Capítulo 18. Con la muerte en los talones
¿Qué más nos podría pasar?
Ocean Maze (Distrito 5)
—¿Ya has acabado de desmayarte? —Le había preguntado Jake—. Tenemos que ponernos en marcha.
No había sido el mejor día de Ocean, el de después de la pelea en los campos fotovoltaicos del 5. Del resto del día anterior no recordaba nada. Pero cuando se despertó tenía el labio partido e hinchado, apenas podía abrir la boca sin que le sangrase. También notaba la sangre pegada y reseca en una ceja y la nariz le dolía horrores, como si hubiera recibido un sartenazo. Por no hablar del chichón en la cabeza. Pero lo peor era que veía bastante borroso por el ojo derecho. Le habían hecho un completo. Buscó ver su reflejo en la hoja de la espada, pero la bajó de inmediato. Prefería no tener que contemplarse en ese estado. Aunque tampoco podía pretender ganar los Juegos estando estupenda. Ya solucionarían todos esos desastres en el Capitolio.
A Ocean le subió un poco el ánimo pensar en ganar, aunque seguía sintiéndose como si le hubieran dado una tremenda paliza.
Ese primer día Jake la obligó a comer y también la obligó a no parar constantemente para echar una siesta, que era lo que el cuerpo le pedía hacer. Tiraba de ella como si de verdad le importase su compañía.
—Levántate Ocean. No podemos permitirnos parar ahora. Vamos.
Y le tendía la mano para ayudarla a incorporarse y seguir. Y ella lo hacía, a pesar del mareo que le nublaba la visión y de tener un pitido en el oído. Seguramente por otro sartenazo.
Ocean observó con desdén la sartén que Jake llevaba sujeta del cinturón mientras le seguía. Había perdido muchos de sus cuchillos, pero ahí seguía el instrumento de tortura ese. De repente el mareo fue demasiado intenso como para continuar. Se le cerraban los ojos. Apoyó las manos sobre las rodillas para tomar aire, lo cual era complicado por lo que fuera que tenía en la nariz.
El tributo del 2 fue hacia ella.
—Creo que tienes una contusión —diagnóstico Jake. Los tributos del 2 debían de recibir una formación completísima, si se veía capaz de hacer de médico. O tal vez sólo estaba haciéndose el listo—. Mejorará con las horas. No podemos dejar que te duermas.
En cualquier caso, Jake Russel la estaba ayudando a seguir adelante, cuando bien podía haberla abandonado, matado u otras posibilidades varias. Ocean se moría de ganas de preguntarle la razón. Ya no estaba en plan soldado. Puede que haber matado a alguien le hubiera sentado bien. Ella agradecía el cambio. En su estado actual no habría sido capaz de seguirle el ritmo de campamento militar que llevaba el día anterior.
Haber recibido todos esos golpes había sido para Ocean un punto de inflexión. La confirmación de que ella también podía salir herida, de que podían matarla en cualquier momento. No es que no lo supiera de antemano, pero se había sentido fuerte hasta que ese grandullón le dio un sartenazo en la cabeza por la espalda. Desde entonces notaba las piernas trémulas, la cabeza aturdida y un malestar en la boca del estómago que podía identificar como frustración. Y cabreo. Jake le explicó cómo se habían sucedido los acontecimientos desde que perdió el conocimiento y juntos llegaron a la conclusión de que no sólo habían sido hologramas, además debían de haber estado sufriendo alucinaciones provocadas por alguna sustancia tóxica. Ocean aún podía sentir ese veneno en el cuerpo, además de los golpes. Estaba que hervía por no haber sido capaz de defenderse. Odiaba eso. Odiaba verse vulnerable otra vez, como cuando era una cría en su distrito que sentía que cualquiera podía pisotearla con la suela del zapato. En el peor momento posible, cuando estaban llegando a la recta final de los Juegos del Hambre.
Caminaron bordeando el parque de placas durante toda la jornada. Ni siquiera pensaron en volver a acercarse allí. Aunque Ocean habría estado feliz de tumbarse en cualquier sitio. Dormir. Su cerebro apenas le mandaba otras órdenes aparte de que se dejase caer y permitiera descansar su cuerpo durante unas horas. Sin embargo Jake insistió en que estaban demasiado a la intemperie, desprotegidos de árboles o cualquier otro elemento que ocultase su posición. No se detuvieron hasta que llegaron de nuevo al cementerio de trenes.
El lugar no había cambiado mucho desde que lo abandonaron, montados en un moderno tren bala, hacía unos días. Salvo porque ese moderno y lujoso tren ya no estaba por ninguna parte. Sólo quedaba la chatarra, los esqueletos metálicos de lo que habían sido otros vehículos, llenos de óxido y agujeros hechos por la erosión de los elementos. Un lugar peligroso en sí mismo, pero tan lleno de basura metálica que era fácil encontrar un sitio en el que ocultarse.
Ocean durmió esa noche y Jake no la despertó para que hiciera ninguna guardia. Las conversaciones entre ellos no eran muy fluidas. Ella casi no podía hablar y Jake parecía encerrado en algún lugar con sus propios pensamientos. Cuidó de ella y fue raro, ya que Ocean estaba demasiado acostumbrada a cuidar de sí misma. Se preguntaba si tendría que devolverle el favor, si se diera el caso. Aunque tal vez debería matarlo y dejarse de historias. Pero no así, no estando tan débil. Por otro lado, la realidad era que no le apetecía deshacerse de él. Aunque tendría que cambiar de idea en algún momento y encontrar una más práctica.
