Todos los personajes pertenecen a Stephenie Meyer. La historia es completamente de la maravillosa Silvya Day, yo solo hago la adaptación. Advertencia: alrededor de esta historia se tocan algunos temas delicados sobre el abuso infantil y violación, así como escenas graficas de sexo. Pueden encontrar disponible la saga Crossfire en línea (Amazon principalmente) o librerías. Todos mis medios de contacto (Facebook y antigua cuenta de Wattpad) se encuentran en mi perfil.


La mano me temblaba mientras servía café recién hecho en tres tazas. No estaba segura de sí era porque estaba muy enfadada o porque tenía miedo. La verdad es que sentía ambas cosas. Al ser hija de un policía, conocía las normas no escritas que seguían aquellos que trabajaban tras el muro de silencio de las fuerzas del orden. Y, después de todo lo que habíamos sufrido Edward y yo en torno a la muerte de Nathan, ahora estaba doblemente en guardia.

Pero no eran los agentes Graves y Michna de la brigada de homicidios los que querían hablar conmigo. No estaba segura de si eso me ponía más o menos nerviosa.

Ellos suponían lo malo ya conocido, por así decir. Y, aunque no iría tan lejos como para considerar a Shelley Graves una aliada, ella había dejado el caso cuando aún le quedaban algunas preguntas sin respuesta.

Esta vez eran los agentes Peña y Williams los que habían aparecido en mi puerta. Y había sido Victoria Lucas quien los había enviado. Esa maldita zorra.

Tuve que poner fin a mi cita con Blaire Ash, consciente de que era inevitable que el diseñador se cruzara con los agentes en el vestíbulo cuando saliera del ascensor privado. No tenía tiempo de preocuparme de qué pensaría al respecto. En lugar de eso, aproveché el breve lapso que estuve sola para llamar a Raúl y decirle que buscase a Arash Madani. Quise telefonear a Edward, pero estaba con el doctor Vulturi y pensé que aquello era más importante. Yo podía encargarme de la policía.

Sabía cuáles eran las medidas fundamentales: que un abogado estuviera presente y ser breve. No dar explicaciones ni ofrecer información que no se me pidiera.

Coloqué las tres tazas de café en una bandeja y busqué algo para servir la leche.

—No tiene por qué molestarse, señorita Dwyer. —dijo el agente Peña mientras él y su compañera entraban en la cocina con sus gorras bajo el brazo. Peña tenía una cara de niño que lo hacía parecer más joven de lo que realmente era.

Supuse que tendría en torno a mi edad. Williams era una voluptuosa mujer negra de corta estatura, con una afilada mirada de policía que indicaba que había visto cosas que yo no querría ver nunca.

Les pedí que esperaran en la sala de estar pero, en lugar de hacerlo, me siguieron.

Eso hizo que me sintiera perseguida, y estoy segura de que, en parte, era su intención.

—No es ninguna molestia. —dejé de preocuparme por la leche y simplemente puse la botella sobre la isla de la cocina—. Además, estoy esperando a que llegue mi abogado, así que no puedo hacer mucho más mientras tanto.

La agente Williams me miraba con frialdad, como si se preguntara por qué sentía la necesidad de tener a un abogado conmigo.

Yo no tenía por qué justificarme, pero sabía que no tendría nada de malo hacerles saber por qué actuaba con cautela.

—Mi padre es policía en California —expliqué—. Me regañaría si no siguiera su consejo.

Tomé el bote del azúcar que había sacado de la despensa y la puse en la bandeja antes de acercarla a la isla.

—¿En qué lugar de California? —preguntó Peña mientras cogía una taza y se tomaba su café solo.

—Oceanside.

—Eso está en la zona de San Diego, ¿verdad? Muy bonito.

—Sí que lo es.

Williams cogió su café con un poco de leche desnatada y un montón de azúcar que se sirvió directamente del bote.

—¿El señor Cross está aquí? —preguntó.

—Está en una reunión.

Continuó con la mirada fija en mí mientras se llevaba la taza a los labios.

—¿Quién era el hombre que salía cuando hemos subido?

La deliberada despreocupación de su tono hizo que me alegrara de haber mandado buscar a Arash. No creí ni por un segundo que su pregunta fuese simplemente por hablar de algo.

—Blaire Ash. Es el diseñador de interiores que se está encargando de unas reformas que estamos haciendo.

—¿Vive usted aquí? —preguntó Peña—. Nos hemos pasado por un apartamento del Upper West Side que tenemos entendido que es suyo.

—Estoy preparando mi mudanza.

Se apoyó en la isla y miró alrededor.

—Bonita casa.

—Yo también lo creo.

Williams me miró a los ojos.

—¿Lleva mucho tiempo saliendo con Edward Cross?

—Lo cierto es que está casada conmigo. —respondió Edward entrando por la puerta en ese momento.

Peña se incorporó y tragó saliva rápidamente. Williams dejó su taza con la fuerza suficiente como para que se le derramara un poco de café.

Edward paseó la mirada por todos nosotros y, después, me observó fijamente.

Estaba perfecto, con su traje impoluto, su corbata inmaculadamente anudada y su pelo cobrizo alrededor de aquel rostro tan salvajemente hermoso. Había un leve atisbo de barba incipiente alrededor de su provocativa boca. Aquello y el sensual largo de su pelo le daban un toque peligroso a su, por lo demás, civilizada apariencia.

