empezar los juegos, en la sección del frío extremo, el cual no soportaba por algún trauma infantil. Y todo apuntaba a que no iba a parar mientras durase su alianza. Él por su parte, hacía oídos sordos. Prefería dejar que se desahogara a enfrentarse con ella. Le habían partido la nariz y parecía chamuscada después de la explosión en la mina, pero seguía dando bastante miedo. De hecho daba más miedo que antes. Con lo educada que parecía en el Capitolio, resultaba que podía pasar de princesa a bruja en décimas de segundo. En el Capitolio tenía a Bright, pensó en silencio. Y ahora que había matado a Bright, lo había convertido a él en su diana.
Arth se consoló pensando que seguramente Esme no sería la única persona estresada por los Juegos. Caminaron por terrenos baldíos hasta llegar a un huerto de frutas podridas que colgaban de árboles con las cortezas agrietadas y las ramas retorcidas como si fueran enredaderas.
—Vaya lugar de mierda y vaya comida de mierda —opinó Esme. Tener la nariz rota tampoco le sentaba bien a su estado de ánimo—. A ver, patrocinadores —dijo mirando al cielo—. Bien podríais gastar algo de todo vuestro dinero en mandarme algo suculento para no tener que comer esta bazofia. Me va a entrar indigestión.
Bien era cierto que los patrocinadores les habían estado colmando de regalos, sobre todo de tipo alimenticio. Parecía que en el Capitolio gustaba la pareja que hacían. Al contrario de lo que le pasaba a Arth, que cada vez estaba más hasta los huevos de Esme. Apartó la idea de estrangularla de la cabeza y se instó a ser práctico. Los regalos les venían bien, podía soportarla hasta que no le quedaran fuerzas.
Esme se dedicó a continuar soltando improperios —desde la pelea estaba aún más desatada— mientras recorría el huerto. A Arth le pareció escuchar que llamaba mamarrachos a sus mentores por no enviarle comida, pero hizo caso omiso. Notaba que allí había habido alguien, había plantas aplastadas, tierra removida y huesos de ciruelas por el suelo. Ese alguien podía seguir allí y darles una sorpresa de muerte. O tal vez se hubiera marchado. No se escuchaba un ruido al margen de la voz de pito de Esme.
—Esto tendrá que servir —dijo Esme volviendo con un puñado de bayas rojas a su lado—. ¿Tú a qué te has dedicado en este rato, sabandija? ¿A mirar las musarañas? ¿Podrías por una vez en tu vida ser productivo?, ¿o es que en los distritos pobres estáis siempre haciendo nada y por eso os morís de hambre?
Arth se abstuvo de mencionar que en los distritos pobres la gente se mataba literalmente trabajando, que su jornada empezaba antes de amanecer y que cualquiera del 6 había trabajado a los doce años más de lo que ella lo haría en toda su vida. Si Arth no se la cargaba antes. Pensó en Marianne para sosegarse y observó la fruta que Esme llevaba en las manos. Esas bayas no le daban buena espina. El distrito 6 no estaba rodeado de verdes bosques en los que recolectar frutas silvestres, pero Marianne a veces las usaba para hacer pasteles de lujo en la panadería. Le había enseñado a diferenciar cuáles eran más peligrosas por la hendidura en la base…
—Yo que tú no me comería eso —dijo Arth con voz calmada—. Dámelas Esme.
—Que te jodan. Estoy hambrienta. Ha sido un día movidito.
—Tú misma. Pero…
La chica se metió una fruta en la boca. Arth la observó comerlas una a una, agarrándolas delicadamente con las puntas de los dedos. Ahí estaba la educada niña pija del uno. Arth estaba casi seguro de que no eran buenas para comer. Tampoco ella le ofreció probarlas, por otro lado.
Al minuto Esme comenzó a sostenerse el estómago con ambas manos. Apachurró las bayas contra su ropa, aplastándolas, aunque cayeron algunas al suelo que Arth se apresuró a recoger y a guardar en un bolsillo interno del mono. Esme se dobló por la mitad y cayó al suelo de rodillas. Se le estaban hinchando los labios y posiblemente también la lengua, porque las palabras le salían raras.
