Todos los personajes pertenecen a Stephenie Meyer. La historia es completamente de la maravillosa Silvya Day, yo solo hago la adaptación. Advertencia: alrededor de esta historia se tocan algunos temas delicados sobre el abuso infantil y violación, así como escenas graficas de sexo. Pueden encontrar disponible la saga Crossfire en línea (Amazon principalmente) o librerías. Todos mis medios de contacto (Facebook y antigua cuenta de Wattpad) se encuentran en mi perfil.
—¿Seguro que estás bien? —le pregunté a Edward mientras le enderezaba la pajarita.
Él me agarró de las muñecas y ejerció una presión firme y constante.
Aquella sujeción autoritaria que tan bien conocía suscitaba una respuesta condicionada. Me conectaba al suelo. Me hacía más consciente de él, de mí. De nosotros. La respiración se me aceleró.
—Deja de preguntar —repuso en voz baja—. Estoy bien.
—Cuando una mujer dice que está bien quiere decir cualquier cosa menos eso.
—No soy una mujer.
—¡Bah!
Un atisbo de sonrisa le suavizó el gesto.
—Y cuando un hombre dice que está bien quiere decir que está bien. —me apretó la frente con un beso rápido y duro y me soltó. Entonces fue al cajón en el que guardaba los gemelos y examinó el surtido detenidamente.
El pantalón a medida y la camisa blanca lo hacían alto y delgado. Llevaba puestos unos calcetines negros, pero los zapatos y la chaqueta esperaban aún para embellecer su cuerpo.
Había algo en el hecho de verlo a medio vestir que me excitaba. Era una intimidad que me pertenecía a mí sola, y la atesoraba.
Eso me recordó lo que el doctor Vulturi había dicho. Tal vez debería pasar algunas noches sin dormir con mi marido. No para siempre, pero sí de momento. De todos modos, tenía esos otros pedazos de él, y me sostenían.
—Un hombre... Y ¿qué pasa con mi hombre? —contraataqué, esforzándome en no distraerme con lo macizo que estaba. El problema era su distanciamiento. No había señales de la intensa atención a la que estaba acostumbrada. Tenía la cabeza en otra parte, y me preocupaba que fuera un lugar oscuro en el que no debería estar solo—. Ése es el único que me importa.
—Cariño, llevas meses diciéndome que zanje el problema con mi madre. Lo he hecho. Asunto terminado, olvidémoslo.
—Pero ¿cómo te sientes? Debe de doler, Edward. Por favor, si es así, no me lo ocultes.
Se puso a tamborilear con los dedos sobre el tocador, con la vista aún fija en los malditos gemelos.
—Duele, ¿vale? Pero sabía que dolería. Por eso lo pospuse durante tanto tiempo. Pero es mejor así. Me siento... ¡Joder!, se acabó.
Se me fruncieron los labios, porque quería que me mirara cuando decía cosas así.
Me desanudé la bata y dejé que la seda resbalara por mis hombros. Fui a colgarla en la puerta del armario, pasando por encima de Lucky, que se había quedado dormido en todo el medio. Arqueé la espalda al estirarme para coger la percha, ofreciéndole a Edward una vista privilegiada del culo que tanto amaba.
Como esperaba, me había regalado un vestido nuevo para la ocasión, un precioso vestido largo gris paloma con un corpiño de pedrería y una falda a capas ligeramente transparente que se movía como si fuera humo cuando me desplazaba.
Como era de escote bajo —que por experiencia sabía que sacaría al cavernícola que mi marido llevaba dentro—, había elegido un sujetador diseñado para exhibir las domingas. Junto con la ropa interior a juego, los ojos ahumados y los labios brillantes, tenía el aspecto de sexo caro.
Cuando volví a mirarlo, estaba justo como lo quería: petrificado en el sitio con los ojos clavados en mí.
—Necesito que me prometas algo, campeón.
Me repasó de la cabeza a los pies con una mirada tórrida.
—Al momento, te prometeré lo que quieras.
—¿Sólo en este momento? —pregunté frunciendo los labios.
Él musitó algo y se acercó a mí, rodeándome la cara con las manos. Por fin estaba conmigo. Al cien por cien.
