Capítulo 19 - ¡Qué pequeña es esta arena!


Bajo la montaña

Farik Torcacuello, Distrito 9

La compañía de Arth le devolvió a Farik las ganas de vivir. Tal vez decir "vivir" fuera aventurarse mucho. Estaban en los Juegos del Hambre. Seguir vivo era toda una gesta. Pero sí que recuperó las ganas de seguir peleando. Cuando salieron de la copia del 9 caminaron hasta lo que Farik denominaría una montaña prácticamente impenetrable. Farik dedujo que tenía que tratarse del Distrito 2. La montaña debía ser una de sus canteras, ya que teóricamente era a la minería a lo que se dedicaban la mayoría de habitantes de ese distrito. La realidad era que todo el mundo sabía en Panem que el Capitolio usaba el 2 para fabricar sus armas e incluso para entrenar a sus Agentes de la Paz.

A ninguno de los dos les hacía gracia aproximarse mucho a esa montaña. Se quedaron dando vueltas a su alrededor durante un rato hasta que la temperatura bajó de golpe y comenzó una ventisca de nieve de los más desagradable. Debía ser un truco de los Vigilantes, pues cuando habían llegado el cielo estaba completamente azul.

—¡Otra vez frío no! —exclamó Arth—. Por favor, no te conviertas en un ser irritable que escupe insultos más que saliva. Sobre todo si los insultos van dirigidos a mi.

—¿Insultos? —preguntó Farik—. Guardo todos los míos para el Capitolio. Estás a salvo.

Entonces, bajo un viento helado que les golpeaba la cara y les alborotaba el pelo, Arth procedió a explicarle su historia con Esme, la tributo del 1. Como la encontró en un lugar cubierto de hielo, cómo la ayudó a salir de aquel sitio que ella odiaba y como recompensa, ella se había dedicado a maltratarlo verbalmente con toda clase de injurias y a tratarlo como si fuera su chico de los recados.

—Arthur, ve a recoger leña para hacer una fogata.

—Arthur, ve a hacer un reconocimiento del terreno antes de avanzar y de paso mira a ver si encuentras algo que pueda usar como flecha para este arco inútil.

Arthur esto, Arthur lo otro, y suma y sigue. Para colmo, lo llamaba Arthur con retintín, como si él fuera su mayordomo.

—Vaya —dijo Farik—, lo que me sorprende es lo de los insultos. Con los buenos modales que parecía tener en el Capitolio. La vi comer una gamba con cuchillo y tenedor. Pero me alegra que la hayas matado, por lo que le hizo a Joey. Porque tuviste que ser tú, ¿verdad?

—Se envenenó ella sola —respondió Arth—. Con unas frutas que encontramos en el 11. Le advertí que no las comiera. Cuando se estaba muriendo llegaron un montón de paracaídas. Ella debía de acumular a todos los patrocinadores del 1. Estuve a punto de pincharle el antídoto, pero al final no lo hice.

—Bien hecho —dijo Farik.

—Yo no tengo tan claro que estuviera bien. Murió en mis brazos, haciendo cosas horribles con el cuerpo, mientras yo podría haber hecho algo para evitarlo.

Farik se lo quedó observando. No acababa de pillarle el punto a ese chico. Tenía pinta de ser el matón del colegio, con su nariz torcida y una mirada intimidante.

—Era la asesina de Joey —dijo al fin—. Tú mismo has dicho que no te trataba bien. Dejarla morir fue lo correcto porque tarde o temprano se habría vuelto contra ti. En cuanto dejaras de serle útil.

Arth se enfrentó a él.

—¿Así que llamas asesinos a los que nos obligan a matarnos entre nosotros, pero cuando el muerto es tu enemigo te parece bien? Esme sólo hizo lo que había venido a hacer. Matar tributos. Ganar los Juegos.

—La diferencia —repuso Farik—, es que ella vino voluntariamente a matar tributos. Seguro que en su distrito le hicieron un lavado cerebral muy a fondo para que pensase que lo que iba a hacer no tenía nada de malo. También es sencillo pensar eso cuando te encierran en un lugar en el que tu única opción es matar para seguir vivo. Pero si tú fueras igual que ella, no estaríamos aquí ahora.

—¿Por qué? —preguntó Arth con ingenuidad.

—Porque habrías acabado conmigo nada más verme con ese cuchillo que llevas escondido en los pantalones. Y porque yo estaba muy dispuesto a dejarme matar. No habría opuesto mucha resistencia.

—Creo que las personas merecen oportunidades —replicó Arth—. A mí me las dieron. Pero tenías razón en el 9 cuando dijiste que he venido a ganar. Todavía quiero ganar. No por la victoria, sino porque quiero volver a casa. Haré lo que sea necesario.

Aunque esa era la respuesta correcta Farik preguntó:

—¿Entonces por qué sigo vivo?

Arth resopló y luego se encogió de hombros.

—Tenías bombones.

Farik se echó a reír. Estaba muy agradecido por Arth Baker. De hecho pensó que si tenía que matarlo alguien, prefería que fuera él. Seguro que lo hacía con sumo cuidado, a pesar de esas enormes manos que se le habían puesto a base de amasar pan.

—Es verdad. Tendría que haberme guardado alguno. Podría haberlos usado de moneda de cambio. Chocolate a cambio de mi vida.