—No puedo… no puedo respirar. Haz algo.
Era una orden. Esme no parecía en disposición de dar órdenes en esos momentos, mientras se retorcía en el suelo.
Arthur no sabía qué hacer. Tal vez debería largarse, pero le daba apuro dejar a la chica sola en ese estado. Había comenzado a tener estertores, como si estuviera recibiendo descargas eléctricas. Sólo tenía que levantarse y hacer como si no estuviera. Caminaría en cualquier dirección y olvidaría que alguna vez se había aliado con Esme. Igual que había intentado olvidar a Dain, el chico desquiciado que iba a ser su mentor y al que fue incapaz de ayudar. No tenía ningún interés en ir por ahí salvando a la gente, no en Los Juegos del Hambre. Sobre todo después de haber permitido que ese otro muchacho se largara de rositas.
Además, Esme posiblemente no merecía ser salvada.
Pasó un momento más observándola, intentando decidir el tipo de persona que era Arth Baker. El que sería en el futuro, si conseguía salir vivo de ese estadio.
Al final colocó a la chica de lado y le metió los dedos en la boca hasta la campanilla, consiguiendo que soltara algunas de las bayas que había tragado. No había mucho tiempo para ponerse a reflexionar, tenía que hacer algo y eso era lo que iba a hacer.
—Vomítalas. Suéltalas Esme.
Ella le agarraba del traje con los puños cerrados. Toda la cara se le había puesto como un balón escarlata, le bajaban gordos chorretones de sudor por la frente. Escupió algunas bayas más, pero esto no hacía que mejorara. Arth pensó que moriría en poco tiempo. Hacía ruidos muy raros con la garganta. Probó a insultarla, por si eso le motivaba y escupía alguna fruta más, mientras presionaba su estómago.
—Venga princesita de pacotilla, ¿no puedes poner un poco más de empeño? Sólo tienes que vomitar.
Esme iba perdiendo fuerzas poco a poco. Los puños se soltaron de su traje y las manos quedaron inertes. Tenía los labios rojos, del color de la fruta que había comido, pero el resto de su piel ya era cetrino y apagado. Arth la sostuvo en sus brazos como a un peso muerto. No iba a soltarla hasta que sonara el cañón, pues parecía que aún le quedaba algo de aire.
Entonces llegaron los paracaídas como si fueran una bandada de pájaros, porque no era uno, sino varios a la vez. Arth era consciente de que no había tiempo para comprobar que contenían individualmente. Agarró uno al vuelo con una mano. Lo abrió con premura. Contenía una jeringa enorme con una aguja que más tarde podrían usar como arma y atravesaría el corazón a cualquiera. Eso mismo, un corazón, era el dibujo que había grabado en el lateral de la jeringa. Así que Arth puso a Esme con cuidado en el suelo, le palpó el pecho en busca del latido que apenas notaba y rezo por no toparse con una costilla en ese primer intento.
Cuando la mano de Arth, cargada con la aguja que contenía el antídoto, estaba a medio camino del corazón de Esme, algo la detuvo y se quedó quieta. Arth se miró la mano, después contempló a Esme. Los ojos se le movían de una forma extraña, su cuerpo estaba rígido. ¿Qué estaba haciendo? ¿Qué era lo que le detenía? Estaba en los Juegos del Hambre, una competición que se sabía de memoria porque le habían obligado a verla toda su vida. No había lugar para un vencedor compasivo, ni uno que no se atrevía a matar. Arth no se había atrevido a matar, pero bien podía dejar morir a Esme. Era así de fácil. Ella se lo había buscado.