—Y en el siguiente, y en el de después. —me acarició la cara con la mirada—. ¿Qué necesitas, cielo?
Le puse las manos en las caderas, escrutándole los ojos.
—A ti. Sólo a ti. Feliz y completo y locamente enamorado de mí. —el elegante arco de sus cejas se elevó ligeramente, como si ser feliz pareciera una propuesta cuestionable—. Me mata verte tan triste.
Dejó escapar un leve suspiro y vi cómo le desaparecía la tensión.
—Creí que estaba más preparado —añadió—. Ella es incapaz de aceptar lo que sucedió. Si no puede hacerlo para salvar su matrimonio, está claro que no lo hará por mí.
—Le falta algo, Edward. Algo esencial. Ni se te ocurra pensar que tiene que ver contigo.
Torció los labios con sarcasmo.
—Entre mi padre y ella... No es el mejor acervo genético, ¿verdad?
Introduciendo los dedos en la entallada cinturilla de sus pantalones, lo acerqué más a mí.
—Escucha, campeón. Tus padres se derrumbaron bajo la presión y pensaron primero en sí mismos. No pueden afrontar la realidad. Pero ¿sabes una cosa? Tú no tienes ninguno de sus defectos. Ni uno solo.
—Bella...
—Tú, Edward Anthony Masen Cross, eres la esencia de lo mejor de ellos. Individualmente, puede que no sean gran cosa. Pero juntos... Chico, hicieron algo extraordinario contigo.
—Eso no es necesario, Bella.
—No intento engañarte. Tú no tienes ningún problema con la realidad. Le plantas cara y te enfrentas a la muy puñetera. —soltó una carcajada—. Tienes derecho a sentirte herido y encabronado, Edward. Yo también estoy encabronada. No te merecen. Pero no por eso eres menos, sino más. No me habría casado contigo si no fueras un buen hombre, alguien a quien respeto y admiro. Eres una inspiración para mí, ¿o acaso no lo sabes?
Me acarició el pelo hasta la nuca.
—Cielo... —apoyó su frente en la mía.
Yo le acaricié la espalda, sintiendo el cálido y duro músculo bajo la camisa.
—Llora si tienes que llorar, pero no te cierres ni te culpes. No te lo permitiré.
—Sé que no lo harás. —me echó la cabeza hacia atrás y me besó en la punta de la nariz—. Gracias.
—No tienes que dármelas.
—Tenías razón. Necesitaba sacarlo y enfrentarme a ella. No lo habría hecho nunca de no ser por ti.
—Eso no lo sabes.
Edward me miró con tanto amor que me quedé sin respiración.
—Sí, lo sé.
Su teléfono sonó con un mensaje entrante. Me dio un beso en la frente y luego se acercó al tocador a leerlo.
—Raúl está de camino con Jasper. —dijo.
—Entonces será mejor que me vista. Necesito que me abroches.
—Con mucho gusto.
Descolgué el vestido de la percha, entré en él y deslicé los brazos por los tirantes cargados de pedrería. Mi marido enganchó enseguida el corchete que quedaba justo por encima del trasero. Me miré en el espejo de cuerpo entero, mordiéndome el labio inferior al colocar el corpiño donde creía que debía hacerlo. El escote caía hasta un punto a medio camino entre el canalillo y el ombligo.
Estaba escandalosamente sexi, con esa clase de estilo revelador con el que las mujeres de poco pecho podían arriesgarse. En mí, era muy atrevido, aunque el resto del vestido me cubría todo excepto la espalda y los brazos. Decidí no ponerme joyas para atenuar el efecto todo lo posible. Aun así, era un vestido precioso, y éramos una pareja joven. Podíamos permitírnoslo.
Edward fijó la vista en el espejo. Yo le dediqué mi mirada más inocente y esperé a ver qué atractivos destacaría.
La tormenta empezó a formársele con una arruga entre las cejas que enseguida se transformó en un ceño fruncido como la copa de un pino. Me tiró de los tirantes por detrás.
—¿Hay algún problema? —pregunté amablemente.
Él entornó los ojos. Me rodeó con las manos y metió los dedos en el canalillo, intentando separarme los pechos para tapar las curvas debajo de los gruesos tirantes.
