Todos los personajes pertenecen a Stephenie Meyer. La historia es completamente de la maravillosa Silvya Day, yo solo hago la adaptación. Advertencia: alrededor de esta historia se tocan algunos temas delicados sobre el abuso infantil y violación, así como escenas graficas de sexo. Pueden encontrar disponible la saga Crossfire en línea (Amazon principalmente) o librerías. Todos mis medios de contacto (Facebook y antigua cuenta de Wattpad) se encuentran en mi perfil.
—Tienes cara de necesitar otro. —dijo Leah, poniendo dos rebujitos en la pequeña mesa que había entre nuestras tumbonas.
—¡Dios santo! —reí, ligeramente achispada. Aquella mezcla de fino y refresco de gaseosa era un poco traidora. Y no era precisamente una buena idea curar una resaca con más alcohol—. Me va a hacer falta una cura de desintoxicación después de este fin de semana.
Sonrió y volvió a tumbarse, su piel pecosa aún pálida y ligeramente sonrosada tras dos días al sol. Llevaba el pelo rojizo recogido en lo alto de la cabeza en una sexi maraña, y tenía la voz un poco ronca de tanto reír la noche anterior.
Se había puesto un biquini color turquesa que atraía muchas miradas apreciativas.
Leah era un brillante foco de color, con la sonrisa siempre en los labios y un sentido del humor subido de tono.
En ese sentido, se parecía mucho a su hermano, a quien conocía y quería, pues era la pareja de mi antiguo jefe, Emmett.
Angela apareció por el otro lado con otras dos copas. Miró la tumbona vacía en la que antes estaba mi madre.
—¿Dónde está Renne?
—Ha ido a darse un chapuzón para refrescarse. —la busqué con la mirada, pero no la vi. No era fácil que pasara desapercibida con su biquini color lavanda, así que imaginé que estaría dando un paseo— Volverá.
No se había separado de nosotras en ningún momento, uniéndose a todas las juergas. No era propio de ella beber mucho y estar levantada hasta tarde, pero parecía estar divirtiéndose. Desde luego, estaba causando furor, y la rodeaban hombres de todas las edades. En mi madre había una sensualidad juguetona que la hacía irresistible.
Ojalá la tuviera yo.
—Fijaos en él —dijo Leah, llamando nuestra atención hacia el lugar donde Jazz jugaba con las olas—. Es un imán para las chicas.
—Ya lo creo.
La playa estaba abarrotada, tanto que apenas se veía la arena. Se distinguían decenas de hombros y cabezas asomando entre las olas del mar, pero era fácil ver al grupo que rodeaba a Jazz.
Exhibía su sonrisa, atrayendo la atención como un gato al sol. Con el pelo peinado hacia atrás, la belleza de su preciosa cara quedaba bien a la vista, a pesar de las gafas de aviador que se había puesto para protegerse del sol.
Al darse cuenta de que lo estaba mirando, me saludó con la mano. Yo le lancé un beso, para armar un poco de lío.
—¿Os habéis liado alguna vez? —preguntó Leah—. ¿Te habría gustado?
Negué con la cabeza. Jazz era una preciosidad ahora, sano y musculoso, un magnífico ejemplo de hombre perfecto. Pero cuando yo lo conocí, estaba demacrado y ojeroso, envuelto siempre en cazadoras incluso con el calor de los veranos de San Diego. Se tapaba los brazos para ocultar sus cicatrices y llevaba la capucha puesta sobre su casi rapada cabeza.
En las sesiones de terapia de grupo, siempre se sentaba fuera del círculo y contra una pared, con la silla inclinada hacia atrás y apoyada en las patas traseras. Rara vez hablaba pero, cuando lo hacía, su humor era negro y estaba salpicado de sarcasmo, sus reflexiones casi siempre resaltaban cínicas.
En una ocasión me acerqué a él porque no podía seguir haciendo caso omiso de aquel profundo dolor interior que emanaba.
«No pierdas el tiempo dándome coba —me dijo tranquilamente, con sus preciosos ojos verdes carentes de toda luz—. Si lo que quieres es montarte en mi polla, dilo claramente. Nunca digo que no a un polvo.»
Sabía que era verdad.
El doctor Ben tenía muchos pacientes desquiciados que utilizaban el sexo a modo de bálsamo o como una forma de castigarse. Jazz estaba disponible para todos ellos, y muchos aceptaban la invitación con frecuencia.
«No, gracias —salté yo, asqueada de su agresión sexual—. Estás muy flaco para mi gusto. Cómete una puta hamburguesa, gilipollas.»
Después me arrepentí de haber intentado ser agradable con él. Me acosaba implacablemente, repeliéndome siempre con sus groseras insinuaciones sexuales. Al principio me ponía impertinente. Cuando eso no funcionaba, le paraba los pies a base de amabilidad. Y al final acabó convenciéndose de que no iba a acostarme con él.
Mientras tanto, empezó a ganar peso. Se dejó crecer el pelo. Y ya no iba por ahí ofreciéndose a todo el mundo, aunque, en realidad, se había vuelto más selectivo.
Me di cuenta de lo guapísimo que era, pero no había atracción. Se parecía demasiado a mí, y mi instinto de supervivencia estaba bien alerta.
—Éramos amigos —le aseguré a Leah—. Luego se convirtió en una especie de hermano para mí.
—Lo adoro —comentó Angela, dándose bronceador en las piernas—. Me ha contado que las cosas no van bien entre Alec y él últimamente, y lo siento. Hacen una estupenda pareja.
Asentí con un gesto, volviendo la mirada hacia mi queridísimo amigo. Jazz estaba levantando a una mujer por la cintura para lanzarla contra las olas. Ella emergió escupiendo y riendo a carcajadas, claramente entusiasmada.
—Es una tontería decir que funcionará si tiene que funcionar, pero eso es lo que creo.
Aún tenía que llamar a Alec. Y a la madre de Edward, Esmerald. Quería ponerme en contacto con Alice. Y con Royce. Como probablemente estaría hecha polvo por el jet lag y el exceso de alcohol, me propuse hacer todas esas llamadas mientras me recuperaba en el ático. También tenía que llamar a mi padre, dado que había pospuesto nuestra llamada de los sábados por la diferencia horaria que había entre nosotros.
—No quiero ir a casa. —Angela se estiró con un suspiro y la copa entre las manos— Estos dos días han pasado muy deprisa. Me parece increíble que nos marchemos dentro de unas horas.
Yo me habría quedado otra semana, de no ser porque echaba muchísimo de menos a Edward.
—Bella, cariño...
Ladeé la cabeza al oír la voz de mi madre. Había llegado por detrás y se quedó a mi espalda envuelta en su pareo.
—¿Ya es hora de irse?
Ella negó con la cabeza.
Luego me fijé en que estaba retorciéndose las manos. Eso no era nunca buena señal.
—¿Puedes acompañarme al hotel? —preguntó—. Tengo que hablar contigo.
Vi a Cayo detrás de ella, con la mandíbula tensa y dura. Se me aceleró el pulso.
Me levanté, cogí el sarong que me había puesto para ir a la playa y me lo até a la cintura.
—¿Vamos nosotras también? —preguntó Leah, sentándose.
—Quedaos aquí con Jasper. —respondió mi madre, esbozando una sonrisa tranquilizadora.
Me fascinaba la manera que tenía de actuar con tanta serenidad cuando sabía a la perfección que estaba nerviosa. Yo era demasiado expresiva para ocultar mis reacciones, pero mi madre sólo mostraba emociones con los ojos y las manos, y a menudo decía que incluso con la risa salían arrugas. Como llevaba gafas de sol, iba perfectamente camuflada.
