Parte 4 - El principio del fin


"Empieza por el principio - dijo el Rey con gravedad - y sigue hasta llegar al final; allí te paras".

Alicia en el País de las Maravillas, Lewis Carroll


Capítulo 17 - Un aniversario en condiciones


Aristóteles (ayudante y amante secreto de Séneca Crane)


Aristóteles se levantó en una cama vacía. Sabía que sería así durante los Juegos, y sin embargo le dolía. Soltó un suspiro y se puso en pie, buscando al hombre del día. De los últimos tres días.

Había muerto mucha gente el tercer día. Demasiada para el gusto del presidente. Es su aniversario, esto tiene que ser agónico, Aristóteles, ¡AGÓNICO! Séneca sabía ser un dramas.

—Hola terronci…

—¡No ha muerto! ¡Ja! Qué lista la pelirrojita del 2. Le ha hecho un torniquete, le ha sobreelevado las piernas y ¡ha conseguido que se despierte! Aún conseguiremos que dure un par de días. Es un hueso duro de roer, esta muchacha. ¿Cómo se llamaba?

—Silvana Dalton.

—Eso. ¿Crees que tiene suficientes patrocinadores como para que le manden antibióticos?

Estaba entusiasmado como Aristóteles nunca le había visto. Tenía el pelo sin peinar y le habían salido unas preciosas canas plateadas en las sienes. Aristóteles se moría por besarlas.

—Su mentora es su hermana. Probablemente consiga vender su heroicidad.

—Deberíamos hacer algo. Mandar a entrevistadores a su distrito. Sacar a la hermana por televisión, algo así que le consiga patrocinadores.

—¿Y los demás? No puedes darle prior…

—Haremos entrevistas a todos los familiares. Edición especial. Las reglas están para romperlas. Voy a mandar a Calígula.

Aristóteles se desinfló mientras Séneca seguía agitándose en su mesa.

—Amor, deja que te bese las sienes. Te están saliendo unas canas de aúpa.

Eso le paró en seco. Seguramente no le había sentado mal, ¿no? Séneca era vanidoso, pero Aristóteles le estaba haciendo un cumplido. Un cum-pli-do.

Séneca puso su cara de Vigilante jefe, firme, erradicador, y le señaló con el dedo.

—Quiero ideas, ¡ideas! Alarga la agonía de estos muchachos, ¡y que sea ahora! ¿Por qué estás en pijama? ¡Eres una vergüenza!

Aristóteles casi se echa a llorar. Arrastró los pies hasta la cocina, donde un televisor emitía los Juegos. En ese momento, salía Afena, en el desierto fotovoltáico que representaba al Distrito 5 (era el más feo de todos, había sido idea de otro ayudante, Aristóteles había añadido los espejismos). Parecía estar recogiendo algo. Un cuchillo largo. Debía de ser una de las armas de Jake Russel. Se le habían caído muchas en esa pelea. Había sido muy dura de ver, sobre todo porque en las cámaras no aparecían las alucinaciones. A Aristóteles se le había encogido el corazón viéndoles pelear contra el vacío. Se había arrepentido horrores de su idea, como cuando la oveja le arrancó un dedo a Adrien Greenfield.

Había tributos que no se cortaban un pelo. Parecía que esta Afena no sentía que estuviese en una arena donde fuese a morir. No, ella era la muerte personificada. Cambió el plano y salió Willow Birch Clearwater cavando la tierra del bosque del 7 para comerse una raíz. Miraba a todos lados como un animalillo herido. Estaba anticipando a los lobos, claro.

El escalofrío volvió. Siempre le pasaba con esa chica. Aristóteles no habría pagado nada por ir a los Juegos, aunque a veces se imaginaba que nacía en un distrito y acababa allí.

Aristóteles, te estás haciendo daño a ti mismo. Para el carro. Vístete, ve al trabajo y estrújate el cerebro a ver si se te ocurre cómo frenar la acción.

Llevaba dos horas en el trabajo, agrandando artificialmente la arena para ayudar a que Arth Baker no se cruzase con Farik Torcacuello, cuando un periódico cayó en su mesa con fuerza. En la página abierta, había una foto de Aristóteles saliendo de casa de Séneca. A Aristóteles casi se le salen los ojos de las cuencas.

Sobre él, Séneca parecía que le mataría con la mirada.