Tarareé y me apoyé contra él.
Agarrándome de los hombros, me enderezó para poder examinar mi atuendo.
—No parecía igual en la foto.
Fingiendo haber entendido otra cosa, le dije:
—Aún no me he puesto los tacones. Con ellos no lo arrastraré.
—No me preocupa lo de abajo —dijo él todo serio—. Hay que poner algo en esa parte del medio.
—Y ¿por qué?
—Sabes muy bien por qué. —se acercó a la cómoda y abrió un cajón. Volvió al cabo de un instante y me lanzó un pañuelo blanco—. Póntelo ahí.
Me eché a reír.
—Bromeas, ¿no?
Pero no bromeaba. Rodeándome desde la espalda, metió la tela sin desdoblar en el corpiño, entremetiéndola en ambos lados.
—De ninguna manera —repliqué enfadada—. Queda ridículo.
Cuando bajó las manos, le di unos segundos para que viera lo mal que quedaba.
—Olvídalo. Me pondré otra cosa.
—Eso. —coincidió, asintiendo y metiéndose las manos en los bolsillos.
Me quité el pañuelo.
—Algo así. —murmuró.
De sus manos surgieron unos destellos cuando, al pasármelas por encima de la cabeza, me colocó una gargantilla de diamantes alrededor del cuello. De unos cinco centímetros de anchura, me abrazaba la base del cuello y relucía como si tuviera luz propia.
—Edward... —la toqué con dedos temblorosos mientras él la abrochaba—. Es preciosa.
Me rodeó la cintura con los brazos, rozándome la sien con los labios.
—Tú sí que eres preciosa. El collar es bonito, nada más.
Me giré en su abrazo y levanté la mirada.
—Gracias.
Su atisbo de sonrisa hizo que se me encogieran los dedos de los pies sobre la alfombra.
Devolviéndole la sonrisa, le dije:
—Creí que hablabas en serio respecto a mis tetas.
—Cielo, me tomo tus tetas muy en serio. Así que esta noche, cuando te las coman con los ojos, se darán cuenta de que eres demasiado cara y de que no podrían permitirse a alguien como tú.
Le di un manotazo en el hombro.
—Cállate.
Me cogió de la mano y me llevó hasta la cómoda. Hurgó en el cajón abierto y sacó un brazalete de diamantes. Anonadada, miré cómo me lo ponía en la muñeca. A eso le siguió una cajita de terciopelo, que abrió para mostrarme los pendientes de lágrima de diamantes que había dentro.
—Deberías ponértelos.
Los miré boquiabierta, y luego a él.
Edward sólo sonreía.
—Eres inestimable para mí. Tan sólo con el collar no sé si se habría entendido el mensaje.
Me quedé mirándolo sin saber qué decir.
Mi silencio convirtió su sonrisa en un gesto de picardía.
—Cuando volvamos a casa, voy a follarte llevando aún las joyas puestas y nada más.
La erótica imagen que me vino a la cabeza me estremeció de arriba abajo.
Cogiéndome por los hombros, me giró y me dio un azote en el culo.
—Estás sensacional. Desde todos los puntos de vista. Ahora, deja de distraerme, que tengo que arreglarme.
Cogí mis centelleantes tacones y salí del vestidor, más maravillada con mi marido que con las joyas que me había regalado.
—Estás deslumbrante. —Jazz se separó de mi abrazo para echarme una buena ojeada—. Y menudo pastón llevas encima. ¡La leche!, estaba tan encandilado con tanto destello que casi ni me había fijado en que has dejado salir a las niñas a jugar.
—A eso iba Edward —dije secamente, dando una vuelta para colocarme la falda alrededor de las piernas—. Ni que decir tiene que tú estás guapísimo.
Mi amigo esbozó su famosa sonrisa de niño malo.
—Ya lo sé.
Tuve que reírme. Pensaba que a todos los hombres les sentaba bien el esmoquin, pero Jazz estaba impresionante. Muy apuesto, estilo Rock Hudson o Jasper Hale. La combinación de su encanto de pícaro y su extraordinario atractivo lo hacía irresistible.