Vio como el cuerpo de Esme iba languideciendo. Tenía una pinta terrible, lo que era mucho decir para alguien que siempre parecía estar estupenda. Cada vez más fláccido mientras la sostenía con el brazo que no sujetaba la jeringa. Era un poco como luchar consigo mismo. El cañón no sonaba porque Esme estaba más bien muerta, pero no totalmente muerta. Le acercó el oído al pecho. Todavía latía debilmente. Aún estaba a tiempo de pincharla y ella no se habría enterado de sus dudas. Pero Arth quería volver a casa con desesperación. Y para eso necesitaba ganar. Se le ocurrió de pronto que tal vez pudiera acelerar el proceso pinchándole aire en una vena. Era una idea horrible. Lo que estaba haciendo era horrible, dejando morir a esa chica cuando podría salvarla. ¿En qué lo estaban convirtiendo los Juegos?
Al poco sonó el cañonazo y Arth tuvo que dejar por fin a Esme en el suelo.
Que comience la fiesta
Afena (Distrito 11)
Afena contempló con ganas la barcaza que tenían en frente. Aquellas eran sus próximas víctimas. Afena estaba satisfecha de poder matar tres pájaros de un tiro. Además, le hacía casi ilusión pensar que las había interrumpido hasta el punto de que se estuviesen peleando.
—Sury, eras tú la que quería matar gente, no me fastidies —decía la compañera de Torkas.
—¡Cállate! —La pelirroja luchaba por el control, y quizá lo tenía—. Primero la bestia, luego la chica. No tienes maldito brazo. —Le tendió una pértiga a la chica bajita que yacía tirada en el fondo de la barca—. Tú, si quieres vivir, empieza a remar.
Ella, la que le había pedido las botellas de alcohol de Chaff, se aferró a la pértiga como si le fuera la vida en ello. Era el caso.
Entonces, el barco de la elegida chocó contra el de las chicas a la deriva. La fiesta iba a empezar.
La chica bajita se impulsó con la pértiga en la barcaza de Afena, para alejarles, pero Fantasma corrigió el rumbo.
La chica pelirroja la apuntó con su lanza ensangrentada. Afena se quedó inmóvil. La pelirroja lanzó. En el último segundo, Afena se apartó dando media vuelta y atrapó la lanza con su mano derecha. El punto débil de sus adversarios era la chica bajita que intentaba controlar el barco. Afena pensó que quería alejarse, pero no lo habría hecho mejor de haber querido acercarse. Midió el peso de la lanza, y se preparó para apuntar. La pelirroja se había dado cuenta.
—Vamos aparta, que no sabes hacerlo.
—Ja, que te defiendan las dos heridas —replicó la bajita.
Pero a la pelirroja se le daba mejor, se alejó lo suficiente y entonces soltó la pértiga y les cuchicheó cosas a las otras dos. Afena obervó cómo la bajita cogía un cuchillo de las pertenencias de las otras dos, cómo la pelirroja se armaba con la pértiga, y cómo la chica del 4 cogía una red.
—Esto va a ser interesante —comentó Torkas.
—Acércame —le dijo Afena.
Las dos barcas volvieron a chocar, y esta vez estaban todos preparados. Afena saltó a bordo con la lanza de la pelirroja a la vez que la pelirroja y la bajita cambiaban de barca. La pelirroja la empujó, dejándolas a la deriva y sin pértiga. La chica del cuatro bradió su red con un sólo brazo. Sería pan comido.
Torkas rugía detrás de ella como sólo él sabía hacerlo. Afena ni se preocupó. Empezó a pinchar hacia la profesional, implacable, insistente. No tenía técnica pero tenía paciencia. La chica era escurridiza. Se ponía en sitios estratégicos de la barcaza como para hacerla tambalear más. Afena nunca había podido entrenarse con agua. No había lugar en la ciudad en el que hubiese un río caudaloso o un lago profundo. Sabía que sí había de esos en el distrito pero dependía del jefe para desplazarse por la enormidad del Distrito.
La chica no la atacaba, tan solo la desestabilizaba. Y de repente, sin haberlo previsto, la barcaza dio media vuelta y acabaron las dos en el agua.
La corriente tiraba de ella. Afena intentó poner los pies en el suelo y descubrió con un grito ahogado que no había suelo. Intentó mantenerse a flote con espasmos de los brazos, como hacía la otra, para mirar a ver dónde estaba el suelo, pero el río era oscuro, estaba lleno de tierra y arena y no se veía nada. Entonces sintió que la red la atrapaba.