Para ese momento ya estaban intentando resguardarse del granizo en un saliente rocoso de la falda de la montaña. Arth señaló un acceso al interior con la barbilla y los dos estaban dentro en un santiamén, tiritando y con el pelo y la ropa cubiertos de húmedo granizo blanco. Aquello no era una mina exactamente. Aquello era una montaña a la que le habían sacado todo el relleno.

El túnel de entrada estaba excavado en la misma roca y no era estrecho como el de una cavernas sino lo suficiente ancho como para que circulara por él un vehículo militar. El techo estaba plagado de incrustaciones eléctricas y artificiales que emitían una luz blanca y cegadora. El túnel en sí mismo ya le dio a Farik mala espina. Él ya se había metido en otros túneles y no había sido una buena idea.

—Yo no haría tal cosa —le dijo a Arth.

—¿El qué? —preguntó Arth, que avanzaba tan campante.

—Seguir por aquí. ¿No recuerdas las minas del 12 y sus bonitas explosiones?

—Pero esto no es una mina —le dijo Arth.

—Probablemente sea peor.

A saber qué tipo de monstruos les esperaban allí dentro. No le gustaba la idea de estar bajo tierra, aunque la verdad era que el resto de alternativas eran igual de insoportables. No existía un lugar seguro en una arena de Los Juegos del Hambre. Excepto el 9, se recordó. Ese era el lugar seguro, tal vez deberían de regresar allí y quedarse sin hacer nada el resto de la partida. Pero Farik había descubierto que no quería volver a estar solo y podía reconocer que en el 9 se le había ido un poco la pinza, acordándose de toda la familia del presidente en voz alta. Lo raro es que no le hubiera caído ya una piedra del techo y lo hubiera apachurrado. Farik siguió de cerca a Arth hasta que el pasillo ancho comenzó a bifurcarse en pequeños pasillos estrechos que zigzagueaban como culebras y se cruzaban entre sí. No quería ser obvio ni repetirse, pero dijo:

—Arth, nos hemos metido en un puñetero laberinto. Ahora a ver cómo salimos.

—Por lo menos parece seguro —respondió el chico volviéndose hacia él.

Aunque no se le veía mucha certeza en la cara porque, obviamente, no lo era.

Los mutos empezaron a aparecer por todas partes. En cada cruce y por parejas, persiguiéndoles por delante y por detrás. Los chicos corrieron espantados. Arth le tendió una mano a Farik para no perderse el uno del otro. Lo peor no era que fueran mutos. Lo peor era que se trataba de Agentes de la Paz que a Farik le recordaban tremendamente a su padre. ¿Y quien era la persona a la que Farik más temía en la vida? Su padre.

Estos agentes tenían su puntito siniestro y se dedicaban a adoptar formas extrañas, como si sus cuerpos fueran elásticos y pudieran ser lo que quisieran a placer. A uno de ellos le salieron cuernos en la cabeza y rabo en la espalda, lo que no cuadraba bien con la porra eléctrica que servía para darles calambrazos. Por suerte no eran demasiado listos y parecían conformarse con electrocutarlos un poco cada vez que los encontraban. Farik intentaba espantarlos a machetazos, Arth hacía lo propio con su cuchillo y por el momento parecía ser suficiente.

Estuvieron esquivando agentes lo que a Farik le pareció una eternidad. Empezaba a pensar que los Vigilantes habían decidido matarles de agotamiento cuando una voz hizo un eco en las cavidades de la caverna.

—¡Soy la elegida!

Después de mucho esfuerzo y muchos calambres Arth y Farik habían conseguido volver al corredor principal. Y allí en medio, plantada en posición de pelea, estaba Afena. La chica del 11. La chica sin apellido. La chica que daba más miedo que los propios mutos y en cuya mirada uno podía leer perfectamente que le iba a matar en cuanto se presentara la ocasión y sin miramientos.

Los mutos se echaron encima de la chica negra y ella los despachó como si fueran los hologramas con los que se podía entrenar en el Capitolio. Arth y Farik se echaron a un lado. Habrían intentado largarse, pero Afena estaba plantada en medio del pasillo, y aunque no era tan grande, parecía abarcarlo por completo. Se movía como una sombra. Uno no podía saber si estaba aquí o estaba allí y el hecho de que las luces del techo comenzaran a parpadear no ayudaba precisamente a saber dónde demonios estaba.

Al poco no quedaron mutos, o, al menos, Farik no los veía por ninguna parte. Lo curioso era que tampoco estaban sus cuerpos, sólo Afena. Afena, ellos dos y un pasillo prácticamente a oscuras excavado en las tripas de una montaña. Farik podía atisbar la luz del exterior a lo lejos, pero allí dentro solo había negrura.

Afena se posicionó frente a ellos con el cuchillo en la mano. Su cara quedaba en las sombras pero era posible ver el destello de la hoja y del blanco de sus ojos en el halo de luz que entraba de fuera. Él tenía su machete y el rastrillo que se había llevado del huerto. Eran dos contra una, lo que en un principio era una situación favorable, por lo que intentó olvidar lo que la chica les había hecho a los mutos y avanzó hacia ella con Arth cubriéndole la espalda.

En una ocasión Farik había escuchado que la vida estaba hecha para los valientes. Una farsa. Los valientes solían acabar bajo tierra, donde curiosamente ya se encontraban. Pero algo había que hacer. Por todas las veces en las que Farik no había hecho nada, podía intentar defender su última alianza.