Aristóteles se apresuró a volver al trabajo. El equipo de grabación había decidido que sacarían a Jake Russel y Ocean Maze friéndose unos huevos en la sartén que usaban también de arma porque tenían una conversación inofensiva. A Farik Torcacuello ya no se le podía sacar: desde lo de los nombres grabados en el suelo había estado haciendo herejías.

En un día consiguió que nadie se matase. Suspiró aliviado. Quizá gracias a eso Séneca le perdonaba lo de los paparazzis. Además, Aristóteles había pensado que podían hablar con Pauline Dalton para lo de Silvana. Llevaba un día con el brazo en torniquete y estaba empezando a tener fiebre.

Eran las doce de la noche cuando llamó a casa de Séneca, pero su amor no le abrió. Habría pegado una patada contra la puerta pero eso le habría dado una satisfacción innecesaria a ese engreído.

Las cosas se pusieron bastante patas arriba al día siguiente. Los paparazzis se agolpaban delante del Centro de Control y Difusión de Los Juegos del Hambre (el CCD, como lo llamaban para abreviar). Cámara en ristre delante de las puertas dobles de cristal, y con cara de buitres hambrientos, dispuestos a taladrarle a preguntas y a extraerle toda la información posible.

Aristóteles suspiró agotado al verlos. Había llegado en autobús desde su casa. Pensó que igual Séneca no había apreciado lo mucho que había insistido en lo bien que le quedaban las canas, además de aquél asunto. Avanzó temeroso hacia la bandada de buitres, pero cuando estuvo lo bastante cerca estiró la espalda como si le hubieran metido en la columna un palo de escoba, alzó la barbilla y puso una sonrisa esplendorosa. Se había dejado las gafas de sol en casa, aunque tal vez si aceleraba el paso no le hicieran una encerrona.

No fue así. Los buitres lo rodearon como a una presa y en cuanto quiso recordar tenía un centenar de micrófonos frente a la boca.

—Aristóteles. Aristóteles. Aristóteles.

Repetían su nombre como un coro de cacatúas bien entrenado. Incluso alguno se atrevía a llamarlo Ari. Una intrépida joven con el pelo teñido de morado y tiras de piedras preciosas donde deberían estar las cejas, se plantó delante del resto y a punto estuvo de meterle el micrófono en la boca.

—Aristóteles, ¿confirmas o desmientes tu relación amorosa con nuestro Vigilante Jefe de este año?

Aristóteles negó con la cabeza. No podía confirmar nada, Séneca lo mataría. Por lo que dijo:

—Solo nos une una bonita amistad. Y nuestro trabajo.

Un veterano reportero de la televisión pública —Horacio Brown—se había hecho fuerte frente a la muchedumbre. A la muchacha de pelo morado la apartó de un codazo.

—¿Es verdad que eres su ayudante? ¿Discutís sobre trabajo por las noches, en su cama?

Aristóteles hizo como que se reía.

—Discutimos sobre trabajo a todas horas, Horacio.

Se dio media vuelta e intentó con todas sus fuerzas abrirse paso entre los cámaras. Pero estos bloquearon su paso formando una muralla humana. Estaban demasiado bien entrenados. Al segundo tenía a Horacio otra vez delante de sus narices, haciéndole una envolvente entre la grabadora y el micrófono.

—¿Nos puedes contar algo sobre la arena de este año? ¿Cuándo tendrá lugar el banquete?

Una voz se alzó desde atrás, aquello no tenía orden ni concierto.

—¿Qué opinas de la alianza Silvary?

—¿Silvary? —preguntó Aristóteles desconcertado.

—Silvana y Sury claro —dijo la chica del pelo morado, como si diera por hecho que tenía que conocer los nombre que se inventaban los fans a todas horas y que luego utilizaba la prensa como si hubiera sido idea suya.

—Ah, claro Silvana y Sury —repitió haciéndose el entendido—. Nos fascinan.

Se arrepintió al instante de usar el plural. ¿Significaba eso que estaba confirmando su relacion con Séneca ? Por suerte los periodistas no parecían haberse enterado. Le estaban acribillando a preguntas sobre Silvary.

—¿Piensas que llegarán a la final?

—¿Sobrevivirá Silvana?

—¿Se encuentra su hermana Pauline preparando el traslado de su cadáver a casa?

—¿Crees que el Distrito 2 ha pasado de ser el distrito de los guerreros a ser el distrito de los enfermeros?

