Todos los personajes pertenecen a Stephenie Meyer. La historia es completamente de la maravillosa Silvya Day, yo solo hago la adaptación. Advertencia: alrededor de esta historia se tocan algunos temas delicados sobre el abuso infantil y violación, así como escenas graficas de sexo. Pueden encontrar disponible la saga Crossfire en línea (Amazon principalmente) o librerías. Todos mis medios de contacto (Facebook y antigua cuenta de Wattpad) se encuentran en mi perfil.
Nueva York era la ciudad que jamás dormía. Ni siquiera le entraba sueño nunca. Mi edificio de apartamentos del Upper West Side tenía el nivel de insonorización que se esperaba en la casa de un multimillonario pero, aun así, el zumbido de la ciudad se filtraba en el interior: el acompasado ruido sordo de las ruedas sobre las trilladas calles, las protestas de los agotados frenos neumáticos y los incesantes bocinazos de los taxis.
Cuando salí del café de la esquina al siempre concurrido Broadway, el ajetreo de la ciudad me asaltó. ¿Cómo había vivido alguna vez sin el ruido de Manhattan? ¿Cómo había vivido sin él?
Edward Anthony Masen Cross.
Llevé las manos a su mentón y sentí cómo las acariciaba con su rostro. Esa muestra de vulnerabilidad y afecto me atravesó. Apenas unas horas antes, había creído que
Edward nunca cambiaría, que yo tendría que ceder demasiado si quería compartir mi vida con él. Ahora podía ver de frente su coraje y dudaba del mío.
¿Le había exigido más a él que a mí misma? Me avergonzaba la posibilidad de que lo hubiese obligado a cambiar mientras yo me había empeñado en seguir siendo la misma.
Se encontraba delante de mí, tan alto y tan fuerte. Vestido con vaqueros y camiseta y con una gorra que le tapaba la frente, era imposible reconocer al magnate mundial, pero su naturaleza irresistible no pasaba desapercibida a nadie que se cruzara con él. Por el rabillo del ojo pude ver cómo la gente de alrededor lo miraba una y, después, otra vez.
Aunque Edward estuviese vestido con ropa informal o con su traje de tres piezas preferido, el poder de su cuerpo esbelto y musculoso era inconfundible. Su porte, la autoridad que desprendía con su impecable control, hacía imposible que se confundiera con el entorno.
La ciudad de Nueva York engullía todo lo que se adentraba en ella, pero Edward la tenía bajo su control.
Y era mío. Pese a llevar mi anillo en el dedo, todavía había veces en las que me costaba creerlo.
Nunca sería un hombre sin más. Era la fiereza envuelta en elegancia, la perfección con trazos de desperfectos. Era el punto de conexión de mi mundo, un punto de conexión del mundo entero.
Sin embargo, acababa de demostrar que se doblegaría y cedería hasta lo imposible por estar conmigo, lo cual me proporcionaba de nuevo la seguridad de que yo era digna del dolor al que lo había obligado a enfrentarse.
A nuestro alrededor, las persianas de las tiendas de Broadway volvían a abrirse. El fluir del tráfico de la calle empezaba a volverse más denso a medida que los coches negros y los taxis amarillos pasaban a toda velocidad por la superficie irregular. Los vecinos iban llenando las aceras para sacar a sus perros a pasear o ir a correr a Central Park a primera hora de la mañana, aprovechando todo el tiempo que pudieran antes de que la jornada de trabajo se vengara de ellos. El Mercedes se detuvo junto al bordillo justo cuando nos acercamos. Al volante, la enorme silueta sombría de Raúl. Marco acercó el Bentley para colocarse detrás. Mi trayecto y el de Edward nos llevaban a casas separadas. ¿Qué clase de matrimonio era ése?
Lo cierto es que el nuestro era así, aunque ninguno de los dos quería que fuese de ese modo. Tuve que trazar una línea divisoria cuando Edward se llevó a mi jefe de la agencia de publicidad para la que yo trabajaba.
Comprendía el deseo de mi marido de que empezara a trabajar para Cross Industries, pero que intentara obligarme a ello a mis espaldas. No podía permitirlo, no con alguien como Edward. O estábamos juntos y juntos tomábamos también las decisiones, o estábamos demasiado alejados como para que nuestra relación pudiese funcionar.
Eché la cabeza atrás y levanté los ojos hacia su deslumbrante rostro. En él vi arrepentimiento y alivio. Y amor. Mucho amor.
Era de una belleza pasmosa. Sus ojos tenían el azul del mar del caribe, su pelo espeso cobrizo y su lustrosa melena negra le acariciaban el cuello. Una mano fervorosa había esculpido cada plano y cada ángulo de su cara con tal perfección que te hipnotizaba y te dificultaba poder pensar con claridad. Me había cautivado su aspecto desde la primera vez que lo vi y, a veces, aún había momentos en que las neuronas se me freían. Edward me deslumbraba.
No obstante, era el interior de ese hombre, su incesante energía y su poder, su aguda inteligencia y su carácter implacable, unidos a un corazón que podía ser muy tierno...
—Gracias. —mis dedos acariciaron el oscuro surco de su frente y sentí un hormigueo como siempre que tocaba su piel—. Por llamarme. Por contarme lo de tu sueño. Por venir aquí a verme.
—Iría a donde fuera con tal de verte. —esas palabras eran una promesa que pronunciaba con fervor y vehemencia.
Todos tenemos nuestros demonios. Los de Edward estaban ocultos tras su férrea determinación cuando estaba despierto. Cuando dormía, lo atormentaban con violentas y atroces pesadillas que se había resistido a compartir conmigo. Teníamos muchas cosas en común, pero los abusos que sufrimos durante nuestra infancia eran un trauma compartido que nos unía tanto como nos separaba. Eso hacía que tuviera que luchar más por Edward y por lo que teníamos. Nuestros violadores ya nos habían arrebatado demasiadas cosas.
—Bella... Tú eres la única fuerza de este mundo que puede obligarme a mantenerme alejado.
—Gracias también por eso —murmuré con el corazón encogido. Nuestra reciente separación había sido devastadora para ambos—. Sé que no te ha resultado fácil darme espacio, pero lo necesitábamos. Y sé que he sido dura contigo.
—Muy dura.
Sonreí al notar cierto tono de frialdad en sus palabras. Edward no estaba acostumbrado a que le dijeran «no» cuando quería algo.
—Lo sé. Y has permitido que lo sea porque me amas.
