Todos los personajes pertenecen a Stephenie Meyer. La historia es completamente de la maravillosa Silvya Day, yo solo hago la adaptación. Advertencia: alrededor de esta historia se tocan algunos temas delicados sobre el abuso infantil y violación, así como escenas graficas de sexo. Pueden encontrar disponible la saga Crossfire en línea (Amazon principalmente) o librerías. Todos mis medios de contacto (Facebook y antigua cuenta de Wattpad) se encuentran en mi perfil.
—Es... —estremecida al ver el detallado boceto que Jazz me había puesto delante, negué con la cabeza—. Es bonito, pero no es... adecuado. No es el apropiado.
Mi amigo soltó el aire de golpe. Desde donde estaba sentado en el suelo, a mis pies, echó la cabeza hacia atrás y la apoyó en el sofá para mirarme de arriba abajo.
—¿Bromeas? Te paso un vestido de boda único, diseñado exclusivamente para ti, y vas tú y lo descartas así, sin más.
—No quiero un vestido sin tirantes. Y éste es corto por delante y largo por detrás...
—Ésa es la cola. —dijo secamente.
—Entonces ¿por qué veo los zapatos? No deberían verse.
—El boceto se ha hecho en cinco minutos. Puedes decirle que quieres la parte delantera más larga.
Alargué la mano y cogí la botella de vino que habíamos abierto un poco antes y me serví más. Por los altavoces de sonido envolvente, a bajo volumen, sonaban los grandes éxitos de Journey. En el resto del ático reinaba el silencio y la oscuridad; dos lámparas de mesa iluminaban la sala.
—Es demasiado... contemporáneo —protesté—. Demasiado moderno.
—Ah, ya. —levantó la cabeza para mirar el dibujo otra vez—. Por eso mola tanto.
—Muy a la última, Jazz. Cuando tenga hijos, lo mirarán y se preguntarán en qué debía de estar pensando. —tomé un sorbo de vino y le pasé los dedos por su denso pelo—. Quiero algo intemporal. Estilo Grace Kelly o Jackie Kennedy.
—¿Hijos, eh? —Jazz se dejaba acariciar como un gato—. Si te das prisa, podremos empujar cochecitos por el parque juntos y quedar de vez en cuando para que jueguen los niños.
—¡Ja! Dentro de diez años, quizá. —me parecía buena idea. Diez años para tener a Edward en exclusiva. Tiempo para que ambos madurásemos un poco más, para que todo se tranquilizara y encontráramos nuestro ritmo de vida.
Las cosas mejoraban cada vez más, pero seguíamos siendo una pareja voluble con una relación tempestuosa. ¿De qué habíamos discutido antes en su despacho? Aún no lo sabía. Así era Edward. Grácil, salvaje y peligroso como un lobo. Tan pronto comía de mi mano, como me la mordía. Y, por lo general, a continuación me follaba como un animal y...
El plan funcionaba conmigo.
—Ya —dijo Jazz con aire taciturno—. Harán falta diez años, y la Inmaculada Concepción, para que te quedes preñada si no empiezas a tirártelo de nuevo.
—¡Puf! —le tiré del pelo—. No es que sea asunto tuyo, pero anoche le alegré la vida a base de bien.
—¿Ah, sí? —me dirigió una mirada lasciva por encima del hombro—. Ésa es mi chica.
Sonreí.
—Y pienso volver a alegrársela en cuanto llegue a casa.
—Estoy celoso. Yo no me como un rosco. Ni uno. Cero. Cero patatero. Voy a terminar haciéndome una mella permanente en la palma de la mano con mi polla solitaria.
Riendo, me eché hacia atrás en el sofá.
—No es malo tomarse un descanso de vez en cuando. Ayuda a ver las cosas con cierta perspectiva.
—El tuyo ha durado poco más de una semana escasa. —se burló.
—Diez días, exactamente. Diez días horribles, infernales, espantosos. —tomé otro sorbo de vino.
—¿Lo ves? Fatal. Un rollo.
—Espero no volver a pasar por ello, pero me alegro de que fuéramos capaces de dejar el sexo a un lado durante un tiempo. Hizo que nos centráramos en hablar detenidamente de ciertas cosas y disfrutar de estar juntos sin más. Cuando finalmente dimos rienda suelta, fue... —me lamí los labios—. Explosivo.
—Me la estás poniendo dura.
Di un resoplido.
—Y ¿qué no?
Jazz me miró con malicia.
—No pienso avergonzarme de mi sana pulsión sexual.
—Siéntete orgulloso de ti mismo por tomarte un tiempo para decidir hacia dónde vas. Yo estoy orgullosa de ti.
—Ah, gracias, mamá. —apoyó la cabeza en mis rodillas—. Sabes que... podría estar mintiéndote.
—Nooo. Si estuvieras follando por ahí, querrías que yo lo supiera, porque entonces te patearía el culo, que es parte de la diversión. —no era cierto. Pero era la forma que tenía él de utilizarme para castigarse a sí mismo.
—Lo que va a ser divertido es Ibiza.
—¿Ibiza? —tardé unos segundos en darme cuenta—. ¿Para mi despedida de soltera?
—Exacto.
España. A medio mundo de distancia. No me lo esperaba.
—¿Cuánto se supone que durará esa fiesta?
Jazz esbozó su sonrisa de oro.
—El fin de semana.
—No es que tenga nada que decir, pero a Edward no le va a gustar.
—Ya lo he tranquilizado. Le inquieta la seguridad, pero él también estará muy ocupado, en Brasil.
Me incorporé.
—¿Brasil?
—Pareces un loro hoy, repitiendo todo lo que digo...
Me encantaba Brasil. Me encantaban la música, el clima, la pasión de la gente. En la cultura brasileña había una sensualidad incomparable.
E imaginar a Edward allí, con esa panda de ricos salidos a los que él llamaba amigos, celebrando los últimos días de una soltería a la que ya había renunciado...
Jazz se retorció para mirarme.
—Conozco esa mirada. Te estás poniendo nerviosa sólo de imaginártelo rodeado de biquinis brasileños y de las apasionadas mujeres que los lucen.
—Cierra la boca, Jasper.
—Y se lleva a la tropa adecuada para darle duro. En especial, ese Manuel. Es un jugador de primera.
Me acordaba de haber visto cómo Manuel Alcoa se ligaba a una chica en una ocasión en que todos habíamos salido juntos a un bar de karaoke. Al igual que Arnoldo, Edward y Benjamín, Manuel ni siquiera tenía que proponérselo. Le bastaba con escoger entre la amplia variedad de mujeres que se le lanzaban.
¿Qué iba a hacer mi marido cuando sus amigos se emparejaran con unas preciosidades? ¿Sentarse solo mientras se tomaba una caipiriña? Lo dudaba mucho.
Edward no me engañaría. Ni siquiera flirtearía; no era su estilo. No lo había hecho ni conmigo al principio, y eso que yo era el amor de su vida. No, él dominaría la sala, dando la imagen de alguien oscuro, peligroso e intocable, mientras una interminable oleada de guapísimas mujeres babeaban a su alrededor.