Sin decir una palabra, la seguí a ella y a Cayo de vuelta al hotel.
Cuando llegamos al vestíbulo pareció que todos los empleados tenían que saludarnos con una sonrisa o un gesto de la mano. Todos sabían quién era yo. Después de todo, estábamos alojados en uno de los complejos de Edward. El nombre, Vientos Cruzados, significaba Crosswinds en inglés.
Edward y yo nos habíamos casado en un complejo turístico de Crosswinds. No me había dado cuenta de que era una cadena a nivel mundial.
Entramos en un ascensor y Cayo introdujo una tarjeta llave en la ranura adecuada, una medida de seguridad que limitaba el acceso a nuestra planta. Como había más gente en la cabina, aún tuve que esperar para que me dijeran qué ocurría.
Sentía ganas de vomitar, y se me venían toda clase de pensamientos a la cabeza.
¿Le habría pasado algo a Edward? ¿O a mi padre? Me di cuenta de que me había dejado el teléfono en la mesa, junto a la copa, y quise darme de cabezazos contra la pared. Si hubiera podido mandarle un mensaje rápido a Edward, habría sentido que hacía algo más aparte de volverme loca.
Después de tres paradas, en el ascensor sólo quedábamos nosotros, que seguimos subiendo hasta nuestra planta.
—¿Qué ocurre? —pregunté volviéndome hacia mi madre y Cayo.
Ella se quitó las gafas con dedos temblorosos.
—Se ha armado un escándalo —empezó a contar—. Sobre todo en la red.
Lo que significaba que estaba fuera de control. O a punto.
—Mamá, dímelo ya.
Tomó aire.
—Hay unas fotos... —miró a Cayo pidiendo ayuda.
—¿De qué? —creía que iba a vomitar. ¿Tenía las fotos que mi hermanastro Nathan había hecho de alguna manera? ¿O fotogramas del vídeo sexual con Garrett?
—Esta mañana han aparecido unas fotos de Edward Cross en Brasil que se han hecho virales. —dijo Cayo. Habló en tono neutro, pero había algo extraño en su postura. Tanta tensión no era habitual en él.
Sentí como si me hubieran dado un puñetazo en el estómago. No dije nada más. No había nada que decir hasta que viera la prueba.
Salimos directamente a nuestra suite, un enorme espacio con varios dormitorios y una gran zona de estar en el medio.
Las doncellas habían abierto las ventanas que daban al balcón corrido, y las cortinas transparentes se agitaban con la brisa tras haberse soltado los alzapaños que debían sujetarlas. Brillante con la luz y el calor de España, la suite me había encantado desde el momento en que llegamos.
Ahora era casi incapaz de verla.
Fui hasta el sofá, temblándome las piernas, y esperé a que Cayo introdujera su clave en una tableta y me la pasara.
Mi madre se sentó a mi lado, ofreciéndome su apoyo en silencio.
Bajé la vista y aspiré rápida y ruidosamente.
Sentí como si me aplastaran el pecho con un torno. Lo que vi me dejó alucinada, fue como si alguien se me hubiera colado en la cabeza y capturado una de las imágenes que tenía en la mente.
Fijé la mirada en Edward, tan misterioso y guapísimo vestido enteramente de negro.
El pelo le tapaba en parte la cara, pero claramente era mi marido.
Tenía la esperanza de que no lo fuera, intenté encontrar algo que delatara que el hombre de la imagen era un engaño, pero conocía el cuerpo de Edward tan bien como conocía el mío.
Sabía cómo se movía, cómo se relajaba, cómo seducía.
Aparté la vista de la amada figura que se veía en el centro de la pantalla, incapaz de soportarlo.
Un sofá modular en forma de «U». Cortinas negras de terciopelo. Media docena de botellas de bebidas de máxima calidad encima de una mesa baja. Un reservado para gente vip. Una morena esbelta reclinada sobre un montón de cojines. El profundo escote de su top con lentejuelas ladeado. Edward estaba casi encima de ella, chupándole un pezón.
Una segunda morena de piernas largas, echada sobre la espalda de él. Los muslos de ambos entrelazados. Las piernas de ella abiertas. Su boca en una gran «O» de placer. Edward con un brazo por detrás. La mano bajo la corta falda de ella. No se veía, pero él tenía los dedos dentro de ella. Lo sabía. Fue una puñalada en el corazón.
La imagen se tornó borrosa cuando parpadeé para tratar de contener las lágrimas, sintiendo que me rodaban por las mejillas.
Desplacé la tableta para quitarla de mi vista.
Entonces vi mi nombre y leí la cruda especulación de quien había escrito aquello sobre lo que yo pensaría acerca de las escapadas sexuales de mi prometido mientras se despedía de su soltería.
Dejé la tableta sobre la mesa de centro, respirando con dificultad.
Mi madre se me acercó y me abrazó. El teléfono de la habitación sonó ruidosamente, sobresaltándome y destrozándome los nervios.
—Shhh... —susurró ella, pasándome la mano por el pelo—. Estoy aquí, cariño. A tu lado.
Cayo cogió el auricular.
—¿Sí? —contestó con brusquedad. Luego su voz adoptó un tono gélido y cortante— Ya veo que lo estás pasando en grande.
«Edward.»
Miré a Cayo y noté la indignación que desprendía.
—Sí, ella está aquí.
Me aparté de mi madre y conseguí ponerme de pie. Tratando de contener las náuseas, fui hacia él y alargué la mano para que me diera el teléfono.
Me pasó el aparato inalámbrico y retrocedió.
Me tragué un sollozo.
—Hola.
Hubo una pausa.
La respiración de Edward se aceleró. Yo había dicho tan sólo una palabra, pero no necesitó más para saber que estaba al tanto.
—Cielo...
De repente me dieron ganas de vomitar y corrí al baño tirando el teléfono, sin apenas darme tiempo a levantar la tapa del inodoro antes de vaciar el contenido de mi estómago en violentas e incontrolables arcadas.
Mi madre entró corriendo y yo le hice un gesto con la cabeza.
—Vete. —jadeé, hundiéndome en el suelo con la espalda apoyada contra la pared.
—Isab...
—Dame un minuto, mamá. Dame... un minuto.
Se me quedó mirando, luego asintió y cerró la puerta tras ella.
Desde el teléfono, que estaba en el suelo, oí gritar a Edward.
Alargué una mano y me lo acerqué a la oreja.
—¡Isabella, por el amor de Dios, coge el teléfono!
—No grites. —le dije con la cabeza a punto de estallarme.
—Oh, Dios. —tenía la respiración entrecortada—. Estás enferma. Maldita sea. Y estoy tan lejos... —alzó la voz—. ¡Raúl! ¿Dónde cojones estás? ¡Quiero mi jet inmediatamente! Coge el teléfono y...
—No, no, no lo...
—Fue antes de conocerte. —hablaba muy deprisa, respiraba muy deprisa—. No sé cuándo... ¿Qué? —alguien le decía algo—. ¿El Cinco de Mayo? ¡Joder!... Y ¿por qué sale eso ahora?
—Edward...
—Bella, te juro que esa puta foto no se ha tomado esta noche. Jamás te haría algo así. Y lo sabes. Sabes lo que significas para mí...
—Edward, cálmate.
Empezó a calmárseme el pulso. Él estaba desesperado. Presa del pánico. Oírlo me partía el corazón. Edward era fuerte, capaz de arreglárselas, de sobrevivir y superar cualquier cosa.