Ni siquiera los dos policías que se encontraban entre ambos pudieron contener la oleada de deseo que me invadió al verlo.

Vi cómo se acercaba a mí a la vez que se quitaba la chaqueta del traje, como si fuese de lo más normal que dos agentes de la policía de Nueva York estuviesen allí para interrogarme. La lanzó sobre el respaldo de un taburete de la isla y vino a mi lado.

Me quitó el café de las manos y me dio un beso en la sien.

—Edward Masen Cross —dijo extendiendo la mano hacia los dos agentes—. Y éste es nuestro abogado, Benjamín Madani.

Fue entonces cuando vi que Benjamín había entrado en la cocina detrás de mi marido.

Los agentes, tan concentrados en Edward, tampoco parecían haberlo visto.

Con su absoluta seguridad, su buen aspecto con su traje oscuro y su encanto relajado, Benjamín entró en la habitación y se hizo cargo de la situación tras presentarse con una amplia sonrisa. La diferencia entre él y Edward era sorprendente. Ambos eran elegantes, atractivos y serenos. Ambos educados. Pero Benjamín se mostraba accesible y cercano. Edward, en cambio, más imponente y distante.

Levanté la vista hacia mi marido y vi cómo bebía de mi taza.

—¿Prefieres café solo?

Bajó la mano por mi espalda con la mirada fija en los agentes y en Benjamín.

—Me encantaría.

—Me alegra que esté aquí, señor Cross —dijo Peña—. La doctora Lucas también ha presentado una demanda contra usted.

—Pues ha sido divertido. —dijo Benjamín una hora después tras acompañar a los agentes hasta el ascensor.

Edward le lanzó una mirada demoledora mientras abría con destreza una botella de malbec.

—Si ésa es tu idea de la diversión, es que necesitas salir más.

—Estaba pensando hacerlo hoy, con una rubia muy atractiva, debo añadir, hasta que he recibido tu llamada. —Benjamín apartó uno de los taburetes de la isla de la cocina y se sentó.

Yo recogí todas las tazas y las llevé al fregadero.

—Gracias, Benjamín. —dije.

—No hay de qué.

—Apuesto a que no entras en los juzgados con mucha frecuencia, pero quiero estar allí la próxima vez que lo hagas. Eres estupendo.

Sonrió.

—Me aseguraré de avisarte.

—No le des las gracias por hacer su trabajo. —murmuró Edward. Sirvió el vino rojo oscuro en tres copas.

—Le estoy dando las gracias por hacer su trabajo bien. —le repliqué, aún impresionada por el modo en que trabajaba Benjamín. El abogado era carismático y encantador, al igual que humilde cuando buscaba un fin. Hacía que todos se relajasen y, después, los dejaba hablar mientras calculaba cuál era su mejor ángulo de ataque.

—Y ¿para qué narices crees que le pago tanto? ¿Para que la fastidie?

—Tranquilo, campeón —dije con voz calmada—. No dejes que esa zorra pueda contigo. Y no utilices ese tono conmigo ni con tu amigo.

Benjamín me hizo un guiño.

—Creo que está celoso porque yo te gusto tanto.

—¡Ja! —a continuación, vi la mirada fulminante que Edward le echó a Benjamín y me sorprendí—. ¿En serio?

—Volviendo al asunto en cuestión, ¿cómo vas a arreglar esto? —lo retó mi marido, atravesando con la mirada a su amigo por encima de su copa de vino.

—¿Arreglar lo que vosotros habéis fastidiado? —preguntó Benjamín con sus ojos marrones brillando con una risa silenciosa—. Los dos le habéis dado a Victoria Lucas munición para hacer esto al haber ido a su lugar de trabajo en dos ocasiones distintas. Habéis tenido mucha suerte de que haya adornado su historia con una pequeña acusación de asalto contra Bella. Si llega a ceñirse a la verdad, os tendría a los dos cogidos del cuello.

Fui al frigorífico y empecé a sacar cosas para preparar la cena. Llevaba toda la noche reprendiéndome a mí misma por haber sido tan estúpida. Nunca se me había ocurrido pensar que ella podría revelar de forma voluntaria su sórdida aventura extramatrimonial con Edward. Se suponía que era una importante miembro de la comunidad sanitaria y su marido un reconocido pediatra.

La había subestimado. Y no había hecho caso de Edward cuando me había advertido de que era peligrosa. La consecuencia era que había presentado una demanda legítima diciendo que primero Edward había entrado en su consulta durante una sesión de terapia y que, luego, yo le había tendido una emboscada de nuevo en su trabajo dos semanas después.

Benjamín aceptó la copa que Edward le tendió.

—Puede que el fiscal del distrito decida o no ir contra ella por haber mentido en su denuncia, pero ella ha dañado su credibilidad al haber acusado a Bella de que le ha puesto la mano encima cuando la grabación de la cámara de seguridad prueba que no fue así. Por cierto, una gran suerte que la tuvieras.

Saber que efectivamente Edward era el propietario del edificio donde trabajaba Victoria Lucas no me sorprendió mucho. Mi marido necesitaba control, y tener ese tipo de vigilancia en los negocios del matrimonio Lucas era muy propio de él.

—No tendría por qué decirlo —prosiguió Benjamín—, pero cuando os enfrentéis a un loco, no entréis al trapo.

Edward me miró enarcando una ceja. Era irritante, pero tenía razón. Me lo había dicho.

El abogado nos lanzó sendas miradas de advertencia.