¿Cómo iba a salir indemne de algo así?
Jazz se echó a reír.
—Pareces a punto de matar a alguien.
—Eres a quien tengo más cerca. —le advertí.
—A mí no puedes matarme. ¿Quién te prepararía la ropa más adecuada para poner a Edward tan celoso como lo estás tú?
—Vaya, parece que he llegado a casa en el momento oportuno.
Jazz y yo volvimos la cabeza hacia la puerta del vestíbulo y vimos a Edward entrando con una bolsa de lona colgada al hombro y un transportín en la mano.
El placer que me produjo verlo se llevó por delante mi gesto de enfado. No sabría decir cómo lo hacía, pero Edward se las arreglaba para estar increíblemente sexi incluso con un pantalón de chándal y una camiseta.
Dejó las cosas en el suelo.
—¿Qué llevas ahí? —Jazz se puso de pie y se acercó al transportín.
Yo me levanté y me dirigí hacia mi marido, estremecida por la sencilla alegría de recibirlo en casa. Él me alcanzó a medio camino y me rodeó con sus brazos. Metí las manos por debajo de su camisa, acariciando aquella carne cálida y tersa.
Cuando se inclinó para besarme, eché la cabeza hacia atrás. Sus labios rozaron los míos hasta posarlos en un cálido y mudo saludo.
Cuando se enderezó, se lamió los labios.
—Sabes a vino.
—¿Quieres un poco?
—Por supuesto.
Fui a la cocina a por otra copa. A mis espaldas, oí a los chicos saludarse y después Edward sacó a Lucky para presentárselo a Jazz. Unos alegres ladridos y la sonora risa de mi amigo llenaron el ambiente.
No me había mudado allí todavía, pero me sentía en casa.
Hacía una hora que Jazz se había ido y seguía sin atreverme a preguntarle a Edward lo que me rondaba por la cabeza.
Estábamos sentados en el sofá. Él, repantigado cómodamente, con las piernas separadas, un brazo sobre mis hombros y una mano descansando al desgaire en uno de sus muslos. Yo, acurrucada contra él, con las piernas encogidas y la cabeza en su hombro, jugueteando con el dobladillo de su camiseta. Lucky dormía en su parque junto a la chimenea apagada, gimiendo de vez en cuando mientras soñaba con lo que soñaran los perros.
Edward había permanecido callado en los últimos treinta minutos, meditabundo casi, mientras yo discutía los méritos del boceto de traje nupcial que él había cogido de encima de la mesita.
—Bueno —concluí—. Imagino que lo sabré cuando lo vea, pero el tiempo se agota. Estoy intentando no ponerme nerviosa, pero tampoco quiero conformarme con cualquier cosa.
Levantó la mano de mi hombro y me rodeó la nuca con ella. Me besó en la frente.
—Cielo, incluso en vaqueros serías la novia más bonita del mundo.
Emocionada, me arrimé aún más a él. Aspiré profundamente y pregunté:
—¿A qué parte de Brasil vais a ir?
Edward me pasaba los dedos por el pelo.
—A Río.
—Oh. —lo veía ya tumbado en la arena blanca de la playa de Copacabana, exhibiendo su magnífico cuerpo bronceado, protegiendo sus brillantes ojos azules detrás de unas gafas de sol oscuras.
Las preciosas mujeres de la playa no sabrían decir si estaba mirándolas o no. Eso las excitaría, las haría más descaradas.
Por la noche, sus amigos y él se empaparían de la vida nocturna de Ipanema o quizá se comportarían como verdaderos hedonistas y se dirigirían a Lapa. Adondequiera que fuesen, los seguirían mujeres ligeras de ropa, despampanantes y apasionadas. Era inevitable.
—Oí decir a Jazz que estabas celosa. —murmuró, frotándome la coronilla con los labios. Percibí un cierto tono de satisfacción en su voz.
—¿Por eso has elegido Brasil? ¿Para que yo sufra?
—Cielo. —me agarró del pelo con más fuerza, obligándome dulcemente a echar la cabeza hacia atrás y mirarlo—. Yo no he tenido nada que ver en la elección del destino. —arqueó los labios hacia arriba en una sonrisa de lo más sexi—. Pero me alegra que vayas a sufrir.
—Sádico. —me aparté de él.
Edward tiró de mí y me devolvió a mi sitio, no iba a permitir que me fuera muy lejos.
—Después de tu sugerencia con respecto a Lauren, empezaba a pensar que estabas cansándote de mí.
—¡Muy gracioso!
—A mí no me lo parece. —dijo sin alterarse.
Me escrutaba con la mirada.
Al darme cuenta de que hablaba en serio, al menos en parte, dejé de intentar alejarme.
—Te dije que no me gustaba nada la idea de que la contrataras.
—No inmediatamente. Recomendaste que la sedujera de la misma forma que me dirías que comprara una botella de vino de camino a casa. Al menos, cuando he mencionado Río, te has puesto tensa y te has enfurruñado un poco.
—Hay una diferencia...
—¿Entre seducir a una mujer con la que he follado antes y aceptar ir a una despedida de soltero que yo no he planeado? No lo dudes. Y no entiendo por qué te parece bien lo primero y te crea problemas lo segundo.
Lo fulminé con la mirada.
—¡Porque lo uno es una transacción comercial en un ambiente controlado y lo otro es un «¡hurra!, a follar por deporte» en una de las ciudades más sexis del mundo!
—Tú lo sabes todo. —replicó. Hablaba con voz baja, tranquila, natural, lo cual significaba que había peligro.
—No eres tú quien me preocupa —insistí—. Me preocupan las mujeres que te desearán. Y tus amigos, que se emborracharán y se pondrán cachondos y querrán que tú también participes del juego.
Su rostro era impasible, fría su mirada.
—Y ¿crees que no soy lo bastante fuerte para soportar la presión de los compañeros?
—Yo no he dicho eso. No pongas en mi boca palabras que no son mías.
—Sólo trato de aclarar tu enrevesado razonamiento.
—Mira, volvamos a la cuestión de Lauren. —conseguí zafarme y me levanté. De frente a la mesa de centro, extendí ambas manos, dando indicaciones—. Así es como lo imaginaba antes de hacerte la sugerencia. Estás en tu despacho, apoyado en tu escritorio de la manera en que habitualmente lo haces y que es sexi a más no poder. La chaqueta en el perchero, tal vez un whisky con hielo cerca de la mano para darle el toque informal.
Me coloqué mirando hacia el sofá.
—Lauren se sienta en el sillón más alejado de ti, para que te vea bien. Le haces un buen repaso, despacio, dices algunas frases ambiguas sobre hacer cosas juntos. Ella se hace ilusiones y sella el acuerdo con una firma en la línea de puntos. Eso es todo. Nunca te acercas a ella y no te sientas en ningún momento. La pared acristalada está transparente durante toda la reunión, así ella no se atreverá a hacer ningún movimiento.
—¿Has imaginado todo eso en un instante?
—Bueno. —me di unos golpecitos en la sien—. Tengo algunos recuerdos aquí arriba que han añadido leña al fuego.