El segundo día fue más de lo mismo. Buscaron la manera de salir del laberinto de trenes muertos. Daba lástima verlos. Era como un cementerio repleto de cadáveres en descomposición. No hacían mucho por levantarle el ánimo. Ocean se sentía algo mejor. Jake seguía sintiéndose poco comunicativo. Las cosas parecían continuar tranquilas en la arena. Ni un solo cañonazo. Parece que estaban dándoles un respiro.
Al caer la tarde Ocean ya se veía pasando la noche en el mismo lugar. Llegaron a un cruce de vías. Las horas le habían sentado bien y tenía la cabeza más despejada.
—Devuélveme la espada —le pidió a Jake. El la había estado cargando por ella mientras no tenía fuerzas.
—Puedes llevar una mochila —contestó él—. Pesa menos y es más fácil de cargar.
—La espada —repitió Ocean con la mano extendida. Necesitaba notar su peso. Sentirse protegida de nuevo.
De improviso apareció un tren delante de sus narices, entrando por una de las vías a toda velocidad. Parecía tan nuevo como si estuviera recién pintado. Se detuvo a sus pies igual que si lo hubieran estado esperando y abrió las puertas. Ocean y Jake se miraron por un momento y subieron las escaleras que se desplegaban ante ellos.
—Es como retroceder en el tiempo —dijo Jake
—A mí me gustaba más el otro —contestó ella.
No era nada semejante a la experiencia anterior. Este tren estaba vacío por dentro, no había lujos, ni peladillas, ni agua, lo cual les habría venido bien. Apenas les dio tiempo a subirse cuando comenzó a moverse como un relámpago. El viaje duró un suspiro y de repente estaban en un bosque tupido y neblinoso. Con los árboles tan altos que impedían ver el cielo. El tren hizo lo mismo que la última vez, cerrándoles las puertas en las narices en cuanto se asomaron para ver lo que había fuera.
—Aquí hay tanta madera que podría construirse una ciudad entera usándola—observó Ocean.
—Distrito 7 —replicó Jake con la cara velada por la niebla. Ya sabían que estaban en un Panem a pequeña escala, con su Capitolio y sus distritos en la peor versión posible—. Veamos qué nos depara.
Poco iban a ver, pensó Ocean, aparte de troncos de los árboles intentando alcanzar el cielo. Eran como gigantes a los que les perdías la pista, buscando la claridad más allá de esa superficie oscura y siniestra. Por otro lado, nunca habían pasado por un sector tan frío. Les salía vapor de la boca al respirar. Tenían que caminar juntos para no despistarse el uno del otro y si Ocean era sincera consigo misma, también buscaba un poco el calor de Jake. El solo hecho de estar cerca ayudaba.
Aquello era otro maldito laberinto. No había forma de buscar referencias que les llevaran a una salida o les indicaran que ya habían pasado varias veces por el mismo sitio. Al final optaron por pasar allí la noche y ser optimistas en cuanto a la claridad del día.
—Necesitamos hacer un fuego para calentarnos —propuso Ocean. Había madera de sobra y sabía que tenían cerillas. Se sentía helada, como si esa niebla densa le hubiera calado en los huesos. Eso hacía que las heridas de la cara le dolieran más.
—Podrían encontrarnos si hacemos un fuego —objetó Jake.
—Que vengan. Les haremos frente.
Desde que habían intentado asesinarla, Ocean sentía como si hubiera perdido parte de sus fuerzas. Una parte de ella quería dormir y olvidar que estaba en los Juegos, pero otra… Otra parte imploraba por una nueva pelea. Era como si necesitase la adrenalina para sentirse de nuevo completa. Más sangre en su espada, una recarga de fuerzas. Creer que el final estaba un poco más cerca.
—¿Te ves en condiciones de hacer frente a alguien o te vas a caer redonda al suelo? —quiso saber Jake.
—¿Mataste a ese chico para salvarme? —preguntó Ocean de vuelta. Tenía esa comidilla en la cabeza desde el día anterior. La ayudaba, la salvaba, ¿qué sería lo siguiente? ¿Proponerle matrimonio? Nunca en su vida había recibido tantas atenciones de nadie, sin contar a Pat. Lo que le hacía desconfiar. Aunque claro, sí que había intentado matarla una vez. Eso casi la dejaba más tranquila.
—Maté a ese chico porque tenía que morir —explicó Jake—. Y dio la casualidad de que impidió que te matase.
Muy bien, nada de cumplidos ni declaraciones de intenciones. Ocean podía vivir con eso. Así no sentía que le debiera algo a Jake Russel.
Al final recogieron leña y prepararon la fogata. Se sentaron junto a ella, Ocean notaba las llamas calentarle la piel. El resplandor rojo hacía que el bosque pareciera encantado.
Ocean creyó escuchar algo, como garras arañando el suelo. Pensó que sería una alimaña. O tal vez un muto.
—¿Crees que aquí habrá otro truco del Capitolio, como el de los hologramas del 5? —preguntó.
—Parecían muy reales —dijo Jake.
