Seto ha encriptado el resultado de la prueba de ADN tras un código de acceso a una cámara de cajas fuertes cuya forma única de ingreso radica en escanear la imagen de Mokuba que reposa en su cuello con la forma de una carta de Duelo de Monstruos.
Para él es la carta bocabajo que alberga una trampa a su oponente: si aquella fémina resulta ser la parte impostora, desentrañará esa información a cualquier costo de inmediato sienta ganado el terreno de ambos hermanos, cuando ya sean los dos pequeños gorriones que inocentes asoman su pico hacia el nido de agua que su captor ha formado en la palma de sus manos.
La mujer se presentó a la hora justa del acuerdo, en igual medida cumpliendo la exigencia de nisiquiera mirar a Mokuba o a él por el rabillo del ojo. Cero llamadas, cero apersonamientos, cero señales de su existencia hasta ese día, cuando es ella misma y no un integrante de la mayordomía quien dirige su equipaje al cuartucho del servicio aun habiendo otras habitaciones de la lujosa propiedad en mejores condiciones de hospedaje.
No la escucha emitir algún juicio con relación a la vivienda o a la condición de su residencia, pero tal ausencia de palabras espesa el aire al punto de adquirir las nocivas propiedades del dióxido de carbono en cuanto Mokuba, ignorando el carácter peligroso de la curiosidad y el por qué había matado al gato, muestra su presencia con asomarse a la puerta del dormitorio.
Al cruzar la mirada con la todavía misteriosa mujer, toda la impenetrabilidad que Seto y él habían ensayado durante los siete días anteriores al encuentro se desmorona en el flujo de su sangre, al que siente abandonarlo escapándosele por la planta de los pies al sentir en carne viva los ojos azules de su hermano mayor posarse sobre sí, no los de alguien desconocido.
En ambos ojos, azules y magentas, se forma un pozo de lágrimas, que al final se desborda con el tenue murmullo de una sola frase.
—Mi niño...
Mokuba cierra de sopetón la puerta, un retumbar que no solo estremece las bisagras, también las paredes del corazón de quienes han quedado fuera.
— ¡Mokuba!
Seto se apresura a forcejear con la cerradura.
— ¡Mi niño...!
— ¡Atrévase a dar un paso más! ¡Solo atrévase!
Seto tiene los ojos a tal punto enrojecidos que puede verse la ramificación de sus venas oculares . La mujer— que por Seto no resignarse a llamarle por su nombre se debe seguir mencionado con adjetivos—, pese a reconocer la causa en su esfuerzo por controlar las lágrimas, no le obedece.
— ¡Mokuba, por favor, escúchame!
— ¡Si no se aleja voy a...!
— ¡Basta! ¡Basta! ¡BASTA! —Solloza Mokuba tras el reverso —. Hasta hace siete días, mi madre murió por MÍ, por darme a luz en este mundo. Y ahora que puede que esté con vida, ahora que existe una mínima posibilidad de que pueda recuperar quizás no el tiempo, pero sí el cariño que nunca tuve de ella, debo estar sumido en este espiral de dudas que me causa un inmenso dolor en la cabeza y en el corazón.
Lo crudo de sus palabras, el dolor que se distribuye por su voz, les reduce a meros oidores de su lamento.
—Lo siento, hermano, pero no puedo mantenerme así de firme como tú a sabiendas de que mi madre murió por MI culpa. Lo siento, señora, pero no puedo confiar en que usted es esa madre porque nuestra familia, las personas con quienes al igual que usted nos unía un vínculo de sangre, que como usted decían querernos y anhelar lo mejor para nosotros, fueron quienes nos arrojaron al orfanato de la primera cuadra. No puedo complacer a ninguno. Lo siento, lo siento. Por favor, déjenme solo.
La mujer se arrodilla frente a la puerta, sin fuerza, sin voz, sin nada más que aquella confirmación del tamaño de la herida que había por suturar.
Seto, con la mirada ensombrecida por los flequillos de su pelo, ronco emite una breve oración.
—Bienvenida al infierno, Setsuko.
—No necesito la bienvenida, conozco el más recóndito sitio desde aquel día en que me vi sin ustedes.
—No.
Por primera vez desde su arribo al hogar, él mira sus ojos. A ella, un escalofrío le recorre por todo el cuerpo con el movimiento sinuoso de una víbora a punto de morder a su presa. Sabe que cuando alguien mira a los ojos, que hablan aunque su función como sentido consiste en la visión, que no en vano se rumorea que son el espejo del alma, es porque solo allí puede contener la enormidad de los sentimientos que no se puede recurrir a las palabras para definirse.
—Te aseguro que no es parecido al que Mokuba y yo vivimos el día en que te fuiste de nuestro lado.
Sin decir nada más, pero consciente del error al dejar implícito aquel reconocimiento, maldiciéndose por todo y odiándose por dejar esa brecha hacia su vulnerabilidad y desproteger de tal modo la de su amado Mokuba, fuerza otra vez la puerta y esta se abre tan pronto como vuelve a cerrarse con él dentro.
Dando a Setsuko el peor castigo que puede recibir una madre: dejarle asistir al espectáculo de ver sufrir a sus hijos.