Atacó a Afena con el rastrillo, porque así se quedaba más lejos, pero no había contado con que ella querría guiar el vals. Rodeó el mango con su mano brillante de oscuridad y tiró de él. Farik, que no quería soltar el arma, se vio arrastrado hacia la chica. Farik pensó que más valía la retirada que la muerte a manos de esa salvaje, pero Afena le agarró por la espalda sin despeinarse y le dio la vuelta retorciéndole el brazo. Él chilló de dolor y sus gritos retumbaron en el eco de la caverna. El machete cayó al suelo, sin embargo Afena no le soltó. Con el brazo que no lo sujetaba envolvió su cuello, una cadena de hierro oscura y fría que empezaba no dejarle respirar. Hasta aquí había llegado la suerte de Farik. Afena tiró de su cuello hacia atrás extendiéndolo al máximo, expuesto a la hoja del cuchillo que aún sostenía en la mano. Pero para eso tenía que soltarlo. Farik se sujetó con fuerza al aire que aún le quedaba en los pulmones, esperando ese momento, ese movimiento que tendría que hacer si quería acabar con él. Entonces Arth se abalanzó sobre ellos tirándoles al suelo de piedra.

Eran una montaña de tres. Arth les aplastaba como si les hubieran puesto encima cien sacos de harina. Afena respiraba muy fuerte junto a su oído. Farik se revolvió sobre sí mismo, como pudo, y despacio se arrastró hacia el exterior de la mole. Afena consiguió darse la vuelta. Miraba cara a cara a Arth ahora, que estaba desarmado. Ella ya tenía dos armas, una en cada mano, mientras que Arth intentaba luchar con las manos vacías. Farik esperó que le aplastara los pulmones con su peso. No podía dejar solo a Arth, no quería dejarlo morir ¿qué tipo de criatura era esa que no se rendía, que no perdía el aliento en la pelea, que gritaba como si estuviera poseída: ¡soy la elegida! ¡Soy la elegida! ¿La elegida para qué?

Farik avanzó hacia ellos y golpeó a Afena con el rastrillo en la espalda. Ni siquiera se inmutó, los pinchos del rastrillos dejaron sendos agujeros en la tela del traje desde los que manaba la sangre. Se estaba incorporando, llevándose todo el peso de Arth con ella. Arthur la enganchó por el pelo, esa mata de trenzas negras, le ladeó la cabeza y buscó a Farik. Se miraron por un momento y supo lo que tenía que hacer con su rastrillo y con el cuello de Afena. La elegida iba a morir ese día. Corrió hacia allí. Pero en las décimas de segundo que tardó en llegar, Afena había abrazado a Arth, había envuelto sus brazos alrededor de él, clavándole los dos cuchillos por la espalda. Farik gritó, sorprendido y angustiado. Arth seguía erguido, por lo que no estaba muerto. Sin embargo una de las hojas, la más larga, lo atravesaba hasta el pecho, cuan largo era. No había salvación para Arth Baker. Y ahora la elegida iría a por él.

Entonces Farik buscó la luz de la salida y corrió hacia ella sin mirar atrás, corrió hasta que se iluminó la entrada delante de sus ojos. Y luego paró porque necesitaba vomitar los bombones y el guiso de cordero o lo que fuera que había en su estómago. Otra vez quería llorar pero solo le salían gritos. Gritos de rabia. Iba a matar a esa bruja. Iba a esperarla y a golpearla con tanta fuerza que la derribaría y luego le sacaría los ojos con el rastrillo.

Se plantó en la puerta, rastrillo en mano, jadeando, temblando. Probablemente no tenía nada que hacer en esa pelea. Probablemente ya estaba muerto. Afena tardaba en salir. Farik se preguntó cómo iban a meter allí dentro la pinza del aerodeslizador para recuperar lo que quedara de Arth. Era imposible. Tendrían que entrar a por él de alguna otra forma. Tal vez debería marcharse, pero quería esa pelea. Quería morir intentándolo. Quería, por una vez, no salir corriendo. Odiaba que Arth no hubiera hecho precisamente eso, correr, cuando Afena lo había atrapado. ¿Por qué no se había ido y había intentado ganar, seguir vivo, volver a casa con su chica y sus sueños?

Esperó tanto rato que empezaba a dar por hecho que la chica habría encontrado otra salida, cuando de repente escuchó sus pasos y su mantra cerca de la entrada del túnel.

—Soy la elegida, soy la elegida. La elegida —iba murmurando.

Farik se preparó. No era un enclenque, tenía el factor sorpresa de su lado. Afena posiblemente iba a matarlo con su propio machete o con el cuchillo que había atravesado a Arth, pero no le importaba. No le importaba lo más mínimo. Porque ella también moriría o al menos no iba a quedar de una pieza. Aunque Farik tuviera que usar los dientes como arma.

Sin embargo, lo que pasó fue que se quedó de piedra cuando vio pasar a Afena por delante de los ojos, congelado como una estatua de las que poblaban el Capitolio. Afena llevaba la cabeza de Arth colgando de una mano, sujeta por el pelo castaño claro del chico. Le había rebanado el cuello para llevársela. Afena lo ignoró y Farik fue incapaz de moverse. La vio buscar el camino de la cima de la montaña, caminando, y más tarde trepando sin soltar el cabello de Arth. Farik iba detrás de ella, apenas le seguía el ritmo.