Pero por más que él había odiado no poder verme, ahora estábamos juntos, porque esa privación lo enloquecía.
—Es más que amor. —sus manos agarraron mis muñecas, apretándolas de la forma autoritaria que hacía que todo mi interior se rindiera.
Asentí. Ya no me daba miedo admitir que nos necesitábamos el uno al otro de una forma que muchos considerarían poco sana. Nosotros éramos así. Eso era lo que teníamos. Y era precioso.
—Iremos juntos a ver al doctor Vulturi. —dijo esas palabras con una firmeza inconfundible, pero sus ojos buscaban los míos como si lo estuviese preguntando.
—Eres muy mandón. —me burlé con el deseo de que nos separáramos con una buena sensación. Esperanzados.
Apenas quedaban unas horas para nuestra terapia semanal con el doctor Aro Vulturi, y no podía ser más oportuna. Habíamos avanzado. Podíamos servirnos de un poco de ayuda para decidir cuáles deberían ser nuestros siguientes pasos a partir de ese momento.
Sus manos me rodearon la cintura.
—Y eso te encanta. —replicó.
Extendí los brazos hacia el bajo de su camiseta y agarré el suave tejido.
—Me encantas tú.
—Bella. —soltó su aliento tembloroso sobre mi cuello. Manhattan nos rodeaba, pero no podía interponerse entre nosotros. Cuando estábamos juntos, no había nada más.
De mí salió un leve sonido de deseo. Lo añoraba y lo ansiaba, y me estremecía de placer por volver a tenerlo apretándose contra mí. Lo olí con inhalaciones profundas mientras mis dedos se clavaban en los rígidos músculos de su espalda. Me invadió una sensación embriagadora. Sí, era adicta a él, a su corazón, a su alma y a su cuerpo, y llevaba varios días sin mi dosis, haciendo que me sintiera débil y desconcertada, incapaz de funcionar como era debido.
Él me envolvió, su cuerpo era mucho más grande y fuerte. Me sentía segura entre sus brazos, querida y protegida. Nada podía tocarme ni hacerme daño cuando me abrazaba. Quería que él tuviera la misma sensación de seguridad conmigo.
Necesitaba que supiera que podía bajar la guardia, darse un respiro, y que yo podría protegernos a los dos.
Yo tenía que ser más fuerte. Más inteligente. Más medrosa. Teníamos enemigos y Edward se estaba enfrentando a ellos a solas. Era protector por naturaleza. Ésa era una de las cualidades que más admiraba en él. Pero yo tenía que empezar a demostrar a los demás que podía ser una adversaria tan buena como mi marido.
Y lo que era más importante: tenía que demostrárselo a Edward.
Me incliné sobre él y absorbí su calor. Su amor.
—Te veo a las cinco, campeón.
—Ni un minuto después. —respondió con brusquedad.
No pude evitar reírme, enamorada de su tono severo.
—¿O qué?
Se apartó y me lanzó una mirada que hizo que se me encogieran los dedos de los pies.
—O iré a buscarte yo mismo.
Debería haber entrado sigilosamente al ático de mi padrastro pues, a esa hora, las seis de la mañana pasadas, era probable que pudiera sorprenderme volviendo. En lugar de ello, entré con paso firme, con la mente ocupada en los cambios que necesitaba realizar.
Tenía tiempo para darme una ducha rápida, pero decidí no hacerlo. Había pasado mucho tiempo sin que Edward me tocara, demasiado tiempo sin que sus manos me acariciaran, sin que su cuerpo estuviera dentro del mío. No quería que desapareciera el recuerdo de su tacto. Sólo eso ya me daría la fuerza precisa para hacer lo que debía.
Se encendió una lámpara.
—Isabella.
—Dios mío —respondí sobresaltada.
Me volví y vi a mi madre sentada en uno de los sofás de la sala de estar.
—¡Me has asustado! —protesté mientras me colocaba una mano sobre el corazón acelerado.
Se puso de pie. Su bata de satén, que le llegaba hasta los pies, resplandecía alrededor de sus piernas atléticas y levemente bronceadas. Yo era su única hija, pero parecíamos hermanas. Renne Cullen estaba obsesionada con mantenerse en forma. Era una esposa florero de profesión, su belleza juvenil era su mayor virtud.
—Antes de que digas nada, sí, tenemos que hablar de la boda —empecé a decir—.
Pero lo cierto es que debo irme a trabajar y ponerme a empaquetar mis cosas para irme a casa esta noche...
—¿Estás teniendo una aventura?
Su brusca pregunta me sorprendió más que su emboscada.
—¿Qué? ¡No!
Suspiró aliviada y la tensión desapareció de sus hombros de forma visible.
—Gracias a Dios. ¿Me vas a contar qué narices está pasando? ¿Tan grave ha sido tu discusión con Edward?
Grave. Por un momento, me había preocupado que lo nuestro hubiese terminado por las decisiones que él había tomado.
—Lo estamos arreglando. Sólo hemos pasado por un bache.
—¿Un bache por el que llevas días evitándolo? Así no se arreglan los problemas, Bella.
—Es una larga historia...
Se cruzó de brazos.
—No tengo ninguna prisa.
—Pero yo sí. Tengo que prepararme para irme a trabajar.
En su rostro apareció una expresión de dolor y, casi al instante, sentí remordimientos.
Durante un tiempo, yo había querido convertirme en una mujer como mi madre.
Había pasado horas vistiéndome con su ropa, tropezándome con sus tacones, untándome la cara con sus cremas y sus maquillajes caros. Había tratado de imitar su voz susurrante y sus gestos sensuales, convencida de que ella era la mujer más hermosa y perfecta del mundo. Y su forma de tratar a los hombres, el modo en que la miraban y la atendían, en fin, quería para mí ese toque mágico que ella tenía.
Al final, me había transformado en su viva imagen, a excepción de nuestro corte de pelo y el color de mis ojos. Pero eso era sólo el exterior. Como mujeres, no podíamos ser más distintas y, por desgracia, yo había llegado a sentirme orgullosa de ello. Había dejado de acudir a ella en busca de consejo, salvo en lo referente a ropa y decoración.
Eso iba a cambiar. En ese mismo momento.
Había probado con muchas y diferentes estrategias para dirigir mi relación con Edward, pero no le había pedido ayuda a la única persona que tenía cerca y que sabía lo que era estar casada con un hombre importante y poderoso.
—Necesito tu consejo, mamá.