Yo era su debilidad, cuando lo único que yo quería era ser su fortaleza.
—Tienes que creerme, Isabella. Jamás nos haría esto. Jamás me dedicaría a...
—Te creo.
—... follar por ahí... ¿Qué?
Cerré los ojos y apoyé la cabeza contra la pared. Mi estómago empezaba a asentarse.
—Te creo.
Su estremecida exhalación sonó con fuerza.
—¡Dios!
Silencio.
Sabía lo mucho que significaba para él que lo creyera completamente. Todo. Cualquier cosa. No podía evitarlo, pero lo encontraba casi imposible de aceptar, aunque anhelara mi confianza más, creo yo, de lo que anhelaba mi amor.
Para él, que creyera en él era mi amor.
Su explicación era sencilla, alguien podría decir que demasiado sencilla pero, conociéndolo como lo conocía yo, era la que tenía más sentido.
—Te quiero —susurró con voz suave, cansada—. Te quiero muchísimo, Isabella. Como no cogías el teléfono...
—Yo también te quiero. Te amo.
—Lo siento. —emitió un leve gemido lleno de dolor y pesar— Siento mucho que hayas visto eso. Es una putada. Todo esto es una putada.
—Has visto cosas peores. —repliqué.
Edward me había visto besar a Garrett Kline delante de sus narices. Había visto al menos parte del vídeo sexual en el que aparecíamos Garrett y yo. Comparado con eso, una foto no era nada.
—Me fastidia que estés allí y yo aquí. —dijo a continuación.
—A mí también.
Quería tener el consuelo de su abrazo. Y, lo que era más, quería consolarlo, demostrarle otra vez que no me iba a ir a ninguna parte y que no tenía motivos para temer.
—Es la última vez que hacemos algo así.
—Sí. Sólo vas a casarte dos veces, las dos conmigo. Se te acabaron las despedidas de soltero.
Él soltó una carcajada.
—No me refería a eso.
—Lo sé.
—Dile a Cayo que te traiga a casa. Estamos haciendo las maletas para ir al aeropuerto.
Negué con la cabeza, aunque él no podía verme.
—Quédate hasta mañana. —repuse.
—¿Mañana...? Ah, claro, estás enferma.
—No, estoy bien. Iré a buscarte. A Río.
—¿Qué? No. No quiero estar aquí. Tengo que volver a casa para aclarar este asunto de una puñetera vez.
—Está por todas partes, Edward. Nada podrá cambiarlo. —me levanté del suelo—. Ya lo, o la, cazarás más adelante. No pienso dejar que nos estropeen los recuerdos de este fin de semana.
—No es...
—Si quieren fotos de ti en Brasil, campeón, yo estaré en ellas.
Se quedó pensativo unos instantes.
—De acuerdo. Te estaré esperando.
—Quizá sea un fotomontaje. —dijo Angela.
—O ese tipo se le parece —sugirió Leah, ladeándose hacia ella para ver la tableta—La verdad es que no se le ve muy bien, Bella.
—No. —negué con la cabeza. Las cosas eran como eran—. Ése es Edward, sin duda.
Jazz, que se sentaba a mi lado en la limusina, me cogió de la mano y entrelazamos los dedos.
Mi madre estaba sentada en el sofá de detrás del conductor, mirando muestrarios de telas. Tenía sus esbeltas piernas cruzadas y daba golpecitos con un pie nerviosamente.
Tanto Angela como Leah me lanzaban miradas apenadas.
Su compasión me hería el amor propio.
Había cometido el error de mirar en las redes sociales. Me asombraba lo cruel que podía ser la gente. Según algunos, yo era una mujer desairada. O tan estúpida que no me daba cuenta de que iba a casarme con un hombre que a mí me daría su nombre mientras ofrecía su cuerpo y sus atenciones a quien le viniera en gana. Era una cazafortunas dispuesta a soportar la humillación por dinero.
Podría ser un ejemplo para todas las mujeres, si le diera la espalda a Edward y buscara a otra persona.
—Es una foto antigua. —repetí.
En realidad, no hacía tanto tiempo, pero nadie tenía por qué saber cuánto exactamente, salvo que la foto en cuestión no se había tomado mientras él y yo manteníamos una relación.
Edward había cambiado mucho desde entonces. Por mí. Por los dos. Y yo ya no era la mujer que él había conocido aquel trascendental día de junio.
—Antiquísima —dijo Leah con contundencia— Desde luego.
Angela asintió, pero con cara de no estar convencida del todo.
—¿Por qué iba a mentirme? —pregunté de manera inexpresiva— No costaría mucho dar con el club que se ve al fondo. Tiene que ser uno de los de Edward, y apuesto a que está en Manhattan. Y de ninguna manera podría estar en Nueva York y tener el pasaporte sellado en Brasil en el mismo día.
Me había llevado unas horas darme cuenta de eso, y me alegraba la idea. No necesitaba ninguna prueba de que mi marido me decía la verdad. Pero si de alguna manera podíamos probar que la foto estaba tomada en un lugar concreto e identificable, estaría bien poner las cosas en su sitio.
—Muy bien. —Angela me dedicó una sonrisa de oreja a oreja—. Está loco por ti, Bella. No andaría por ahí teniendo líos de faldas.
Asentí con la cabeza y dejé el tema a un lado.
Pronto llegaríamos al aeropuerto y no quería que nos despidiéramos pensando en ese estúpido cotilleo en lugar de en el estupendo viaje que habíamos hecho.
—Gracias por venir. Me lo he pasado fenomenal.
Me habría encantado que vinieran a Río también, pero no tenían el visado para entrar en el país.
Además, las dos tenían que trabajar el lunes. Así que nuestros caminos se separaron: las chicas volvían a casa con el equipo de seguridad de Cayo, mientras que Jazz, mi madre, Cayo y yo volamos a Brasil en el jet que Edward había dispuesto para nosotros.
Iba a ser un viaje rápido.
Llegaríamos el lunes por la mañana y nos marcharíamos el lunes por la noche. Lo poco que pudiéramos dormir sería en el avión. Pero para cuando yo estuviera para el arrastre, Edward dejaría Brasil con una sonrisa en la boca.
No quería que recordara ese fin de semana con pesar. Ya teníamos bastantes malos recuerdos. En adelante, deseaba que todos los que atesorase fueran buenos.
—Somos nosotras quienes tenemos que dártelas —dijo Angela—. Ha sido un viaje inolvidable.
Leah cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás en el asiento.
—Saluda a Arnoldo de mi parte.
Sabía que Leah y Arnoldo se habían hecho amigos desde que se conocieron la noche que fuimos al concierto de los Six-Ninths.
Creo que se sentían seguros juntos.
Leah esperaba a que su novio, Doug, regresara de Sicilia, donde estaba haciendo un curso de alto nivel para chefs.
Arnoldo aún estaba curándose el corazón roto, pero era un hombre que amaba a las mujeres, y seguro que apreciaría poder disfrutar de la compañía de alguien que no esperaba otra cosa.
Jazz se encontraba en una situación parecida.
Echaba de menos a Alec y no le apetecía andar liándose por ahí, lo cual era impropio de él.
Normalmente, cuando lo pasaba mal, follaba para olvidar. Sin embargo, se había pasado el fin de semana pegado a Angela, que parecía un ciervo deslumbrado en cuanto se le acercaban los hombres. Jazz había sido su escudo, y ambos se habían divertido tomándose las cosas con calma.
Edward no era el único que había tenido una vida difícil.