—Intentaré que se anule su falsa demanda de asalto y veré si puedo sacarle provecho presentando una contrademanda por acoso. También trataré de pedir órdenes de alejamiento para ti y para Jasper Hale pero, aparte de eso, tenéis que manteneros alejados, muy alejados de ella.

—Desde luego. —le aseguré, aprovechando la oportunidad para palpar el bonito y tenso culo de mi marido al pasar por su lado.

Él giró la cabeza para hacerme una mueca. Yo le lancé un beso al aire.

Me hacía gracia que pudiera sentir los más mínimos celos. Lo más impresionante de Benjamín era que se hacía valer ante Edward. Desde luego, no lo superaba. Aunque yo había visto que Benjamín podía ser tan intimidatorio como él, no lo era por naturaleza. Edward era siempre peligroso. Nadie lo tomaba nunca por otra cosa. Aquello me atraía enormemente de él, puesto que sabía que jamás lo domesticaría. Y, Dios, qué guapo era. Él también lo sabía. Sabía lo deslumbrada que yo me sentía por él.

Aun así, aquel monstruo de ojos verdes podía sacar lo mejor de él.

—¿Te quedas a cenar? —le pregunté a Benjamín—. Todavía no sé qué voy a preparar, pero hemos arruinado tus planes y me siento mal por eso.

—Sigue siendo temprano. —Edward dio un fuerte sorbo a su vino—. Aún puede hacer otros planes.

—Me encantaría quedarme a cenar. —dijo Benjamín con una sonrisa maliciosa.

No pude resistirme a meterle mano otra vez, así que extendí el brazo alrededor del cuerpo de mi marido para coger mi vino y le acaricié la pierna al hacerlo. Rocé mis pechos por su espalda al retirarlo.

Con la velocidad de un rayo, Edward me agarró la muñeca, la apretó y un escalofrío de excitación me atravesó el cuerpo.

Sus ojos azules me ponían muy caliente.

—¿Quieres portarte mal? —preguntó con voz sedosa.

Sentí una instantánea desesperación por él. Porque tenía un aspecto tranquilo y de lo más civilizado y contenido mientras prácticamente me estaba preguntando si quería follar.

No tenía ni idea de cuánto lo deseaba.

Oí un leve zumbido. Con mi muñeca aún sujeta, Edward miró a Benjamín, al otro lado de la encimera.

—Pásame el teléfono.

El abogado me miró y negó con la cabeza, incluso mientras se giraba para sacar el teléfono de Edward de la chaqueta que estaba sobre el taburete.

—Nunca entenderé cómo lo aguantas. —dijo.

—Es estupendo en la cama —bromeé—. Y allí no es nada arisco, así que...

Edward me atrajo hacia sí y me mordió el lóbulo de la oreja. Los pezones se me pusieron de punta. Él soltó un gruñido casi inaudible sobre mi cuello, aunque dudé que le importara que Benjamín pudiera oírlo.

Jadeante, me aparté y traté de concentrarme en cocinar. Nunca antes había utilizado la cocina de Edward. No tenía ni idea de dónde estaban las cosas ni de qué había en la despensa, aparte de lo que había atisbado mientras preparaba el café para la policía.

Encontré una cebolla, un cuchillo y una tabla para cortar. Por muy agradecida que me sintiera por la distracción, tenía que hacer algo más, pues estábamos los dos muy acelerados.

—De acuerdo —dijo Edward al teléfono con un suspiro—. Ya voy.

Lo miré.

—¿Tienes que ir a algún sitio?

—No. Marco va a subir a Lucky.

—¿Quién es Lucky? —preguntó Benjamín.

—El perro de Edward.

El abogado parecía bastante sorprendido.

—El que tengo ahora. —aclaró Edward en tono triste antes de salir de la cocina.

Cuando volvió un momento después con Lucky, que le lamía el mentón sin parar de retorcerse, me derretí. Ahí estaba, con su chaleco y en mangas de camisa, un titán de la industria, una potencia mundial, agobiado por el cachorro más bonito del mundo.

Cogí su teléfono, lo activé y le hice una foto.

Ésa iba a caer enmarcada cuanto antes.

Mientras lo pensaba, le envié un mensaje a Jazz:

Hola, soy Eva. ¿Quieres venir a cenar al ático?

Esperé un poco a que respondiera. A continuación, dejé el teléfono de Edward y seguí cortando cebolla.

—Debería haberte hecho caso con lo de Victoria —le dije a Edward cuando volvimos a la sala de estar tras despedir a Benjamín—. Lo siento.

Su mano en la parte inferior de mi espalda se deslizó más allá y me agarró de la cintura.

—No lo sientas.

—Debe de ser frustrante para ti lidiar con alguien tan testarudo.

—Eres estupenda en la cama, y allí no eres tan testaruda, así que...

Me reí al oír cómo me respondía con mis propias palabras. Estaba contenta. Pasar la velada con él y con Benjamín, ver lo relajado y tranquilo que estaba con su amigo, poder moverme por el ático como si fuese mi casa...

—Me siento como si estuviera casada. —murmuré al darme cuenta de que no me había sentido de verdad así antes. Teníamos los anillos y nuestros votos, pero eso eran adornos del matrimonio, no su realidad.

—Deberías —contestó con un familiar tono arrogante—. Porque lo estás y vas a seguir estándolo el resto de tu vida.

Lo miré cuando nos acomodamos en el sofá.

—¿Y tú?