—Suerte con las pirañas —le dijo la profesional, antes de echar a nadar hacia la balsa de Torkas.
Afena no sabía lo que eran las pirañas, pero no pensaba descubrirlo. Tragando agua con tierra, se empujó con el cuerpo, como si fuera una serpiente de agua. Si se acercaba de la orilla, el suelo aparecería. Tenía que ser así. Afena era la elegida.
El agua se le metió por la nariz y Afena intentó retener la tos, para seguir viendo a dónde iba, pero su cuerpo no le hizo caso. Empezó a agitarse cada vez más. El pánico la estaba invadiendo, como cuando agredió a sillazos al Jefe y salió huyendo. Su cuerpo había actuado sin pensar. El agua del río era más fuerte que el Jefe. Era más fuerte que ningún otro humano.
Afena se impulsó de nuevo. La orilla estaba más cerca, y el río la estaba acercando a una enorme raíz de árbol. De repente apareció el suelo, en una zona en la que el agua iba más lenta. Afena se asentó en él para deshacerse de la red. Estaba lleno de peces que nadaban hacia ella. Los vio, y de repente se acordó de la risita de Silvana, divertida pensando que se enfrentaría a "pirañas". Quizá las pirañas era esos animales gigantes que la habían atacado cuando estaba con Torkas. Quizá comían peces. Si aquí había comida, el depredador no estaría lejos.
Un pez se acercó a su mano y le hincó los dientes. Afena ya casi estaba fuera de la red cuando notó el picotazo y gritó. Se sacudió el pez que cayó al agua. Otro fue a por ella.
Echó a correr hacia la orilla, con el cuerpo guiándola. Su cuerpo siempre sabía que hacer. Se encaramó a una raíz y ahí se sacudió otro pez.
Las marcas de los dientes eran impresionantes.
Pero Afena no se paró a observarlos. En su lugar vio acercarse la otra barca.
La pelirroja le había robado el hacha a Torkas y se la había dado a la bajita, que atacaba con ella el fondo de la balsa. Torkas le retorcía el brazo malo a su compañera. La chica gritaba, como si estuviese llorando pero no quisiera aceptarlo. Con la pértiga, la chica pelirroja empezó a estrangularle. Torkas soltó a su compañera para centrarse en la pelirroja. Le agarró el pelo con las manos y empezó a tirar. La chica del cuatro le volvió a coger el hacha a la bajita y le dio en el brazo a Torkas, en el mismo sitio en el que él le había dado a ella.
Y entonces les sacudió una enorme ola. La chica bajita se agarró al borde de la barca como a un clavo ardiendo. La pelirroja perdió la pértiga y le devolvió el rugido a Torkas. Los dos del cuatro a penas se tambalearon.
Afena giró la cabeza, buscando el origen de la ola, y lo vio a la vez que los demás. Una enorme serpiente se alzaba sobre sus cabezas. Afena no necesitaba ver más. Esa serpiente era su próximo campeón. Pronto sonarían cuatro cañonazos.
Y con ese pensamiento, se adentró en la jungla, a la búsqueda de nuevas víctimas.
Una criatura extraordinaria
Sury West (Distrito 2)
Una serpiente monstruosa parecía haber invadido el pantano. Por suerte, Sury sabía nadar. Era algo para lo que les entrenaban en la Academia, la cual tenía piscina. No todo iba a ser entrenar con objetos afilados. Saber nadar podía serte útil en los Juegos, y para muestra, un botón: estaban todos en el agua. El bicho les había volcado la barca. Era grande como una casa y alargado como… alargado como una maldita serpiente. Sury se permitió observarlo por un segundo: se trataba de una criatura extraordinaria, con la piel cubierta de escamas negras y unas fauces del tamaño de la misma barca que ahora yacía boca abajo.