Y, en cuanto a mí, me moría por estar con mi marido. El estrés le hacía tener pesadillas, así que saqué el teléfono y le envié un mensaje:
Sueña conmigo.
La respuesta fue tan propia de Edward que me hizo sonreír:
Vuela más deprisa.
Y enseguida supe que volvía a estar en forma.
—¡Caray! —miré por la ventanilla del jet mientras el aparato rodaba por la pista de aterrizaje de un aeropuerto privado en las afueras de Río—. ¡Ésa sí que es una vista!
En el asfalto estaban Edward, Arnoldo, Manuel y Benjamín. Todos ellos vestidos con bermudas y camisetas. Todos ellos morenos y altos. De hermosa musculatura. Bronceados.
Estaban dispuestos como si fueran una fila de coches deportivos exóticos y escandalosamente caros. Potentes, excitantes, peligrosamente rápidos.
No tenía dudas de la fidelidad de mi marido, pero si me hubiera quedado alguna, al verlo habría desaparecido. A sus amigos se los veía sueltos y relajados, enfriando motores tras duras carreras. No podían disimular que habían disfrutado de Rio y de sus mujeres. Edward, sin embargo, estaba tenso, vigilante, con el motor en marcha, ronroneando con la necesidad de pasar de cero a sesenta en el espacio de un latido.
Nadie le había hecho a mi marido una prueba de rodaje.
Yo había ido allí con la intención de calmarlo, de planear estrategias, de recuperar un poco de mi orgullo herido.
Pero iba a ser el conductor que lo dejara sin gasolina.
«Sí, por favor.»
Noté una pequeña sacudida cuando colocaron la escalera móvil contra el jet.
Cayo fue el primero en bajar. Lo siguió mi madre. Yo salí detrás de ella, deteniéndome en la plataforma para sacar una foto con el móvil.
La imagen de Edward y sus amigos sí que iba a dar que hablar en internet.
Bajé el primer escalón y Edward echó a andar, descruzando los brazos al acortar la distancia que nos separaba.
No le veía los ojos, sino a mí misma en el reflejo de sus gafas, pero notaba la intensidad con que me miraba.
Hizo que me flojearan las piernas y tuve que agarrarme al pasamanos.
Le estrechó la mano a Cayo. Aguantó e incluso se las arregló para darse un breve abrazo recíproco con mi madre. Pero en ningún momento me quitó los ojos de encima ni se retrasó más de unos segundos.
Me había puesto mis provocativos tacones rojos. Unos pantalones cortísimos y ceñidos, con la cinturilla muy por debajo del ombligo, apenas me tapaban el culo. Llevaba un top de encaje rojo con tirantes, que, con una cinta de terciopelo rojo, se ceñía en la espalda a modo de corsé. Me había recogido el pelo en un moño un poco alborotado.
Edward terminó de alborotármelo cuando me cogió en el último peldaño y metió la mano en él.
Selló su boca con la mía, como si no se hubiera fijado en el brillo rojo que me había puesto en los labios.
Me rodeó la cintura y quedé suspendida en su abrazo, con los pies despegados del suelo.
Acoplándome a él, enlacé los tobillos en la parte baja de su espalda; echó la cabeza hacia atrás y nuestras lenguas se encontraron en un ardiente beso.
Bajó la mano que tenía en mi pelo para sostenerme, rodeándome el culo de la manera exigente y posesiva que a mí me gustaba.
—Eso es la hostia de sensual. —dijo Jazz desde alguna parte a mis espaldas.
Manuel emitió un agudo silbido.
Me importaba muy poco el espectáculo que estuviéramos dando. Tocar y saborear el cuerpo de Edward era una delicia embriagadora.
Me venían toda clase de pensamientos a la cabeza.
Quería montarlo, frotarme contra él. Quería verlo desnudo y sudoroso, impregnado de mi olor.
En la cara, las manos, la polla...
Mi marido no era el único que deseaba marcar territorio.
—Isabella Marie —me reprendió mi madre—, compórtate como es debido.
El sonido de su voz nos enfrió a los dos al instante.
Solté las piernas y Edward me ayudó a bajar al suelo.
Me separé a regañadientes, alzándole las gafas de sol brevemente para mirarlo a los ojos.
«Ira, lujuria...»
Le limpié los restos de gloss que le había dejado en la boca con los dedos. Tenía los labios hinchados de la pasión de nuestro beso, suaves las sensuales curvas.
Me rodeó la cara con las manos y me rozó los labios con los pulgares.
Echándome la cabeza hacia atrás, me besó en la punta de la nariz.
Ahora se mostraba tierno, atemperada ya la feroz alegría de verme al haberme tocado.
—Bella —dijo Arnoldo, acercándose a mí con una leve sonrisa en su atractivo rostro— Me alegro de verte.
Me volví hacia él un poco nerviosa. Quería que fuéramos amigos. Quería que me perdonara por haberle hecho daño a Edward.
Quería...
Me plantó un beso en la boca.
Anonadada, no supe reaccionar.
—¡Largo! —exclamó Edward.
—Oye, que no soy un perro —saltó Arnoldo. Me miró divertido—. Se ha pasado todo el tiempo suspirando por ti. Ya puedes liberarlo de su tormento.
Mi inquietud desapareció. Estaba más cariñoso conmigo que en los últimos tiempos, más que cuando nos habían presentado.
—Yo también me alegro mucho de verte, Arnoldo. —dije.
El siguiente fue Benjamín.
Cuando alzó ambas manos para tocarme la cara, Edward levantó inmediatamente un brazo entre nosotros.
—Ni se te ocurra. —advirtió.
—Eso no es justo.
Le lancé un beso.
Manuel fue más ladino.
Se acercó por detrás de mí y, levantándome del suelo, me plantó un sonoro beso en la mejilla.
—Buenos días, guapísima.
—Hola, Manuel —reí— ¿Divirtiéndote aún?
—No lo sabes bien. —dejándome en el suelo, me guiñó un ojo.
Edward parecía haberse calmado un poco.
Estrechó la mano a Jazz y le preguntó qué tal por Ibiza.
Sus amigos saludaron a mi madre, que enseguida activó sus encantos y obtuvo los resultados esperados: todos se quedaron cautivados.
Edward me agarró de la mano.
—¿Tienes el pasaporte?
—Sí.
—Pues vámonos. —y echó a andar con paso enérgico.
Me apresuré a seguirlo y me volví a mirar al grupo que dejábamos atrás.
Iban en otra dirección.
—Ellos han pasado el fin de semana con nosotros. —dijo Edward en respuesta a una pregunta no pronunciada— Hoy es nuestro día.
Me hizo pasar por el trámite rápido de aduana y luego volvimos a la pista, donde nos esperaba un helicóptero.
Las palas de los rotores empezaron a girar cuando nos aproximábamos.
Raúl apareció de repente y abrió la puerta trasera. Edward me ayudó a subir a la parte de atrás y él lo hizo detrás de mí.
Busqué el cinturón de seguridad, pero Edward me apartó las manos y me aseguró rápidamente antes de sentarse. Me pasó unos auriculares y él se puso los suyos.
—En marcha. —le dijo al piloto.
Empezábamos a elevarnos antes de que Edward se hubiera puesto el cinturón de seguridad.
Estaba sin aliento cuando llegamos al hotel, aún sobrecogida por la vista de la ciudad de Río extendida debajo de nosotros, sus playas salpicadas de altas lomas y sus colinas repletas de favelas pintadas de vivos colores.
