Setsuko ha despuntado los ojos gracias a las palmaditas en la espalda cortesía del señor con baja estatura, cuerpo menudo y canas resplandecientes, cuyos ojos, ya embolsados por la edad, le dedican una mirada misericordiosa.
A su memoria regresa el recuerdo de sí misma tirándose al suelo, abrazando sus pies en una posición fetal. Sola con su dolor, sola con su desesperación, sola con el llanto abrumador de sus hijos hollando y hollando en su interior hasta infestarla del sufrimiento que sentía fundiéndose a sus tuétanos y afligir desde su interior coyuntura por coyuntura, las que ha sentido entumecidas al ponerse de pie.
—Lo siento, señora...
—Setsuko.
—Lamento haber arruinado su siesta, señora Setsuko, pero aquí la señorita necesita lustrar el piso.
A sus espaldas distingue la presencia de una muchacha, quien por toda respuesta ha convenido hacerle una pequeña reverencia a modo de disculpa.
—No, usted es quien debe perdonarme.
—Lo haré si es tan amable de acompañarme al desayunador, por favor.
El anciano le sonríe. Una estiramiento de labios que curva las arrugas mientras en transversal rejuvenece sus días en el asilo.
—Gracias.
Sigue la línea de sus pasos hasta la sección del hogar. Setsuko no se deja impresionar por la suntuosidad abundando en cada rincón de la estancia porque no son su razón de estar allí, el único atributo que a su parecer merece su atención es el hecho de que toda la mansión luce con la mira de acomodar en lujos a una familia numerosa que, aterrizada en la realidad, solo consta de dos persona, Seto y Mokuba.
En ese desayunador, calcula ella, pueden comer hasta cuatro personas sin toparse los codos, pero ahí yace, desolado a no ser por la presencia de la mayordomía.
—¿Qué le apetece desayunar?
—Una taza de café, por favor.
El anciano se le queda viendo en suspenso.
—¿No hay café? —Pregunta Setsuko con toda inocencia.
—No, perdone, es que el señor Kaiba suele pedir lo mismo, así que por un breve momento sentí como si fuera él y no usted quien me hablara. Esta vejez ya empezó a cobrarme facturas, lo siento mucho.
—Oh, le ruego no se lamente. —No alcanza a retener las lágrimas que se asoman al párpado inferior de la emoción de ser comparada con su hijo. De confirmar que, aun con el paso del tiempo que se habían saltado, en Seto había repollado de manera innata características suyas.
— ¿Está usted bien, señora? ¿Necesita un médico o algo más?
—No, no, estoy bien.
—El señor Kaiba me pondría de patitas en la calle si le falto en estos detalles como encargado de su mayordomía.
—Oh, es usted el encargado.
—Mikizo Ueda para servirle. —Le reverencia—¿Y usted, señora, Setsuko? ¿Quién es usted? Por lo general, el señor Kaiba nos deja instrucciones con respecto a los invitados, pero sobre usted no hizo ninguna mención antes de irse. Una empleada nueva sé que no es.
Setsuko divaga en la posible contestación. No puede asegura que le convenga revelar su identidad. Le resulta más razonable que Mikizo Ueda no le crea y tenga una reacción símil a la de Seto. Por otro lado, mentir aludiendo ser otra persona de menos importancia que una madre, le restringía el acceso a la información crucial para retomar el espacio que debía ocupar en la vida de sus hijos. Un pro balanceado a la contra.
Para llegar hasta Seto, piensa, debe calzarse sus zapatos, aprender a pensar como él. Debe ilustrarse a sí misma como un adversario suyo en una partida de ajedrez, así ha concluido que funciona la mentalidad de su primer hijo. De tal modo había trastornado Gozaburo Kaiba una episodio dulce de su niñez, como lo era el ajedrez, su juego favorito, pasando de ser un juego que lo hacía feliz a un campo de batalla donde lo único de valor era ganar la partida, cantar Jaque Mate al Rey costara lo que costara: perder la partida significaba perderlo todo.
Por eso, Mikizo Ueda se ha convertido en una pieza de ajedrez.
— ¿Por qué razón está tan seguro de que no lo soy?
—Alguien que sabe de antemano que trabajará con Seto Kaiba no se quedaría dormido en el piso.
— ¡Vaya! —Exclama ella junto a una carcajada—. Tiene usted mucha razón.
Lo ve darse la vuelta hasta enfrentarse con la cafetera y la estantería con los utensilios.
—¿Entonces? Es importante que sepa quién es, de ese modo puedo brindarle un mejor servicio.
—Yo...
Piensa en Seto, su niño, ese que está allí, oculto tras la fornida espalda de aquel hombre de porte impenetrable que definían los medios de comunicación y tras todo el hermetismo con el que lo ha estado protegiendo. La mayor prueba la había tenido en sus manos cuando, dándole seguimiento antes de tomar la desición final de presentarse a la oficina, figuraba el título: "La Corporación Kaiba, de una exitosa compañía de armamento militar a una empresa comprometida con el desarrollo de juegos de alta tecnología".
Si Seto se hubiera dejado consumir por la vileza de Gozaburo, la Corporación Kaiba nunca habría cambiado los juegos por las armas, la destrucción por la creación. Así fue como lo supo: sí, Seto Kaiba era su hijo, su Seto. No cabía duda.
—Digamos que soy una vieja compañera de gajes de oficio, ya sabe.
—Oh. Nunca imaginé al señor Kaiba permitiendo que una vieja compañera de gajes de oficio se hospede en el cuartucho de al fondo. ¿Porque las maletas allí son suyas, no?
Mikizo le sirve una impecable taza de café humeando. Setsuko analiza que puede que la vejez, en el cobro de las facturas por Mikizo aludidas, haya incluido menos claridad en la visión, menos fuerza en las articulaciones y menos juventud en el rostro, mas todo ello a cambio de la sabiduría calculada en múltiplos.
—Así es. Conociéndolo, demasiado favor me ha hecho con el permiso de quedarme aquí, en su propia mansión. No quiero abusar de su generosidad. Es una estancia temporal, por cierto, así que no se aflija, él tiene conocimiento de causa.
Mikizo todavía exhibe rastros de duda en su mirar.
— ¿O cree usted que si hubiera sido yo una persona de abolengo estarían mis maletas en ese cuartucho?
Las arrugas vuelven a estirarse con un gesto de relajación.
—Bienvenida a la mansión Kaiba, señora Setsuko, será un placer atenderle.
—Gracias, Mikizo. ¿Puedo llamarte así, verdad?
—Por supuesto.
Ambos intercambian una sonrisa que lo que tienen de parecidas en gesto, lo tienen a su vez de diferencia en el significado. Para Mikizo, Setsuko es otra oportunidad más de demostrarle a su señor que su puesto de trabajo es bien merecido. Para Setsuko, Mikizo es un atajo hacía el camino de mejor ingreso a la vida de sus hijos: las rutinas. Esas pequeñas acciones que al acumularse día tras día forman la cotidianidad y, el día en que faltan, dejan un inmenso vacío.
Ha movido ya el alfil, su primera ficha en el tablero. ¿A cuál echaría mano Seto en respuesta?