Su primer impulso fue el de alejarse lo más posible de semejante monstruosidad. Su cerebro le dijo: corre. O mejor dicho: nada hasta llegar a un lugar seguro. La serpiente se doblaba y serpenteaba en el agua en busca de su primera presa. Los dos profesionales del 4 eran, por supuesto, nadadores sobresalientes que podían permitirse aparecer y desaparecer de la superficie intentando burlarla. ¿Por qué no huían igual que ella?
—¡Silvana!—gritó Sury a pleno pulmón—. Nada hasta la orilla. El bicho ese es demasiado grande y tú demasiado pequeña.
Pero Silvana no pensaba con la cabeza. Silvana era demasiado temeraria para su propio bien. La chica del 4 se las apañaba para flotar con un hacha en la mano y quería ir a por Torkas, quien en esos momentos miraba cara a cara a la serpiente con gesto de satisfacción. La serpiente abrió la boca en respuesta, mostrando varias líneas de dientes curvos y amarillentos.
—¡Silvana! —volvió a gritar Sury. No quería perder a su aliada—. Deja que la serpiente se ocupe de él.
Silvana hizo caso omiso. Se acercó nadando desde un lateral y se las arregló para encaramarse a lomos de la serpiente. Era increíble que pudiera hacer eso con un solo brazo. La serpiente notó el peso y comenzó a agitarse y a dar bandazos mientras Silvana reptaba a través de su lomo. Las escamas le rasgaban la tela del traje de duras que eran. Torkas ponía cara de disgusto por haber perdido la atención del gigante marino.
Cuando Silvana estaba a punto de alcanzar la cabeza del monstruo, la serpiente se encabritó con un rugido (¿podía rugir una serpiente? Bueno, esta claramente sí que podía), mostrando toda su magnitud y arrojando a Silvana al agua. Silvana también rugió y Torkas hizo lo propio en respuesta. Sury pensó que se sentiría apartado. A ella no le molestaba sentirse apartada en esos momentos. La serpiente fue derechita a por Silvana, que por muy rápida que fuera, no fue capaz de escapar de sus fauces. La enganchó por el brazo que no sostenía el hacha, el brazo malo, y empezó a zarandearla por los aires como si fuera un muñeco. El ya magullado brazo de Silvana comenzó a soltar sangre de inmediato, tiñendo el agua de rojo. Sury casi podía oír cómo se iba desgarrando la carne.
Silvana iba a morir en ese estanque de mierda y Sury se quedaría sola con esa otra muchacha, quien por cierto ¿dónde estaba? Sury seguía en el agua. Buscó algo con lo que frenar a la serpiente. Encontró un cuchillo y se lo lanzó. Sury tenía una puntería perfecta, por lo que el cuchillo quedó incrustado en el ojo oscuro y rasgado de la serpiente. El monstruo soltó a Silvana, pero solo por un momento. Parecía atraerle el olor de la sangre. Iba a por ella con la boca abierta, su lengua se movía como si se estuviera relamiendo. Silvana se sujetaba el brazo, seguramente porque era la única manera de mantenerlo pegado al hombro. Sury estaba nadando hacia ella, cuando de repente apareció Torkas, clamando protagonismo, y se posicionó en mitad de la escena.
Una bestia contra otra bestia, pensó Sury al ver a las dos criaturas cara a cara. Fantasma llevaba las manos desnudas y tenía los ojos más rojos de los habitual al lanzar un rugido al monstruo. El monstruo rugió en respuesta y se abalanzó hacia él con la boca abierta. Estaba en clara desventaja en cuanto a tamaño, pero probablemente era todavía más bruto, porque Fantasma, ese individuo salido de quién sabía dónde, agarró ambas fauces de la serpiente con sus enormes manos, inmovilizando al animal, que seguía dando bandazos con su larga cola a la altura de las chicas. Sury estaba llegando hasta Silvana cuando escuchó el crujido. El agua, ya manchada de rojo, se llenó de un fluido negruzco sobre el que yacía la serpiente, flotando. Fantasma la había vencido y rugió con ferocidad en señal de victoria, como sólo él sabía hacer. Luego intentó cargarse al animal sobre los hombros.