Los coches abarrotaban las carreteras, extraordinariamente densas por el tráfico incluso comparadas con las de Manhattan en horas punta. La famosa estatua del Cristo Redentor refulgía sobre el cerro del Corcovado a lo lejos a mi derecha cuando rodeamos el Pan de Azúcar y seguimos la costa hasta Barra da Tijuca.
En coche habríamos tardado horas en llegar al hotel desde el aeropuerto, pero nosotros habíamos hecho el viaje en unos minutos.
Entrábamos en la suite de Edward antes de que mi cerebro, aturdido por el desfase horario, se diera cuenta plenamente de que había estado en tres países distintos en otros tantos días.
Vientos Cruzados Barra era tan lujoso como todas las propiedades Crosswinds que había visto, pero con un gusto local que lo hacía único.
La suite de Edward era tan amplia como la mía de Ibiza, y las vistas eran impresionantes.
Me detuve a admirar la playa desde el balcón, fijándome en las interminables hileras de puestos de cocos y en los dorados cuerpos tendidos en la arena.
En el aire se oía música de samba, alegre, sensual y optimista.
Tomé una foto y la descargué en mi cuenta de Instagram, junto con la que les había hecho a los chicos en la pista.
La vista desde aquí... #RíoDeJaneiro.
Agregué a todo el mundo y descubrí que Arnoldo había subido una imagen mía y de Edward besándonos apasionadamente en el aeropuerto.
Era una foto estupenda, íntima y sensual.
Arnoldo tenía varios millares de seguidores y la foto tenía ya docenas de comentarios y «Me gusta».
Queridos amigos disfrutando #RíoDeJaneiro y el uno del otro.
En ese instante sonó el móvil de Edward se excusó un momento. Oí que hablaba en otra habitación y allí me dirigí.
No habíamos dicho ni una palabra desde que salimos del aeropuerto, como si estuviéramos reservándonos para una conversación íntima. O quizá no había nada que decir. Que el mundo dijera lo que quisiera y difundiera mentiras. Nosotros sabíamos lo que teníamos. No había que calificarlo, justificarlo ni expresarlo.
Lo encontré en un despacho, delante de un escritorio en forma de «U» lleno de fotografías y notas, algunas de las cuales habían caído al suelo.
El lugar estaba patas arriba, tan impropio del estricto orden que por lo general mantenía mi marido. Tardé unos instantes en caer en la cuenta de que las fotos eran del interior de un club que coincidía con el fondo de la foto de Edward en el Cinco de Mayo.
Resultaba un tanto inquietante que hubiéramos tenido la misma idea. Y sorprendente, de alguna manera.
Me volví para marcharme.
—Bella. Un momento.
Lo miré.
—Mañana por la mañana es mejor. —dijo a quien estuviera al otro lado de la línea— Envíame un mensaje cuando se confirme.
Luego colgó y silenció el teléfono, dejándolo junto a las gafas de sol.
—Quiero que veas esto.
—No tienes que probarme nada. —le dije.
Él se me quedó mirando.
Ahora que no llevaba las gafas, vi que tenía ojeras.
—Anoche no dormiste. —no era una pregunta. Debería haber sabido que no lo haría.
—Voy a arreglarlo.
—No se ha roto nada.
—Te oí mientras estaba al teléfono. —dijo tenso.
Me apoyé en el marco de la puerta.
Sabía cómo se había sentido él cuando besé a Garrett: con pensamientos homicidas. Se pelearon como animales. Para mí la confrontación física violenta no era una opción.
Mi cuerpo se había purgado de los celos como había podido.
—Haz lo que tengas que hacer —murmuré—. Pero yo no necesito nada. Estoy bien. Tú y yo, nosotros estamos bien.
Edward tomó aire profundamente. Lo soltó.
Luego se llevó las manos atrás y se quitó la camisa por encima de la cabeza. Se quitó las sandalias mientras se desabrochaba los pantalones, que dejó que cayeran al suelo.
No llevaba nada debajo.
Lo contemplé mientras se acercaba a mí desnudo, fijándome en las líneas oscuras del bronceado y en la rigidez de su verga.
La tenía increíblemente dura, subidas las pelotas ya. Flexionaba todos los músculos al andar.
Aquellos muslos tan impactantes: los abdominales, una tabla; los bíceps, marcadísimos.
Yo no me movía, casi no respiraba, apenas parpadeaba. No dejaba de maravillarme que pudiera estar con él. Me sacaba unos treinta centímetros largos, y pesaba casi cuarenta y cinco kilos más que yo. Y era fuerte. Muy fuerte.
Cuando hacíamos el amor, me excitaba estar debajo de él y sentir toda aquella increíble fuerza concentrada únicamente en dar placer a mi cuerpo y disfrutar de él.
Edward me cogió en brazos, bajó la cabeza y me tomó la boca en un beso profundo y voluptuoso, deleitándose despacio, con suaves lameduras y labios persuasivos.
No me di cuenta de que me había desatado el top hasta que me cayó por los brazos.
Introdujo los pulgares bajo la cinturilla de mis shorts, deslizándolos a un lado y a otro de mi piel sensible, hasta que detuvo el beso para agacharse y ayudarme a quitarme la ropa.
Gemí con ganas de más.
—Vamos a dejar los tacones puestos. —susurró enderezándose del todo. Sus ojos eran de un azul tan brillante que me recordaban el agua en la que nos bañamos desnudos cuando nos casamos.
Le pasé los brazos por el cuello, me levantó y me llevó al dormitorio.
—Y algunos de esos pequeños panecillos redondos de queso. —pedí, y Edward transmitió el pedido, en portugués, al servicio de habitaciones.
Tendida boca abajo en la cama, de cara a las puertas correderas del balcón, agitaba las piernas con los provocativos tacones aún puestos. Y nada más. Apoyaba el mentón sobre los brazos cruzados. Era muy agradable sentir la cálida brisa marina en la piel, enfriando el sudor que cubría mi cuerpo entero.
Arriba, en el techo, giraban despacio las aspas de caoba del ventilador, talladas en forma de hojas de palmera.
Respiré hondo, olía a sexo y a Edward.
Colgó el teléfono y el colchón se hundió cuando se acercó a mí, rozándome el trasero con los labios, y a continuación la espalda hasta los hombros.
Se tumbó a mi lado, apoyando la cabeza en una mano, acariciándome la espalda con la otra.
Me giré para mirarlo.
—¿Cuántos idiomas sabes?
—Un poco de muchos y mucho de unos pocos. —respondió.
—Mmm. —me arqueé con sus caricias.
Me besó en los hombros otra vez.
—Me alegro de que estés aquí —susurró—. Me alegro de haberme quedado.
—A veces tengo buenas ideas.
—Yo también. —el brillo lascivo de sus ojos no me dejó ninguna duda de lo que estaba pensando.
No había pegado ojo en toda la noche, luego había follado conmigo, muy despacio, durante casi dos horas. Se había corrido tres veces, la primera con tal intensidad que incluso había bramado. A voz en grito.
Estaba segura de que el sonido había traspasado las ventanas abiertas. Yo había alcanzado el orgasmo sólo de oírlo. Y enseguida estuvo preparado otra vez. Siempre estaba preparado. Dichosa yo.
Me puse de lado, de cara a él.
—¿Necesitas a dos mujeres para saciarte?
Edward se cerró en banda.
—No pienso entrar al trapo.
Le toqué la cara.
—¡Eh! Era una broma, cariño. Una broma pesada.
Rodó de espaldas, cogió una almohada y la colocó entre los dos. Luego volvió la cabeza hacia mí con el ceño fruncido.