Corre y mátala. Avanza más rápido y atínale en la cabeza con el rastrillo. Te está dando la espalda. Pero no lo hizo porque era un cobarde. Porque en el fondo sabía cómo acabaría esa pelea. Así que vio como Afena alcanzaba la parte que ella consideró apropiada de la montaña, se encaramaba a una roca y alzaba la cabeza de Arth al aire, gritando de nuevo:

—Soy la elegida.

Como si no les hubiera quedado a todos lo bastante claro. Mientras ella estaba en la roca Farik vomitó otra vez. Luego corrió a esconderse.


Llueven las piñas

Willow Birch Clearwater, Distrito 7

Por segunda vez consecutiva, Willow sintió cómo el árbol en el que estaba instalada se partía y caía al suelo.

La primera vez había gritado, sin saber si aferrarse al árbol o calcular la caída. Al saltar, se había hecho daño en la pierna mala, la de la herida de lanza, y se había cagado en todos sus muertos. Luego había deambulado, sin atreverse a acercarse a los túneles del 2, y sin querer volver a buscar a Cuatro y Dos al distrito 4. En casa se sentía segura, pese a los lobos, y ahí pensaba quedarse. Evitaba como quien no quiere la cosa en lugar en el que había muerto Ocho. Había dormido incluso bien encaramada a su árbol, salvo por el despertar sacudido.

Y ahora, mientras el árbol caía de nuevo, Willow decidió cagarse en los muertos de los Vigilantes. Porque allí, en el suelo, corriendo por sus vidas perseguidos por lobos muto, había dos tributos.

De momento, pensó al saltar, tenía que alejarse de los árboles suicidas y de los mutos asesinos. Después ya verían cómo se enfrentaban.

Por supuesto, había un único camino para huir de todas esas desgracias. Los Vigilantes no serían tan amables como para dejarles dispersarse. No. Querían pelea.

Pues a Willow no le apetecía una mierda lo de la pelea.

Los dos tributos, un chico y una chica, se alentaban el uno al otro. Willow los adelantó, por si aún no la habían visto. Estaban desarmados, como ella, pero eran dos. Y Willow prefería tenerlos detrás, como muro entre los lobos y ella.

Entonces se oyeron quejidos y aullidos detrás. Willow se permitió mirar. Los árboles habían aplastado a los lobos. Y como habían empezado a caer, se calmaron.

Los Vigilantes debían de estar satisfechos si se habían cargado a sus propios mutos. Willow se tiró sin pensar a las ramas de un árbol. Trepó y trepó mientras los otros dos jadeaban, parados, bajo su tronco.

Willow observó su pino. Piñas. No eran un mal proyectil para ser su única arma. Lo había perdido todo. Llevaba un día comiendo raíces y bebiendo rocío, pero eso no le impediría defenderse con uñas y dientes. Le dio al chico en la mejilla, que aulló, pero la chica la evitaba con bastante facilidad. Incluso le tiró un par de piñas de vuelta.

Después de diez minutos de bombardeo silencioso, Willow se cansó.

—¿No estáis hartos ya de esto? ¿Por qué no os váis a buscar a otro? —les preguntó.

—Tú estás más cerca —dijo la chica.

—¡Qué pequeña es esta arena! —se quejó Willow—. Antes era más fácil estar solo.

La chica se encogió de hombros y el chico no dijo nada. Willow no se había fijado en quiénes eran.

—¿De qué distrito sois? Esperad, esperad, lo voy a adivinar.

Hizo ademán de pensárselo mientras los otros dos se miraban, probablemente con cara de confundidos.

—Tú eres —dijo señalando a la chica—… hum… Tú eres del 10.

—Maraya Newman era negra, ¿me has visto el color de la piel? —comentó ella. Willow la ignoró. Era verdad, se acordaba de Diez. Habían bebido juntas en la azotea.

—Y tú eres —señaló al chico, sobreactuando. Entonces se dio cuenta de que era un profesional—… ¡Tú eres Dos!

—Hurra —contestó la chica sin entusiasmo— y tú eres Willow, del 7.

—¿Cómo te llamas tú, sabelotodo?

—Ocean.

Willow frunció el ceño.

—Pero si la chica del 4 se llama algo como Silvia —se acordaba porque significaba bosque. Antes le habría parecido absurdo, puesto que venía del distrito con mar, pero ahora había probado la versión capitolina de su distrito y no había más mar que árboles siniestros.

—Soy del Distrito 5.

—¿Tus padres habrían querido ser del 4?

Por toda respuesta, Océano le lanzó una piña. Falló.

—¿Qué hacen juntos un profesional y una chica de distrito?

—Yo también soy de distrito —intervino Dos. Era la primera vez que hablaba. Vaya un chico taciturno.

No se dignaron a contestar más allá. Willow se estaba aburriendo.

—¿A cuántos habéis matado?

Silencio de nuevo. Se miraban como si pudiesen comunicar con la mente. Vaya un par de tortolitos.

—Para romper el hielo, os diré que yo he matado a dos medios tributos.

—¿Cómo que dos medios? —preguntó Dos, el espeso.

—¿Queréis que os lo cuente? ¿Por dónde empiezo, por el profesional o por la chica de distrito?

La ironía no les pasó desapercibida.