Mis palabras quedaron flotando en el aire y, a continuación, vi cómo la comprensión agrandaba los ojos de mi madre con asombro. Un momento después, se volvía a sentar en el sofá como si las piernas no le respondieran. Su sorpresa había sido un fuerte golpe y, en ese instante, supe hasta qué punto la había excluido de mi vida.
Estaba sufriendo por dentro cuando me senté en el sofá que había enfrente del suyo.
Había aprendido a ser cautelosa con las cosas que le contaba a mi madre y había hecho todo lo posible por ocultarle información que pudiera dar lugar a discusiones que terminaran volviéndome loca.
No siempre había sido así. Mi hermanastro Nathan había acabado con la cálida y fácil relación que yo mantenía con mi madre, como también había acabado con mi inocencia. Después de que mi madre se enterara de los abusos, había cambiado, y se había vuelto sobreprotectora hasta el punto de llegar a acosarme y asfixiarme.
Ella estaba absolutamente segura de todo en la vida, excepto de mí. Conmigo se mostraba preocupada y entrometida y, a veces, casi rozaba la histeria. Con el paso de los años, yo me había obligado a eludir la verdad con demasiada frecuencia, ocultando secretos a todos los que quería sólo por mantener la tranquilidad.
—No sé cómo ser el tipo de esposa que Edward necesita. —confesé.
Echó los hombros hacia atrás y toda su compostura pasó a convertirse en indignación.
—¿Es que está teniendo una aventura?
—¡No! —se me escapó una pequeña carcajada—. Nadie está teniendo ninguna aventura. Nosotros no nos haríamos algo así. No podríamos. Deja de preocuparte por eso.
Tuve que preguntarme si la reciente infidelidad de mi madre con mi padre era la verdadera fuente de esa preocupación. ¿Le remordía la conciencia? ¿Se estaba cuestionando su relación con Cullen? Yo no sabía qué pensar al respecto. Quería mucho a mi padre, pero también creía que mi padrastro era perfecto para mi madre en el sentido de lo que ella necesitaba de un marido.
—Bella...
—Edward y yo nos casamos hace unas semanas a escondidas. —Dios, qué bien me sentí al soltarlo así.
Me miró con los ojos entornados y parpadeó una vez. Y dos.
—¿Qué?
—Aún no se lo he contado a papá —continué—. Pero lo voy a llamar hoy.
Sus ojos brillaron al inundarse de lágrimas.
—¿Cómo? Dios mío, Bella, ¿cómo hemos llegado a estar tan distanciadas?
—No llores.
Me levanté y me acerqué a ella para sentarme a su lado. Extendí las manos hacia las suyas pero, en lugar de cogerlas, ella me abrazó con fuerza.
Yo aspiré aquel olor tan familiar y sentí la paz que únicamente se encuentra en los brazos de una madre. Aunque sólo duró un momento.
—No lo planeamos, mamá. Nos fuimos el fin de semana y Edward me preguntó si quería hacerlo y se encargó de prepararlo todo. Fue espontáneo. Impulsivo.
Se apartó y pude ver su rostro surcado de lágrimas y sus ojos encendidos.
—¿Se ha casado contigo sin un acuerdo prenupcial?
Me reí. No pude evitarlo. Por supuesto, mi madre tenía que dirigir su atención a los asuntos económicos. Durante mucho tiempo, el dinero había sido la fuerza motora de su vida.
—Sí que existe un acuerdo prenupcial.
—¡Isabella Marie! ¿Has pedido que te lo revisen o también fue algo espontáneo?
—Lo leí palabra por palabra.
—¡Tú no eres abogada! Por Dios, Bella ¡Te he educado para que seas más inteligente!
—Cualquier niño de seis años habría entendido el contenido. —espeté, molesta por el que era el verdadero problema de mi matrimonio: en la relación entre Edward y yo se entrometían demasiadas personas que nos impedían sacar tiempo para ocuparnos de los asuntos que de verdad teníamos que arreglar—. No te preocupes por el acuerdo.
—Deberías haberle pedido a Carlisle que lo leyera. No entiendo por qué no lo hiciste. Es una irresponsabilidad. De verdad que no...
—Lo leí, Renne.
Las dos nos volvimos al oír la voz de mi padrastro. Carlisle entró en la habitación preparado para empezar la jornada, muy elegante con su traje azul marino y su corbata amarilla. Imaginé que Edward se parecería mucho a él cuando cumpliera su edad: buena forma física, distinguido, como un buen macho alfa.
—¿Sí? —pregunté sorprendida.
—Edward me lo envió hace unas semanas. —Cullen se acercó a mi madre para coger su mano entre las suyas—. No podrían pedirse mejores condiciones.
—¡Siempre existen mejores condiciones, Carlisle! —respondió ella en tono brusco.
—Hay gratificaciones por acontecimientos como aniversarios y nacimiento de hijos, y ningún tipo de penalización para Bella, aparte de la terapia de pareja. La disolución daría lugar a una distribución más que equitativa de los bienes. Estuve tentado de preguntar si Edward les había pedido a sus abogados que lo revisaran. Imagino que se habrían opuesto enérgicamente.
Mi madre se quedó callada un momento mientras asimilaba aquello. A continuación, se puso en pie furiosa.
—Entonces ¿tú sabías que iban a casarse en secreto? ¿Lo sabías y no me dijiste nada?
—Por supuesto que no lo sabía. —la atrajo entre sus brazos y le habló con suavidad, como si fuese una niña—. Supuse que estaba anticipándose. Ya sabes que normalmente estos asuntos requieren meses de negociación. Aunque, en este caso, no había nada más que se pudiera pedir.
Yo me puse de pie a mi vez. Tenía que darme prisa si quería llegar a tiempo al trabajo. Ese día, más que ningún otro, no quería llegar tarde.
—¿Adónde vas? —preguntó mi madre apartándose de Cullen—. Aún no hemos acabado esta conversación. ¡No puedes soltar una bomba como ésa y después marcharte!
Me giré para mirarla mientras caminaba de espaldas.
—De verdad que tengo que prepararme. ¿Por qué no nos vemos para comer y seguimos hablando?
—No puedes...
—Rosalie Giroux. —la interrumpí.
Mi madre me miró con unos ojos como platos y, después, los entornó. Un nombre.
No tuve que decir nada más. La ex de Edward era un problema que no necesitaba de mayor explicación.
Eran pocas las personas que llegaban a Manhattan y no sentían una familiaridad instantánea. El perfil del horizonte de la ciudad había sido inmortalizado en muchísimas películas, dando lugar al amor que sentían por Nueva York desde sus residentes hasta gentes de todo el mundo.