—Antes tenía un... vacío... dentro de mí —dijo en voz baja— Decías que era un hueco, que tú lo habías llenado. Y es verdad.
Yo escuchaba atentamente. Edward estaba hablando, compartiendo. Le costaba mucho y no le gustaba. Pero me amaba.
—Te esperaba a ti —añadió echándome el pelo hacia atrás— Una docena de mujeres no podrían haber hecho lo que has hecho tú. —se pasó ambas manos por la cabeza—. Pero, joder, las distracciones me ayudaban a no pensar en ello.
—Yo puedo conseguirlo —susurré, deseando verlo contento y juguetón otra vez— Puedo conseguir que no pienses en nada.
—Ese vacío ha desaparecido. Tú estás ahí.
Me incliné sobre él y lo besé.
—Estoy aquí, también.
Cambió de postura y se puso de rodillas, levantándome y dejándome caer sobre la almohada de manera que quedé con el culo en pompa.
—Así es como te quiero.
Lo miré por encima del hombro.
—Recuerdas que va a venir el servicio de habitaciones, ¿verdad?
—Dijeron que entre cuarenta y cinco y sesenta minutos.
—Tú eres el jefe. No tardarán tanto.
Se colocó entre mis piernas.
—Les dije que tardaran una hora.
Me eché a reír. Creía que el almuerzo era un descanso. Por lo visto, sólo lo era la llamada telefónica.
Me agarró las nalgas con ambas manos y apretó.
—¡Joder! Tienes un culo de lo más increíble. Es el perfecto cojín para hacer esto...
Sujetándome las caderas, se introdujo en mí. Un largo y lento deslizamiento. Emitió un masculino gruñido de placer, y a mí se me encogieron los dedos de los pies en los zapatos.
—¡Dios! —apoyé la frente en la cama y gemí— ¡Qué duro estás!
Apretó los labios en mi hombro. Movió las caderas, acariciándome por dentro, empujando lo bastante para causarme un ligero dolor.
—Me excitas —dijo con voz ronca—. No puedo evitarlo. No quiero.
—No lo hagas. —arqueé la espalda, acoplándome a sus tranquilas y cuidadosas estocadas. De ese humor se encontraba hoy. Tierno. Complaciente. Haciendo el amor— No pares.
Me puso los brazos a ambos lados, presionando con las palmas en el colchón, y me acarició con los labios.
—Te propongo un trato, cielo. Reventaré cuando lo hagas tú.
—¡Puf! —me miraba en el espejo, cambiando de postura continuamente—. ¡A quién se le ocurre ponerse el biquini después de haber comido como un cerdo!
Tiré del sujetador sin tirantes del bañador verde esmeralda que Edward había comprado en la tienda del vestíbulo, luego intenté colocarme bien la parte inferior.
Edward apareció por detrás con un aspecto sexi y de lo más goloso, vestido con unas bermudas negras.
Me rodeó con sus brazos, al tiempo que sopesaba mis pechos en sus palmas.
—Estás guapísima. Me gustaría quitarte esto con los dientes.
—Hazlo. —¿para qué ir a la playa? Ya habíamos estado en la playa durante el fin de semana.
—¿Todavía quieres tener fotos de nosotros ahí? —preguntó. Cruzamos la mirada en el espejo—. Si no, no tengo inconveniente en lanzarte a la cama otra vez y darte otro repaso.
Me mordí el labio inferior, debatiéndome.
Tiró de mí hacia él. Descalza, Edward podía apoyar el mentón en la coronilla de mi cabeza.
—¿No te decides? Vale, iremos a la playa, aunque sólo sea para que luego no te arrepientas de no haber ido. Treinta minutos, una hora, y luego volveremos hasta que llegue el momento de marcharnos.
Me conmovió. Siempre pensaba primero en mí y en lo que necesitaba yo.
—Te quiero muchísimo.
Casi se me paró el corazón al ver la expresión de sus ojos.
—Tú me crees —susurró— Siempre.
Me volví y me apreté contra su pecho.
—Siempre.
—Es una foto bonita —dijo mi madre en voz baja, pues los chicos estaban todos dormidos. Las luces de la cabina del jet estaban atenuadas, y los hombres, reclinados todos en sus asientos— Aunque habría preferido que no mostraras tanto trasero.
Sonreí, con la mirada en la tableta que sostenía en sus manos.
Vientos Cruzados Barra contaba con varios fotógrafos en plantilla para cubrir los eventos, convenciones y bodas que se celebraban en aquella espléndida propiedad.
Edward había encargado a uno que nos fotografiara en la playa, a distancia, para que yo no me diera cuenta.
En las anteriores fotos publicadas de nosotros en Westport, Edward me sujetaba debajo de él, con el oleaje lamiéndonos las piernas.
En las nuevas se nos veía al sol, él tumbado boca arriba, y yo echada encima con los brazos cruzados sobre sus abdominales y la barbilla apoyada en las manos.
Estábamos hablando, con la vista fija en su cara mientras él me miraba y me pasaba los dedos por el pelo. Sí, con el biquini de corte brasileño que llevaba, se me veía el culo, pero lo que realmente destacaba era la intensidad con que Edward me observaba y la familiaridad, cómoda y espontánea, que se veía entre nosotros.
Mi madre me miró.
Había una tristeza en sus ojos que no alcanzaba a comprender.
—Confiaba en que pudierais llevar una vida tranquila y normal —declaró—. Pero el mundo no va a dejar que eso suceda.
La foto se había hecho viral poco después de subirse a una red social. Las especulaciones iban en aumento.
¿Cómo podía estar con Edward en Río y parecerme bien que follara con otras dos mujeres? ¿Era tan pervertida nuestra vida sexual? ¿O quizá no era Edward Masen Cross el de la foto en el club?
Antes de quedarse dormido, Edward me había dicho que su equipo de relaciones públicas estaba trabajando las veinticuatro horas del día, atendiendo llamadas y administrando sus cuentas en las redes sociales.
A partir de hoy, las respuestas oficiales eran para confirmar que yo había estado en Río con Edward.
Había dicho que él se encargaría de todo lo demás personalmente cuando llegáramos a casa, aunque se había mostrado muy cauteloso respecto a cómo iba a hacerlo.
«Estás muy hermético», lo acusé yo sin vehemencia. «De momento», coincidió él con una vaga sonrisa.
Puse una mano encima de la de mi madre.
—Todo va a salir bien. Tarde o temprano, la gente se cansará de nosotros. Y nos marcharemos durante un mes después de la boda. Eso es una eternidad sin saber de nosotros. Los medios buscarán otras noticias.
—Eso espero —respondió ella con un suspiro— Te casas el sábado. No puedo creerlo. Aún hay tanto que hacer...
El sábado. Dentro de unos pocos días. No me parecía posible que Edward y yo pudiéramos sentirnos más casados de lo que ya nos sentíamos, pero sería bonito pronunciar los votos delante de nuestras familias.
—¿Por qué no vienes al ático mañana? —le sugerí— Me encantaría que lo vieras y habláramos de cosas que aún están por decidir. Comeremos juntas y daremos una vuelta.
La cara se le iluminó.
—¡Qué idea tan estupenda! Me encantaría, Bella.
Me apoyé en el reposabrazos y la besé en la mejilla.
—A mí también.
—¿Ni siquiera vas a dormir un poco? —estupefacta, vi que Edward se dirigía a su guardarropa.