—En los recuerdos que tengo yo de seducciones en mi despacho no hay nadie más. —repuso secamente.
—Oye, campeón. —me senté en la mesa de centro—. Fue un pensamiento espontáneo que se me ocurrió porque estaba preocupada por ti.
La expresión de Edward se suavizó.
—Ya entiendo.
—¿De veras? —me incliné hacia adelante y apoyé las manos en las rodillas—. Siempre seré posesiva, Edward. Eres mío. Ojalá pudiera ponerte un cartel que lo dijera.
Levantó la mano izquierda, exhibiendo su alianza.
Yo me reí.
—¿Sabes cuántas mujeres se van a fijar en eso cuando andes merodeando con tu pandilla por Río?
—Lo harán cuando se lo enseñe.
—Entonces uno de tus amigos soltará que estáis celebrando una despedida de soltero y pondrán más empeño.
—Eso no las conducirá a nada.
Lo recorrí con la mirada.
—Estarás irresistible con unos pantalones de vestir gris oscuro y una camiseta negra de cuello de pico.
—Te estás acordando de aquella noche en el club.
Era evidente que él también la recordaba. La verga se le puso gruesa y larga, los pantalones del chándal abultándose de forma obscena.
Por poco se me escapa un gemido, pues su erección delataba que no llevaba nada debajo del suave algodón de la prenda deportiva.
—No podía dejar de pensar en ti cuando salí del despacho —musitó—. No podía quitarme tu imagen de la cabeza. Luego te llamé al trabajo y tú me provocaste, diciéndome que te ibas a ir a casa a jugar con tu vibrador cuando yo tenía el cipote bien duro y preparado para ti.
Me moría de vergüenza al acordarme de cada detalle. Aquella noche en Nueva York, él llevaba un jersey de cuello de pico, pero lo que yo imaginaba que llevaría en
Río tenía en cuenta el clima tropical y el tórrido agolpamiento de cuerpos en un club nocturno.
—Te imaginaba en tu cama —continuó, llevándose la mano a la entrepierna para tocarse la erección a través de los pantalones—. Con las piernas abiertas. La espalda arqueada. El cuerpo desnudo y brillante de sudor mientras meneabas sin parar la gorda polla de plástico que te habías metido en tu aterciopelado coño. Ese pensamiento me volvía loco. Nunca había sentido una lujuria semejante. Era como si estuviese en celo.
Tenía una necesidad febril de follar.
—¡Ah, Edward! —me dolía el sexo. Tenía los pechos hinchados y sensibles, los pezones duros e inflamados.
Él me observaba con los ojos encapotados.
—Salí antes de ir a encontrarme contigo. Iba a buscar a alguien que no me rechazara como lo habías hecho tú. Iba a llevarla al hotel, a abrirla de piernas y a follarla hasta que se me pasara aquella locura. Quien fuera importaba poco. No tendría cara ni nombre. No pensaba mirarla mientras estuviera dentro de ella. No sería más que una sustituta.
Dejé escapar un tenue gemido de dolor, la idea de que él estuviera con alguien de esa manera me resultaba insoportable.
—Estuve a punto de hacerlo varias veces —continuó con voz más áspera—. Me tomaba una copa mientras esperaba a que terminaran de flirtear y dieran a entender con un gesto que estaban listas para marcharse. Supongo que la primera vez me eché para atrás porque sencillamente ella no me excitaba. La segunda vez, supe que ninguna lo haría. Ninguna excepto tú. Estaba furioso. Contigo por decirme que no. Con ellas por no dar la talla. Y conmigo por ser demasiado débil para olvidarte.
—Así me sentía yo —confesé—. Ningún chico me parecía adecuado. No eran tú.
—Así es como será siempre para mí, Bella. Sólo tú. Siempre.
—No me preocupa que me engañes. —repetí, poniéndome de pie.
Me quité la camiseta y luego los pantalones cortos. A continuación hice otro tanto con las bragas y el sujetador de encaje de Carine Gilson. Sin provocación. Edward siguió repantigado, mirando, inmóvil, como el dios del sexo que era, esperando a que se le diera placer.
Entonces lo vi con los ojos de otra persona, mi marido así sentado en un abarrotado club brasileño, demandando sexo en silencio, mientras segregaba oleadas de anhelante deseo.
Así era él, una criatura apasionada de sexualidad insaciable.
¿Existía alguna mujer capaz de resistirse a él? Yo no conocía a ninguna.
Me acerqué y me senté a horcajadas sobre él. Deslicé las manos por sus anchas espaldas, sintiendo la calidez de su cuerpo a través del algodón de la camiseta.
Edward posó las manos en mis caderas, quemándome la piel.
—Las mujeres que te vean querrán hacer esto —susurré—. Tocarte de esta manera.
Lo imaginarán.
Levantando la vista hacia mí, Edward se pasó la lengua por su labio inferior muy despacio.
—Y yo estaré imaginándote a ti. De esta forma.
—Eso empeorará las cosas, porque se darán cuenta de lo mucho que lo deseas.
—Lo mucho que te deseo. —me corrigió, deslizando las manos hasta rodearme las nalgas y apremiarme contra su erección.
Los labios de mi sexo, abiertos por la separación de mis muslos, acogieron su verga a través del encaje. Mi clítoris se apretaba contra aquella dureza y moví las caderas con una exclamación de placer.
—Me las imagino buscando el mejor punto de mira — le dije con la respiración entrecortada—, observándote con ojos que digan «fóllame», llevándose las manos al escote para que puedas apreciar sus atractivos. No paran de mover los pies, cruzando y descruzando las piernas porque eso es lo que quieren.
Le cogí el miembro, duro y grueso, y se lo acaricié. Se tensó en la palma de mi mano, lleno de vitalidad e impaciencia. Edward separó los labios, única brecha en su autodominio.
—Estás pensando en mí, por eso se te ha puesto dura. Y si estás sentado de esta forma, con las piernas extendidas, podrán ver lo grande que tienes la polla y lo preparado que estás para utilizarla.
Llevé las manos atrás, lo agarré de las muñecas y le alcé el brazo izquierdo para colocárselo sobre el respaldo bajo del sofá.
—Éste es el aspecto que tienes. No te muevas. —el otro brazo se lo puse en el regazo—. Tendrás un vaso en esta mano, con dos dedos de oscura cachaza. Tomas un sorbo de vez en cuando, lamiéndotelo de los labios.
Me eché hacia adelante y pasé la lengua por aquella curva tan sensual. Tenía una boca preciosa y sexi. Sus labios eran carnosos pero firmes. A menudo componía un gesto adusto que no dejaba entrever sus pensamientos. Rara vez sonreía, pero cuando lo hacía, podía exhibir una sonrisita de chico juguetón o un gesto desafiante que rezumaba seguridad en sí mismo. Sus sonrisas lentas eran eróticas y provocadoras, mientras que con sus irónicas medias sonrisas se burlaba de sí mismo y de los demás.
—Tendrás un aire distante y ausente —proseguí—. Absorto en tus pensamientos. Aburrido de tanta energía frenética y música machacona. Los chicos van y vienen a tu alrededor. Manuel, siempre con una maciza despampanante en su regazo, una diferente cada vez que miras. Por lo que a él respecta, tiene para dar y tomar.