Las imágenes del día anterior habían conmovido a Aristóteles, que por lo general no era el mayor fanático de los tributos sanguinarios del 2. En ellas Sury sudaba la gota gorda por mantener a Silvana con vida. Y cerca de allí, aunque lo suficientemente lejos gracias a las triquiñuelas de Aristóteles con el tamaño de la arena, habían pasado un deambulante Cress Oleander y una armada Afena.

Como no daba a basto contestando preguntas, se dedicó a soltar lo primero que se le ocurría:

—Sí. No. Todo puede pasar. En el 2 son muy versátiles.

—¿Qué opinión te merece la alianza Jocean?

Vaya, otro nombrecito —pensó Aristóteles. Daba gracias a los Juegos porque tuvieran el poder de desviar la atención de su affair con Séneca. Aunque tuviera que cerrar los ojos cada vez que se avecinaba una muerte en la pantalla. Al contrario que a todo el resto del Capitolio, a él no le gustaba contemplar la muerte. Tal vez sus padres lo habían adoptado en alguna otra parte y nunca se lo dijeron.

—Nadie esperaba tanto de esa chica de distrito —contestó él.

Necesitaba llegar al trabajo. Se estaba haciendo tarde y Séneca odiaba la impuntualidad. No se la perdonaría ni siquiera a él. O mejor dicho, no se la perdonaría sobre todo a él.

—¿Crees que se van a enrollar? —preguntó otro.

Aristóteles recordó eso que decían en el colegio: "los que se pelean se desean". Aunque no pensaba que esos dos se deseasen. Por otro lado, la noche de las dos chicas tuvo los mejores datos de audiencia de toda la edición. Se estuvo comentando durante días si era buena idea tener ese tipo de intimidad en el contexto de los Juegos. Se hablaba de ello en las tertulias de la televisión, en las cafeterías de las empresas y en las colas que se formaban para pagar en las tiendas.

—No, no lo creo —dijo—. Y ya está bien de preguntas. Tengo que ir al trabajo.

—¿Pero lo tuyo con Séneca…?

—¡No hay nada mío con Séneca! —gritó Aristóteles. Esperaba haber sonado convincente porque se le daba fatal mentir.

El grito debió de asustar a los periodistas y tuvo un efecto balsámico en ellos al mismo tiempo, porque bajaron sus micrófonos, desbloquearon el muro de cámaras, y le dejaron, por fin, atravesar las puertas de cristal que le llevaban al Centro de Control.

Eran, por supuesto, puertas blindadas que requerían de un código de seguridad para permitir el acceso. ¿Puertecita, puertecita, puedo hacer una visita? Había dicho Aristóteles en voz alta. En fin, las cosas que tenía que hacer por mantener el empleo. Un teclado alfanumérico había aparecido de la nada en mitad de la puerta. Aristóteles se apresuró a teclear el código secreto, era B33t33. Las puertas las había inventado el vencedor del 3, que era bastante vanidoso, por lo que parecía.

En el interior todo estaba en movimiento. Todo menos las luces en las pantallas que seguían a los tributos a través de la arena. Esas parecían considerablemente tranquilas. Se habrían agotado, las pobres criaturas, tanto andar de acá para allá. El pequeñín, James, se había pasado todo el día anterior cavando. Séneca ya se encontraba allí cuando entró. Elegantemente vestido y dando órdenes, se movía como pez en el agua en aquel lugar.

Aristóteles llegaba tarde por la interrupción de los periodistas en la puerta. Séneca le echó una mirada de disgusto. Aristóteles se cagó de miedo. ¿Como podía darle miedo la persona con la que se metía en la cama? En el fondo de su cabecita enamorada, sabía que ahí había algo que no estaba bien.

—Aristóteles —dijo Séneca con la voz severa que reservaba para ese lugar—. Llegas siete minutos tarde.

Aristóteles miró el reloj de la pared. Sólo eran cinco. Aunque cinco ya eran una falta grave a ojos de Séneca. Esperaba que no lo despidiera (ni del trabajo ni de su cama).

—Lo siento —se disculpó—. Ha sido por culpa de la prensa. Me han acosado a preguntas sobre Silvary.

Séneca, que apoyaba los brazos sobre su mesa de trabajo, alzó la vista hacia una de las pantallas, la que seguía los pasos a Silvana Dalton. Parecía que él sí que conocía el nombre que le habían puesto a la pareja. Porque era perfecto y siempre estaba al tanto de todo. Sabía escuchar a la gente y responder a sus emociones con más emociones. Por eso era el mejor vigilante jefe de la historia de Panem.