Su mirada se dirigió hacia el parquecito donde Lucky dormía.

—¿Me estás preguntando si me siento domesticado?

—Eso no va a pasar nunca. —respondí con seriedad.

Edward me miró, observándome.

—¿Quieres que lo esté?

Pasé la mano por su pierna porque no podía evitarlo.

—No.

—Esta noche te ha gustado que Benjamín estuviera aquí.

Lo miré de reojo.

—No estarás celoso de tu abogado, ¿verdad? Eso sería ridículo.

—A mí tampoco me gustaría —dijo con el ceño fruncido—. Pero no me refería a eso. Te gusta que venga gente a casa.

—Sí. —lo miré extrañada—. ¿A ti no?

Apartó la mirada con los labios apretados.

—Está bien.

Me quedé inmóvil. La casa de Edward era su santuario. Antes que a mí no había llevado a ninguna mujer allí. Había supuesto que habría recibido a sus amigos, pero quizá no. Quizá aquel ático era el lugar donde se retiraba de todo el mundo.

Le cogí la mano.

—Perdona, Edward. Debería haberte preguntado antes. No lo he pensado y debería haberlo hecho. Es tu casa.

—Nuestra casa —me corrigió a la vez que volvía los ojos hacia mí—. ¿Por qué te disculpas? Tienes todo el derecho a hacer lo que quieras aquí. No tienes que pedirme permiso para nada.

—Y tú no deberías sentirte invadido en tu propia casa.

—Nuestra casa —espetó—. Tienes que acostumbrarte a esa idea, Isabella. Rápido.

Me eché hacia atrás al ver su repentino estallido.

—Estás enfadado.

Se puso de pie y rodeó la mesa de centro con todo el cuerpo en tensión.

—Has pasado de sentirte casada a actuar como si fueses una invitada en mi casa.

—Nuestra casa —lo corregí—. Lo que significa que la compartimos y que tienes derecho a decir que preferirías que no hubiésemos tenido visita.

Edward se pasó la mano por el pelo, un claro síntoma de su creciente agitación.

—Eso no me importa una mierda.

—Pues, desde luego, actúas como si te importara. —dije en tono tranquilo.

—Joder. —me miró con las manos en sus esbeltas caderas— Benjamín es mi amigo. ¿Por qué iba a importarme que le preparases la cena?

¿Estábamos volviendo al tema de los celos?

—He preparado la cena para ti y lo he invitado a quedarse.

—Muy bien. Lo que tú digas.

—No parece que esté muy bien porque estás cabreado.

—No lo estoy.

—Pues entonces, estoy confundida y eso está empezando a cabrearme.

Su expresión se endureció. Se dio la vuelta, se acercó a la chimenea y se quedó mirando las fotos de familia que yo había puesto en la repisa.

De pronto, me arrepentí de haberlo hecho. Sería la primera en admitir que lo había empujado a cambiar más rápido de lo debido, pero había visto la necesidad de un refugio, un lugar tranquilo donde poder bajar la guardia. Quería eso para él, quería que nuestra casa supusiera eso para él. Si la convertía en un lugar que Edward quisiera evitar, si alguna vez le resultaba más fácil evitarme a mí, yo estaría poniendo en peligro ese matrimonio que para mí era más valioso que ninguna otra cosa.

—Edward. Por favor, háblame. —quizá yo también se lo había puesto difícil—. Si he sobrepasado un límite, tienes que decírmelo.

Volvió a mirarme frunciendo el ceño.

—¿De qué narices estás hablando?

—No lo sé. No entiendo por qué estás tan enfadado conmigo. Ayúdame a comprenderlo.

Él soltó un suspiro de frustración y, después, me miró a los ojos con la precisión del láser que había sacado a la luz todos los secretos que yo tenía.

—Si no hubiese nadie más en el mundo, sólo tú y yo, a mí me parecería bien. Pero para ti no sería suficiente. —dijo.

Apoyé la espalda sorprendida. Su mente era un laberinto que yo nunca podría conocer del todo.

—¿Estarías bien solamente conmigo y sin nadie más? ¿Para siempre? ¿Sin competidores a los que aplastar? ¿Sin tener que planear una dominación a escala mundial? —solté un resoplido—. Te aburrirías soberanamente.

—¿Eso es lo que crees?

—Eso es lo que sé.

—¿Y tú? —me desafió—. ¿Cómo te las apañarías sin amigos a los que invitar a casa y sin poder entrometerte en la vida de nadie más?

Entorné los ojos.

—Yo no me entrometo. —repuse.

Me lanzó una mirada paciente.

—¿Sería yo suficiente para ti si no existiera nadie más?

—No hay nadie más. —aseguré.

—Bella, responde a la pregunta.

No tenía ni idea de a qué venía aquello, pero sólo sirvió para que me resultara más fácil responderle.

—Tú me fascinas, ¿lo sabes? Nunca eres aburrido. Toda una vida a solas contigo no sería suficiente para llegar a descifrarte.

—¿Serías feliz?

—¿Teniéndote sólo para mí? Eso sería el paraíso. — sonreí—. Tengo una fantasía con Tarzán. Tú Tarzán, yo Jane.

La tensión de sus hombros se relajó visiblemente y una leve sonrisa apareció en su boca.

—Llevamos un mes casados. ¿Por qué es la primera vez que oigo eso?

—Supongo que porque prefiero esperar unos meses antes de sacar mis rarezas.

Edward me dirigió una extraña y abierta sonrisa y, al hacerlo, me fundió el cerebro.