Edward sonrió.
—Y siente debilidad por las latinas. Aprueba totalmente mi elección de esposas.
—Esposa —lo corregí—. Tu primera y última.
—La única —concedió él—. De genio vivo. Apasionada. Mi único ligue de todas las noches. Sé exactamente cómo será entre tú y yo, pero luego vas y me pillas por sorpresa. Me comes vivo, todas las veces, y quieres más.
Le abarqué la mandíbula con una mano y lo besé, masajeándole el miembro en largos y pausados tirones.
—Benjamín se acerca a llevarte una copa cada vez que da una vuelta a la sala. Te cuenta anécdotas sobre lo que ha visto mientras paseaba por ahí y durante unos instantes pareces divertido, lo que enloquece a las mujeres que te miran. Ese pequeño destello de intimidad y afecto sólo les hace querer más.
—¿Y Arnoldo? —preguntó mirándome con ojos oscuros, lujuriosos.
—Él se muestra distanciado, como tú. Tiene el corazón roto y se le ve dolido y cauteloso, pero es accesible. Flirtea y sonríe, pero hay algo en él inalcanzable. Las mujeres que se sienten intimidadas por ti irán a por Arnoldo. Conseguirá que te olviden, a pesar de que él las olvida a todas.
Edward esbozó un amago de sonrisa.
—Mientras estoy allí sentado, sufriendo y rumiando, con una erección permanente, añorándote desesperadamente, ¿puedo divertirme un poco?
—Así es como me lo imagino, campeón. —me senté un poco más atrás sobre sus muslos, duros como piedras—. Y las mujeres se verán a sí mismas acercándose a ti y sentándose en tu regazo como lo estoy yo ahora. Querrán recorrerte la espalda con las manos de esta manera.
Deslicé las palmas por debajo del dobladillo de su camiseta y las apreté contra sus marcados y firmes abdominales. Seguí los surcos con los dedos, trazando cada músculo de aquella tableta de ocho.
—Fantasearán con la dureza de tu cuerpo desnudo, con el tacto de tus pectorales al apretarlos.
Mis palabras iban acompañadas de acciones, acelerándoseme el latido del corazón al sentir su piel bajo mis manos. Edward era hermoso y fuerte, una poderosa máquina sexual. Había un primitivo impulso femenino que reaccionaba ante él de manera instantánea, que lo anhelaba. Era un macho con el que valía la pena aparearse, un alfa en la plenitud de la vida. Vigoroso. Fuerte. Sumamente peligroso e indomable.
Él se movió y yo me detuve.
—No, estate quieto —lo reprendí—. Tú no responderás a sus caricias.
—Tampoco estarán cerca de mí. —replicó. Sin embargo, volvió a adoptar la pose en que lo había colocado. Un sultán de antaño, adorado por una ardiente chica del harén.
Le alcé la camisa. Se la subí y se la puse sobre la cabeza, sujetándole los hombros hacia atrás con la franja dura del tejido. Él volvió la cabeza, atrapándome un pezón y succionándolo, dando suaves tirones en el punto más sensible. Gemí e intenté soltarme; estaba tan excitada que no podía soportarlo.
Edward me agarró la endurecida punta con los dientes, dejándome sin escapatoria.
Agaché la cabeza, con los ojos clavados en sus hundidas mejillas. Me azotaba el pezón con la lengua dentro del fuego de su boca, moviendo los magros músculos del cuello al tragar saliva. Sus rítmicos tirones resonaban en mi sexo, tenso y palpitante.
Tras introducir una mano entre los dos, desaté el cordón de la cinturilla de su pantalón y le bajé el elástico lo suficiente para liberarle el miembro. Lo sostuve con ambas manos, trazando con las yemas de mis dedos las gruesas y palpitantes venas que recorrían aquel falo tan despiadadamente sexi. Tenía la punta húmeda, jugosa al tacto de mis manos a causa del líquido preseminal.
Cuando dirigí su miembro hacia la abertura de mi sexo, Edward me soltó el pezón.
—Con calma, cielo —ordenó con brusquedad—. Poco a poco. Pienso pasarme la noche dentro de ti y no quiero que termines dolorida.
Se me puso la carne de gallina.
—Ellas no se imaginarían poseyéndote despacio. —argumenté.
Levantó ambas manos y me retiró el pelo de la cara.
—Ahora no estás pensando en otras mujeres, cielo. Es a ti a quien estás imaginando.
Di un respingo al comprender que tenía razón. La mujer que lo estaba montando no era ninguna de las morenas de piernas largas que, en mi imaginación, lo follaban con los ojos. Era yo. Era yo la que le acariciaba la verga con adoración. Era yo la que estaba colocándolo, descendiendo sobre él, tomándome un momento para frotar la ancha corona de su pene arriba y abajo entre los labios de mi sexo.
Mi marido gimió por la sensación que le producía el roce de mi cuerpo, elevó las caderas ligeramente y empujó con exigencia para entrar en mí. Me agarró de las caderas, tirando de mí hacia abajo, abriéndome de par en par con la ancha punta de su polla.
—Oh, Edward. —me pesaban los párpados al hundirme en él, acogiendo un grueso par de centímetros en mi interior.
Él me alzó ligeramente, hasta introducirme sólo la punta, luego volvió a bajarme, hasta penetrarme un poco más. Parecía tener los tendones del cuello en relieve de lo que se le marcaban.
—Tú no quieres que lleve un cartel —dijo—. Lo que quieres es que te lleve a ti, a tu prieto coñito exprimiéndome la polla. Tú te imaginas poniéndoteme encima mientras yo me echo hacia atrás y dejo que te sacies.
Estiró los brazos a lo largo del respaldo del sofá, mostrando aquel magnífico torso masculino.
—¿O quieres que participe?
Me humedecí los labios, resecos, y negué con la cabeza.
—No.
Subí y volví a bajar repetidamente, dejando que me penetrara un poco más cada vez, hasta apoyar las nalgas en sus muslos. Era todo grosor y largura. Gemí al sentir cómo palpitaba en mi interior.
Y aún no lo tenía entero.
Ladeé la cabeza y lo besé, saboreando el tacto de su lengua contra la mía.
—Están mirándote, ¿verdad? —susurró.
—Mirándote a ti. Cuando me elevo un poco, ellas pueden verte, ver la verga tan grande que tienes. La quieren, se mueren por ella, pero es mía. Eres tú quien me mira. No puedes apartar los ojos de mí. Para ti, no hay nadie más en la sala.
—Pero no te toco todavía, ¿verdad? —cuando negué con la cabeza, él esbozó una sonrisa pícara—. Doy unos sorbos a mi cachaza con aire despreocupado, como si no tuviera a la mujer más sexi del planeta trabajándome la polla delante de todo el mundo. Ya no estoy aburrido; en realidad, tampoco lo estaba antes. Simplemente esperaba. Te esperaba a ti. El murmullo de mi sangre me decía que no andabas lejos.