Sólo llevaba puestos unos calzoncillos tipo bóxer, el pelo se lo había secado con la toalla después de la ducha que se había dado nada más llegar a casa.
Yo estaba en la cama, exhausta y rota a pesar de que había dormido en el avión.
—Va a ser un día corto —dijo sacando un traje gris oscuro—. Llegaré pronto a casa.
—Te pondrás enfermo si no duermes lo suficiente. No me gustaría que cayeras enfermo el día de nuestra boda o en nuestra luna de miel.
Sacó la corbata azul que tanto me gustaba.
—No voy a caer enfermo.
Miré el reloj de la mesilla.
—¡No son ni las siete siquiera! Nunca vas a trabajar tan pronto.
—Tengo cosas que hacer. —se abrochó la camisa rápidamente—. Deja de darme la lata.
—No estoy dándote la lata...
Me lanzó una mirada risueña.
—¿No te saciaste de mí ayer?
—Dios mío, serás engreído...
Se sentó y se puso los calcetines.
—No te preocupes, cariño. Te daré más en cuanto llegue a casa.
—Ahora mismo me gustaría tirarte algo a la cabeza.
Edward se había vestido en un abrir y cerrar de ojos, pero de alguna manera se las había arreglado para estar elegante, perfecto.
Lo que sólo consiguió agriarme más el humor.
—Deja de poner mala cara. —me regañó, encorvándose para besarme en lo alto de la cabeza.
—Yo tardo una eternidad en tener tan buen aspecto y tú lo consigues sin proponértelo —rezongué—. Y te has puesto mi corbata favorita. —le resaltaba el color de los ojos, asegurándose de que sólo se lo veía a él y lo guapísimo que era.
—Lo sé —sonrió—. Cuando vuelva a casa, ¿te gustaría que te follara con ella puesta?
Me lo imaginé y desfruncí el ceño.
¿Cómo sería que se bajara la bragueta y me follara con uno de sus trajes puesto?
Tórrido.
En más de un sentido.
—Sudamos demasiado —dije, descartando la idea con un mohín—. La estropearíamos.
—Tengo una docena. —se enderezó— Vas a quedarte en casa, ¿verdad?
—Un momento. ¿Tienes una docena de corbatas como ésa?
—Es tu preferida. —respondió sencillamente, como si eso lo explicara todo. Lo que supuse que así era.
—En casa, ¿verdad? —repitió.
—Sí, mi madre vendrá dentro de unas horas y tengo que hacer algunas llamadas.
Se encaminó hacia la puerta.
—Duerme un poco, ángel gruñón. Sueña conmigo.
—Ya, ya. —mascullé abrazando una almohada y cerrando los ojos.
Y soñé con él, claro.
—La mayoría de los invitados ya han confirmado su asistencia. —dijo mi madre, pasando los dedos por el panel táctil de su portátil para mostrarme una hoja de cálculo que hizo que se me cruzaran los ojos— No esperaba que asistieran tantos invitados, habiéndolos avisado con tan poca antelación.
—Eso es bueno, ¿no? —dije, aunque, sinceramente, no tenía ni idea.
Ni siquiera sabía a cuántos se había invitado a la recepción. Sólo sabía que era el domingo por la tarde en uno de los hoteles de Edward de la ciudad.
De otra manera, no habríamos tenido el espacio que necesitábamos.
Mike no lo había dicho, pero me figuré que alguien se quedaría sin sitio para su evento en el último momento. Y el número de habitaciones que habíamos reservado para acomodar a la familia de mi padre... No me había parado a pensar en todo eso cuando había elegido el cumpleaños de Edward como fecha para la boda.
—Sí, es estupendo. —mi madre me sonrió, pero era una sonrisa forzada. Estaba muy estresada, y yo me sentía mal por ello también.
—Va a ser maravilloso, mamá. Increíble. Y vamos a ser todos muy felices, y si algo sale mal, pues nos dará igual. —ella se estremeció— Pero eso no ocurrirá —me apresuré a añadir—. Todos los empleados se asegurarán de que todo esté bien. Es el gran día de su jefe.
—Sí —asintió ella con expresión de alivio—. Tienes razón. Querrán que todo esté perfecto.
—Y lo estará.
¿Cómo no iba a ser así? Edward y yo ya estábamos casados, pero nunca habíamos celebrado su cumpleaños juntos. Me moría de ganas.
Mi teléfono sonó al recibir un mensaje de texto.
Lo cogí y lo leí, frunciendo el ceño.
Luego cogí el mando a distancia de la televisión.
—¿Qué pasa? —preguntó mi madre.
—No lo sé. Edward quiere que encienda la tele. —sentí malestar en el estómago, agolpándoseme la preocupación que acababa de sentir.
¿Cuánto más tendríamos que soportar?
Pulsé el botón del canal que me había especificado y reconocí el plató de un popular programa de entrevistas.
Para horror mío, en ese momento Edward estaba tomando asiento junto a una mesa rodeado de las cinco presentadoras, mientras se oían aplausos, abucheos y silbidos. Pensaran lo que pensasen sobre su fidelidad, las mujeres no podían resistirse a él. Su carisma y su atractivo eran un millón de veces más potentes en persona.
—¡Dios mío! —exclamó mi madre—. Pero ¿qué hace?
Subí el volumen.
Como era de esperar, después de felicitarlo por nuestro compromiso, se lanzaron de lleno al asunto de Río y del infame ménage à trois de la foto del club.
Por supuesto, insistieron en señalar que no se mostraría en el programa porque era demasiado arriesgado, pero remitieron a los televidentes a la web del programa, que se destacaba en la barra informativa que se desplazaba en la parte de abajo de la pantalla.
—¡Vaya!, ¡qué sutiles! —saltó mi madre—. ¿Por qué está dedicando más atención al asunto?
La hice callar.
—Tiene un plan —repuse. Al menos, eso esperaba yo.
Sosteniendo entre ambas manos una taza de café, en la que se veía el logo del programa, Edward parecía pensativo, mientras todas las presentadoras metían baza en lugar de dejarlo hablar a él.
—¿Volveremos a tener más despedidas de soltero? — preguntó una de ellas.
—Bueno, ésa es una de las cosas que puedo aclarar. —terció Edward antes de que las mujeres empezaran a debatir ese punto—. Dado que Bella y yo nos casamos el mes pasado y ya no estoy soltero, no podía ser una despedida de soltero.
Detrás de ellos, en una enorme pantalla de vídeo, el logo del programa dio paso a una foto mía y de Edward besándonos después de pronunciar los votos matrimoniales.
Contuve la respiración al tiempo que se oían los gritos sofocados del público.
—¡Vaya! —murmuré— Nos ha descubierto.
Apenas oí el torrente de conversación que siguió a su revelación, pues me había quedado anonadada con lo que estaba haciendo para ocuparse de todo. Edward era un hombre reservado. Nunca daba entrevistas personales, sólo las que tenían que ver con Cross Industries.
De la foto nuestra se pasó a una serie de instantáneas tomadas en el interior del mismo club nocturno en el que las morenas de piernas largas se le subían encima.
Cuando él miró al público y sugirió que algunos de los que allí estaban quizá conocían el lugar, se oyeron varios gritos afirmativos.
—Evidentemente —continuó, mirando de nuevo a las presentadoras—, no podía estar en Nueva York y en Brasil al mismo tiempo. La foto que se hizo viral fue manipulada digitalmente para borrar el logotipo del club. Verán que está bordado en las cortinas del reservado vip. Sólo hizo falta el software adecuado y unos cuantos clics para hacerlo desaparecer.