Por suerte para Aristóteles, Séneca pareció olvidar por un momento la regañina que le tenía preparada. Dejó los ojos fijos en la tributo del Distrito 4 y en su compañera del 2. El brazo de Silvana Dalton estaba empezando a adquirir un color negruzco y ella estaba más débil que nunca. Solo había que mirar a Sury para entender el mal estado de la situación.

—Ven conmigo —le ordenó Séneca.

Aristóteles temió que ahí fuera a llegar el despido. O tal vez quisiera darle un beso de buenos días en privado. Quién podía saberlo.

Siguió a Séneca a través de pasillos blancos inmaculados en cuyas paredes colgaban retratos de los últimos vencedores. Atravesaron otras tantas puertas de seguridad hasta llegar a las colmenas en las que los mentores les hacían el seguimiento a sus tributos. Fueron derechitos hacia la de Pauline, la hermana mayor y mentora de Silvana. Ella había ganado sus juegos sin despeinarse, todo lo que había hecho le había salido bien. Había tenido una suerte de aúpa. Porque no nos engañemos, el factor suerte en los juegos era uno de los más relevantes. Pero tampoco había que quitarle méritos a la muchacha. Si es que se podía llamar mérito a la capacidad para asesinar a sangre fría a toda tu alianza.

Pauline Dalton no tenía buena cara a esas horas de la mañana. Era posible que no hubiera dormido. Las ojeras le rodeaban las cuencas oculares y sostenía un café con las manos temblorosas sin apartar la vista de la pantalla. Era una imagen muy distinta a la que daban de los mentores en la prensa, siempre alegres y estupendos, como si les encantara su trabajo

—Pauline —la llamó Séneca.

Ella se incorporó como un resorte.

—¿No está Finnick Oddair contigo?

—Tenía asuntos que atender la noche pasada —dijo ella.

—¿En mitad de los Juegos? —preguntó Séneca enfadado.

—Ya sabes cómo son las cosas —contestó la chica. Tenía un ojo puesto en Séneca y el otro en la pantalla. El pelo hecho una farándula y la misma ropa con la que la había visto hacía un par de días. Aristóteles supuso que para la mayoría de mentores era así, durante los Juegos. Si te despistabas un momento, se te podía morir el tributo.

—Espero que esos asuntos fueran conseguir patrocinadores para tu moribunda hermana. Si es que todavía es posible.

Pauline miró a su hermana con tristeza. Cerró los ojos un instante e hizo un gesto negativo con la cabeza, dando a entender que ya la daba por perdida.

Séneca dio un puñetazo sobre la mesa de la colmena de Pauline.

—Nada de eso —gritó—. Mantenla con vida. Haz que viva un poco más. La gente está disfrutando de su agonía. Mándale medicinas y haz que aguante. Es una orden.

—Está sufriendo —replicó Pauline, se le acumulaban las lágrimas en las esquinas de sus oscuros ojos, lo que era mucho decir para alguien con la fama de mujer gélida que ella gastaba—. No creo que pueda arreglarse.

—Lo que siempre es mejor que estar muerta —dijo Séneca—. ¿Crees que todos tienen la misma suerte que tú tuviste? No, Pauline. En los Juegos se sufre, te hieren, te desangras, te mueres del hambre. Los juegos sacan lo mejor y lo peor de todos vosotros. Por eso son tan reales. La miseria de tu hermana es real, y esa es la razón por la que a la gente le gusta. Es tu obligación hacer que aguante. Es una orden de arriba. Si no la cumples, atente a las consecuencias.

Pauline rompió a llorar. Aristóteles supuso que por muy fría que fueras, las cosas cambiaban cuando se trataba de tu propia hermana.

—Consuélate pensando que ya le queda menos —dijo Séneca con una mano sobre su hombro.

Entonces sonó un cañonazo.


Las voces de los muertos…

James Finnigan (Distrito 12)

James suspiró de alivio en cuanto vio marcharse al gigante del Distrito 6. ¡Cuánto juego estaban dando las bayas venenosas que habían puesto en aquel lugar! Primero Azalea había intentado envenenarlo a él (todavía sentía náuseas sólo de pensarlo, hacía que el corazón se le pusiera a mil por hora). Y más tarde la profesional del 1 había muerto accidentalmente por comerlas. Menuda idiota. James se alegró de que su aliado la dejase morir. Estaba seguro de que, si lo hubiera encontrado, no habría durado ni treinta segundos vivo.