Yo no era ninguna excepción.
Adoraba la elegancia de estilo art déco del edificio Chrysler. Podía localizar mi situación en la isla teniendo en cuenta dónde estaba el Empire State. Me asombraba la imponente altura de la Torre de la Libertad, que ahora dominaba la parte sur. Pero el edificio Crossfire era único en su especie. Lo pensé antes de enamorarme del hombre cuya clarividencia había llevado a su construcción.
Cuando Raúl acercó el coche a la acera, me maravillé al ver el inconfundible cristal azul zafiro que albergaba la forma de obelisco del Crossfire. Eché la cabeza atrás y mis ojos ascendieron por la reluciente torre hasta el punto más alto, el luminoso espacio donde se encontraba Cross Industries. Los peatones pasaban en tropel por mi lado, la acera llena de hombres y mujeres de negocios que se dirigían a sus trabajos con maletines y bolsos en una mano y sus vasos de café humeante en la otra.
Sentí a Edward antes de verlo. Todo mi cuerpo vibró al verlo bajar del Bentley que se había detenido detrás del Mercedes. La atmósfera que me rodeaba se cargó de electricidad, la energía chisporroteante que siempre anunciaba la llegada de una tormenta.
Yo era de las pocas personas que sabían que era la inquietud del alma atormentada de Edward lo que provocaba aquella tempestad.
Me giré hacia él y sonreí. No era ninguna coincidencia que llegáramos a la vez. Lo supe antes de ver la confirmación en sus ojos.
Llevaba un traje gris oscuro con una camisa blanca y una corbata de sarga plateada.
Su cabello oscuro le rozaba la mandíbula y el cuello con la elegante y sensual caída de sus mechones cobrizos. Seguía mirándome con aquella ferocidad sexual y ardiente que me había abrasado desde el principio, pero ahora había una ternura en sus brillantes ojos azules y una franqueza que significaban para mí más que cualquier otra cosa que pudiera darme.
Di un paso hacia él mientras se acercaba.
—Buenos días, señor oscuro y peligroso.
Sus labios se curvaron con ironía. La sonrisa iluminó sus ojos aún más.
—Buenos días, esposa mía.
Extendí la mano hacia él y me sentí cómoda cuando Edward la buscó a medio camino y la agarró con fuerza.
—Se lo he contado esta mañana a mi madre, lo de que nos hemos casado.
Me miró con el ceño fruncido y, a continuación, su sonrisa se llenó de un placer victorioso.
—Qué bien.
Me reí de su clara actitud dominante y le di un suave empujón en el hombro. Edward se movió con la velocidad de un rayo y me acercó a él para besarme en la comisura de mis labios sonrientes.
Su alegría era contagiosa. Sentí cómo estallaba dentro de mí, iluminando todos los lugares que habían quedado a oscuras durante los últimos días.
—Llamaré a mi padre durante el primer descanso para contárselo.
Se puso serio.
—¿Por qué ahora y no antes?
Hablaba en tono suave, bajando la voz en busca de intimidad. La muchedumbre que se dirigía a su trabajo seguía pasando por nuestro lado sin prestarnos apenas atención.
Aun así, vacilé al responder, pues me sentía demasiado expuesta.
Entonces, la verdad se volvió más fácil que nunca. Había ocultado demasiadas cosas a la gente que quería, unas menos importantes y otras más, tratando de dejar las cosas como estaban a la vez que esperaba y necesitaba que cambiaran.
—Tenía miedo. —le dije.
Él se acercó más a mí mientras me miraba con intensidad.
—Y ¿ya no?
—No.
—Esta noche me dirás el porqué.
Asentí.
—Te lo diré.
Colocó su mano por detrás de mí nuca, agarrándola de forma posesiva y tierna a la vez. Su expresión era impasible, sin revelar nada, pero sus ojos, esos ojos tan azules, estaban llenos de emoción.
—Lo conseguiremos, cielo.
El amor se deslizó cálidamente por mi interior como un trago de buen vino.
—Por supuesto.
Resultaba extraño cruzar las puertas de Waters Field & Leaman mientras contaba mentalmente los días que tardaría en poder decir que trabajaba para aquella prestigiosa agencia de publicidad. Ángela a me saludó con la mano desde su puesto en la recepción a la vez que se golpeaba los auriculares para hacerme saber que estaba atendiendo una llamada y que no podía hablar. Le devolví el saludo y me dirigí hacia mi mesa con paso decidido. Tenía muchas cosas que hacer, poner en marcha un nuevo comienzo.
Pero lo primero era lo primero. Dejé mi bolso y el monedero en el cajón de abajo, me senté en mi silla y, después, me dispuse a visitar la página web de mi florista habitual. Sabía lo que quería: dos docenas de rosas blancas en un jarrón de cristal rojo oscuro.
Blanco para la pureza. Para la amistad. Para el amor eterno. También era la bandera de la rendición. Había establecido unas líneas de combate al forzar una separación entre Edward y yo y, al final, había vencido. Pero no quería entrar en guerra con mi marido.
Ni siquiera traté de elaborar una nota inteligente para las flores, cosa que habría hecho en el pasado. Me limité a escribir la verdad.
Eres un milagro, señor Cross.
Te llevo en mi corazón y te quiero mucho.
La señora Cross
La página web me llevó hasta la finalización del pedido. Pulsé el botón de envío y me tomé un momento para imaginar lo que Edward pensaría de mi regalo. Esperaba verlo algún día recibiendo flores de mi parte. ¿Sonreía cuando Scott, su secretario, se las llevaba? ¿Interrumpía la reunión que estuviese dirigiendo para leer mis notas? ¿O esperaba a alguno de los pocos respiros que había en su agenda para tener un poco de intimidad?
Sonreí al pensar en las distintas posibilidades. Me encantaba hacerle regalos a
Edward.
Y pronto tendría más tiempo para escogerlos.
—¿Te vas? —Emmett McCarty levantó sus ojos incrédulos desde mi carta de dimisión para mirar los míos.
Sentí un nudo en el estómago al ver la expresión en el rostro de mi jefe.
—Sí. Siento no haber avisado con más tiempo.
—¿Mañana es tu último día? —apoyó la espalda en su sillón. Sus ojos eran de un color chocolate, algo más claros que su piel, y denotaban tanta sorpresa como consternación—. ¿Por qué, Bella?
Suspiré y me incliné hacia adelante para apoyar los codos en las rodillas. Una vez más, opté por la verdad.