Con las manos apoyadas en sus hombros, empecé a follarlo con cadenciosos movimientos de las caderas. Era delicioso. Deliciosa la sensación que me producía aquel falo moviéndose en mi interior. Delicioso el quedo y peligroso rumor de su pecho, que delataba cuán excitado estaba. Deliciosa la película de sudor que le cubría la piel, la forma en que se le contraían los abdominales cuando me dejaba caer y él se adentraba aún más en mí. Nada me parecía suficiente.
Y el modo en que me seguía el juego, lo bien que me conocía..., lo mucho que me amaba.
Edward se ensimismaba gozando conmigo, pero nunca dejaba de estar pendiente, centrado en mí antes de llegar él al orgasmo. Había reconocido mi fantasía por el exhibicionismo sexual antes que yo, y me había dado ese gusto, cuidando de mí siempre, sin arriesgarse nunca a la exposición pero tentándome con la posibilidad.
Nunca jamás lo compartiría en ese sentido, era sumamente posesiva. Y él jamás compartiría el más mínimo atisbo de mí porque era sumamente protector.
Pero gozábamos con el juego. Para dos personas que habían sido iniciadas en el sexo con dolor y vergüenza, el hecho de que pudieran hallar tanta dicha y tanto amor en el acto sexual era maravilloso.
—Estoy duro como el acero dentro de ti —masculló, acoplándose a mi sexo como lo había hecho en mi mano—. La música está alta, nadie oye mis jadeos, pero tú los sientes. Sabes que me estás volviendo loco. El que no dé muestra de ello te excita tanto como que te miren.
—Tu control. —dije con la voz entrecortada, acelerando el ritmo.
—Porque estoy dominando desde abajo —repuso en tono enigmático—. Tú finges llevar la iniciativa, pero no es eso lo que quieres. Conozco tus secretos, Bella. Los conozco todos. No hay nada que puedas ocultarme.
Se llevó la yema del pulgar a los labios y la recorrió con la lengua en un gesto lento y sensual, sin dejar de mirarme en ningún momento. Luego metió la mano entre los dos y empezó a acariciarme el clítoris en rápidos y firmes círculos. Me corrí con un grito, mi sexo ordeñándole la polla con sus frenéticas contracciones.
Edward entró entonces en acción.
Me sujetó y se levantó, tumbándome boca arriba en el sofá a la vez que tomaba impulso con los pies, introduciéndome los últimos centímetros de su gruesa polla dentro de mí. A continuación empezó a follarme con una avidez violenta, primaria, aprovechando las oleadas de mi clímax en la carrera por el suyo.
Echando la cabeza hacia atrás, susurró mi nombre y se corrió dentro de mí. Se derramó fieramente, gimiendo, sin dejar de embestir con las caderas como si fuera incapaz de parar.
Parpadeé y volví en mí, tomando poco a poco conciencia de la luz de la luna que se reflejaba en el techo. Tenía la cabeza apoyada en un cojín y la calidez de un edredón arropaba mi cuerpo desnudo.
Volví la cabeza buscando a Edward, pero junto a mí sólo había un espacio vacío. La ropa de cama, aunque usada, estaba perfectamente doblada. Me incorporé y miré el reloj. Eran casi las tres de la mañana.
Miré en dirección al baño, luego al pasillo. Por la rendija de la puerta entreabierta se filtraba una luz tenue. Salí de la cama, fui hacia ella y cogí la bata que colgaba en la parte de atrás. Me puse la prenda de seda azul eléctrico y salí de la habitación, ajustándome el cinturón según me encaminaba al despacho que Edward tenía en casa.
Era la luz de ese cuarto la que iluminaba el pasillo, y entorné la vista al entrar, con mis ojos desacostumbrados a la claridad. Capté la escena con un rápido vistazo: el cachorro dormido en su camita y el hombre pensativo sentado a su escritorio.
Contemplaba el collage de fotos mías que adornaba la pared, con ambos brazos apoyados en el sillón y un vaso que contenía un líquido ambarino entre las manos.
Edward me miró.
—¿Qué ocurre? —pregunté, cruzando descalza la habitación—. ¿Es que no quieres acostarte?
—Debería —matizó—, pero no. No podría dormir.
—¿Quieres que te agote un poco? —sugerí con una sonrisa que debía de parecer tonta, dado que tenía un ojo cerrado para protegerme de la claridad.
Mi marido dejó el vaso encima de la mesa y se dio unos golpecitos en el regazo.
—Ven aquí.
Me acerqué y me aovillé contra él rodeándole el cuello con los brazos. Lo besé en la mejilla.
—¿Qué mosca te ha picado?
Y no había dejado de picarle durante toda la noche, fuera lo que fuese.
Rozándome la curva de la oreja con la punta de la nariz, susurró:
—¿Hay algo que no me hayas contado?
Fruncí el ceño y me eché hacia atrás, escrutándole la cara.
—¿Cómo qué?
—Cualquier cosa. —expandió el pecho al respirar profundamente—. ¿Guardas aún algún secreto?
Al oír eso, tuve una extraña sensación en el estómago.
—Tu regalo de cumpleaños, pero no pienso decirte lo que es.
Una pequeña sonrisa le suavizó la expresión.
—Y tú —añadí embelesada con aquella sonrisa—. Todos los retazos de ti que sólo yo conozco. Eres un secreto que guardaré para mí hasta mi último aliento.
Bajó la cabeza y el pelo le ocultó la cara durante unos instantes.
—Cielo...
—¿Ha sucedido algo, Edward?
Tardó un largo momento en responder.
Me miró.
—Si algún conocido tuyo, alguien cercano a ti, estuviera haciendo algo ilegal, ¿me lo dirías?
La extraña sensación en el estómago se convirtió en un nudo.
—¿Qué has oído? ¿Hay algún blog maledicente por ahí difundiendo mentiras?
Él se puso tenso.
—Contéstame a la pregunta, Isabella.
—¡Nadie está haciendo nada ilegal!
—Eso no es lo que te he preguntado. —dijo pacientemente pero con firmeza.
Se tranquilizó un poco.
Alargó una mano y me tocó la cara.
—Puedes confiármelo todo, cielo. Sea lo que sea.
—Y lo hago. —le agarré la muñeca—. No entiendo a qué viene todo esto.
—No quiero que haya secretos entre nosotros.
Le lancé una mirada.
—Tú eres el más culpable a ese respecto. Antes no me contabas nada.
—Me lo estoy proponiendo.
—No lo dudo. Por eso las cosas van tan bien entre nosotros últimamente.
Volvió a esbozar esa sonrisa suya.
—¿Verdad que sí?
—Por supuesto. —besé su boca sonriente—. Se acabaron las huidas, se acabaron los secretos.
Edward me agarró y se levantó conmigo en brazos.
—¿Qué vamos a hacer? —pregunté, hundiéndome en la calidez de su cuerpo.
Se dirigió al dormitorio.
—Vas a agotarme un poco.
—Eso.
La mañana siguiente transcurrió como la del día anterior, con Edward levantado a la hora habitual mientras yo holgazaneaba desnuda en la cama como un perezoso.