—¿En qué consiste esa fantasía?

—Bueno, ya sabes. —moví una mano en el aire para quitarle importancia—. Una casa en un árbol, un taparrabos. Suficiente calor como para que estés cubierto por una capa de sudor, pero no demasiado. Tú estarías ardiendo por la necesidad de follar, pero no tienes ninguna experiencia. Yo tendría que enseñarte.

Se quedó mirándome.

—¿Tienes una fantasía sexual en la que yo soy virgen?

Me costó mucho no reírme ante su incredulidad.

—En todos los aspectos —respondí con absoluta seriedad—. Nunca habrías visto unos pechos ni el coño de una mujer antes que los míos. Yo tendría que enseñarte a acariciarme, decirte qué es lo que me gusta. Tú aprenderías rápido pero, después, yo tendría un hombre salvaje en mis manos. Sería increíble.

—Ésa es la realidad. —se dirigió a la cocina—. Tengo una cosa para ti.

—¿Un taparrabos?

—¿Y si te digo que es lo que va dentro de él? —respondió sin volverse.

Sonreí. Casi había esperado que regresara con vino. Me incorporé cuando vi que traía algo pequeño y de un llamativo color rojo en la mano, un color y una forma que supe que era de Cartier.

—¿Un regalo?

Edward recorrió la distancia que nos separaba con su paso seguro y sensual.

Excitada, me puse de rodillas sobre el sofá.

—¡Dámelo, dámelo!

Negó con la cabeza mientras lo levantaba en el aire al sentarse.

—No lo vas a tener hasta que yo te lo dé.

Me senté y dejé las manos sobre las piernas.

—Respondiendo a tus preguntas... —me acarició la mejilla con los dedos—. Sí, me siento casado.

El corazón se me aceleró.

—Volver a casa contigo —murmuró con los ojos clavados en mi boca—. Verte preparar la cena en nuestra cocina. Incluso tener al condenado de Arash aquí. Eso es lo que quiero. A ti. Esta vida que estamos construyendo.

—Edward... —la garganta me quemaba.

Bajó los ojos hacia la bolsa de gamuza roja de su mano. Desabrochó el botón que la cerraba y dejó caer dos medialunas de platino sobre la palma de su mano.

—¡Hala! —me llevé una mano al cuello.

Él me agarró la muñeca izquierda y la colocó suavemente sobre su regazo para deslizar por debajo la mitad de la pulsera. La otra mitad la levantó hacia mí para que yo pudiera ver lo que había grabado en su interior.

SIEMPRE MÍA. PARA SIEMPRE TUYO ~ EDWARD

—Dios mío —susurré mientras veía cómo mi marido ajustaba la mitad de la pulsera a la de abajo—. Con esto sí que me voy a acostar contigo.

Su suave carcajada hizo que me enamorara aún más de él.

La pulsera tenía un dibujo de unos tornillos que la rodeaban entera con dos tornillos de verdad a ambos lados que Edward cerró.

—Esto es para mí. —dijo levantando el destornillador en el aire.

Vi cómo se lo guardaba en el bolsillo y supe que no podría quitarme aquella pulsera sin él. No es que deseara hacerlo, me encantaba. Y también era la prueba de que tenía un alma romántica.

—Y esto es mío. —dije sentándome a horcajadas y pasando los brazos por encima de sus hombros.

Sus manos se agarraron a mi cintura y echó la cabeza hacia atrás dejando a la vista su cuello para que mis labios lo exploraran. No era una rendición. Era complacencia. Y a mí me gustaba.

—Llévame a la cama. —susurré mientras mi lengua le lamía la oreja.

Sentí que sus músculos se tensaban y, después, se flexionaban sin esfuerzo mientras él se levantaba sujetándome como si yo no pesara nada. Emití un ronroneo gutural de placer y Edward aplastó mi culo, levantándome más antes de sacarme de la sala de estar.

Yo jadeaba y el corazón me latía a toda velocidad. Mis manos estaban por todas partes, deslizándose por su pelo y sobre sus hombros, desatándole la corbata.

Quería llegar hasta su piel, sentirlo carne sobre carne. Mis labios recorrían su cara al besarlo por todos los lugares a los que podía llegar.

Caminaba con determinación pero sin prisa, su respiración era relajada y regular.

Cerró la puerta con una patada elegante y suave.

Dios mío, me volvía loca cuando actuaba con tanto autocontrol.

Trató de dejarme sobre la cama, pero yo seguí sujeta a él.

—No puedo quitarte la ropa si no me sueltas. —sólo la ronquedad de su voz delataba sus ganas.

Lo solté y abordé los botones de su chaleco.

—Quítate tú la ropa.

Apartó mis dedos para hacerlo. Yo lo miraba conteniendo la respiración mientras él empezaba a desnudarse.

La visión de sus manos bronceadas, resplandecientes con los anillos que yo le había regalado, desatándose la corbata con habilidad... ¿Cómo podía ser tan erótico?

El susurro de la seda cuando él tiró de ella. El modo despreocupado con que la dejó caer en el suelo. El calor de sus ojos cuando me miraba a la vez que yo lo miraba a él.

Era el peor de los sacrificios, la mayor tortura auto infligida, y me obligué a soportarlo. Deseaba tocarlo, pero me contuve. Lo esperé a la vez que lo deseaba. Yo nos había torturado a ambos al obligarnos a esperar, así que, como poco, me merecía aquello.