Había engordado un poco. No lo suficiente para cambiar de talla, pero sí para llenarle un poquito la cara. Tenía un aspecto bueno y saludable, lo cual era más extraño de lo que debería.
Edward, sin embargo, se parecía más a... 007, matadoramente sexi, con un refinado aire de peligro. Entró en el salón y lo único que pude hacer fue contemplarlo, fascinada por la grácil elegancia de su cuerpo escultural, ese paso imperioso que dejaba entrever lo alucinante que era en la cama.
«Mío. Todo mío».
—He metido a Lucky en su jaula —dijo sumándose a nosotros—. ¿Listos?
Jasper afirmó con gesto decidido.
—Vamos allá.
Cogimos el ascensor hasta el garaje, donde Marco nos esperaba con la limusina. Yo entré primero y elegí el sofá alargado, sabiendo que Jazz se sentaría a mi lado y que Edward lo haría en su habitual sitio de atrás.
Había visto muy poco a Jazz últimamente. Siempre estaba muy ocupado durante la Fashion Week, y como yo pasaba las noches en el ático, no teníamos la oportunidad de charlar un rato por la tarde o tomar un café por la mañana.
Mi amigo miró a Edward y le señaló el bar antes de ponernos en marcha.
—¿Te importa?
—Sírvete tú mismo.
—¿Queréis algo alguno de los dos?
Lo pensé.
—Kingsman con zumo de arándanos, por favor.
Edward me lanzó una mirada.
—Yo tomaré lo mismo.
Jazz preparó las copas y las sirvió; luego se acomodó con una cerveza y tomó un buen trago directamente de la botella.
—Bueno —dijo—, la semana que viene me voy a Londres para una sesión fotográfica.
—¿De veras? —me eché hacia adelante—. Eso es maravilloso, Jazz. Es tu primer trabajo internacional.
—Sí. —esbozó una sonrisa y me miró—. Estoy eufórico.
—¡Qué bien! Todo te ha sucedido muy deprisa. —hace unos meses aún vivíamos en San Diego—. Vas a arrasar.
Logré sonreír. Me alegraba sinceramente por mi amigo, pero veía un tiempo, en un futuro no muy lejano, en el que ambos estaríamos tan ocupados y viajando tan a menudo que apenas nos veríamos. Se me empañaban los ojos cuando lo pensaba. Estábamos cerrando un capítulo de nuestras vidas y lamentaba ese final, aunque fuera consciente de que lo mejor para los dos aún estaba por llegar.
Jasper levantó su cerveza en un brindis silencioso.
—Ése es el plan.
—¿Qué tal Tanya?
La sonrisa se le tensó, dura la mirada.
—Dice que está saliendo con alguien. Va deprisa cuando ve algo que le gusta, siempre ha sido así.
—¿Te parece bien?
—No. —comenzó a despegar la etiqueta de la botella de cerveza—. Que un tipo se derrame dónde está mi niño me parece asqueroso. —miró a Edward—. ¿Te imaginas?
—Nadie quiere que me lo imagine. —respondió él en ese tono uniforme que anunciaba peligro.
—¿Lo ves? Es jodido. Pero no puedo impedírselo, y no voy a volver con ella, así que... eso es lo que hay.
—¡Vaya! —le cogí la mano—. Qué duro. Lo siento.
—Somos civilizados el uno con el otro —dijo encogiéndose de hombros—. No es tan bicho cuando folla con regularidad.
—Entonces ¿habláis a menudo?
—La llamo todos los días para ver qué tal está, para asegurarme de que no le falta de nada. Le dije que podía contar conmigo para lo que fuera, menos con mi picha, claro. —dejó escapar un suspiro—. Es deprimente. Sin sexo por el medio, realmente no tenemos nada que decirnos. Así que hablamos de trabajo. Al menos, tenemos eso en común.
—¿Le has contado lo de Londres?
—¡Qué va! —Jazz me apretó la mano—. Tenía que decírselo a mi mejor amiga primero. Se lo contaré mañana.
Me debatí entre sacar el tema o no, pero no pude resistirme.
—¿Y Alec? ¿Alguna noticia?