—Por lo menos sabemos que ese es un lugar al que no queremos volver.
—Casi te matan con una sartén —recordó él, mirando la sartén que tenía en la mano.
—Con tu sartén, para ser exactos —añadió ella. Lo cierto es que tenía su gracia.
—¿Cuántos quedamos?
Ocean hizo recuento. Esa tarde habían escuchado un cañonazo.
—Uno menos que ayer. Nueve tributos. Tu compañera Sury West y la chica del distrito 4 siguen vivas. ¿Crees que estarán juntas?
—Puede que sí. Sury era a mí a quien no soportaba. Con el resto de la alianza parecía no tener problemas. Pero si es que lo están, lo que me extraña es que Silvana todavía no haya intentado matarla. No se si recuerdas los Juegos de su hermana Pauline.
—¿La que asesinó a toda su alianza? Tal vez no sea como ella.
—No es como ella. Es peor. Hazme caso. ¿Del 6, Arth sigue vivo?
—Vivito y coleando —dijo Ocean. Jake pareció alegrarse. Los había visto hablando en el centro de entrenamiento. Cualquiera diría que se llevaban bien, aunque Arthur Baker fuera un intruso entre los profesionales—. También están vivos la chica del 7 y el chico del 9.
Jake trago saliva y se le ensombreció la mirada.
—Lo dejé marchar en el baño de sangre —confesó—. Al del 9.
Ocean lo contempló de hito en hito.
—¿Por qué?
—Ya había matado a Khalida. Le había rebanado el pescuezo con este cuchillo —dijo mostrándoselo—. No me sentía con ganas de repetir la faena. Además, mi alianza se estaba desmoronando.
—Pues ahora tenemos más competencia.
—Nosotros también somos competencia —le recordó Jake a Ocean.
—Si. Ya lo sé. Pero también podemos dejarnos para los últimos, sí es que sobrevivimos.
—¿Y matarnos el uno al otro?
Ocean se encogió de hombros. Esa no parecía la mejor estrategia, tener que matar a Jake, al final. Preferiría que lo hiciera otro. Pero si no quedaba más remedio… lo cierto es que de momento así estaba bien. Tenía que reconocer que había algo en Jake que hacía que quisiera permanecer a su lado. Ya no tenía unas ganas locas de matarlo. Tal vez nunca las había tenido. Prefirió cambiar de tema a analizar ese en profundidad.
—También están vivos los dos del 11 —continuó con el recuento.
—Menuda suerte están teniendo —opinó Jake—. Normalmente no duran ni medio telediario
—La chica da bastante miedo. Y los de mi distrito tampoco suelen durar ni medio telediario.
—Tú eres la excepción —repuso Jake—. Tú y tu espada.
Ocean sujetó la espada de Nekko en su regazo. La había estado odiando durante casi todos los días que habían pasado allí metidos. Pero ahora comenzaba a tomarle cariño.
Como tenían toda la noche por delante y obviamente no podían dormir los dos al mismo tiempo, habría que hacer guardias. Supuso que Jake necesitaba dormir pero a ella le apetecía seguir charlando un poco más. Puede que fuera su última oportunidad de estar tranquilos. O puede que mañana estuvieran los dos muertos.
—Cuéntame algo del 2 —le pidió—. Sobre cómo es la vida allí. ¿Es verdad que tenéis toda la comida que podáis desear y que os ponen un arma en la mano desde el nacimiento?
Jake ya se había extendido en el suelo. Había soltado sus armas excepto un cuchillo que mantenía en su mano. Aun así, él contestó a su pregunta.
—Tampoco te pases. Es cierto que no estamos tan maltratados como otros distritos, gracias al Capitolio. La gente no suele morirse de hambre.
—En mi distrito sí —dijo Ocean—. Si no llegamos a las cuotas exigidas por el Capitolio, nos restringen los alimentos para hacernos trabajar más. Cuando las personas están débiles se ponen enfermas fácilmente.
—Lo siento —dijo Jake. Lo curioso es que parecía sentirlo de veras. No hablaba con sarcasmo—. Yo no me he inventado el sistema. Nosotros fuimos leales al Capitolio durante la guerra y es su forma de recompensárnoslo.
—Y os da igual lo que pase en otros sitios, claro.
—Supongo que la gente no se lo plantea. Es así como vivimos, sirviendo al Capitolio. Por eso es tan importante para nosotros ser vencedores, para demostrar que seguimos siendo leales.
—¿De verdad estás aquí para servir al Capitolio? —preguntó ella incrédula.
Pudo ver el cambio en la expresión de Jake incluso en la oscuridad de la noche. El fuego se estaba consumiendo, su cuerpo también se puso rígido.
—Estoy aquí porque mi mejor amigo no pudo venir. Estoy aquí porque es lo que siempre había soñado —dijo de mala gana.
Ocean pensó en su familia y en la forma en que se la habían llevado a ella; sin pedir permiso, sin dar más explicación que la de haber salido elegida. Como si fuera un honor por el que dar las gracias. No pudo evitar que algo le hirviera por dentro. No pudo evitar lo siguiente que dijo:
—Menudos sueños. Venir a asesinar niños para lamerle la culo a vuestros dueños. Sois tan esclavos como nosotros, sino más.
Jake se incorporó, cuchillo en mano. A ella no le daba ningún miedo.