—En cuanto se caigan los árboles vas a acabar mordiendo el polvo —la amenazó Océano.

—Pareces una verdadera profesional. Menos mal que estás tú, porque tu compañero no parece dar la talla. Pero no os enfadéis, en serio, decidme, ¿a cuántos habéis matado?

—No los he contado —dijo el chico.

—A dos —contestó la chica.

Lo hicieron a la vez, y pareció que ninguno de los dos contestaba lo que el otro habría esperado. Tuvieron un momento de cuchicheo.

—Venga, Océano, tú que has hablado de Maraya en pasado, ¿está muerta? ¿La has matado tú?

La chica la miró con una expresión neutra.

—¿Es que no miras los muertos en el cielo?

—La verdad es que no —contestó como quien no quiere la cosa. No le apetecía mirar a los muertos del cielo. Había bebido con muchos de ellos hacía menos de una semana.

—Sí que la maté yo —dijo entonces Cinco.

Otro silencio se instaló en el ambiente. Willow no podía hacer durar mucho esa conversación. Seguro que los cuchicheos de los dos de abajo eran en realidad planes para subir a por ella. Tenía que encontrar una manera de cambiar de árbol sin pasar por el suelo y sin que se dieran cuenta. Estaba la cosa complicada.

—Pues yo ayudé a matar al Fantasma, me lo podríais agradecer yéndoos.

Los dos giraron la cabeza al unísono. Esperaba que pensasen que era peligrosa.

—Vámonos —escuchó decir al chico. Bien. Willow miró las ramas a su alrededor. Había una bastante gorda que se adentraba en la maleza del árbol de al lado, pero Willow no veía si allí podría aterrizar en una rama sólida.

La chica estaba discutiendo con el chico. Claramente, ella se quería quedar. Willow avanzó por su rama.

—¿A qué otro tributo has matado? —le preguntó Océano.

Willow supo que la estaba buscando entre las ramas. Era ahora o nunca. Mejor no pensar en la distancia hasta el suelo. Tres, dos, uno, y saltó. En el instante en el que sus pies daban el último impulso, se oyó un cañonazo, cercano. Willow se distrajo y perdió pie. El vacío vino a encontrarla.

Agitó las manos frenéticamente, buscando un agarre, y escuchó a Océano gritar "¡allí!".

Por fin agarró algo, pero era una rama fina. Se abrasó la mano intentando agarrarse, pero la rama se partió. Aterrizó sobre el chico. Debía haber estado buscándola.

Tosió mientras se levantaba, a toda prisa, sabiendo que estaba en peligro inminente. La rama rota era su única arma.

—Qué mullidito —le tosió a Dos. Sus pulmones no parecían querer colaborar. Océano le lanzó otra piña que le dio en el hombro. Willow la latigó con su rama. El chico profesional empezó a levantarse. ¿Qué haría? ¿A dónde iría?

Entonces un ruido ensordecedor les invadió los tímpanos. Era como un muro moviéndose. Los tres se giraron hacia donde un día había estado la Cornucopia. El muro que la cerraba debía de estar moviéndose.

—Ocho —dijo Océano—, ya solo quedamos ocho.

—El banquete —dijo Dos.

Willow no se quedó a maravillarse con ellos. Salió por patas hacia el ruido. Pronto, una voz les llamaría, y no quería esperarla en tan mala compañía.


Cotilleos de distrito

Aristóteles, ayudante y amante del Vigilante Jefe

Aristóteles suspiró con fuerza. El escolta del Distrito 11 era insufrible al teléfono.

—¡La esperanza en esos ojitos! —estaba hablando de la hermana pequeña de Cress Oleander, Nerissa, a la que había entrevistado esa mañana. Llevaba diez minutos describiéndosela a Aristóteles, que se sentía mareado. No le divertía particularmente escuchar (y menos ver) que los tributos tenían seres queridos que lloraban pensando en ellos. Antes que eso había descrito al hermano mayor, Ash, y a la madre ocupada, así como al padre, que tenía, citando textualmente "la vejez en los labios"—. Y luego me dio una lista de veinte nombres. Todo personas a las que se supone que hay que entrevistar sí o sí —concluyó Pelo-Verde llegando por fin a la parte que le tenía que comunicar a Aristóteles. Ari le había apodado así porque llevaba tres temporadas ya con el pelo del mismo color. Ya parecía que le crecía así—. Si quieres mi opinión, Aritósteles —siempre pronunciaba mal su nombre— es mejor entrevistar a esos veinte amigos en este pueblacho que buscar a alguien que pueda decir algo de la chica esa larguirucha. La verdad que la odio. Podía haber escogido otro papel, pero tuvo que ser ella. Lo que le hizo a ese niñito el primer día fue inadmisible.

Aristóteles se separó el teléfono del oído y observó la sala de comando en la que se encontraba. Séneca ni siquiera estaba ahí para alegrarle la vista. Aunque se había teñido las canas, Ari sabía que estaban ahí.

En la sala, una de las Vigilantes jugaba a hacer caer árboles contra algún tributo. Aristóteles ni siquiera miró la pantalla para ver quién era.

—Ese absurdo jefe de los Agentes de la Paz es el único que sabe algo de ella, y dice que hacía un año que no la veía. Chaff ni siquiera estaba despierto cuando intenté entrevistarle, y Seeder dijo "siempre fue una pobre criatura". Lo único que sé es que los padres están muertos, que quizá tuvo hermanos y que tres al menos están muertos, y que nadie en el colegio le hablaba.