—Sé que es poco profesional irme así, pero tengo que volver a establecer mis prioridades y, ahora mismo, no puedo dedicarle a esto toda mi atención, Emm. Lo siento.
—Yo... —dejó escapar un suspiro y se pasó una mano por sus oscuros y apretados rizos—. En fin, no sé qué decir.
—¿Qué me vas a perdonar y que no me lo vas a echar en cara? —solté una carcajada carente de humor—. Es pedir mucho, lo sé.
Él trató de mirarme con una sonrisa burlona.
—No quiero perderte, Bella. Ya lo sabes. No sé si alguna vez te he dicho de verdad lo mucho que has aportado. Has hecho que yo pueda trabajar mejor.
—Gracias, Emmett. Te lo agradezco.
Dios, aquello era más difícil de lo que había pensado, pese a que sabía que era la mejor y la única decisión que podía tomar.
Mis ojos pasaron de mi atractivo jefe a las vistas que tenía detrás. Como encargado de administración, tenía un despacho pequeño y sus ventanas estaban bloqueadas por el edificio que había al otro lado de la calle, pero seguía siendo tan típicamente neoyorquino como el enorme despacho de Edward Cross en la planta superior por encima de nosotros.
En muchos sentidos, aquella división de plantas reflejaba el modo en que yo trataba de definir mi relación con Edward. Sabía quién era él. Sabía lo que era: un hombre único en su especie. Me encantaba ese rasgo de él y no quería que cambiara. Sólo quería llegar hasta su nivel por méritos propios. Lo que no había pensado era que, obcecándome en no aceptar que nuestro matrimonio había cambiado los planes, estaba arrastrándolo a que él bajara al mío.
No me conocerían por haberme ganado mi ascenso hasta lo más alto en mi campo.
Para algunos, yo siempre me habría casado para conseguir el éxito, iba a tener que aceptarlo.
—Y ¿qué vas a hacer ahora? —preguntó Emmett.
—Sinceramente, aún lo estoy pensando. Sólo sé que no puedo quedarme.
Mi matrimonio iba a suponer mucha presión antes de que ésta se rompiera, y yo había permitido que llegara hasta un límite muy peligroso al tratar de dejar un poco de distancia. Al tratar de ponerme yo antes.
Edward era tan profundo y enorme como el océano, y yo había temido ahogarme en él desde la primera vez que lo vi. Ya no podía seguir teniendo miedo. No después de darme cuenta de que a lo que más temía era a perderlo.
Sin embargo, en un intento de mantenerme neutral, había sido empujada de un lado a otro. Y, como aquello me había enfadado tanto, no me había parado un instante a pensar que, si quería tener el control, debía hacerme con él.
—¿Es por lo de la cuenta de UleyCorp? —preguntó Emmett.
—En parte. —me alisé la falda estrecha, imaginando que me sacudía el resentimiento que aún me quedaba por el hecho de que Edward hubiese contratado a Emmett. El elemento catalizador había sido que UleyCorp llegase a Waters Field & Leaman con una exigencia específica para Emmett y, por tanto, para mí. Una maniobra que Edward había visto sospechosa. La estafa piramidal de Anthony Cross había diezmado la fortuna de la familia Uley y, aunque tanto Sam Uley como Edward habían vuelto a construir lo que sus padres habían perdido, Sam aún ansiaba una venganza—. Pero, sobre todo, por motivos personales.
Se incorporó, apoyó los codos sobre la mesa y se inclinó hacia mí.
—No es asunto mío y no pienso fisgonear, pero ya sabes que Seth, Leah y yo estamos contigo si nos necesitas. Te queremos.
Su sinceridad hizo que los ojos se me llenaran de lágrimas. Yo les había cogido mucho cariño a su prometido, Seth Clearwater, y a la hermana de Seth, Leah, durante los meses que llevaba viviendo en Nueva York, y se habían convertido en una parte de la red de nuevas amistades que me había creado en mi nueva vida.
Pasará lo que pasase no quería perderles.
—Lo sé. —sonreí a pesar de mi tristeza—. Te prometo que, si os necesito, os llamaré. Pero todo va a ser para mejor. Para todos.
Emmett se relajó y me devolvió la sonrisa.
—Seth va a flipar. Quizá sería mejor que se lo dijeras tú.
Pensar en el corpulento y simpático contratista hizo que desapareciera toda mi tristeza. Seth me echaría la bronca por dejar plantado a su pareja, pero lo hacía de buen corazón.
—Ah, vamos —respondí burlona—. No serías capaz de obligarme a eso, ¿no? Ya está resultando bastante difícil.
—Yo no me opongo a que lo sea aún más.
Me reí. Sí, echaría de menos a Emmett y también mi trabajo. Mucho.
Cuando llegó el momento de mi primer descanso, todavía era temprano en Oceanside, California, así que le envié un mensaje a mi padre en lugar de llamarlo:
Avísame cuando te despiertes, ¿vale? Tengo que contarte una cosa.
Y, como sabía que, por ser policía además de padre, Charlie se iba a preocupar, añadí:
No es nada malo. Sólo una noticia.
Apenas había dejado el teléfono en la encimera de la sala de descanso para ponerme una taza de café cuando empezó a sonar. El atractivo rostro de mi padre iluminó la pantalla, mostrando en su foto los ojos grises que yo había heredado de él.
De repente, me sentí hecha un manojo de nervios. Cuando cogí el teléfono, la mano me temblaba. Quería mucho a mis progenitores, pero siempre había creído que mi padre sentía las cosas de una forma más profunda que mi madre. Y, mientras ella nunca dudaba en dejar claro cómo podía solucionar mis defectos, él no parecía notar que tuviese ninguno. Sólo pensar en decepcionarlo o hacerle daño me parecía una crueldad.
—Hola, papá. ¿Cómo estás?
—Eso te iba a preguntar, cariño. Yo estoy como siempre, ¿y tú? ¿Qué ha pasado?
Me acerqué a la mesa más cercana y me senté para poder tranquilizarme.
—Te he dicho que no pasaba nada malo y, aun así, pareces preocupado. ¿Te he despertado?
—Es mi deber preocuparme —respondió con un cálido tono divertido en su voz profunda—. Y me estaba preparando para salir a correr antes de empezar la jornada, así que no, no me has despertado. Dime qué noticia es ésa.
—Eh... —me quedé muda y tragué saliva—. Dios, esto resulta más difícil de lo que creía. Le había dicho a Edward que era mamá la que me preocupaba, que a ti te parecería bien. Y, aquí estoy, tratando de...