—Supongo que cuando estás allí es difícil pensarlo. Es difícil ver algo más de lo que te enseñan —replicó él alzando la voz. Luego pareció calmarse y respirar—. No deberíamos estar hablando de esto, Ocean. Es muy posible que nos estén grabando.
Ella también se había alterado.
—No me creo ni por un minuto que no sepan lo que pensamos en todos los demás distritos. Además, ya nos han metido aquí dentro. ¿Qué más nos podría pasar?
Ocean se quedó blanca nada más decir esas palabras. Recordó de inmediato a sus dos hermanos pequeños, a su padre. A Pat, que había sido como un segundo padre. Se imaginó todas las maneras posibles en que podrían hacerles daño. Tenía claro que debía volver al distrito para hacer lo que siempre había hecho: poner comida en la mesa y ocultar a sus hermanos las borracheras de su padre. Iba a volver de la manera que fuese, hundiría su espada tantas veces como fuera necesario. Lo que no sabía era si cuando regresara a casa sería capaz de seguir siendo la misma persona. Pat le había enseñado a no vivir asustada, pero en los Juegos se lo había demostrado a sí misma. Que se podía vivir sin miedo, siempre que fuera ella quien daba la primera estocada.
—¿Qué qué más nos puede pasar? —dijo Jake haciendo eco de su pregunta anterior—. Nos puede pasar de todo. De todo.
Su respuesta fue premonitoria, pues entonces cayó un árbol a su lado que no les dio de chiripa. Después otro y otro más. Se incorporaron de inmediato. Los árboles caían igual que las fichas de un dominó puestas en fila. Uno tras otro tras otro. Ella no estaba muy fina para correr, así que Jake le agarró la mano y tiró de ella, esquivando los árboles como podían.
Sintió una ausencia en sus manos.
—Espera —gritó Ocean—. Mi espada.
No pensaba largarse sin la espada. Soltó a Jake y dio media vuelta. El impacto de los troncos era ensordecedor, el polvo que levantaban al caer la hacía toser y perder la poca visibilidad que tenía antes.
—No seas idiota —gritó Jake, persiguiéndola. Cuando la alcanzó, volvió a tenderle la mano—. Vamos. No te servirá de nada si estás muerta.
Ocean no le hizo caso. Quería esa espada. La buscó por todas partes, los árboles seguían cayendo a su alrededor. Era increíble que aún no la hubiera aplastado uno de ellos. Por fin vio relucir la empuñadura debajo de un tronco. El resto estaba oculto bajo la madera.
—Estás aquí —susurró aliviada. Se agachó para intentar arrastrarla hacia fuera, cuando sintió unas manos sobre los hombros, empujándola en dirección contraria.
—Maldita sea Ocean. Deja la puñetera espada y vámonos de aquí o moriremos ambos.
—Déjame en paz. Márchate tú y gana tus malditos juegos con tu maldita sartén, si es que puedes.
Los dos hablaban a gritos. Jake le dio media vuelta.
—Vamos —otra vez esa condenada mano extendida hacia ella—. No vas a poder sacarla.
—Pues ayúdame.
—Vamos —repitió él.
Jake también había perdido todos sus suministros, todas sus armas. Sólo quedaba la sartén y un miserable cuchillo.
La espada o su mano. ¿Qué le valía más a Ocean?
En ese momento comenzaron los aullidos y ya no le cupo duda.
Los Juegos están para jugarlos
Arth Baker (Distrito 6)
La compañía de Esme había sido un verdadero suplicio, pero Arth tenía que admitir que no le gustaba estar solo. Se había imaginado algo completamente distinto cuando decidió unirse a la alianza de los profesionales. Todavía tenía guardada en el bolsillo de su mono la aguja con el antídoto que no le inoculó a Esme. Se preguntaba todo el tiempo si haberla dejado morir era lo mismo que haberla matado. Sabía que tenía que pasar en algún momento: quitarle la vida a alguien. Pero Arth lo había imaginado de otra manera. Había imaginado una lucha encarnizada en la que mataría para salvar su propia vida. Decidir si otra persona vivía o moría le parecía una carga más pesada, algo que no se te quitaba de la cabeza.
Se dedicó a caminar a lo largo del huerto hasta abandonarlo por completo y notó el cambio abrupto al llegar a un nuevo sector. Arth hizo memoria tratando de adivinar donde se encontraba. Campos de cultivo arrasados, molinos de grano. Tenía que ser el Distrito 9. ¿Y quien estaba allí, sin molestarse en esconderse ante su presencia? El tributo del Distrito 9 que todavía quedaba con vida. Farik Torcacuello, el chico más atractivo de toda la edición (según Arthur. Las chicas de su alianza no habían opinado al respecto: a Sury todo lo masculino le parecía terrible, Esme sólo tenía ojos para Nevada y Silvana era inmune a los hombres, a las mujeres y a todo).
Uno podría imaginarse que Farik estaría haciendo algo de provecho si es que no estaba escondido, como buscando comida y agua, o preparando algún tipo de trampa por si llegaba un visitante inesperado. Es decir, él. Pero no. Farik se hallaba tumbado a la bartola, disfrutando del sol de la tarde mientras masticaba el tallo de alguna planta. Según Arthur se iba acercando, veía más contradicciones en aquella escena. Lo hacía con sumo cuidado, por si lo de la trampa era real. Como Farik estaba dormitando ni siquiera se percató de su presencia. Arth vio que había dibujos en los cultivos. O más que dibujos palabras: los nombres de los tributos y un montón de insultos dirigidos al Capitolio, el presidente, la familia entera del presidente, el vigilante jefe, las fuerzas de seguridad y el público general de los Juegos del Hambre.