Mientras se hacía el nudo de la corbata en el vestidor, apartó la mirada del espejo para dirigirla hacia mí.
—¿Qué planes tienes para hoy?
Bostezando, me abracé a la almohada.
—En cuanto te vayas, me dormiré otra vez. Una horita sólo. Blaire Ash va a pasarse por aquí a las diez.
—¿Ah, sí? —miró de nuevo hacia el espejo—. ¿Para qué?
—Estoy cambiando algunas cosas. Vamos a convertir la habitación de invitados en un despacho con una cama abatible. De esa manera, seguiremos teniendo una habitación de invitados y un lugar donde trabajar.
Edward acabó de colocarse la corbata y empezó a abrocharse el chaleco mientras salía al dormitorio.
—No lo hemos hablado.
—Cierto. —moví deliberadamente una pierna para que me asomara entre la ropa de la cama—. No quería que me llevaras la contraria.
En un principio habíamos acordado convertir la habitación de invitados en mi habitación y conectarla con el baño principal para formar un dormitorio principal para él y para mí. Esta disposición beneficiaría la parasomnia de Edward, pero también significaba que tendríamos que dormir en habitaciones separadas.
—No deberíamos dormir en la misma cama. —dijo en voz baja.
—Discrepo. —antes de que insistiera, continué—: He intentado hacerme a la idea, Edward, pero preferiría que no estuviéramos así de separados.
Se quedó callado, con las manos metidas en los bolsillos de sus pantalones.
—No es justo que me hagas elegir entre tu felicidad y tu seguridad.
—Lo sé —repuse—. Pero no pretendo que elijas, ya lo he decidido. Soy consciente de que esto tampoco es justo, pero había que hacer la llamada, y ya la he hecho. —me senté, me coloqué una almohada en la espalda y me eché hacia atrás de manera que pudiera apoyarme en el cabecero.
—Tomamos la decisión juntos —replicó él—. Al parecer, luego has cambiado de opinión sin contar conmigo. Y el que me enseñes las tetas, por imponentes que sean, no conseguirá distraerme.
Lo miré con el ceño fruncido.
—Para empezar, si quisiera distraerte, no habría sacado el tema.
—Cancela la visita, Bella —dijo con firmeza—. Primero tenemos que hablar de ello.
—La visita ya se hizo. Aunque tuvimos que darnos prisa porque se presentaron los polis, pero Blaire ya está preparando otros diseños. Hoy viene a traerme algunos.
Edward sacó las manos de los bolsillos y cruzó los brazos.
—¿Me estás diciendo que entonces lo primero es tu felicidad y a mí que me den?
—¿No te hace feliz compartir la cama conmigo?
Un tic muscular comenzó a agitar ligeramente su mandíbula.
—No juegues conmigo. Ni siquiera te has parado a pensar lo que supondría para mí que te hiciera daño. —contestó.
De pronto mi frustración se convirtió en tristeza.
—Edward...
—Y tampoco estás pensando en lo que supondría para ambos —soltó—. Te dejaré experimentar con muchas cosas, Isabella, pero con nada que vaya a perjudicar nuestra relación. Si quieres quedarte dormida junto a mí, ahí estaré. Si quieres despertarte conmigo a tu lado, lo haré también. Pero las horas que median, cuando ambos estamos inconscientes, son demasiado peligrosas para jugar con ellas por un mero capricho.
Tragué el nudo que se me había formado en la garganta. Quería darle más explicaciones, decirle que me preocupaba la distancia que se crearía con los dormitorios separados, no sólo física sino emocionalmente.
Me dolía tenerlo para que me hiciera el amor y que luego abandonara la cama. Eso hacía que algo hermoso y mágico se convirtiera en otra cosa. Y si se quedaba conmigo hasta que me durmiera y se despertaba antes que yo para volver a mi lado, acusaría la falta de sueño. Por incansable que pareciera a veces, era un ser humano. Trabajaba duro, hacía ejercicio, y tenía que lidiar con toneladas de estrés día tras día. Dormir poco no podía convertirse en una costumbre.
Sin embargo, su temor por mi seguridad no iba a disiparse con una única conversación. Deberíamos ir paso a paso.
—De acuerdo —concedí—. Hagamos lo siguiente: Blaire me dejará sus diseños y luego tú y yo los veremos juntos. Mientras tanto, nos comprometemos a no tirar ninguna pared de la habitación de invitados. Creo que eso ya es mucho, Edward.
—No lo creías así antes.
—Es una medida provisional que podría pasar a ser permanente y no queremos eso. Quiero decir, no es eso lo que quieres, ¿verdad? Te gustaría que hiciéramos lo posible por dormir juntos, ¿no?
Descruzó los brazos y rodeó la cama para sentarse en el borde. Me cogió la mano y se la llevó a los labios.
—Me gustaría, sí. Me mata pensar que no puedo ofrecerte algo tan básico en nuestro matrimonio. Y más sabiendo que te hace infeliz. Lo siento mucho, cielo. No sabes cuánto.
Me eché hacia adelante y le apoyé una mano en la mejilla.
—Pondremos empeño en ello. Tendría que haber empezado hablando claramente. Supongo que he hecho una jugada a lo Edward: actuar primero y dar explicaciones después.
Él esbozó una mueca contrita.
—Touché. —me dio un beso fuerte y rápido—. Ojo con Blaire. Te desea.
Me eché hacia atrás.
—Me encuentra atractiva —lo corregí—. Es un ligón nato.
Los ojos de Edward adquirieron un brillo peligroso.
—¿Se ha propasado contigo?
—Nada fuera de lo profesional. Si se pasara de la raya, yo misma lo despediría, pero creo que probablemente trata a toda su clientela femenina con el mismo arte.
Seguro que es bueno para el negocio. —sonreí—. Creo que se le bajaron los humos cuando le dije que me estaba acostumbrando a tu vigor y me parecía que ya no necesitaba dormir en una cama aparte.
Él enarcó las cejas.
—No serías capaz.
—Por supuesto que sí. Ya dormiré cuando me muera, le dije. Mientras tanto, si mi marido quiere follar conmigo media docena de veces todas las noches, y dándosele tan bien como se le da, ¿quién soy yo para quejarme?
La primera vez que consulté con Blaire, no reparé en lo que pensaría sobre el hecho de que Edward fuera a casarse con una mujer con la que no tenía intención de dormir.
Cuando el sutil flirteo del diseñador se hizo patente, caí en la cuenta de por qué se le ocurría pensar que yo sería receptiva, y comprendí lo embarazosa que era la situación para mi marido. Sin embargo, Edward nunca se había quejado de lo que pudiera parecerle a un desconocido. Lo que lo preocupaba era yo, no su reputación de jugador de talla mundial.
Disfruté poniendo a Blaire en su sitio.
Me ahuequé el pelo, todo alborotado.
—Soy una rubia con las tetas grandes. Suelto una risita y, por lo general, puedo decir lo que me venga en gana.
—¡Señor! —Edward fingió soltar un suspiro de resignación, pero era evidente que le hacía gracia—. Pero, ¿es que tienes que contarle a todo el mundo los detalles de nuestra vida sexual?