Él lo había escuchado todo, toda la conversación. Estaba tumbado en un agujero en el suelo. Uno que él mismo se había ocupado de hacer. Después de matar a Azalea, James se quedó paralizado y vacío, como si estuviera hueco por dentro. Puede que tuviera algo que ver el que hubiese estado vomitando todo lo que había comido la semana anterior. Se alegró de que el olor a podrido del huerto cubriera el del vómito. Se sentía débil, tenía que protegerse, tenía el cuchillo de Azalea todavía en la mano, pero se sentía indefenso y no quería moverse de ese lugar. No quería vagar solo por la arena de Los Juegos del Hambre. Así que se paseó por el lugar, tambaleante. Intentó encontrar alguna fruta comestible para llenar con algo el estómago y encontró una pala. Estaba medio enterrada en el suelo. Era un utensilio de jardinería. Con el mango de madera y el instrumento de metal. Tal vez los creadores de la arena la hubieran dejado allí sin querer. O tal vez pensaron que le serviría como arma a algún tributo, y les pareció interesante ver una muerte a palazos. Así eran los Vigilantes. Seguramente obtenían un aumento de sueldo cuando daban a los tributos la posibilidad de matar haciendo el bestia.

Por supuesto, se quedó con la pala. Dos armas siempre eran mejor que una. ¿Y qué podía hacer con una pala? Pues cavar un hoyo. Uno en el que pudiera esconderse.

Como no estaba en su mejor momento de forma, tardó mil años en hacer un agujero en el suelo. La tierra no estaba demasiado dura, pero le pesaban los brazos y el esfuerzo lo hacía jadear. Pasó el resto de la noche haciendo eso y parte del día siguiente. Sacar tierra le ayudaba a no pensar que estaba en los Juegos. Se iba diciendo a sí mismo: una palada más, otra más, otra, mientras le resbalaba el sudor por la frente y el cuello.

Al final fue una suerte tomar la decisión del agujero, pues en cuanto escuchó pasos acercándose se metió dentro. Cabía todo lo largo que era, aunque todavía no lo había hecho muy profundo, así que tuvo que levantarse a recoger unas cuantas ramas y hojas caídas para echárselas por encima. Y allí se quedó. Conteniendo la respiración. Con cuidado de no hacer un ruido, ningún movimiento que pudiera delatarlo. Así estuvo hasta que llegó el aerodeslizador para llevarse a la muerta. Hasta que escuchó como el chico se alejaba. ¿Se habrían aliado si James hubiera aparecido de repente desde debajo de la tierra? Posiblemente no. Posiblemente se habría llevado un susto de muerte y luego lo habría descuartizado. James ya no se fiaba de nadie.

Cuando se hubo ido el chico, James siguió cavando hasta hacer el agujero más y más profundo. Empezaba a idear un plan. Podía salirle bien o salirle catastróficamente mal si los Vigilantes estimaban que no se podía tener a una de sus víctimas sin hacer nada más que esconderse en el fondo de un hoyo. Además, ¿cuánto podría aguantar sin agua? La fruta que estaba comiendo, aunque estuviera en mal estado, contenía algo de líquido y eso era lo que le estaba salvando. Pero los calambres que sentía por todo el cuerpo no eran una buena señal.

James salió de su considerablemente profundo agujero en el suelo. Se había pasado más de un día haciéndolo, ayudándose de la pala y el cuchillo para trepar por las paredes. Su objetivo era buscar agua. Tal vez encontrara la forma en que se suponía que había que regar ese huerto maldito.

Lo que encontró, sin embargo, fue un recipiente cerámico con forma de cántaro, aunque cerrado en la parte superior. Tenía el asa y el pitorro partidos y estaba volcado como si fuera parte del atrezzo. Lo calibró agarrándolo y parecía contener unos sorbos de agua. James se alegró tanto que lo entraron ganas de ponerse a chillar. No malgastaría una sola gota. Tenía comida (la fruta podrida). Tenía agua (los restos en el botijo) y tenía un agujero. ¿Qué más se podía pedir?…

Ni siquiera a él le hizo gracia su propia broma.

La siguiente vez que escuchó pasos estaba fuera del hoyo. Iban acompañados de una conversación, aunque James habría jurado que se trataba de una sola persona.

—No te puedo llevar conmigo Adrien, no te empeñes —decía el chico.