Primero Esme, y ahora esto, pensó Arth. ¿Qué debería hacer en semejante tesitura? El chico no parecía ser un peligro para nadie excepto para sí mismo y Arthur no era un asesino como para acercarse a él y matarlo directamente. No sin Esme para azuzarlo a entrar en una pelea. Así que se acercó a él y le dio unas pataditas en la pierna para espabilarlo.
Farik abrió un ojo. Después el otro. Y luego se desperezó tranquilamente.
—Hombre, Arth, ¿cómo tú por aquí? Te hacía con los profesionales.
Arthur se quedó de piedra. Aquello no podía estar pasando en medio de los Juegos del Hambre. Arth había peleado con Farik en el distrito del hielo. Había estado a punto de matarlo. ¿Por qué le hablaba como si fueran colegas de toda la vida? Después de pensarlo un rato decidió que la razón podía ser que permitió que se escabullera con vida después de recibir un flechazo en la mano. Todavía tenía la herida, aunque la flecha había sido lanzada sin arco y lo cierto es que fue más el susto que otra cosa. Ahora Farik debía considerar que eran amigos.
—Ven —dijo Farik, dando unos golpecitos en el suelo a su lado—. Siéntate conmigo. ¿Puedo invitarte a unos bombones? Es mi manera de hacer las paces después de lo del otro día.
Arthur vio la caja de bombones. Se la había comido prácticamente entera.
—No te preocupes por la sed, también tengo agua —añadió el del 9, pasándole una botellita metálica—. Había un guiso de cordero, pero me lo zampé ayer por la noche.
Farik se frotó el estómago satisfecho. Arth tenía los ojos como platos. De repente le pareció que la mejor idea sería largarse de allí pitando. Después de Esme, todavía no tenía cuerpo para ver morir a otra persona. Y ese chico no estaba bien. Aquello debía de tener truco. Iba a dar media vuelta, pero Farik lo agarró del tobillo.
—No te vayas —le pidió—. Soy completamente inofensivo, como ya sabes.
La verdad es que lo parecía. Arthur lo observó atentamente. Tenía los rizos negros bastante revueltos y los ojos hinchados. Tal vez eso se debía a que acababa de levantarse de la siesta. Señaló los campos de cultivo .
—¿Has hecho tú todo eso?
—De alguna manera tenía que entretenerme —respondió Farik.
—¿Y los bombones? —quiso saber Arth.
—Al parecer alguien está loco por mí en el Capitolio. También me han mandado armas —Farik sacó un machete que llevaba escondido en el calcetín.
Arth se alejó un par de pasos.
—Eh, tranquilo. No tengo ninguna intención de hacerte daño. Te agradezco que no me mataras cuando tuviste la ocasión. Ya me ha pasado varias veces, ¿sabes?
Arth se calló que la idea del asesinato le revolvía un tanto el estómago. No quería ponerse en desventaja en el caso de que se iniciara una pelea.
El chico guardó de nuevo el machete en su sitio. Era una buena arma. Ligera, fácil de esconder. Fácil de usar. Farik se lo quedó observando. Tenía unos ojos preciosos y la cara perfectamente simétrica. Podría pasar por uno de esos capitolinos que pasaban varias veces por la cirugía plástica, pero sin extravagancias. Arth barajó sus posibilidades: largarse era la primera opción y más evidente. Luego estaba intentar matarlo y quedarse con su agua. Y por último dejar que le invitara a un bombón antes de que se acabaran. Él también debía de estar como una cabra, ya que optó por esta última y se sentó a su lado.
—Han pasado pocas cosas en la arena en estos días —dijo para romper el hielo.
Farik le ofreció los bombones:
—Son comestibles, te lo prometo.
Marianne a veces también hacía bombones en la panadería. No para venderlos, sino para ellos. La echaba tanto de menos. También añoraba a su familia, pero sobre todo a ella, sus conversaciones, sus besos. Ella era todo lo que quería en la vida. Bueno, Arth también quería la vida en general. Quería el paquete completo. Al final decidió aceptar la oferta y coger un bombón de la caja. Farik se comió otro para dar ejemplo. Se le quedó la comisura de la boca manchada de chocolate y se la limpió con la punta de la lengua. Tenía algo hipnótico ese chico. La forma en que le miraba y la forma en que sonreía. A Arth no le extrañaba tanto lo de los patrocinadores en el Capitolio. Allí se volvían locos por la belleza.
—Pues sí —dijo Farik cuando acabó de relamerse el chocolate de los labios—. La cosa ha estado tranquila desde que tu aliada asesinó a Joey. Ningún muto, ningún otro compañero muerto. Esto ya ni parecen los Juegos. Soy Farik —dijo extendiendo su mano—. Pero tú ya me conocías.
Arth asintió con la cabeza. Claro que lo conocía. Conocía a todos los tributos. Se había aprendido sus nombres. No le costaba mantener ese tipo de cosas en la cabeza.