Lo había echado de menos. Había añorado tenerlo así.

El cuello de su camisa se separó cuando él sacó los botones de sus ojales, dejando al aire la columna de su cuello y, después, un atisbo de su pecho. Se detuvo en el botón que quedaba por debajo de los pectorales para provocarme y empezó a ocuparse de los gemelos de la camisa.

Se los quitó despacio, de uno en uno, y los dejó con cuidado sobre la mesilla de noche.

Un suave gemido escapó de mi boca. La desesperación se volvía salvaje en mi interior, deslizándose por mis venas como el más potente de los afrodisíacos.

Edward se quitó la camisa y el chaleco con sus hombros flexionándose y, luego, relajándose.

Era perfecto. Cada centímetro de su cuerpo. Cada trozo de músculo pulido que quedaba visible por debajo de la piel. No había nada tosco en ningún aspecto. No había demasiado de nada.

Excepto su polla.

Dios mío...

Apreté las piernas cuando él se quitó los zapatos y se bajó los pantalones y los calzoncillos por sus largas y fuertes piernas. Mi sexo se hinchó anhelante mientras la sangre se me agolpaba en lo más hondo de mi ser, con mi raja húmeda y llena de deseo.

Sus rígidos abdominales se flexionaron cuando se incorporó. Los músculos de su cadera resaltaban en forma de uve y apuntaban hacia su grueso y largo pene, que se curvaba hacia arriba entre sus piernas.

—Dios, Edward.

El líquido preseminal sobresalía por su ancho capullo. Los testículos le colgaban pesados, equilibrando el peso de su polla llena de venas. Era magnífico, hermoso en el sentido más primario, salvajemente masculino. Aquella visión provocaba toda la feminidad que había en mí.

Me lamí los labios y la boca se me humedeció. Quería saborearlo, oír su placer cuando yo no estuviese perdida en el mío, sentirlo temblar y estremecerse cuando lo llevara hasta el límite.

Edward se agarró la erección con la mano y la acarició con fuerza desde la base hasta la punta, sacando una densa perla de líquido.

—Es para ti, cielo —dijo con voz áspera—. Tómalo.

Me levanté de la cama y me dispuse a ponerme de rodillas.

Él me agarró del codo con la boca apretada.

—Desnuda. —indicó.

Me costó ponerme de pie, pues las rodillas me flaqueaban por el deseo. Más aún me costaba resistirme a arrancarme la ropa de golpe. Temblaba cuando me desaté la ajustada camiseta sin mangas, tratando de abrirla una vez desanudada con una especie de striptease.

Él inhaló aire con un siseo cuando dejé a la vista el encaje de mi sujetador. Sentía los pechos pesados y tiernos, y los pezones duros y en tensión.

Edward dio un paso hacia mí y sus manos se deslizaron por debajo de los tirantes de mis hombros para bajarlos hasta que mis pechos cayeron entre las palmas de sus manos, que los esperaban. Cerré los ojos con un leve gemido y él me apretó con suavidad, elevando mis pechos antes de acariciarme los pezones con la yema de sus pulgares.

—Debería haberte dejado vestida. —dijo con voz firme. Pero sus caricias decían otra cosa. Que yo era hermosa. Sensual. Que no podía mirar a otro sitio.

Se apartó y yo grité al echar de menos sus manos.

Su mirada era tan oscura que parecía que tenía los ojos negros.

—Ofrécemelos.

Cambié el peso de mi cuerpo de un pie a otro a la vez que mi sexo palpitaba. Moví los hombros para dejar caer la camiseta y, después, llevé las manos hacia atrás para desabrocharme el sujetador. Cayó por mis hombros y me permitió tomar mis pechos entre mis manos y levantarlos hacia él.

Inclinó la cabeza con una paciencia desesperante y pasó la punta de la lengua por mi pezón con un lento y pausado lametón. Yo quería gritar, golpearlo, hacer algo. Lo que fuera para terminar con aquel control tan enloquecedor.

—Por favor —le rogué con descaro—. Edward, por favor...

Lamió con fuerza. Tirando de mí con chupadas profundas y rápidas, moviendo frenéticamente su lengua sobre mi sensible pezón. Pude oler la lujuria animal que desprendía, feromonas y testosterona, el olor de un macho viril terriblemente excitado. Me reclamaba, exigente y dominante. Sentí su atracción. Sentí que me derretía por dentro, que me rendía.

Me tambaleé y él me agarró, haciendo que me inclinara sobre sus brazos mientras él pasaba a mi otro pecho. Sus mejillas se hundían con la fuerza de sus chupetones y mi coño se apretaba al compás. La espalda me dolía por la tensión de la postura y tuve que agarrarme a él para recibir su placer.

Aquello me excitó hasta el borde de la locura.

Yo había luchado por él. Y él había matado por mí. Había un vínculo entre nosotros, primitivo y ancestral, imposible de describir. Él podía tomarme, usarme. Era suya. Lo había obligado a esperar y él me lo había permitido por motivos que no estaba segura de saber. Sin embargo, ahora me recordaba que podía alejarme y mantener cierta distancia a veces, aunque su mano siempre sujetaría las cadenas que nos mantenían unidos. Y me atraería hacia sí siempre que le apeteciera, porque yo le pertenecía.

«Siempre mía.»

—No pares. —entrelacé mis manos con su pelo— Fóllame. Necesito tu polla dentro de mí.