El tal Adrien no parecía estar por ningún lado. O al menos no contestó.

—Ahora que estás muerto, deberías ir al lugar al que van los muertos. Bastantes tengo yo ya acompañándome.

Ah, pensó James. Eso lo explicaba todo. Un escalofrío le recorrió la espalda. No era la primera vez que escuchaba al tributo del 11 hablar de muertos y fantasmas, pero sinceramente, James creía que se estaba quedando con todos ellos.

El chico debía ir pensando en las musarañas, porque cuando llegó al huerto, un lugar de la jurisdicción de James (según James, a estas alturas podía reclamarlo como suyo), se fue directo al hoyo y cayó dentro. James escuchó un golpe seco. Él estaba escondido, por supuesto y así pensaba seguir estando.

Luego escuchó un grito de dolor. Cress, así se llamaba el del 11, debía de haberse hecho daño con la caída. Bueno, él estaba muy bien escondido detrás de un árbol. No pensaba ir a ver qué pasaba. Aunque tal vez debería de ir pensando en construirse otro agujero, ya que el suyo estaba ocupado.

Se apoyó contra la corteza del árbol y se dejó caer hasta el suelo hasta que se le ocurriera un nuevo plan. Estaba un poco agotado como para empezar a cavar inmediatamente. Casi no le quedaba fuerza en los brazos, cuando se dio cuenta de que había olvidado la pala cerca del agujero. Tenía que recuperarla. Era su segunda arma, podía suponer su salvación. Se sentía más seguro con la pala cerca, no fuera a ser que Cress consiguiera salir del agujero e intentara matarlo con ella. Según sus cálculos, ya quedaban muchos menos tributos. Era la hora de matar a sangre fría, no de hacerse amigo del resto. James no quería arriesgarse, por lo que dejó el cuchillo a buen recaudo junto al árbol, se incorporó y caminó tan sigilosamente como pudo hacia su antiguo escondite.

Puñeteras ramas, pensó, al escucharlas crujir bajo sus pies.

—¿Estás ahí Maraya? —preguntó Crees—. Si eres tú, acércate. Tengo a Adrien aquí abajo, sentado a mi lado. Y está dando la tabarra con una tal Lynn. Me está taladrando los oídos con esa chica. Además, me he torcido un tobillo, me gustaría estar solo para pensar en cómo coño voy a escalar este muro de tierra con el tobillo torcido. Ya que Adrien no tiene intención de ayudarme, sólo parlotea y parlotea sobre la chica y el dedo que se comió el muto.

Está como una regadera, se dijo James para sí mismo. Eso lo hacía todavía más peligroso. ¿O no? Cuando volvió a crujir algo bajo sus pies (esta vez una hoja muerta) James maldijo en silencio.

—¡Maraya! —gritaba Crees. A ese paso toda la arena descubriría su paradero—. Maraya, tú eres la lista del grupo. Ayúdame a salir de esta. Adrien no aporta nada y apenas puedo moverme con lo del pie. ¡Maraya!

James no podía permitir que siguiera gritando. Dentro de poco tendrían a todos los tributos profesionales que quedaban vivos sobre ellos. Les iban a hacer papilla. Les cortarían en pequeños trocitos. No podía dejar que siguiera dando voces.

Se acercó al agujero y se inclinó hacia abajo. Ahí estaba Cress. Tirado en el suelo de tierra húmeda, sujetándose el pie derecho. Llevaba el pelo revuelto y las gafas andaban tiradas por otro lado.

—Calla insensato —le dijo James—. Si sigues así van a encontrarnos.

—Tu no eres Maraya —dedujo Cress. Buscó sus gafas palmeando el suelo. Tenían una patilla retorcida que no cumplía su función de sujetarse en la oreja y se torcían hacia un lado. No parecía ni remotamente sorprendido de verlo—. Eres el pequeño James, del 12. ¿Estás vivo o muerto?

Menuda pregunta. Ese chico estaba para ir a un médico. Si en Panem existiera ese tipo de medicina fuera del Capitolio. Aunque no lo juzgaba. Los Juegos hacían de las suyas con las cabezas. Posiblemente él también se hubiera vuelto un poco majara.

—Vivo de momento —contestó James.

Ya lo había visto. Qué más daba. Aunque tal vez si pensaba que estaba muerto ni intentaría rematarlo.