—Arth Baker, del Distrito 6.
—Ah, ¿entonces te dedicas a hacer trenes? —preguntó Farik—. ¿Aerodeslizadores para el Capitolio? ¿Les fabricas drogas?
—En realidad soy panadero. Y antes de eso me dedicaba a los entierros.
Farik asintió con la cabeza.
—Entierros, estupendo. Me encanta. ¿Quieres otro? —Extendió la caja abierta de bombones hacia él. No quedaba más que uno—. Acábalos. Yo ya estoy harto.
Arth pasó de comerse el último chocolate.
—No, gracias. En realidad soy panadero a tiempo completo. Lo de los entierros fue antes. Y no me gustaba.
—Una pena —dijo Farik—. Seguro que es un negocio con futuro, aquí en Panem. Con todos los que nos morimos, ¿verdad presidente? —preguntó mirando hacia arriba.
Arthur se incorporó y se limpió la parte de atrás del mono de la tierra que se le había quedado pegada.
—Tengo que irme. Gracias por tu hospitalidad. Hasta luego Farik.
—¿Llegas tarde a alguna parte, Arth? Te aseguro que no vas a encontrar un sitio como este. Es súper tranquilo. Llevo días esperando a que pase algo y nada de nada.
—De verdad que tengo que marcharme. Mi… mi alianza me espera. Sólo estaba haciendo un reconocimiento del terreno. Te prometo que no les diré nada sobre ti ni este lugar. Me marcho.
—Mentiroso —soltó Farik—. ¿Tienes las manos manchadas de sangre Arth Baker?
Se levantó del suelo y se colocó a su altura.
—Viniste a ganar los Juegos. Por eso te juntaste con los profesionales. Seguro que ya has matado a alguien.
Arth negó con la cabeza.
—No he matado a nadie —no supo si estaba mintiendo—. Te prometo que no he matado a nadie.
Farik suspiró lentamente y se pasó una mano por sus rizos oscuros, descolocándolos aún más. Nunca le habían gustado los chicos, pero este era arrebatadoramente guapo.
—Pues ya somos dos. Siento haberte asustado. En realidad soy un tipo bastante normal. Te lo prometo. Agradezco la compañía. Podemos quedarnos juntos y ver que pasa. Siempre es mejor que estar solo en este sitio.
—A ti se te ve bastante bien solo.
—No es el caso —replicó Farik.
Así de simple, Farik y Arthur se hicieron aliados. Es verdad que no estaba tan pirado como parecía, salvo por una rara tendencia de provocar constantemente al Capitolio. Farik se marchó a seguir con lo que fuera que estuviera haciendo en los cultivos con un rastrillo y Arth se quedó vigilando la zona. Al cabo de un rato se aburrió de dar vueltas y se dirigió a donde estaba el otro chico, haciendo surcos en la tierra muy concentrado.
—Estamos en el medio de los Juegos del Hambre, Farik, y tú ¿qué estás haciendo? ¿Dibujitos?
—Le mando un mensaje a Kanan. Mi novio.
Arth se lo quedó observando.
—¿Era tu novio el de la cosecha?
—Pues claro que era mi novio. Por eso estoy aquí ahora. Por eso van a matarme tarde o temprano. Por él. Por presentarme voluntario.
—¿Te arrepientes entonces de haber venido? —quiso saber Arth. Ese muchacho era un misterio andante.
—Cada segundo que pasa. Pero si me hubiera quedado en casa me arrepentiría de no haberlo hecho. Puede que no me lo perdonara nunca.
—¿Kanan?
—Hay que explicártelo todo. No. Kanan no. Yo a mí mismo.
—¿Pero te arrepientes de estar aquí, entonces? —Arth no quería empezar a hacer preguntas en bucle. Era algo que a veces le pasaba, la curiosidad podía con él.
—Pues claro que sí. Nadie quiere venir a los Juegos. He visto morir a mis amigos para salvarme, vi como a mi compañera de distrito le rajaban el cuello. Nadie puede querer estar aquí.
Arth se quedó pensándolo.
—Bueno, tal vez los profesionales quieren. Se les veía muy ufanos en el Capitolio.
—Ni siquiera ellos —replicó Farik— En mi opinión les han lavado el cerebro.
Y Farik se puso a gritar. Estaba perdiendo la compostura de nuevo.
—Cabrones lava cabezas —decía—. ¿Dónde están vuestros mutos? ¿Dónde están vuestras trampas? Las estoy esperando.
—¿Pero qué haces? —Arth fue de inmediato a cerrarle la boca.
Estaba claro que había ido de mal en peor en cuanto a la elección de compañeros. Pero claro, él no los había elegido en realidad. ¿Y ahora qué hacía? ¿Acaba con la vida de Farik por su propio bien? La muerte que iba a darle sería menos dolorosa que lo que los vigilantes tuvieran planeado para él si continuaba en ese plan. No había sido buena idea quedarse. Ya lo tenía claro y apenas llevaba una hora con su nuevo aliado.
—Te voy a proponer algo —le dijo—. Marchémonos de este lugar. Creo que este sitio no te sienta nada bien. Y tarde o temprano van a enviar algo que te mate.
—A eso estaba esperando —respondió Farik, como si esperara recibir un paquete por correo postal—. Pero no hay manera.