Me dio la vuelta y me tumbó sobre la cama, inmovilizándome con una mano entre los omóplatos y buscando con la otra la cremallera de mis pantalones. Tiró de ella y la abrió de golpe rasgando la tela.

—¿Estás conmigo? —preguntó con un gruñido mientras metía la mano por la abertura para ponerla sobre mi nalga.

—¡Sí! ¡Dios, sí! —él ya lo sabía, pero lo había preguntado. Siempre se aseguraba de recordarme que yo tenía el control, que era yo la que le daba permiso.

Me destrozó los pantalones al bajármelos hasta las rodillas, utilizando una sola mano mientras con la otra me agarraba del pelo. Se mostraba brusco, impaciente.

Agarró el borde de mi tanga y éste se me clavó en la piel antes de romperse con un chasquido.

Luego metió la mano entre mis piernas juntas y colocó la palma sobre mi sexo.

Arqueé la espalda a la vez que el cuerpo me temblaba.

—Dios, estás húmeda. —me metió un dedo. Lo sacó. Metió dos—. Joder, qué empalmado me tienes.

Los tiernos tejidos se aferraron a sus dedos. Edward los retiró y los movió en círculo sobre mi clítoris, frotándolo. Yo me apreté sobre las yemas de sus dedos, buscando el placer que necesitaba a la vez que de mi garganta salían tenues sonidos de súplica.

—No te corras hasta que esté dentro de ti. —dijo con un gruñido. Me agarró la cadera con ambas manos y me echó hacia atrás al tiempo que apuntaba el ancho capullo de su polla hacia mi raja.

Se detuvo un momento con una respiración fuerte y alta. A continuación, se introdujo dentro de mí. Yo grité con la boca sobre el colchón, abriéndome y llenándome de él, retorciéndome para recibirlo.

Edward me sostuvo en alto y mis pies se levantaron del suelo. Movió la cadera para invadir lo poco que quedaba de espacio dentro de mí, taladrándome con su pene. Yo apreté cada centímetro de él, palpitando a su alrededor con un placer frenético.

—¿Estás bien? —espetó hundiendo sus dedos en mi carne.

Me eché hacia atrás con los brazos, tan a punto de correrme que me dolía.

—Más.

A través del rugido de la sangre en mis oídos, lo oí gritar mi nombre con un gruñido.

Su polla se volvió más gruesa y larga y se sacudió al llegar al orgasmo con fuertes chorros. Parecían no terminar nunca, y quizá fuera así, porque empezó a follarme en medio de su orgasmo bombeando su caliente y cremoso semen, que me iba invadiendo. Al notar que se corría, mi orgasmo estalló. Me llenó todo el cuerpo con potentes espasmos y me retorcí con fuertes temblores.

Con las uñas clavadas en la colcha, traté de mantener el equilibrio mientras Edward me embestía con su polla, perdido en un excitante y feroz orgasmo. La viscosidad de su semen humedeció los labios de mi sexo y, después, fue cayéndome por las piernas.

Soltó un gemido y embistió más adentro a la vez que encorvaba la cadera, taladrándome. Se estremeció al correrse otra vez, tan sólo segundos después de su primer orgasmo.

Se echó sobre mí y me besó el hombro, con su aliento caliente y acelerado sobre la curva de mi espalda empapada en sudor. Su pecho se movía sobre mi columna, y el apretón de sus manos sobre mis caderas se fue relajando. Empezó a acariciarme y a tranquilizarme. Sus dedos encontraron mi clítoris y lo masajearon, provocándome, frotándome hasta llegar a otro tembloroso clímax.

Sus labios se movieron sobre mi piel.

—Cielo.

Pronunció esa palabra una y otra vez. De forma entrecortada. Desesperada. Sin aliento.

«Para siempre tuyo.»

Mientras aún estaba en lo más profundo de mí, seguía estando duro y preparado.

Me hallaba tumbada en la cama, acurrucada junto al costado de Edward. Mis pantalones habían desaparecido y él estaba desnudo, con su magnífico cuerpo aún empapado en sudor.

Mi marido yacía boca arriba, con un grueso y musculoso brazo doblado por encima de su cabeza mientras el otro estaba enroscado alrededor de mi cuerpo, moviendo inconscientemente los dedos arriba y abajo sobre mi torso.

Estábamos tumbados sobre las sábanas, las piernas de él abiertas, su polla semierecta y curvada hacia el ombligo. Relucía bajo la luz de las lámparas de las mesillas de noche, húmeda de mí y de él. Su respiración empezaba ahora a normalizarse y el corazón se le fue calmando por debajo de mi oreja. Su olor era delicioso. Olía a pecado, a sexo y a Edward.

—No recuerdo cómo hemos llegado a la cama. —murmuré con voz rasposa y casi ronca.

Su pecho retumbó con una carcajada. Giró la cabeza y me besó en la frente.

Yo me acurruqué contra él con más fuerza, pasándole el brazo por la cadera para sujetarme a él.

—¿Estás bien? —preguntó con voz tierna.

Eché la cabeza hacia atrás para mirarlo. Estaba sonrojado y sudoroso, con el pelo cayéndole por las sienes y el cuello. Su cuerpo era una máquina bien engrasada, acostumbrado a la vigorosa combinación de artes marciales que practicaba para mantenerlo en forma. No estaba agotado por el polvo. Podría haber seguido toda la noche, sin descanso. Había sido el esfuerzo de contenerse todo lo que había podido, controlándose hasta que yo me había vuelto loca por él y él por mí.