—Bueno, pues entrevista a una persona de la lista de los Oleander. Pero sólo una. Busca si tenía pareja.

—Oh, una de las muchachas está calificada como "su chica".

—Esa.

—Pero Arispópeles —los ojos de Aristóteles casi se dieron la vuelta en las cuencas de lo blancos que los puso—, ¡no es muy guapa! Otra es más agraciada, y además le pega más, tiene la piel más uniforme, menos…

—¡La chica! ¡Nadie más! ¡Y que sea hoy!

Aristóteles colgó el teléfono. En la sala, los Vigilantes se habían girado todos a mirarle. Aristóteles les sonrió a todos falsamente antes de volver a sus papeles. ¿Dónde demonios estaba Séneca?

Una hora después, Aristóteles se había aclarado con la escolta del Distrito 5, muchísimo más eficaz que Pelo-Verde. Ocean Maze era huérfana de madre — y la historia de por sí le producía escalofríos, porque había muerto electr… en fin — y su padre era un borracho al que era difícil sonsacarle nada. Tenía dos hermanos pequeños a los que habían entrevistado a la vez. La escolta se había estado hablando con un señor que al parecer empleaba a Ocean de vez en cuando pero el señor se había negado en redondo a decir nada sobre ella, y menos en televisión.

Si Séneca hubiese estado ahí, habría querido cavar ese asunto, pero Aristóteles sabía que donde Séneca veía complot, a menudo no había más que gente pesada queriendo fastidiarles el trabajo. Si el empleador era un huraño, no hacía falta sacarlo por televisión. Ocean era una favorita, pero los dos hermanos pequeños, la madre muerta y el padre borracho eran una historia buena para una asesina de distrito sin entrenar. Tenía que cuidar de su familia, y haría cualquier cosa por conseguirlo.

Aristóteles tachó la línea "Ocean Maze" de su lista. Lo hizo con un bolígrafo de purpurina que sólo con verlo le ponía de buen humor. Intentó soltar su cuello agarrotado y se puso en pie. Era la hora del café. Avanzó lánguidamente hacia la máquina de café y pagó dos, uno con mucho más azúcar que el otro, y fue en busca de Séneca. Según su horario debería estar en la sala del Vigilante Jefe pero Aristóteles ya había hecho suficientes pausas para ir al baño como para saber que no había pisado su estudio en toda la mañana. Sólo quedaba un sitio en el que mirar y eso le daba escalofríos. Se tragó su café de golpe, quemándose la lengua en el proceso, y tiró el vasito de cartón en una basura de reciclaje del pasillo principal. Mejor aparecer en la sala de mandos como un joven en prácticas encargado del café que como un compañero buscando un recreo.

Aristóteles habría deseado no tener que cruzarse con el presidente Snow, pero era su sesión aniversario: estaría en la sala. Y Aristóteles estaba desesperado por encontrar a Séneca. No le necesitaba realmente para las entrevistas del Distrito 2, casi tenía más contactos Aristóteles que Séneca en ese aspecto, pero tenía la necesidad física de verle. Le dolía el pecho de los nervios.

Se plantó ante la puerta de la sala de mandos y respiró hondo antes de golpearla con los nudillos. No esperó respuesta para abrir. Lo primero que vio fueron los ojos de serpiente del presidente Snow. Parecían escanearle como una máquina. Aristóteles estaba seguro de que Snow sabía todo lo que hacía. Se sentía como un niño pequeño de nuevo, un niño que sabe que ha hecho algo malo y que le van a regañar.

Inclinó la cabeza con presteza y dio un vistazo a la sala entera. Séneca estaba allí, al fondo a la derecha. Siempre se sentaba más recto delante del presidente. Estaba tan guapo… Realmente era una pena lo de las canas.

—¿Sí? —preguntó Séneca como si no le conociera. Aristóteles se tragó el orgullo y le enseñó el café. Séneca le dedicó un gesto impacientado que decía: no entiendo cómo tardas tanto, pasa, deja el café y desaparece.

Aristóteles estaba haciéndolo cuando empezó la pelea. De repente, la pantalla de la mesa central emitió una alarma y se concentró en la cámara ciento diez, que grababa a Farik Torcacuello y Arth Baker. Aristóteles vio que los había alcanzado Afena. Eso pintaba mal.

Todos los asistentes se habían callado y miraban la pelea. Incluso los vigilantes se enganchaban a los Juegos cuando quedaban pocos trIbutos, y quedaban nueve. Si ahí moría alguien, había que lanzar las entrevistas, y Aristóteles aún no las tenía todas. Se quedó parado como un espantapájaros en mitad de la sala mientras los tributos se apiñaban y debatían, gritando y gruñendo. Lo único que veía era la hoja del cuchillo largo de Afena. Pensó con amargura que habría preferido que ese cuchillo estuviese en manos de otro. Afena no era, ni de lejos, uno de sus tributos preferidos. En general intentaba no elegir pero…

Pegó un grito.