—La verdad es que no. Le mando una foto o un mensaje de texto de vez en cuando. Bobadas, de las que te mandaría a ti.
—O sea, ¿nada de fotos de pollas? —bromeé.
—No. Procuro ser sincero con él. Cree que soy un obseso sexual, lo que no le importa en absoluto cuando se acuesta conmigo, pero da igual. Le envío algo de vez en cuando y él me contesta, eso es todo.
Arrugué la nariz. Miré a Edward y lo vi tecleando algo en su teléfono.
Jazz dio un sorbo a su bebida, esforzándose en tragar.
—No es una relación. Ya ni siquiera es una amistad. Por lo que yo sé, podría estar saliendo con alguien también, y soy yo el que está de más.
—Bueno, por si te sirve de algo, el celibato te sienta bien. —repuse.
Soltó un resoplido.
—¿Por qué he engordado unos kilos? Es lo que pasa. Comes porque notas que te faltan las endorfinas que segregas con los orgasmos, y haces menos ejercicio porque no practicas gimnasia de cama.
—Jasper. —me reí.
—Fíjate en ti, chiquilla. Estás toda prieta y tonificada del ahí Marathon Man Cross.
—¿Otra vez? —inquirió Edward levantando la vista de su teléfono.
—Tío, eso es lo que acabo de decir —le respondió Jazz guiñándome un ojo—. Con esas palabras.
Después de esperar en una fila de limusinas que iban dejando pasajeros, finalmente llegamos a la alfombra roja desplegada frente a un histórico edificio de ladrillo, sede de un club privado. Había tantos paparazzi como hojas secas tapizaban el suelo en otoño, pegados a los cordones de terciopelo que cercaban el pasillo.
Me incliné hacia adelante para mirar por las puertas acristaladas abiertas y vi a más fotógrafos en el lateral derecho de la entrada, mientras que la pared de la izquierda estaba cubierta de telones con logotipos para posibles fotos del evento y marcas patrocinadoras.
Marco abrió la puerta de la limusina y noté la expectación momentánea de los paparazzi, que esperaban a ver quién saldría. En el instante en que lo hizo Edward, fue como si se desencadenara una espectacular tormenta de relámpagos, con los flashes de las cámaras disparándose en rápida sucesión.
—¡Señor Cross! ¡Edward! ¡Mire hacia aquí!
Él me tendió la mano, y la luz se reflejó en los rubíes de su anillo de boda.
Sujetándome la falda con una mano, fui hacia él y apoyé mi mano en la suya. En cuanto salí, me deslumbré, pero conseguí mantener los ojos abiertos a pesar de los puntitos que me danzaban delante de los ojos, y en los labios, una sonrisa ensayada.
Me erguí, con una mano de Edward en la parte baja de mi espalda, a lo que siguió el caos. Y la cosa no hizo sino empeorar cuando apareció Jasper. Los gritos eran ensordecedores. Vislumbré a Raúl junto a la entrada, controlando el tumulto con la mirada. Alzó un brazo y habló por el micro que llevaba en la muñeca, comunicándose con alguien a sus órdenes. Cuando me miró, mi sonrisa era genuina. Raúl respondió con un enérgico gesto de la cabeza.
En el interior nos recibieron dos coordinadores de eventos, que llevaron a buen ritmo la obligada sesión fotográfica, y a continuación nos acompañaron al ascensor que llevaba a la sala de recepciones.
Entramos en aquel vasto espacio en el que se encontraba la élite neoyorquina, una glamurosa reunión de hombres poderosos y mujeres elegantemente vestidas expuestas al efecto favorecedor de la tenue iluminación de las arañas de luz y una profusión de velas. Aromatizaban la atmósfera los grandes arreglos florales que adornaban todas las mesas del comedor, y una orquesta animaba el ambiente tocando alegres temas instrumentales que se mezclaban con el murmullo de las conversaciones.
Edward me condujo entre grupos de personas que se arracimaban alrededor de las mesas, deteniéndose a menudo con aquellos que salían a nuestro paso con saludos y felicitaciones. Mi marido se había metido en la piel de su personaje público a la perfección: guapísimo, relajado, distante y con un discreto dominio del contexto.