Entonces James se dio cuenta de que en esta ocasión era él quien tenía la sartén por el mango. Su agujero no sólo era un escondite, también una trampa. Había atrapado a Cress Oleander y ahora era su prisionero. Agarró la pala que había ido a buscar por si las moscas.

—Aunque no seas Maraya, podrías ayudarme —le propuso Cress.

—Ni hablar de eso —replicó James de manera tajante. Pero se inclinó para verlo mejor. Seguía en el suelo. Se había descalzado de un pie y lo tenía hinchado como un balón.

—Como ves, estoy muy malherido —insistió Cress señalando su pie hinchado—. No voy a hacerte daño. Y si lo hiciera, siempre puedes arrearme en la cabeza con tu pala. Confía en mí.

—Ya intentó matarme una persona en la que confiaba —dijo James.

—¿Y cómo acabó la cosa?

—Yo la maté a ella.

A James no le apetecía acordarse del tema. No quería pensar en cómo había clavado el cuchillo en el cuello de Azalea, en cómo la carne parecía resistirse. En cómo se había estado ahogando con esas bayas.

—Lo que confirma que tú eres más peligroso que yo y no a la inversa. Yo todavía no he matado a nadie. No creo que lo haga —continuó Cress—. Ya me persiguen los muertos sin necesidad de haberlos matado yo mismo.

Lo decía completamente convencido

—¿De verdad hablas con los muertos? —quiso saber James—. ¿Puedes verlos?

Ese tema lo tenía intrigado.

Cress empezó a reírse. Una risa rara, como sin ganas. Aunque muy ruidosa.

—Pues claro que no, bobo —le dijo—. ¿Como voy a ver a los muertos? Y después qué, ¿salir con ellos a tomar unos tragos?

—Pensaba que…

—¿Que me había vuelto loco?

James se quedó callado.

—No estoy loco. Pero es verdad que los muertos no se marchan. Nos acompañan a los vivos para siempre. En nuestras cabezas. Ese es el tipo de huella que deja la vida. Depende de cómo hayas vivido, así te recordarán.

Eso tenía sentido. A James empezó a parecerle un poco menos majareta.

—¿Y tú los recuerdas a todos? —preguntó James.

—A todos y cada uno de ellos. Y cuando no sé sus historias, me las invento. Forma parte de mi trabajo. Por eso dejaba mi nombre por todas partes. Por si después de tanto recordar, nadie me recordaba a mí a cambio.

—Yo te recordaré —dijo James convencido.

—¿Ya me estás dando por muerto?

—No —se apresuró a contestar. Tampoco quería ofenderlo.

—Pues ayúdame a salir, James. Te prometo que no intentaré hacerte daño. Y tengo cacahuetes salados —Cress se sacó una bolsita del bolsillo.

James negó con la cabeza.

—Adrien y Maraya —dijo—. ¿Los mataste tú?

Cress dio un suspiro.

—Pues claro que no. Ya te he dicho que no he matado a nadie. Intenté ayudarlos. Cabría esperarse que ellos me echaran ahora a mí un cable, ¿verdad chicos?

James se apartó del hoyo como un resorte. Sí que estaba como una cabra. O no lo estaba. Ya no tenía ni idea, lo iba a volver a él también majareta. De pronto Cress empezó a chillar.

—Ay. Ay. Ay. ¡Apártate de mí, malnacido!

James se acercó a ver qué pasaba. Fue tan descuidado de llevar la pala colgando de una mano hacia el borde del agujero. Su regalo especial que no le había mandado nadie. Entonces Cress elevó su largos brazos, enganchó la pala con las manos y tiró de él hacia dentro.

Idiota. Idiota. idiota.

—¿Quieres unos cacahuetes? —le preguntó.

James estaba despatarrado en el suelo. Cress ya tenía su pala. Se había puesto en pie, aunque seguía con el tobillo hinchado y sin zapato y, en efecto, le ofrecía su bolsa de cacahuetes salados.

—Bienvenido a mi humilde morada —dijo el del 11.


...pueden enloquecer a los vivos.

Cress Oleander (Distrito 11)

James no quería los cacahuetes. Le miraba de hito en hito con los ojos como platos. Qué aburrimiento de niño. Tenía que hacerse el asustado.

—Me acabas de decir que eres un asesino y aún así te doy miedo.

El niño parecía estar analizando la situación, mirándole las manos, mirando la bolsa de cacahuetes, mirando la pala, mirando el hoyo.

—¿Esto lo has cavado tú, pequeñín?