—¿Sigues ahí? —le soltó Séneca. Aristóteles salió pitando de la sala, poniéndose la mano sobre la boca. Afena había decapitado a Arth Baker, después de atravesarlo con la hoja del cuchillo. Lo había hecho con saña, como si matarlo no fuera suficiente, como si necesitara algo más. Aristóteles, temiendo por el guapo de Farik Torcacuello, no había imaginado que pudiera morir Arth Baker. ¡Con lo buena que había sido la entrevista con la panadera! Aristóteles quería vomitar.

Se quedó en el pasillo, hecho un ovillo, intentando borrar de la mente la imagen de Afena con la cabeza de Arth Baker en la mano. Si ese hubiese sido Séneca, Aristóteles habría muerto in situ, a manos de un ataque al corazón. No se podía imaginar lo que sentiría la panadera. Sonaba tan enamorada en esa entrevista preliminar. Su historia con el tributo había sido secreta hasta aquel momento, pero ella había decidido hablar sobre él para darle apoyo e intentar conseguirle patrocinadores. Podría haber dicho que era solamente una amiga, o su jefa, pero nadie se lo hubiera tragado.

La puerta de la sala de mandos se abrió y apareció Séneca.

—Aristóteles —susurró.

Aristóteles levantó la cabeza, intentando borrar su expresión de pánico.

—Ve a lanzar las entrevistas. Espero que las tengas todas.

—Sólo… Sí… Sólo falta… —intentó decir Aristóteles

—No quiero saberlo. Que estén. Venga.

Séneca cerró la puerta tras de sí y Aristóteles se puso en pie como empujado por el resorte de la voz de Séneca. Estaba totalmente a sus pies. Pese al cansancio, si él silbaba, Aristóteles iba. Incluso cuando no le pedía nada, Aristóteles le llevaba el café.

Llegó a la sala de los vigilantes y descolgó el teléfono. Tenía que llamar al Distrito 9 ya.

Le cogió una anciana que hablaba muy despacio y que afirmó ser la mentora de Khalida Rye. Se suponía que tenía que descolgar el escolta, un agente del Capitolio, no una mentora anciana en quien no se podía confiar. Aristóteles intentó hacérselo ver a la señora, pero no tenía energía para luchar contra la lentitud de su palabreo. Su corazón seguía a mil.

—Está bien —le dijo—, se ocupa usted de las entrevistas, entiendo.

—Sí joven… Sí. De las entrevistas… Me ocupo yo. Conozco a mucha gente en este distrito, ¿me entiende? Confían en mí —cada frase era una tortura. Aristóteles tenía prisa.

—Sí. Bien. Tengo una lista de allegados de Farik Torcacuello. Su madre Ceres, su padre Caldwell Drakos. Él es un antiguo agente del capitolio. Sé que tiene seis o siete hermanos…

—Oh, esos no son importantes. La madre quizá. No, la madre no. Pero el padre tampoco, no. —Aristóteles quería arrancarse los pelos—. Se han distanciado, ¿sabe usted? Por eso lo del apellido. No, yo creo que el único importante es el muchacho.

—¿Perdón? —Aristóteles no estaba a lo que estaba. Habitualmente sabía mejor que nadie quién era importante para las entrevistas.

—El muchacho. El joven. El hombre.

La mentora no le estaba poniendo las cosas fáciles.

—¿Quién?

Un silencio en el aparato le hizo creer que le había colgado. Iba a suspirar desde el fondo de su alma cuando oyó la vocecita susurrar, como con picardía:

—El novio.

Aristóteles por fin cayó en la cuenta. Por supuesto. El cosechado. Aristóteles sintió pena por la pareja. Si los dos escondían su relación, como Séneca y él, pronto no sería secreta. La mentora parecía una verdadera cotilla. La despachó con la mayor celeridad que pudo (unos veinte minutos de reloj, contados), antes de lanzar el aviso de las entrevistas. Los de producción tenían que empezar a introducirlas. Aristóteles había visto enteras las entrevistas de los familiares de Willow Birch Clearwater, y las había comentado. Había seleccionado las mejores partes de la entrevista a su hermana gemela, Alder, que afirmaba ser capaz de sentir todos los golpes y todas las heridas que se hacía su hermana en pantalla, y que había tenido un momento muy emotivo cuando había hablado de lo que le había dolido a Willow matar a Bernese Inja. Otros ayudantes se habían ocupado de las demás. Habían puesto al resto de hermanos por bloques, y a la madre y la abuela juntas, en su taller. Una parte de las entrevistas enseñaba los objetos de madera que Willow sabía tallar. La entrevista de los amigos era la más emotiva. Eran una pandilla encantadora, que no se había cortado un pelo en contar los romances de los unos con los otros. Aristóteles se había reído con ellos. Empezarían por esa, pensó, puesto que Willow estaba en pantalla.

Seguirían con las de Silvana Dalton, que estaba a las puertas de la muerte. Aristóteles no quería tener que anular otra entrevista más. Los de la academia de profesionales habían dicho todos su apoyo a su candidata, y uno de los chicos, Misha Street, había dicho "¡les meterá una flecha por el ojo!" con tono lloroso. Habían conseguido sonsacarle unas palabras al padre. La madre había aprovechado para hacerse publicidad. También había una larga entrevista con Pauline Dalton, que hacía aparición como mentora y como hermana y que había decidido revestirse con una máscara de hielo. Quién la había visto y quién la veía.

En esas estaba Aristóteles, escribiéndole un memorándum preciso al productor jefe, que solía hacer lo que le daba la gana, cuando sonó el teléfono. Era el escolta del Distrito 2.