Yo, por el contrario, me sentía agarrotada, con los nervios a flor de piel, aunque confiaba en que mi ensayada sonrisa mantuviera a raya mi nerviosismo. Edward y yo no teníamos un buen historial de acontecimientos como ése. Siempre habíamos terminado peleándonos y separándonos. Ahora las cosas eran diferentes, pero aun así...
Deslizó la mano por mi espalda desnuda y me rodeó la nuca para masajearme los tensos músculos con delicadeza. Se detuvo a hablar con dos caballeros que se cruzaron en nuestro camino sobre las fluctuaciones del mercado, pero mi instinto me decía que estaba concentrado en mí. Yo iba a su derecha y él se desplazaba con suavidad, retrasándose un poco, de manera que el lado derecho de su cuerpo me rozara por detrás desde el hombro a la rodilla.
Jazz me pasó por encima del hombro una copa fría de champán.
—Veo a Renne y a Cullen —me dijo—. Les diré que estamos aquí.
Seguí su camino hasta que se aproximó al lugar donde se encontraba mi madre con su radiante y bonita sonrisa. Charlaba, al lado de su marido, con otra pareja. Carlisle estaba elegante y atractivo con su esmoquin, y ella brillaba como una perla con su vestido largo de seda color hueso.
—¡Bella!
Me volví al oír la voz de Alice y abrí mucho los ojos al verla rodear la mesa más próxima. Por un momento, mi cerebro dejó de procesar cualquier cosa que no fuera ella. Estaba alta y esbelta, con aquel pelo largo y negro perfectamente recogido en un elegante moño. La raja lateral de su sofisticado vestido de terciopelo negro dejaba ver aquellas piernas kilométricas, mientras que el corpiño con una única hombrera recogía unos pechos que eran del tamaño perfecto para su cuerpo delgado.
Alice King era una chica de una belleza despampanante, con aquellos ojos de espesas pestañas del mismo llamativo azul de su madre y de Edward. Y sólo tenía diecisiete años. Imaginar la mujer en que se convertiría cortaba la respiración. Jazz no era el único que iba a arrasar.
Vino directamente hacia mí y me dio un fuerte abrazo.
—¡Ahora somos hermanas!
Yo sonreí y le devolví el abrazo, con cuidado de no derramar el champán encima de ella. Miré a Royce, que estaba detrás de ella, y él me respondió con una sonrisa. La expresión de su mirada cuando se volvió hacia Alice reflejaba ternura y orgullo a la vez. Ya podían encomendarse a Dios los muchachos que pusieran los ojos en ella. Con Royce, James y Edward velando por la chica, antes tendrían que vérselas con tres hombres formidables.
Alice retrocedió unos pasos y me observó.
—¡Vaya! Qué collar más impresionante. ¡Y esas tetas!... Yo quiero unas iguales.
Me eché a reír.
—Ya eres perfecta así como estás. Eres la mujer más guapa que hay aquí.
—Qué va. Pero gracias.
Se le iluminó la cara cuando Edward se excusó de la conversación que estaba manteniendo y se volvió hacia ella.
—Hola, hermanita.
Unos instantes después ya estaba en sus brazos, estrechándolo con tanta fuerza como lo había hecho conmigo. En un primer momento, Edward se quedó como una estatua, pero enseguida le devolvió el abrazo, suavizándose su expresión de una manera que me llegó al alma.
Yo había hablado con Alice por teléfono después de la entrevista televisiva de Edward, me había disculpado con ella por mantener nuestra boda en secreto y le había explicado la razón. Quería estrechar la relación con la chica, pero lo estaba haciendo con tiento. Sería muy fácil convertirme en el puente entre ella y Edward, y no quería que fuera así. Ellos tenían que establecer su propia conexión, independientemente de todos los demás.
Mi cuñada empezaría pronto a estudiar en la Universidad de Columbia, como habían hecho sus hermanos. Estaríamos cerca y nos veríamos más a menudo. Hasta entonces, seguiría animando a Edward a que fomentara su incipiente relación.
—Roy. —me acerqué a él y lo abracé, contenta con el entusiasmo con el que él me devolvió el abrazo. Se había adecentado un poco desde que había estado en casa cenando, se había cortado el pelo y se había afeitado la barba.