—¿Entonces quieres morir? ¿Así, sin más?
Farik se lo quedó mirando fijamente. Se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Sólo sé que no quiero estar aquí mucho más tiempo. No lo soporto.
Arth supo de inmediato que iba a tomar una mala decisión.
—Vamos. Recoge tus cosas. Nos marchamos.
—¿Por qué? —preguntó—. Este es un buen sitio. Aquí nunca pasa nada.
—La vida está para vivirla —replicó Arthur—. Y los juegos están para jugarlos. ¿Nos vamos?
Descansa
Silvana Dalton (Distrito 4)
—Tienes que descansar —volvió a opinar Sury por enésima vez.
Ya había descansado la primera noche después del ataque de la serpiente. Y esa había sido su respuesta todas las veces en las que Sury le había dicho aquello desde entonces. Sus manos blancas manchadas de pecas le habían hecho un torniquete para parar la hemorragia. Había pasado una noche horrible, pero por la mañana se encontraba estable, y había lanzado la búsqueda de los tributos.
—Vamos a encontrar a Willow —había sentenciado.
Se habían tirado la mitad del día intentando encontrar sus huellas, topándose en su lugar con las de Afena. En esos temas, Sury había tenido tan buen entrenamiento como Silvana. Las dos habían analizado la distancia entre los pies, lo toscas que eran las huellas, la manera de avanzar como si los obstáculos se apartasen a su paso, y habían concluído que aquellas huellas no eran de Willow. Willow era del Distrito 7. Vivía en un bosque constante. Y Silvana recordaba a la perfección los Juegos de Johanna Mason.
—Los del 7 son escurridizos.
Sury había estado de acuerdo. Habían peinado la zona sin éxito hasta que Sury consiguió pararla para que comieran. Con renovadas fuerzas, e intentando ignorar el dolor de su brazo inservible, habían encontrado algo. Fue entonces cuando Sury empezó a intentar disuadirla. Al principio lo intentó con sutilezas:
—Podrían ser sus huellas de la ida. Podrían ser de otro tributo.
Pero Silvana sentía en la boca del estómago que no era el caso. Después, cuando el camino se hizo complicado, Sury dejó de lado las indirectas.
—Por ahí no vamos a pasar.
—Sury —le soltó Silvana—, he nacido y vivido en manglares. Si tú no puedes pasar, déjame ese cuchillo y te remato.
Sury la miró con la nariz arrugada, llena de determinación.
—Me necesitas para pasar.
—Andando.
El pájaro tropical las pilló en equilibrio precario sobre las enormes raíces, a nada del cambio de sección. Silvana podía ver la niebla del bosque seco. No tenía nada que ver. Aquello tenía que ser el 7. Además, lo recordaba de las Giras de la Victoria. Pero ella no podía luchar contra el pajarraco muto y Sury le había lanzado su cuchillo con mala puntería. ¿Dónde estaba Esme cuando se la necesitaba?
La habían visto en el cielo.
Al final, tuvieron que retroceder, comprendiendo que el muto estaba anclado al sitio.
Pero Silvana no se daría por vencida, y lanzó la partida hacia las huellas de Afena.
—Es casi de noche —le había dicho Sury—. Además, tengo que limpiarte esa herida.
Silvana había forzado la marcha aún una hora antes de aceptar sentarse. Intentó no vomitar mientras Sury le limpiaba la herida. Intentó no pensar. Pero había una alarma que resonaba en su cabeza, un sentimiento profundo de que si esperaba mucho, acabaría...
Sury se propuso para la primera ronda y Silvana hizo como que dormía. Otra mala noche. Cuando le tocó montar guardia se acordó de su segunda noche juntas, la primera que Silvana había pasado consciente. Cómo había estado a punto de matarla. Las cosas habrían sido de otra manera. También habrían sido de otra manera si ese absurdo de Torkas no hubiese venido a joderle los Juegos. Era una pena que las chicas tuviesen que presentarse voluntarias primero. Si lo hubiese sabido, habría esperado otro año a tener un compañero más digno. Más como Finnick Odair. O como Sury.
El pensamiento le molestó. Tendría que estar matándola. Tendría que haberla matado ya. Tendría que haberlo disfrutado. Buscó su emoción favorita, la excitación palpitante que le entraba cuando pensaba en la sangre caliente, en los cuerpos perdiendo fuerza y vida.
Gimió de frustración. Debería haber conseguido un arco. Debería tener dos brazos para usarlo. Debería haber acampado con las armas y la comida en la Cornucopia de las flores, con seis aliados con los que discutir de hacia dónde iban la primera noche. Nada tenía que haber pasado como había pasado. ¡Ni siquiera había matado al chico ese como demonios se llamara!
Despertó a Sury antes del amanecer y la instó a moverse. Le daba igual que ella quisiera hacer otra ronda más, para que Silvana descansara, necesitaba acción. Movimiento. Cañonazos. Necesitaba acabar con todos los tributos de la arena antes de que…
Siguieron las huellas de Afena. La sección de bosque parecía no acabar nunca, pero Silvana pensaba que Afena no había estado andando en línea recta. Por suerte, a media mañana alcanzaron la siguiente sección. Allí no había huellas que seguir. El suelo eran grava y raíles. Todo trenes, unos más nuevos y otros más viejos. Silvana hizo a Sury recorrer la sección entera antes de aceptar parar y comer algo. Era su último almuerzo. No tenía sentido racionarlo, o no comerían. Tenían que encontrar a los tributos ya.