Sury llegó hasta Silvana. Volvía a estar tan pálida como el primer día de Juegos, sino más.
—Vámonos de aquí echando leches —le dijo.
—No —contestó Silvana. Tenía los ojos brillantes, Sury no sabía si por el dolor o si era de la emoción de la batalla—. Primero tengo que acabar con él.
Era eso.
—Te estás desangrando —señaló Sury.
Silvana se mordió el labio con fuerza. Se sujetaba el brazo mientras flotaba solamente con la habilidad de sus piernas. Parecía que hubieran derramado una botella de vino en el agua que les rodeaba de roja que estaba.
—Hazlo tú —dijo Silvana mirándola fijamente. Había pesar en sus palabras. Pesar por no poder hacerlo ella misma. Luego giró su cabeza hacia la lanza que flotaba cerca de ellas.
Sury no lo pensó dos veces. Fantasma seguía intentando cargarse al animal encima, por alguna razón que ella no llegaba a comprender. Tal vez quería rajarlo para hacerse un tatuaje con su sangre, o aún más posible, buscaba una buena foto para la posteridad con la bestia sobre sus brazos. Ella llegó hasta la lanza, cogió aire y no lo soltó hasta que esta ensartó a Torkas desde la espalda hasta el pecho.
El gigante de 4 cesó en su intento de sujetar a la serpiente por los aires y la dejó caer.
Fantasma rugía tanto que tal vez eso les impidiera escuchar el cañonazo. Rompió la parte delantera de la lanza, que conservó en una mano y se extrajo con la otra el otro extremo. Volvió a gritar con las manos levantadas, sosteniendo cada pedazo en una de ellas y por fin cayó.
Silvana tardó en desmayarse el tiempo que les llevó alcanzar la orilla. A Sury le dio tiempo de ver a la otra chica, Willow, huir cojeando, antes de sujetarla en sus brazos. Parecía todavía más menuda que antes, mucho más joven que cuando estaba despierta. Pero no estaba muerta. Y aunque jamás lo reconocería, agradecía que Fantasma se hubiera puesto entre ella y la bestia.
Hacer algo para recordar
Farik Torcacuello (Distrito 9)
Estaba solo. Más solo que la una. Después de todos sus esfuerzos por pertenecer a un grupo, por aguantar a Teddy en la alianza. Después de haber confiado en Joey, de haberle tenido cariño, va el muy idiota y se muere para salvarlo. Farik no daba crédito a que lo hubieran vuelto a soltar por los pelos. El turno había sido del grandullón del 6 que, para desconcierto de todos, se unió a los profesionales. Era la tercera vez que se libraba. Sentía que estaba allí de prestado, en su propio distrito de nuevo. Al menos sabía por su estancia anterior que en el 9 no pasaba nada, era el distrito del muermo absoluto. La experiencia de estar a punto de morir varias veces le había cambiado la perspectiva del sitio y ahora casi agradecía la calma. Aunque claro, tampoco había nada que llevarse a la boca.
Tras presenciar la muerte de Joey, echó a correr. Corrió mientras la adrenalina le dio de sí. No paraba de pensar en su amigo y en cómo se había interpuesto entre él y una muerte segura. No podía dejar de pensar en ese cuchillo atravesándole el pecho ni en la sangre que había empezado a brotar a borbotones, como si estuviera contenida y deseando salir. Tenía la impresión de que si paraba se vendría abajo. Porque tenía muchas ganas de ponerse a llorar. Notaba el calor en la cara, las cuencas de los ojos ardiendo. Pensó que daría una mala imagen si empezaba a sollozar como un crío. Que perdería a todos los patrocinadores que pudiera tener. Aunque luego pensó que podían irse a la mierda todos los patrocinadores. Por él, podía irse a la mierda el Capitolio entero. Le daba igual. Se recostó contra una de las paredes blancas y curvas de los molinos, se dejó caer al suelo y empezó a llorar como si efectivamente fuera un niño pequeño.