Royce King era un hombre guapo y tranquilo de mirada afable. Había en él una amabilidad innata que se le traslucía en la voz y en cómo miraba a la gente. Fue lo primero que pensé cuando lo conocí, y nada había alterado esa primera impresión.
—Edward. Bella. —Carmen Denali se acercó a nosotros, guapa y seductora con un largo y elegante vestido verde esmeralda, del brazo de su novio.
Me alegraba ver que Carmen había superado su atracción no correspondida por Edward, que nos había causado problemas a él y a mí al inicio de nuestra relación. Dejándose llevar por el manipulador hermano de Edward, se había comportado como una mala pécora. Ahora estaba feliz con su artista, era una mujer serena y encantadora, y poco a poco estaba convirtiéndose en una conocida de confianza.
Los saludamos a ambos afectuosamente, yo le estreché la mano a Eleazar Flynn, y Edward besó a Carmen en la mejilla. Yo no conocía muy bien a Eleazar, pero se le notaba a la legua que estaba coladito por Carmen. Y sabía que Edward se habría asegurado de que el tipo fuera lo bastante bueno para la mujer que desde hacía mucho tiempo era amiga de la familia.
Estábamos agradeciéndoles sus felicitaciones cuando mi madre y Carlisle se unieron a nosotros, seguidos de Martin y Lacey, a quienes no habíamos visto desde el fin de semana en Westport. Observé, con una sonrisa, a Jazz y a Alice, que se reían por algo que sólo ellos sabían.
—Qué chica más guapa. —dijo mi madre tomando un sorbo de champán, sin perder de vista a la hermana de Edward.
—¿Verdad?
—Y Jazz tiene buen aspecto.
—Eso mismo le he dicho yo.
Me miró con una sonrisa.
—Que sepas que le hemos ofrecido que se quede en el apartamento si quiere, o ayudarlo a buscarse algo más pequeño.
—Ah. —dirigí hacia él la mirada justo en el momento en que asentía a algo que le decía Royce—. Y ¿qué dijo?
—Que tú le habías ofrecido un apartamento privado contiguo al ático de Edward. —se inclinó hacia mí—. Vosotros decidiréis lo que sea mejor, pero quise ofrecerle la posibilidad de que se quedara dónde está. Siempre es bueno tener otras opciones.
Suspiré.
Ella me buscó la mano.
—A ver, Edward y tú manejáis vuestra imagen pública a vuestra manera, pero tienes que ser consciente de lo que todos esos horribles blogs de cotilleos están diciendo acerca de que tú y Jasper sois amantes.
De pronto, el frenesí de la alfombra roja cobró sentido. Nosotros tres llegando juntos.
—Edward negó que te hubiera engañado nunca —continuó en voz baja—, pero se sabe que tiene, llamémoslo así, apetitos sexuales atrevidos. ¿Te imaginas cómo circularán los rumores si vivís los tres juntos?
—¡Vaya, hombre! —sí que lo imaginaba. El mundo había visto muy gráficamente que a mi marido le iban los tríos. No con otro hombre en el grupo, pero aun así. Esos días habían terminado, pero eso la gente no lo sabía, y no querrían creerlo, de todos modos. Era demasiado salaz.
—Antes de que digas que no te importa, cariño —prosiguió mi madre—, date cuenta de que a mucha gente sí le importa. Y si alguien con quien Edward quiera hacer negocios piensa que es moralmente corrupto, eso podría costarle una fortuna.
En serio. En esos tiempos, no era probable, pero me mordí la lengua para no gastarle una broma a mi madre sobre su preocupación por el balance final de la empresa. De alguna manera u otra, todo se reducía siempre a eso.
—Te escucho. —dije entre dientes.
Según se acercaba la hora de cenar, todos empezaron a buscar la mesa que tenían asignada. Edward y yo estábamos delante, claro, dado que él iba a hablar. Alice y Roy tenían sus tarjetas de comensal en nuestra mesa, al igual que Jazz. Mi madre, Cullen, Martin y Lacey estaban en la mesa de nuestra derecha; Carmen y Eleazar, un poco más atrás.