—No. —hice un guiño—. Pero es divertido.
No volví a dormirme después de que Edward se marchara a trabajar, sino que cogí el teléfono y llamé a mi entrenador, Jacob Black. Como era pronto, aún no había empezado a trabajar, y contestó.
—Hola, Jacob. Isabella Dwyer. ¿Qué tal?
—Muy bien. ¿Vas a venir hoy? Vagueas mucho últimamente.
Arrugué la nariz.
—Ya lo sé. Y, sí, voy a ir. Por eso llamo. Me gustaría practicar algo contigo.
—¿Ah, sí? ¿Qué se te ha ocurrido?
—Hemos trabajado la conciencia situacional y qué hacer si nos acorralan, cómo escapar. Pero ¿y si me pillan totalmente desprevenida, como cuando estoy dormida?
Se quedó pensativo.
—Un fuerte rodillazo en las pelotas dejará a cualquier hombre fuera de combate. Te dará el tiempo que necesitas.
Ya se lo había hecho antes a Edward, despertarlo bruscamente de una mala pesadilla. Volvería a hacerlo si se diera la situación, pero preferiría zafarme de él y escapar sin hacerle daño. Bastante mal lo pasaba ya en sus sueños, no quería que se despertara aún con más dolor.
—Pero ¿y si...? ¿Cómo vas a dar un rodillazo a alguien que está tumbado encima de ti?
—Podemos estudiarlo. Imaginar diferentes escenarios. —hizo una pausa—. ¿Va todo bien?
—Estupendamente —le aseguré, y a continuación le dije una mentira—: Es un tema que surgió en un programa de televisión que vi anoche, y me di cuenta de que, por muy preparado que estés, es imposible tener conciencia de la situación cuando estás durmiendo.
—Muy bien. Llegaré al local dentro de dos horas y me quedaré hasta el cierre.
—Vale. Muchas gracias.
Finalicé la llamada y fui a darme una ducha. Cuando salí, vi que tenía dos llamadas perdidas de Jazz. Lo llamé.
—Eh, ¿qué hay?
—He estado pensando. Dijiste algo de un vestido clásico, ¿no?
Suspiré. Me entraba el pánico cada vez que pensaba en ello. Porque, aunque quería creer que el vestido perfecto caería del cielo antes del gran día, era más realista pensar que iba a tener que decidirme.
Con todo, no podía sino querer a Jazz por estar pendiente de mí a ese respecto. Me conocía mejor que yo misma.
—Y ¿qué me dices de uno de los vestidos de boda de Mónica? —sugirió—. Algo antiguo y todo eso. Tenéis la misma constitución. No harán falta muchos arreglos.
—¡Puf! ¿Lo dices en serio? No, Jazz. Si se hubiera casado con mi padre, a lo mejor. Pero no puedo ponerme lo que ella se puso para casarse con un padrastro. Sería muy raro.
Mi amigo se echó a reír.
—Sí, tienes razón. Aunque tiene buen gusto.
Me pasé los dedos por el pelo húmedo.
—De todas formas, creo que no guarda sus vestidos de novia. No es un buen recuerdo para tenerlo en la casa de tu nuevo marido.
—Vale, ha sido una idea tonta. Podemos buscar algo vintage. Un colega mío conoce todas las tiendas de alta costura y todos los outlets de diseñadores de Manhattan.
La idea tenía mérito.
—Mola. Me parece fenomenal.
—Algunas veces soy brillante. Hoy estoy liado con Grey Isles, pero por la tarde me va bien.
—Esta tarde tengo terapia de pareja.
—Vale. Que te diviertas. ¿Y mañana? Quizá podríamos comprar algunas cosas para Ibiza también.
El recordatorio de los planes del fin de semana hizo que me sintiera atosigada. No podía evitar que me inquietara ese asunto, aun sabiendo lo divertido que sería pasar un tiempo con los amigos.
—De acuerdo, mañana. Me pasaré por el apartamento.
—Genial. Y haremos las maletas también.
Colgamos y me quedé con el teléfono en la mano durante un buen rato y una sensación de profunda pena. Por primera vez desde que nos habíamos mudado a Nueva York, sentí que Jazz y yo vivíamos en dos lugares separados. Yo estaba formando un hogar con Edward, mientras que el hogar de mi amigo seguía siendo el apartamento.
El sonido de la aplicación de calendario me recordó que Blaire llegaría dentro de treinta minutos. Echando pestes para mis adentros, dejé el teléfono sobre la cama y me apresuré a arreglarme.
—¿Qué tal os va? —preguntó el doctor Vulturi mientras los tres tomábamos asiento.
Edward y yo nos sentamos en el sofá, como siempre, mientras que el psiquiatra se acomodó en su sillón y cogió su tableta.
—Estamos mejor que nunca. —respondí.
Mi marido no dijo nada, pero alargó un brazo, me cogió una mano y se la acercó para dejarla descansar en su muslo.
—He recibido una invitación para vuestro banquete nupcial. —el doctor Vulturi sonrió—. Mi mujer y yo estamos deseando que llegue el día.
No había podido convencer a mi madre de que incluyera aunque sólo fuera una pizquita de rojo en las invitaciones, pero de todas formas me parecían muy bonitas.
Habíamos decidido que fueran en papel vitela, insertas en un bolsillo transparente, con un sobre blanco exterior para su envío y privacidad. Me ponía nerviosa pensar que no llegaran. Estábamos un poco más cerca de dejar a nuestras espaldas la fachada del compromiso.
—Yo también. —dije. Me apoyé en el hombro de Edward y él me rodeó con un brazo.
—La última vez que nos vimos, Bella —dijo el doctor Vulturi—, acababas de dejar el trabajo. ¿Qué tal te ha ido?
—Mejor de lo que pensaba. Pero he estado muy atareada, y eso ayuda.
—¿Ayuda a qué?
Pensé en la respuesta que iba a dar.
—A no sentirme sin un objetivo. Ahora estoy más ocupada. Y estoy haciendo cosas que son importantes en mi vida.
—¿Por ejemplo?
—La boda, claro. Y mudarme al ático, lo que estoy haciendo pasito a pasito. Y pensando en hacer reformas, de las que me gustaría hablar con usted.
—Por supuesto. —me miró atentamente—. Hablemos primero de esos pasitos. ¿Tiene eso alguna relevancia?
—Bueno, que no estoy haciéndolo de una sola vez. La cosa está en marcha.
—¿Lo ves como una manera de hacer más llevadero el compromiso? Anteriormente, has actuado con mucha decisión. Fugarte. Separarte. Dejar el trabajo.
Eso me hizo pensar.
—Se trata de una transición que afecta a Edward y a Jasper tanto como a mí.
—Por mí, cuanto antes se mude, mejor. —terció Edward.
—Sólo estoy siendo cuidadosa. —dije, encogiéndome de hombros.
El doctor Vulturi tomó notas en su tableta.
—¿Le está costando a Jasper hacerse a la idea?
—No lo sé —reconocí—. No lo parece, pero me preocupa. Tiende a las malas costumbres cuando se ve sin apoyo.