—Isabella.
Respiré hondo.
—Edward y yo nos hemos casado a escondidas.
El teléfono se quedó en un inquietante silencio.
—¿Papá?
—¿Cuándo? —su voz rasgada me hundió.
—Hace un par de semanas.
—¿Antes de que vinieses a verme?
Me aclaré la garganta.
—Sí.
Silencio.
Dios mío. Aquello era de lo más cruel. Apenas hacía unas semanas que le había contado lo de la violación de Nathan y casi lo había matado. Y, ahora, esto...
—Papá, me estás asustando. Estábamos en aquella isla y todo era precioso, muy bonito. En el hotel en el que nos alojábamos se celebran bodas continuamente, facilitan mucho las cosas, como en Las Vegas. Tienen a un oficiante que se encarga de los permisos. Simplemente, fue el momento ideal, ya sabes. La oportunidad perfecta. —la voz se me quebró—. Papá, por favor, di algo.
—Yo... No sé qué decir.
Una lágrima abrasadora se deslizó por mi cara. Mamá había preferido el dinero antes que el amor, y Edward era un claro ejemplo del tipo de hombre al que ella habría elegido en lugar de a mi padre. Yo sabía que aquello había supuesto un golpe que mi padre había tenido que superar, y ahora nos encontrábamos con este obstáculo.
—Pero vamos a seguir con la boda —le dije—. Queremos que nuestros amigos y nuestras familias estén con nosotros cuando pronunciemos nuestros votos.
—Eso era lo que esperaba, Bella. —soltó un gruñido—. ¡Maldita sea, me siento como si Cross acabara de arrebatarme algo! Se supone que tengo que entregarte yo, me había hecho a esa idea. Y ¿él sale corriendo sin más y se casa contigo? Y ¿no me lo dijiste? ¿Estuviste aquí, en mi casa, y no me lo contaste? Eso me duele, Bella. Me duele.
No hubo forma de contener las lágrimas después de eso. Llegaron como un torrente abrasador, empañándome la visión y cerrándome la garganta.
Me sobresalté cuando la puerta de la sala de descanso se abrió y entró Will Granger.
—Es probable que esté aquí —dijo mi compañero—. Y aquí está...
Se interrumpió al ver mi cara, y de sus ojos desapareció la sonrisa tras sus gafas rectangulares.
Un brazo con una manga oscura apareció y lo apartó a un lado.
Edward.
Estaba en la puerta. Sus ojos se clavaron en mí y se volvieron fríos como el hielo. De repente, era como un ángel vengador, y su elegante traje oscuro le hacía parecer serio y peligroso, con su expresión endurecida tras una hermosa máscara.
Pestañeé mientras mi cerebro trataba de adivinar por qué estaba allí. Antes de conseguirlo, él ya se encontraba delante de mí con mi teléfono en la mano. Bajó la mirada hacia la pantalla antes de acercárselo al oído.
—Charlie. —el nombre de mi padre sonó como una advertencia—. Parece que has hecho que Bella se sienta mal, así que ahora vas a hablar conmigo.
Will salió y cerró la puerta.
A pesar del tono afilado de las palabras de Edward, sus dedos me acariciaron la mejilla con una suavidad infinita. Sus ojos me miraban, y su color azul lleno de una rabia heladora casi me hizo estremecer.
Joder. Edward estaba enfadado. Y mi padre también. Lo oí gritar desde mi silla.
Agarré la muñeca de Edward y negué con la cabeza, sintiendo de repente pánico porque los dos hombres a los que más quería pudieran terminar disgustándose e incluso odiándose.
—No pasa nada —susurré—. No pasa nada.
Cuando volvió a hablar de nuevo con mi padre, la voz de Edward sonó firme y controlada, y eso sólo consiguió asustarme aún más.
—Tienes derecho a estar enfadado y a sentirte herido, lo reconozco. Pero no voy a permitir que mi mujer sufra por esto. Está claro que, al no tener hijos, no puedo imaginarme lo que se siente.
Traté de escuchar, con la esperanza de que la reducción del volumen de su voz significara que mi padre se estaba tranquilizando en lugar de alterarse más.
De repente, Edward se puso tenso y apartó la mano de mí.
—No, a mí no me gustaría que mi hermana se escapara para casarse en secreto. Dicho lo cual, no es con ella con quien yo lo pagaría.
Compuse un gesto de dolor. Mi padre y mi marido tenían eso en común: ambos se mostraban increíblemente protectores con las personas a las que querían.
—Estaré dispuesto en cualquier momento, Charlie. Iré a verte, si es lo que quieres.
Cuando me casé con tu hija, acepté responsabilizarme por completo de ella y de su felicidad. Si hay que enfrentarse a alguna consecuencia, no me costará nada hacerlo.
Los ojos de Edward se entornaron mientras escuchaba.
A continuación, se sentó enfrente de mí, dejó el teléfono sobre la mesa y conectó el altavoz.
La voz de mi padre inundó la sala.
—¿Bells?
Cogí aire temblorosa y apreté la mano que Edward había extendido hacia mí.
—Sí, estoy aquí, papá.
—Cariño. —respiró hondo también—. No te enfades, ¿vale? Es sólo que necesito asimilar esto. No me lo esperaba y tengo que poner en orden mis pensamientos. ¿Podemos hablar esta noche, cuando salga de mi turno?
—Sí, claro.
—Bien. —hizo una pausa.
—Te quiero, papá. —el sonido de mi llanto atravesó mi voz y Edward acercó su silla apresando mis piernas con las suyas.
Era increíble notar la fuerza que yo hacía salir de él. Era un alivio poder contar con él. Aquello era distinto del apoyo de Jazz. Mi mejor amigo era una caja de resonancia, un animador, un bromista. Edward era un escudo protector.
Y yo tenía que ser lo suficientemente fuerte como para admitir cuándo necesitaba uno.
—Yo también te quiero, pequeña —dijo mi padre con un deje de dolor y pena que se me clavó en el corazón—. Luego te llamo.
—Vale, yo... —¿qué más podía decir? No tenía ni idea de cómo arreglar aquello —. Adiós.
Edward puso fin a la llamada y, a continuación, tomó mi mano con la suya. Tenía los ojos clavados en mí, y el hielo se derritió para convertirse en ternura.
—No tienes de qué avergonzarte, Bella. ¿Está claro?
Asentí.
—No lo hago.
Me cogió la cara entre las manos y me limpió las lágrimas con los pulgares.