—Quizá hay comida en un tren —dijo Sury. Y sin más dilación se subió al primero y más destartalado de todos.
Silvana masticó su último trozo de carne seca, frustrada como no había estado nunca, cuando vio que las puertas de ese tren se cerraban. Sintió que se iría sin ella. No podía dejar que eso ocurriera.
Se lanzó hacia la puerta y metió en ella el brazo bueno, cuando solo quedaban unos veinte centímetros antes de que cerrara por completo. Consiguió meter una pierna y en esa postura, cortada por la mitad por la puerta, empujó la estructura de metal.
—¡Sury! —llamó. El tren se estaba poniendo en marcha. Al otro lado flotaba su brazo arrancado y una pierna buena—. ¡Sury! No me vendría mal una mano.
La cabeza roja de Sury apareció por un pasillo.
—¿Silv…? ¿Qué estás…? ¿Qué pasa?
—El tren —jadeó Silvana— se mueve. Tiene… ruedas. Puerta. Me ahogo.
Sury por fin reaccionó y fue a ayudarla. Intentó empujar la puerta sin éxito. El trozo de metal estaba empezando a dejar a Silvana sin aliento. Sury se agitaba a su lado, intentando encontrar botones, tirando del picaporte — y rompiéndolo —, llamándola por su nombre como si ella pudiese hacer algo. Silvana empezó a toser. Sury le pegó un grito de rabia a la puerta. Justo cuando pensó que no duraría mucho más, la puerta se abrió sola y el tren las expulsó a un desierto abrasador. Estaba lleno de metal brillante.
Sury la aferró con más fuerza de la normal, y a Silvana no le importó demasiado. Se agarró a ella como a un clavo ardiendo.
—¿Y… —empezó Sury, sin voz—. ¿Y las armas?
Le temblaban los labios. Silvana lo había dejado todo en los raíles cuando comprendió que el tren se iría sin ella. Que Sury… Negó con la cabeza.
—¿Comida? —preguntó ella como respuesta con el poco aliento que le quedaba. Tosió de nuevo. Sury la miró con preocupación. La seriedad de su mirada le dio miedo.
—No había nada en el tren.
Se quedaron en silencio, mirándose aún, hasta que sonó un cañonazo. Sobresaltadas, se separaron en un instante. Silvana frunció de nuevo el ceño.
—Vamos a encontrar víctimas. Podemos matarles con las manos —dijo Silvana. Sury asintió.
Tardaron toda la tarde en atravesar el desierto. Al poco rato empezaron las alucinaciones, y Sury tuvo la buena idea de darle la mano a Silvana. Mil Surys y mil Silvanas les hablaban desde todas partes. Las Silvanas se parecían demasiado a Pauline. ¿Qué haces Silvana? Yo he dado mi palabra por ti, pese a tus problemas de pesa y de equilibrio, y tú te vas a dejar morir, ¿eh? ¿Qué dirá mamá? ¿Para esto te hemos entrenado? La mano de Sury era su línea de vida.
Llegaron al borde de la sección cuando ya se hacía de noche. Silvana quiso continuar, pero Sury le amonestó aquel "tienes que descansar" que había estado diciéndole los dos últimos días.
Pero en vez de contestar lo de siempre, Silvana optó por la sinceridad.
—Si descanso más, me muero.
Sury frunció el ceño. Pero en seguida sus ojos fueron allí donde tenían que ir. Quedaba muy poca luz, pero bastaba para ver lo que Silvana había estado evitando mirar bajo el sol abrasador del desierto. Había esperado que fuesen alucinaciones también. Pero la palidez de la cara de Sury bastaba para confirmar que no lo eran. La herida se le estaba poniendo negra. Además, estaba empezando a oler mal.
Silvana desvió la mirada de Sury. Si seguía viéndola, se echaría a llorar. El silencio se instaló entre ellas.
En el silencio, apareció un paracaídas. El corazón de Silvana echó a correr como no lo había hecho desde que vio los Juegos de Pauline. Su hermana… ¿qué le estaba mandando? ¿Cuánto habría costado?
Sury se apresuró a abrirlo. Dentro, había pastillas.
—¿Qué es esto? —inquirió Silvana—. ¿Con esto pretende salvarme?
—No, Silvana —explicó Sury—, estas cosas son para las infecciones. Tienen un nombre. Tómatelas.
Silvana no confiaba en eso. Pero Sury insistió, y de todas formas, estaba muriéndose. Si era veneno, la diferencia no sería muy grande.
—Ahora sí que descansamos —sentenció Sury.
Silvana le pidió la primera guardia. No porque no estuviese cansada. Tampoco por permitirle descansar a Sury. Ni siquiera fue porque pensase que si se dormía primero moriría. Necesitaba llorar, y no quería que la viera.
A/n: se nos hace raro no escribir esquelas en un capítulo, con el ritmo que llevábamos.
Si os aburre escribir reviews con tal falta de decesos podéis especular sobre cuál es vuestro favorito para la victoria final o qué pasará en el banquete. Si es que hay banquete.
Nos vemos la semana que viene.
Gui y Rebeca.