—¿Quieres decir algo sobre eso, Edward?
Él mantuvo un tono neutro.
—Sabía dónde me metía cuando me casé con ella.
—Eso siempre es bueno. —el doctor Vulturi sonrió—. Pero no me dice gran cosa.
Edward llevó la mano de mi hombro a mi pelo y comenzó a juguetear con él.
—Como hombre casado que es, doctor, sabrá que un marido hace concesiones para que reine la paz. Jasper es una de las mías.
Oír eso me dolió, pero entendía que Jazz había hecho borrón y cuenta nueva con Edward. Luego cometió algunos errores, como organizar una noche una orgía en el salón de casa, que le restaron varios puntos.
El doctor Vulturi me miró.
—Así que estás intentando lograr un equilibrio entre las necesidades de tu marido y las de tu mejor amigo. ¿Te resulta estresante?
—Divertido no es —dije, eludiendo la pregunta—, pero tampoco se trata de equilibrar nada. Mi matrimonio y Edward son lo primero.
Supe que a Edward le había gustado oír eso cuando me asió posesivamente del pelo.
—Pero —continué— no me gustaría agobiar a Edward ni que Jasper se sintiera abandonado. Trasladando algunas cosas todos los días, consigo que el cambio sea gradual.
Una vez expresado, tuve que reconocer que sonaba muy maternal. Sin embargo, deseaba a toda costa proteger a quienes me importaban y lo necesitaban, sobre todo del dolor que pudiera causarles lo que yo hiciera.
—Has mencionado a todo el mundo pero no has hablado de ti —señaló el terapeuta—. ¿Cómo te sientes?
—Empiezo a sentirme como en casa en el ático. Lo único que me inquieta es cómo vamos a dormir. Compartimos cama, pero Edward quiere que durmamos separados, y yo no.
—¿Por las pesadillas? —preguntó el doctor Vulturi con la mirada puesta en él.
—Sí. —respondió Edward.
—¿Has tenido alguna últimamente?
Mi marido afirmó con un gesto.
—Pero no de las peores.
—¿Qué hace que una pesadilla sea de las malas? ¿El que la vivas físicamente?
Edward aspiró profundamente.
—Sí.
El doctor volvió los ojos a mí otra vez.
—Bella, tú eres consciente del riesgo, pero aun así quieres dormir con él.
—Eso es.
El corazón se me aceleró con los recuerdos. En varias ocasiones, Edward se había abalanzado sobre mí y me había inmovilizado brutalmente, soltando barbaridades y amenazándome con toda clase de violencia.
En el paroxismo de la pesadilla, Edward no me veía a mí, sino a Hugh, el hombre a quien quería machacar con sus propias manos.
—Hay muchas parejas felices que duermen separadas —señaló el doctor Vulturi— Las razones son muy variadas: el marido ronca, la mujer acapara toda la ropa de la cama, etcétera, y les parece que dormir separados contribuye más a la armonía marital que hacerlo juntos.
Me aparté de Edward y me puse derecha, buscando que ambos me entendieran.
—Me gusta dormir a su lado —aseguré—. A veces me despierto en mitad de la noche y lo observo mientras duerme. Otras, me despierto y ni siquiera abro los ojos, simplemente escucho su respiración. Puedo olerlo, sentir su calor. Duermo mejor con él a mi lado. Y sé que él también lo hace.
—Cielo. —Edward me acarició la espalda.
Volví la cabeza y cruzamos una mirada. Su rostro era impasible, bellísimo. Sus ojos azules, sin embargo, eran oscuros pozos de dolor.
Le cogí de la mano.
—Sé que te hace daño, y lo siento. Pero me gustaría que lo intentáramos, que no renunciáramos a ello para siempre.
—Lo que estás describiendo —dijo el doctor Vulturi con delicadeza— se llama intimidad, Bella. Y es uno de los gozos del matrimonio. Es comprensible que lo anheles. Todo el mundo lo hace de alguna manera. No obstante, para Edward y para ti, da la impresión de que es especialmente importante.
—Para mí lo es. —aseguré.
—¿Estás dando a entender que en mi caso es diferente? —preguntó Edward, un poco tenso.
—No. —me giré para mirarlo—. Por favor, no te pongas a la defensiva. No es culpa tuya. No te estoy haciendo responsable.
—¿Tú sabes lo mal que me hace sentir? —dijo en tono acusador.
—Ojalá no te lo tomaras tan a pecho, Edward. Es...
—Mi mujer quiere mirarme mientras duermo y ni siquiera puedo darle eso. —saltó— Joder, ¿acaso no es para tomárselo a pecho?
—Bueno, vamos a hablar de ello. —se apresuró a decir el doctor Vulturi, acaparando nuestra atención— El origen de esta conversación es el anhelo de una familiaridad íntima. Por naturaleza, los seres humanos desean esa intimidad, pero quienes sobreviven al abuso sexual en la infancia pueden sentir esa necesidad de manera más intensa.
Edward seguía en tensión, pero escuchaba atentamente.
—En muchos casos —continuó Vulturi—, el abusador logra aislar a la víctima para poder ocultar su delito y hacerla dependiente. Con frecuencia, las propias víctimas se alejan de sus familiares y amigos. Las vidas de los demás les parecen normales, y sus problemas insignificantes al lado del terrible secreto que ellas se ven obligadas a ocultar.
Volví a pegarme a Edward, alzando las piernas para abrazarlo con todo mi cuerpo.
Él me rodeó con su brazo una vez más, y con la otra mano buscó la mía.
Al vernos de esa guisa, la expresión del doctor Vulturi se suavizó.
—Esa profunda soledad se palió cuando os abristeis el uno al otro, pero el hecho de estar privado de verdadera intimidad durante tanto tiempo deja huella. Os animo a que consideréis formas alternativas de lograr esa cercanía que tanto deseas, Bella. Cread gestos y rituales que sean únicos para vuestra relación, que no supongan una amenaza para ninguno de los dos y os hagan sentir unidos.
Asentí con un suspiro.
—Vamos a trabajar en eso —dijo—. Y es probable que tus pesadillas, Edward, vayan disminuyendo en cantidad y gravedad. Hemos dado los primeros pasos de un largo viaje.
Eché la cabeza atrás y miré a Edward.
—De toda una vida. —juré.
Él me rozó la mejilla con mucha delicadeza. No profirió las palabras, pero yo las vi en su mirada, las sentí en su caricia.
Teníamos el amor.
Lo demás ya llegaría.
¡Holaaaa, nenas! ¡Hoy tenemos doble capitulo! No me sorprende que Jasper quiera imponerse un poco en la boda, supongo que eso lo hace sentir en más control, ya saben, ni siquiera estoy de acuerdo con que se vayan a vivir todos juntos al ático porque el casado casa quiere. Por lo menos organizo una buena despedida para Bella. ¡Nos vamos a Ibiza y Brasil! ¿Será que como predijo Bella, habrá mujeres implicadas? Ya lo veremos.
Las leo en sus reviews siempre (me encanta leerlas) y no lo olviden que: #DejarUnReviewNoCuestaNada.
—Ariam. R.
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