—No soporto verte llorar, cielo.
Me obligué a contener la pena que aún sentía para esconderla en un rincón donde después pudiera encargarme de ella.
—¿Por qué estás aquí? ¿Cómo lo sabías?
—He venido a darte las gracias por las flores. —murmuró.
—Ah. ¿Te gustan? —conseguí componer una sonrisa—. Quería que pensaras en mí.
—Todo el tiempo. A cada minuto. —me agarró de la cintura y me arrastró hacia él.
—Podrías haberte limitado a enviar una nota.
—Sí. —una especie de sonrisa hizo que el corazón se me disparara—. Pero entonces no podría hacer esto.
Edward me llevó a su regazo y me besó intensamente.
¿Seguimos viéndonos en casa esta noche?, decía el mensaje de Jazz mientras yo esperaba en el ascensor para bajar al vestíbulo a mediodía. Mi madre estaba ya esperándome allí, y yo estaba tratando de poner orden en mis pensamientos. Teníamos que hablar de muchas cosas.
Dios, cómo deseaba que ella pudiese ayudarme a enfrentarme a todo aquello.
Ése es el plan—respondí a mi querido y, a veces, fastidioso compañero de piso mientras entraba en el ascensor—. Aunque tengo una cita después del trabajo y, luego, cena con Edward. Quizá llegue tarde.
¿Una cena? Tienes que ponerme al día.
Sonreí.
Por supuesto.
Me ha llamado Alec.
Solté un resoplido al leer el mensaje, como si hubiese estado conteniendo la respiración. Supongo que, en cierto modo, había sido así.
No podía culpar al intermitente novio de Jazz por haberse retirado cuando se enteró de que la chica con la que Jazz se acostaba se había quedado embarazada. A Alec ya le había costado lidiar con la bisexualidad de Jazz y, ahora, ese bebé implicaba que siempre habría una tercera persona en su relación.
No me cabía duda de que Edward debería haberse comprometido antes con Alec en lugar de mantener sus puertas abiertas, pero comprendía el miedo que se ocultaba tras sus actos. Conocía demasiado bien las ideas que le cruzan a uno por la mente cuando se ha pasado por lo que Jazz y yo habíamos sufrido, más aún cuando te ves ante una persona increíble que te ama.
Si fue demasiado bueno para ser verdad, ¿cómo podría haber sido real?
Yo también comprendía a Alec y, si se había rendido, respetaba su decisión. Sin embargo, era lo mejor que le había ocurrido a Jazz en mucho tiempo. Me iba a dar mucha lástima que no consiguiesen salir adelante.
¿Qué te ha dicho?
Te lo cuento cuando nos veamos.
Jazz, no seas cruel.
Tardó en responder, no lo hizo hasta que yo ya estaba pasando por los torniquetes de salida.
Ya, y eso lo dices precisamente tú.
Me entristecí, porque no había forma de tomar aquello como una buena noticia. Me aparté para dejar que otras personas me adelantaran. Le respondí:
Te quiero mucho, Jasper Hale.
Yo también te quiero, preciosa.
—¡Bella!
Mi madre cruzó el espacio que nos separaba con sus delicadas sandalias de tacón, una mujer en la que era imposible no reparar en medio de la multitud de gente que entraba y salía del edificio Crossfire a la hora del almuerzo. Por su pequeña estatura, Renne Cullen podría haberse perdido en medio de aquel océano de trajes, pero llamaba demasiado la atención como para que eso pudiera ocurrir.
Carisma. Sensualidad. Fragilidad. Aquélla era una mezcla explosiva que había convertido a Marilyn Monroe en una estrella, y también podía decirse lo mismo de mi madre. Vestida con un mono azul marino sin mangas, Renne Cullen parecía más joven de lo que era, y más segura de lo que yo sabía que se sentía. Las panteras de Cartier que le colgaban del cuello y de la muñeca informaban a cualquiera que la viera de que se trataba de una mujer cara.
Vino directa a mí y me estrechó en un abrazo que me cogió por sorpresa.
—Mamá.
—¿Estás bien? —se apartó para mirarme a la cara.
—¿Qué? Sí, ¿por qué?
—Me ha llamado tu padre.
—Ah. —la miré con cautela—. No se ha tomado bien la noticia.
—No. —entrelazó su brazo con el mío y nos dirigimos a la puerta—. Pero lo superará. No estaba preparado para dejarte marchar.
—Porque le recuerdo a ti.
Para mi padre, mi madre había sido la que se había marchado. Aún la amaba, incluso después de más de dos décadas separados.
—Tonterías, Bella. Nos parecemos, pero tú eres mucho más interesante.
Eso me hizo soltar una carcajada.
—Edward dice que soy interesante.
Ella me miró con una amplia sonrisa, lo que hizo que el hombre que pasaba por su lado tropezara.
—Por supuesto. Conoce bien a las mujeres. Por muy guapa que seas, hace falta algo más que belleza para conseguir que se case contigo.
Me detuve junto a la puerta giratoria para dejar que mi madre saliera antes. Una ráfaga de calor húmedo me golpeó cuando salí con ella a la acera e hizo que al instante mi piel se empañara con el sudor. A veces dudaba que pudiera acostumbrarme a aquella humedad, pero consideraba que ése sería uno de los precios que tendría que pagar por vivir en la ciudad a la que tanto amaba. La primavera había sido preciosa, y sabía que el otoño también lo sería, la época perfecta del año para renovar mis votos con el hombre que era el dueño de mi corazón y de mi alma.
Estaba dando gracias a Dios por el aire acondicionado cuando vi al jefe de seguridad de Cullen esperando junto al coche negro en el bordillo.
Cayo Clancy me saludó con un asentimiento relajado y confiado. Su forma de comportarse era tan profesional como siempre, aunque sentía tal gratitud hacia él que me costó trabajo no abrazarlo y darle un beso.
Edward había matado a Nathan para protegerme. Cayo se había asegurado de que Edward no tuviera que pagar nunca por ello.
—Hola. —le dije mientras veía mi sonrisa reflejada en sus gafas de aviador con cristales de espejo.
—Bella. Me alegra verte.
—Yo estaba pensando lo mismo de ti.
No respondió con una amplia sonrisa. No era propio de él. Pero, aun así, la noté.
Mi madre entró primero y, después, subí junto a ella al asiento de atrás. Antes incluso de que Cayo rodeara el coche por detrás, ella se giró para mirarme y cogerme la mano.