Era como una fuente, le salían ruidos parecidos a un hipo de la garganta. Estaba lleno de rabia y de pena y de una sensación de injusticia que no sabía quitarse de encima. Quería gritar. Quería insultar a todo el mundo. A Teddy por morir en la mina, a Joey por dejarse matar y sobre todo al cabrón del presidente por obligarlo a estar allí. También quería gritar a su padre por haber dedicado la vida a servir a ese país de mierda que era Panem y a Kanan por haber salido elegido en la cosecha. Solo se contuvo para no dar la nota y desvelar su posición. A ojos de Farik, si Joey había muerto por salvarlo, él tenía la obligación de vivir. Por lo menos un poco más.
Se puso la mano sobre la boca para no ponerse a dar gritos, pero aún tenía la sensación de que podía explotar. En un momento dado se incorporó y empezó a dar patadas a la pared del molino hasta que se hizo daño.
No te lesiones, idiota, pensó, y se tiró al suelo de nuevo.
Parecía que las patadas habían ganado al hipo y ahora solo le salían unos cuantos sollozos que no sabía si eran por el daño que se había hecho en los dedos del pie. Meditó la posibilidad de quitarse la vida él mismo, sólo para joder al Capitolio. No quería seguir jugando esos Juegos. Claro que lo cierto era que tampoco quería morir, aunque no estuviera poniendo mucho de su parte para evitarlo. De momento se habían dedicado a salvarlo a él. Había tenido suerte, suponía. Aunque esa suerte le hiciera sentir enfermo.
Se limpió las lágrimas de la cara lo mejor que pudo cuando pareció que se le habían terminado los depósitos. Se sentía exhausto, aunque un poquito mejor, como si hubiera expulsado algo podrido del cuerpo. Estaba anocheciendo y pronto podrían las imágenes de los muertos en el cielo nocturno. Era muy posible que entonces empezara a gimotear de nuevo. Qué vergüenza. En fin, en el fondo le daba lo mismo. Tenía que moverse y buscar agua. Necesitaba comida. No sabía cuál de las dos era más urgente, pero se moría del hambre. Iba a ponerse en marcha cuando un paracaídas plateado le cayó justo a la altura de los pies.
—¿Un regalo? —preguntó en voz alta.
Su tono era acusatorio y la voz le salió rasgada por las lágrimas. ¡Como si hubiera hecho algo para merecerlo! No se tenía en muy alta estima a sí mismo en esos momentos. Seguir vivo le parecía una especie de carga y no entendía qué es lo que había hecho bien como para que alguien decidiera ayudarlo.
Se alejó unos pasos del paracaídas, con despecho. No tenía claro de si hacia el paracaídas o hacía sí mismo. Aunque al poco regresó y miró a ver qué había dentro.
Se le puso una cara de sorpresa mayúscula al verlo.
—¿Bombones? —volvió a decir en voz alta. Aquello no tenía ni pies ni cabeza. ¿Quién coño se había gastado el dinero en mandarle unos bombones? ¿Habría hecho Kanan una colecta en el 9?
Descartó la idea porque Kanan no era tan gilipollas como para hacer semejante estupidez. Quienes sí eran capaces de hacer estupideces eran los ciudadanos del Capitolio. Eso por descontado. A saber qué se les pasaba por la cabeza. A saber qué se le pasaba por la cabeza a su mentor para haberle mandado eso en lugar de una buena guadaña con la que defenderse.
Farik miró los bombones con suspicacia. Sólo los había probado una vez en su vida y la experiencia fue parecida a tener un orgasmo. Negó con la cabeza y agarró uno entre los dedos. Para más inri tenía la forma perfecta de un corazón. Le costaba creer que aquello no tuviera gato encerrado. ¿A qué pirado del Capitolio se le habría ocurrido la idea?
Bueno, se dijo al fin, has estado a punto de morir unas cuantas veces. De perdidos al río. Aunque no pudo disfrutar plenamente de la experiencia porque comenzó a sonar el himno. No pudo evitar quedarse mirando al cielo. Sabía que iba a doler e iba bien servido de dolor ese día.