—Lulius al habla —dijo una voz al otro lado.

—Ya sé que eres tú, Lulius —contestó Aristóteles. En realidad Lulius era su primo segundo. Un hijo único bastante mimado al que los contactos de su padre le habían mandado al Distrito 2 después de que Lulius se empeñase en que ser escolta era el sueño de toda su vida. Claro que antes su sueño había sido ser diseñador, dueño de una tienda de velas aromáticas e incluso arquitecto. Todos eran conscientes de que Lulius haría menos daño dedicándose a ser escolta que arquitecto, por eso se callaban lo del enchufismo en las reuniones familiares.

—Primo mío, te he llamado en cuanto he visto el mensaje en el que ponía súper urgente. Tengo todo lo que necesitas, rápido y eficiente, como siempre.

Lulius era cualquier cosa menos eso. Posiblemente ya estaba pensando en su próximo empleo.

—Cuéntame —le pidió Aristóteles con cansancio.

—A ver, a ver, Jake Russell. Sus padres fingen ser una pareja bien avenida, devota del Capitolio y fanes incondicionales de su hijo. Pero en realidad no se dirigen la palabra entre ellos. Están apunto de divorciarse, según cuentan los rumores, desde que la madre tuvo un lío con un joven entrenador de la Academia.

Aristóteles resopló internamente.

—No necesito que me cuentes los cotilleos del Distrito 2 —le dijo a su primo—. Lo que necesito es a familiares dando testimonios lacrimógenos. De los que le gustan al público.

—Ah eso —sonó un ruido de papeleo al otro lado de la línea—. Entonces tendrá que valernos el testimonio de Evan Plinth.

—¿Quién es ese? —preguntó Aristóteles. No tenía tiempo como para perderlo con su primo, que tendía a enrollarse como las persianas.

—El mejor amigo del chico. Nos ha dicho que Russell es como un hermano para él y que si no logra volver jamás se lo perdonaría. Evan había sido seleccionado, ¿sabes? Pero dejó preñada a una chica, por eso fue el otro. Y no sé qué hay de raro en todo ese enredo, pero te lo digo Aristóteles, mi sexto sentido me dice que está mintiendo y que en realidad hay un subterfugio…

—¡Lulius! —gritó Aristóteles, que ya había perdido la compostura—. ¿Te importaría ir al grano por favor?

—Tengo el testimonio de Evan y no me da buena espina —se apresuró a decir el otro.

—Me da igual que no te de buena espina —dijo Aristóteles—. Tendrá que servir. ¿Qué tenemos de Sury West?

—A su madre llorando y a su padre diciendo lo orgulloso que está de su niña. También hay una amiga muy alborotada que se ha teñido el pelo de naranja y se lo ha cortado igual para darle su apoyo. Llevaba una camiseta que ponía Silvary, que al parecer la había hecho ella misma con rotuladores indelebles. Era bastante gritona.

—Perfecto —dijo Aristóteles con un suspiro—. Mándamelo todo.

Pensó que por fin colgaría para acabar con ese día horrible, cuando su primo añadió:

—Ah, Aristóteles.

—Dime…

—Hay un patrocinador… Un señor muy gordo del Capitolio. Nos ha mandado una cantidad ingente de dinero para ser entrevistado para Jake Russel. Le he dado tu número.

—¿Que has hecho qué?

La frase le salió como un grito del infierno. Siempre había algún patrocinador pesado pero en general no pasaba de la barrera de los mentores. Si conseguía llamar a la sala de mandos, Séneca le mataría. Si querían el dinero, y lo querían, tendrían que entrevistarle y sacarle por televisión. Esas cosas se solían evitar haciendo que nadie tuviese acceso al teléfono del centro.

Aristóteles esperaba que Lulius se reconvirtiese pronto a pescador de anguilas eléctricas, a ver si le chamuscaban lo que le quedaba de cerebro.


Aquí despedimos al noveno tributo, Arth Baker, el panaderillo del distrito 6. ¡Un panadero! En los Juegos anteriores a los de Peeta. ¡Y un panadero enamorado! Estamos todos tristes por Marianne, como ha dicho Aristóteles. Gracias Arth por tu entereza moral, por darle ánimos a Farik el de la flor en el culo, y por enseñarnos que los pandilleros se pueden reformar con un poco de harina y amor.

Os dejamos, además, un ranking de las muertes hasta esta parte:

24. Khalida Rye

23. Nevada Minardi

22. Bright Mackintosh

21. Nekko Lucistar

20. Faye Sarraceno

19. Nick Tweed

18. Theodore "Teddy" Sharp

17. Azalea Rune

16. Bernese Inja

15. Maraya Newman

14. Adrien Greenfield

13. Joey Rheder

12. Esme Portman

11. Torkas Harald, "Fantasma"

10. James Finnigan

9. Arthur "Arth" Baker

Esperamos que hayáis disfrutado con el cameo del gordo capitolino fan de Jake, un personaje meta syot de Hueto. Quizá alguien escriba esa entrevista.

Anunciamos, además, que Soly nos ha escrito un fanfic del syot que encontraréis en el foro Los Que Sujetan las Armas, que se llama Amor Tormentoso. La ilusión de que nos escriban un fanfic es indescriptible.

¡Hasta la semana que viene!

Rebeca y Gui