—No te preocupes por tu padre. Tiene ese pronto tan propio de los latinos, pero se le pasa enseguida. Lo único que quiere es asegurarse de que eres feliz.
Apreté sus dedos con suavidad.
—Lo sé. Pero lo que de verdad deseo es que papá y Edward se lleven bien.
—Son dos hombres muy testarudos, cariño. De vez en cuando, van a chocar.
Tenía razón. Yo soñaba con que los dos se llevaran como lo hacen los hombres, que charlaran sobre deporte o coches, que bromearan a la vez que se daban en la espalda las palmadas que normalmente acompañaban a ese tipo de cosas. Pero tenía que enfrentarme a la realidad, fuera cual fuese el resultado.
—Tienes razón —reconocí—. Ambos son adultos. Lo solucionarán. —o eso esperaba.
—Por supuesto que lo harán.
Con un suspiro, miré por la ventanilla.
—Creo que he encontrado una solución para lo de Rosalie Giroux.
Hubo una pausa.
—Bella, tienes que quitarte a esa mujer de la cabeza. Al pensar en ella le estás dando un poder que no se merece.
—Permitimos que se convirtiera en un problema siendo tan reservados.
Volví a mirar a mi madre.
—El mundo tiene un apetito voraz por todo lo de Edward. Es guapo, rico, atractivo y brillante. La gente quiere saberlo todo sobre él, pero ha mantenido su privacidad hasta tal extremo que apenas saben nada. Eso le ha dado pie a Rosalie para escribir su biografía sobre la época en la que estuvo con él.
Me miró con recelo.
—¿Qué estás pensando?
Busqué en mi bolso y saqué una pequeña tableta.
—Necesitamos más cosas así.
Giré la pantalla para mostrarle la imagen de Edward y de mí que habían tomado unas horas antes mientras estábamos delante del Crossfire. El modo en que me agarraba por la nuca denotaba tanta ternura como posesión, mientras que el modo en que yo inclinaba la cabeza hacia él reflejaba amor y adoración. El estómago se me revolvió al ver que un momento tan íntimo era mostrado ante la mirada lujuriosa de todo el mundo, pero tenía que superarlo. Tenía que ofrecerles más.
—Edward y yo tenemos que dejar de ocultarnos —continué—. Nos tienen que ver.
Pasamos demasiado tiempo encerrados. La gente quiere que este playboy multimillonario se convierta por fin en el príncipe azul. Quieren cuentos de hadas, mamá, y finales felices. Necesito darle a la gente la historia que desea y, al hacerlo, conseguiré que Rosalie y su libro parezcan algo patético.
Ella echó los hombros hacia atrás.
—Es una idea terrible.
—No. No lo es.
—¡Es terrible, Bella! No se vende una intimidad que tanto ha costado conseguir a cambio de nada. Si alimentas esa hambre de la gente, no lograrás sino hacerla más grande. ¡Por el amor de Dios, no querrás convertirte en un personaje de las revistas!
Apreté la mandíbula.
—No voy a hacerlo así.
—¿Por qué quieres arriesgarte? —levantó la voz y se volvió más estridente—. ¿Por Rosalie Giroux? ¡Su libro saldrá y desaparecerá en un abrir y cerrar de ojos, pero tú nunca podrás deshacerte de la atención de los demás una vez que los invites a ello!
—No te comprendo. ¡No existe el modo de estar casada con Edward sin ser el centro de atención! Más me vale tomar el control y ser yo misma la que prepare el terreno.
—¡Existe una diferencia entre ser famoso y convertirte en titular de las revistas!
Solté un leve gruñido.
—Creo que te estás poniendo demasiado melodramática.
Ella negó con la cabeza.
—Te lo advierto: ésa no es la forma de arreglar esta situación. ¿Lo has hablado con Edward? No me lo imagino aceptando algo así.
Me quedé mirándola, claramente sorprendida ante su reacción. Había creído que estaría de acuerdo, teniendo en cuenta lo que pensaba sobre lo que era un buen casamiento y los privilegios que eso ofrecía.
Fue entonces cuando vi el miedo en su boca apretada y sus ojos nublados.
—Mamá. —suavicé la voz mientras me reprochaba no haberme dado cuenta antes
—. Ya no tenemos que seguir preocupándonos por Nathan.
Ella me miró con igual intensidad.
—No —respondió, aunque sin mostrar un ápice de tranquilidad—. Pero ver que todo lo que haces, que todo lo que dices o decides es diseccionado para diversión del público puede convertirse en una pesadilla.
—¡No voy a permitir que nadie en el mundo dicte cómo deben percibirse mi matrimonio ni mi persona! —estaba harta de sentirme una víctima. Quería ser yo la que pasara a la ofensiva.
—Bella, no vas a...
—Pues dame una alternativa que no sea la de quedarme sentada sin hacer nada y mirando para otro lado, mamá. —aparté los ojos de ella—. No vamos a ponernos de acuerdo y no voy a cambiar de idea a menos que haya un plan distinto sobre la mesa.
Ella dejó escapar un gemido de frustración y, a continuación, se quedó callada.
Flexioné los dedos con el deseo de enviarle un mensaje a Edward para desahogarme. Una vez me había dicho que se me daría muy bien la gestión de las crisis.
Me había sugerido que dedicara mi talento a Cross Industries.
¿Por qué no empezar con algo mucho más íntimo e importante?
¡Hola, nenas! ¡Regresamos con todo! Me encanta volver a estar por estos lares con esta hermosa historia. Ya extrañaba a mi señor y señora Cross. Ya me han preguntado que porque no adapte los nombres también. No lo hice por respeto a la historia y su esencia. Es la gran historia con mucha personalidad y el apellido de nuestro protagonista es parte de eso, representa muchas cosas. Así que por eso preferí dejarlo asi. Volviendo al capítulo, ¿cómo lo vieron? Comenzamos con la reconciliación y con una Bella muy determinada a poner en orden sus prioridades. La primera vez que leí este primer capítulo me choco un poco porque llevaba esperando las cuatro partes anteriores para ver a una Bella más decidida en lo que respecta a su relación con Edward. Me hubiera gustado ver esa parte de ella desde mucho antes. Ya veremos cómo funcionan las cosas de ahora en adelante. ¿Qué les parece su idea para minimizar el impacto del libro de Rosalie? En lo personal me gusta. Es hora de que Bella demuestre de que está hecha la señora Cross. ¡Besos!
Las leo en sus reviews siempre (me encanta leerlas) y no lo olviden que: #DejarUnReviewNoCuestaNada.
—Ariam. R.
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