La primera en salir fue la niña pequeña del 12. Era rara pero seguía siendo demasiado joven. Después fue la chica morena del 10. Lo sintió por ella. Sonreía en la imagen, como si estuviera segura de que las cosas iban a salirle bien. Maraya. Hizo un esfuerzo por recordar su nombre. Le pareció que era importante no olvidarlo. Luego vino Bernese, la chica del 8. Habían bebido juntos en la azotea del Centro de Entrenamiento. También con Maraya. Fue la última noche en la que pudieron actuar como chicos normales. Borrachos y entre risas, se contaron secretos los unos a los otros.
La quemazón en los ojos de Farik regresó con renovada intensidad. Sin embargo mantuvo los ojos abiertos, fijos en el cielo. El siguiente fue el tributo del distrito 10, grandote y con cara de bonachón. Tenía unos rizos rubios preciosos y la mirada luminosa. Seguro que era un buen tipo. Luego vino Joey. Fue ver su cara y que los ojos de Farik volvieran a creerse que eran una fuente. Se los apretó con rabia. Quería acordarse de todos. De todos los que habían muerto antes de tiempo en esa competición absurda, en ese castigo por un acto de rebeldía cometido por sus tatarabuelos. Los Juegos estaban mal. Panem estaba mal. Estaba enfermo de muerte si obligaba a morir a sus jóvenes. A matarse entre ellos.
Pensó que las muertes habrían terminado, pero resulta que también habían muerto la profesional del 1 que asesinó a Joey y el Fantasma del 4. Todos caían. Todos iban a caer. Vio el escudo en el cielo, sonaba el himno de Panem, pero en ese momento Farik no quería echarse a dormir. Tenía que hacer algo.
Se puso de pie y buscó algo capaz de hacer un surco sobre la tierra. Encontró un rastrillo que tal vez se les hubiera pasado por alto la vez anterior, y bajo una luna de pega, empezó a escribir todos los nombres que recordaba sobre un campo yermo. Sus compañeros caídos ese mismo día, los que había visto la noche anterior, y la anterior. Maraya, Bernese, Nekko, Azalea, su compañera Khalida, la hermosa Nevada, el chulo del 1, Bright (no iba a dejarlo fuera sólo por ser imbécil). El pequeño Nick, Adrien, la chica del 3, Faye, a quien ni siquiera recordaba, aparte de por ser la compañera de Teddy. Incluso puso a Torkas y a Esme. A Esme la habría matado él mismo pero sabía que el sentimiento en sí estaba mal. Estaba mal que los enfrentarán entre ellos. Estaba mal educar a unos críos para querer asesinar a otros.
Y por último, Teddy y Joey. Sus aliados y compañeros. Catorce jóvenes perdidos en sólo tres días. A ese ritmo no durarían ni una semana ¿y para qué? ¿Para divertirmento del Capitolio? ¿Para celebrar la onomástica del presidente? Lo peor es que no eran sólo ellos. Llevaban años y años haciendo lo mismo. Cientos de jóvenes bajo tierra a los que nadie haría justicia.
Cuando hubo terminado miró hacia el cielo y chilló:
—¡Asesinos, venid a por mí si queréis!
Ale, que le mandaran unos mutos si les venía en gana. Lucharía contra ellos y moriría por nada. Pero al menos se había quedado tranquilo.
a/n: El tercer día en la arena fue mortal, pero por fin se ha acabado. Quedan dos profesionales menos en la partida:
-Esme Portman, la pro del 1. Princesita de pacotilla, como la llamó Arth, murió por ir de lista. Si hubiera tratado mejor a su aliado seguramente podría seguir haciéndose la fina. Ciao Esme.
-Torkas Harald, del 4. Alias Fantasma y también nuestro Thor particular. Cuantos buenos momentos vividos juntos. Lo mató Sury por pasarse de exhibicionista. Te queríamos Torkas. Siempre te querremos. Hasta nunca.
Besitos y hasta la próxima.
Gui y Rebeca.