—Me has hecho perder la cabeza. —sonreí con una sensación de estar narcotizada— Noto un hormigueo en los dedos de los pies y las manos.

—He sido brusco —dijo acariciándome la cadera—. Te he hecho daño.

—¡Mmm! Lo sé —respondí con los ojos cerrados.

Noté que se movía y se levantaba tapándome la luz.

—Eso te gusta. —murmuró.

Lo vi inclinado sobre mí. Le toqué la cara y recorrí su frente y su mandíbula con la punta de los dedos.

—Me encanta tu control. Me excita.

Atrapó mis dedos entre sus dientes y, después, los soltó.

—Lo sé.

—Pero cuando lo pierdes... —suspiré al recordarlo—. Me vuelve loca saber que puedo hacerte eso, que me deseas tanto.

Dejó caer la cabeza y su frente tocó la mía. Atrajo más mi cuerpo hacia el suyo, haciéndome sentir lo dura que se le había vuelto a poner.

—Más que ninguna otra cosa.

—Y confías en mí. —en mis brazos, bajaba la guardia por completo. La ferocidad de su deseo no ocultaba su vulnerabilidad. La desataba.

—Más que en nadie. —se deslizó sobre mí, cubriendo mi cuerpo desde los pies hasta los hombros, sosteniendo sin esfuerzo su peso para no aplastarme. Aquella sensual presión volvió a ponerme cachonda.

Inclinó la cabeza y acarició con sus labios los míos.

—Crossfire. —murmuró.

Crossfire era mi palabra de seguridad, lo que yo le decía cuando me sentía agobiada y necesitaba que él dejara de hacer lo que fuera que estuviese haciendo.

Cuando él me decía esa palabra, estaba agobiado también, pero no quería que yo parara. Para Edward, Crossfire expresaba una conexión más profunda que el amor.

—Yo también te quiero. —sonreí.

Enroscándome sobre una almohada, miré hacia el vestidor y oí a Edward cantar. Sonreí con tristeza. Se había duchado y se estaba vistiendo con una clara sensación de energía a pesar de haber comenzado la mañana follándome hasta hacerme alcanzar un orgasmo que había hecho que yo viera las estrellas.

Tardé un poco en reconocer la canción. Al hacerlo, sentí mariposas en el estómago.

At last. No importaba si era la versión de Etta James o la de Beyoncé la que estaba escuchando en su mente. Lo que yo oía era su voz, intensa y con matices, cantando sobre la visión de cielos azules y sonrisas que lanzaban un embrujo sobre él.

Salió anudándose una corbata color carbón, con su chaleco sin abotonar y la chaqueta en el brazo. Lucky salió corriendo tras él. Después de sacarlo de su parquecito esa mañana, el cachorro se había convertido en su sombra.

Edward posó los ojos sobre mí y me miró con una sonrisa de rompecorazones.

—Y aquí estamos. —canturreó.

—Aquí estoy yo, al menos. Derrumbada tras varias horas de sexo. No creo ni que pueda ponerme de pie. En cambio, tú... —señalé hacia él—. Tú eres tú. No es justo. Hay algo que no estoy haciendo bien.

Edward se sentó en el borde de la cama deshecha con su aspecto impecable. Se echó sobre mí y me besó.

—Recuérdame una cosa. ¿Cuántas veces me corrí anoche?

Lo fulminé con la mirada.

—No las suficientes, según parece, porque estabas listo para volver a hacerlo cuando el sol salía.

—Lo que demuestra el hecho de que hay algo que estás haciendo muy bien. —me apartó el pelo de la mejilla—. He estado tentado de quedarme en casa, pero tengo que dejarlo todo listo para que podamos desaparecer durante un mes. Como ves, estoy de lo más motivado.

—¿Lo dices en serio?

—¿Crees que no? —apartó la sábana y colocó la palma de la mano sobre mi pecho.

Yo le agarré la mano antes de que la levantara de nuevo.

—Una luna de miel de un mes. Voy a dejarte seco al menos una vez. Estoy decidida.

—¿Sí? —Sus ojos brillaron al reírse—. ¿Sólo una?

—Me lo estás pidiendo tú, campeón. Cuando haya terminado me suplicarás que te deje en paz.

—Eso no va a pasar nunca, cielo. Ni en un millón de años.

Su seguridad suponía un desafío para mí.

Volví a taparme con la sábana.

—Ya lo veremos.


¡Hola, nenas! Comenzamos el capítulo con algunos altibajos, Victoria es más lista de lo que creíamos, la buena noticia es que Edward sabe andarse con cuidado respecto a ella y tuvo a la mano las grabaciones de su conversación. Tamaño de mentirosa diciendo que Bella la golpeo, hahaha, a otra con ese hueso. ¿Quién más adora a Benjamín? Incluso me cae un poco mejor que Arnoldo, lo tengo que confesar, bonito el detalle de Bella para invitarlo a cenar, lo que no puso muy de buenas a Edward. No lo juzguen, esta chiquito y se siente inseguro, pero poco a poco su relación se va volviendo más fuerte, es muy refrescante para la historia ver como arreglan sus problemas conservando, aunque nunca puede faltar una buena sesión de sexo después. ¡Gracias por leerme en un capítulo más! Besos a la distancia.

Las leo en sus reviews siempre (me encanta leerlas) y no lo olviden que: #DejarUnReviewNoCuestaNada.

Ariam. R.


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