James tragó saliva visiblemente. Pero asintió. Por fin empezaba a participar en la conversación.

—Es una bonita casa. Adrien piensa que podría tener ventanas, pero entre tú y yo, Adrien es un poco básico en sus necesidades. Yo nunca me había imaginado tener gustos trogloditas pero aquí me tienes.

James se había estado alejando de él, sobre las manos y los pies, aunque seguía sentado y no le quitaba ojo. Cress se acercó de un paso.

—Eres muy maleducado, ¿sabes? Podrías aceptar los cacahuetes.

James sólo negó con la cabeza. Parecía que le pasaba algo con la comida.

Cress abrió la bolsa y metió dentro los dedos. Sacó tres cacahuetes, salpicados de granitos de sal.

—Están de rechupete.

Adrien opinaba que la sal le daría sed. Cress se encogió de hombros.

—Ya beberé luego. Seguro que James tiene agua en alguno de los muebles de su casa, ¿verdad James? Además la sal retiene el agua, eso sí lo sé.

James había optado por ignorar todas sus preguntas.

Ahora tenía miedo de Cress, eso decía Adrien, pero Cress ya se había dado cuenta él solito. No pretendía matarle, de verdad que no, Cress siempre había sido un cobarde. Prefería quedarse en la casita más tiempo. Esos días sin cañonazos habían sido de los mejores de su vida. Aunque quizá fue sólo un día. En todo caso había sido relajante no cruzarse con nadie más ni para dormir. Cress creía haber visto a las ovejas pero si no las molestabas no te perseguían ni nada. Eran ovejas. De lejos hasta eran monas.

Adrien opinaba similar. Le había hecho ilusión verlas otr vez aunque después se había puesto melancólico con lo del dedo. Los muertos siempre se ponían melancólicos con cosas del día a día pero no con su propia muerte. Era bastante extraño.

—¿He estado pensando en voz alta? —le preguntó a James, que de verdad lo miraba como si pensase que estaba loco.

James, como estaba volviéndose habitual, no contestó. Si seguía así acabaría teniendo una presencia incómoda como fantasma.

—No me gustaría recordarte tan calladito y atemorizado. Preferiría que tuviésemos una conversación amena tomando cacahuetes.

Cress volvió a servirse. Entonces James hizo un gesto brusco y se lanzó hoyo arriba, a trepar.

Eso no.

Le dio el palazo sin pensar. Tenía la pala, era suficientemente alto, Estaba a tiro.

—¡Que aceptes los cacahuetes, niño! —le gritó.

Pero los cacahuetes estabas desparramados por el suelo. Vaya. Los había debido de tirar cuando le dio el palazo. Recogió un par y se los tendió a James. James estaba llorando agarrándose la cabeza.

—Ay, de verdad, la gente es tan predecible…

Le había dado otro palazo. Eso le dijo Adrien. O quizá era Maraya que había aparecido por fin para ayudarle a salir de ahí. Quizá le había dado tres palazos, ya no estaba seguro. Lo podría usar de escalera para salir de ahí, se dijo. O se podía quedar. Total, cuando sonase el cañonazo, ¿o había sonado ya?, vendría un aerodeslizador a por el cuerpo.

Maraya opinaba que el aerodeslizador no vendría mientras Cress estuviese allí, el agujero era demasiado estrecho. Además si esperaba a quedarse sin cuerpo, no podría escalar.

Por otro lado Cress no se sentía muy bien de usar así a James. Ya le había matado, que era malo de por sí. Si además le pisoteaba su fantasma vendría de verdad a persegirle hasta su muerte.

—Bueno pero me voy a morir pronto de todas formas, así que no me perseguirá durante demasiado tiempo.

Adrien y Maraya opinaron que lo había dicho él, y no ellos.

Cress salió al huerto. Era como estar en casa salvo que todo estaba podrido. Branco Springs era mucho más acogedor. Además los Vigilantes habían puesto las frutas menos ricas que se podían cultivar.

Encontró un botijo con un resto de agua.

—Qué pena los cacahuetes…


a/n: ¡esto se acaba muchachos! Bueno, no. Todavía le queda un rato, pero los tributos nos desaparecen muy rápido para nuestro gusto. Hoy uno menos.

-James Finnigan, del 12. Lo mató Cress, aunque no lo tiene muy claro. Tenía que haberse pensado mejor para qué usar la pala. Su gozo en un pozo. RIP James.

Nos vemos la próxima semana.

Gui y Rebeca