—Pero las chicas estaban ahí —contraatacó una de las presentadoras—, y lo que estaba sucediendo con ellas era real.
—Cierto. Yo tenía una vida antes de que apareciera mi esposa —dijo tranquilamente y sin disculparse—. Desgraciadamente, eso no puedo cambiarlo.
—Su mujer también tenía una vida antes de que apareciera usted. Ella es la Bella que se menciona en una canción de los Six-Ninths. —la mujer miró un poco de soslayo. Era evidente que estaba leyendo la información en un apuntador óptico—. Rubia.
—Sí, es ella. —confirmó Edward.
Su tono era neutro. Se lo veía imperturbable. Aunque yo sabía que el programa nunca era tan espontáneo como parecía, no dejaba de ser surrealista ver nuestras vidas utilizadas para aumentar el índice de audiencia matinal.
De pronto apareció una foto mía y de Garrett en el lanzamiento del videoclip de
Rubia en Times Square y se oyó un fragmento de la canción.
—¿Cómo se siente respecto a eso?
Edward esbozó una de sus escasas sonrisas.
—Si yo escribiera canciones, compondría una balada para ella también.
En la pantalla apareció la foto mía y de Edward en Brasil. Y enseguida le siguieron la de Westport y una serie de imágenes tomadas mientras caminábamos por la alfombra roja de varios eventos benéficos.
En todas ellas, tenía los ojos clavados en mí.
—Oh, qué bien se le da esto. —dije para mí misma fundamentalmente. Mi madre intentaba cerrar su portátil— Es sincero pero distante, y lo bastante seguro de sí mismo para parecerse al legendario Edward Masen Cross. Además, les ha entregado un montón de fotos con las que trabajar.
También había sido una gran idea ir a un programa en el que las entrevistadoras eran varias mujeres que analizaban temas femeninos. Sin embargo, no iban a ceder un ápice en el asunto de su presunta infidelidad, ni siquiera a pasar de puntillas por el tema. Iban a aclararse las cosas de una manera que tal vez no se conseguiría de conducir la entrevista un hombre.
Una de las entrevistadoras se echó hacia adelante.
—Está a punto de publicarse un libro sobre usted, ¿no es así? Escrito por su ex prometida.
En la pantalla apareció una foto de Edward y Rosalie en la fiesta de Vodka Kingsman. Se oyó un murmullo colectivo del público. Yo apreté los dientes. Estaba guapísima, como siempre, y complementaba de maravilla el oscuro atractivo de Edward.
Quise creer que esa imagen era un hallazgo del propio programa.
—En realidad, escrito por alguien en la sombra —respondió él—. Por alguien que tiene un interés personal. Me temo que se están aprovechando de la señora Giroux y ella no se da cuenta.
—No lo sabía. Y ¿de quién se trata? —la entrevistadora miró al público y explicó rápidamente lo que era un escritor fantasma.
—No estoy autorizado a decir que está escribiendo el libro.
La entrevistadora insistió en ese punto.
—Pero ¿lo conoce? ¿O la conoce? Y usted no le cae bien...
—Exacto. Ambas cosas.
—¿Se trata de una ex novia? ¿De un antiguo socio?
La entrevistadora que había estado más callada cambió de tercio.
—Respecto a Rosalie... ¿Por qué no nos cuenta la historia que hay detrás de ella, Edward?
Mi marido dejó la taza en la mesa, de la que acababa de tomar un sorbo.
—La señora Giroux y yo salíamos juntos cuando estábamos en la universidad. Estuvimos un tiempo comprometidos, pero ya entonces nuestra relación no iba a ninguna parte. Éramos inmaduros y, sinceramente, no sabíamos lo que queríamos.
—¿En serio?
—La juventud y la confusión no ayuda mucho a que una relación sea interesante y salaz, en mi opinión. Pero no dejamos de ser amigos y ella se casó. Lamento que le parezca necesario comercializar esa época de nuestra vida ahora que estoy casado. Estoy seguro de que a Jean-François le resultará tan incómodo como a mí.
—Es su marido, ¿verdad? Jean-François Giroux. ¿Lo conoce?
En la pantalla aparecieron Rosalie y Jean-François vestidos de etiqueta en algún evento.
Formaban una atractiva pareja, aunque el contraste entre los dos hombres no era muy halagador para el francés. No podía compararse con Edward pero, claro, ¿quién podía?
Mi marido asintió.
—Tenemos negocios juntos.
—¿Ha hablado con él de este asunto?
—No. No hablo de este tema, por lo general. —en su boca volvió a aparecer aquella leve sonrisa—. Acabo de casarme. Tengo otras cosas en la cabeza.
Di palmadas de alegría.
—¡Eso es! Fue idea mía. Le dije que no dejara de recordarle a la gente que ella está casada y que él conoce a su marido. —y también se metió con Lauren. Muy bien jugado todo.
—¿Tú sabías que iba a hacer esto? —preguntó mi madre horrorizada.
La miré, frunciendo el ceño al ver lo pálida que estaba. Era preocupante, teniendo en cuenta el bronceado que había adquirido en los dos últimos fines de semana.
—No, no tenía ni idea. Hablamos del asunto Giroux hace tiempo. ¿Estás bien?
Se apretó las sienes con las yemas de los dedos.
—Me duele la cabeza.
—Aguanta hasta que termine el programa y te traeré algo. —volví la mirada a la televisión, pero habían hecho un corte para la publicidad. Corrí al botiquín del cuarto de baño y regresé con un pequeño frasco de pastillas. Me sorprendió ver que mi madre estaba preparándose para marcharse—. ¿Te vas? ¿No íbamos a almorzar juntas?
—Estoy cansada, Bella. Me voy a casa a acostarme.
—Podrías dormir un poco aquí, en la habitación de invitados. —sugerí.
Pensé que le gustaría.
Después de todo, Edward había hecho una copia exacta del dormitorio que tenía yo en el apartamento.
Un torpe pero considerado intento de proporcionarme un refugio seguro en su casa en un momento de nuestra relación en el que no sabía si luchar por ella o salir corriendo en dirección contraria.
Negó con la cabeza y se pasó por el hombro la cinta de la funda de su portátil.
—Estaré bien. Hemos hablado de las cosas más importantes. Luego te llamo.
Me dio dos besos al aire en ambas mejillas y se marchó.
Volví a sentarme en el sofá, dejé las pastillas encima de la mesa de centro y vi el resto de la entrevista de Edward.
¡Hola, nenas! Vaya si no se ha liado la cosa con todo eso de las fotos montadas, gracias a la vida, Bella conoce muy bien a Edward y no creyó en ellas, su relación es más fuerte a cada día que pasa y pese a todo, el compromiso de su boda le agrega un sentido de seguridad. ¿Quién más amo la escena de los chicos sexys en el aeropuerto? ¡Que alguien me diga dónde puedo conseguir uno! Me alegra que la tensión entre Jazz y Edward haya bajado al igual que la tensión entre Arnoldo y Bella. ¡Pero si hasta se han besado! Todo va para mejor, incluso ahora que Edward dio una entrevista, demostrando que hace falta más que unas fotos truqueadas y un libro soso para dañar su relación con Bella. ¡Toma esa Rosalie y Lauren! ¡Gracias por sus rr! Besos a la distancia.
Las leo en sus reviews siempre (me encanta leerlas) y no lo olviden que: #DejarUnReviewNoCuestaNada.
—Ariam. R.
Link a mi Facebook: www . facebook ariam . roberts . 1
Link al grupo de Facebook: www . facebook groups / 801822144011109