Edward retiró mi silla para que me sentara pero, cuando me disponía a hacerlo, me detuve, al quedarme sorprendida de ver a la pareja que se encontraba unas mesas más atrás. Irguiéndome, miré a Edward.
—Los Lucas están aquí.
Levantó la cabeza y los buscó con la mirada. Supe en qué momento los había vislumbrado por cómo se le tensó la mandíbula.
—Es cierto. Siéntate, cielo.
Me senté y él empujó mi silla, luego tomó asiento a mi lado. Sacó el teléfono y tecleó un mensaje.
—Nunca los había visto juntos. —dije inclinándome hacia él.
Edward levantó la vista hacia mí cuando su teléfono sonó con el zumbido de una respuesta.
—No suelen salir como pareja.
—¿Le has enviado un mensaje a Benjamín?
—A Marco.
—¿Sí? ¿Sobre los Lucas?
—Que les den. —volvió a guardarse el teléfono en la chaqueta y se inclinó hacia mí, colocando un brazo en el respaldo de la silla y el otro en la mesa, enjaulándome. Luego acercó los labios a mi oreja—. La próxima vez que vengamos a un evento de éstos, te quiero con una falda corta y sin nada debajo.
Di gracias porque los demás estuvieran mirando hacia otro lado y no nos oyeran y porque la orquesta estaba tocando un poco más alto para obligar a los invitados a que se sentaran en sus asientos.
—Eres un maníaco.
Él bajó la voz hasta convertirla en un susurro seductor.
—Voy a deslizar la mano entre tus muslos y los dedos en tu suave y dulce coño.
—¡Edward! —escandalizada, lo miré y vi que me observaba con una sonrisa salvaje y ojos lujuriosos.
—Durante toda la cena, cielo —murmuró, acariciándome la sien con los labios—, voy a follarte con el dedo lentamente, dándole a ese prieto y perfecto conejo tuyo hasta que te corras para mí. Una y otra vez...
—¡Oh, Dios mío! —el tono grave y áspero de su voz era sexo y pecado en estado puro. Me estremecí sólo con eso, pero aquellas sucias palabras me tenían pegada a la silla—. ¿Qué mosca te ha picado?
Apretó los labios en mi mejilla en un beso rudo y rápido, y se irguió.
—Estabas muy tensa —repuso—. Ahora, ya no.
Si hubiéramos estado completamente solos, le habría dado un sonoro beso. Se lo dije.
—Me quieres. —me soltó él, paseando la mirada por la sala cuando los camareros empezaron a servir las ensaladas.
—¿Ah, sí?
Volvió a centrar la atención en mí.
—Sí, locamente.
No tenía sentido discutir. Llevaba razón.
Estaban sirviendo el postre, una cúpula de tarta de chocolate con un aspecto delicioso, cuando una mujer con un clásico traje azul marino se acercó a nuestra mesa y se agachó entre Edward y yo.
—Empezaremos con el programa dentro de quince minutos —dijo—. Glen hablará unos instantes y luego saldrá usted.
Él asintió con la cabeza.
—Muy bien. Estaré preparado para cuando usted me diga.
Ella sonrió y me di cuenta enseguida de que se había puesto un poco nerviosa al estar tan cerca de Edward. Tendría la edad de su madre, pero las mujeres de todas las edades sabían apreciar a un hombre guapo.
—Bella. —Alice se inclinó hacia mí—. ¿Quieres tomarte un descanso antes de que empiece el discurso?
Comprendí a qué se refería.
—Claro que sí.
Edward y Royce se levantaron de la mesa y retiraron nuestras sillas. Como se me había quitado el brillo de labios durante la comida, le planté a mi marido un beso apretado en la mandíbula.
—Estoy deseando escucharte. —le dije con una amplia sonrisa de expectación.
Él movió la cabeza a un lado y a otro.
—Hay que ver qué cosas te ponen.
—Me quieres.
—Sí, locamente.
Siguiendo a Alice, serpenteé entre las mesas y pasé al lado de los Lucas. Ellos nos observaron en actitud íntima, el doctor Terrence Lucas rodeando los hombros de su mujer con un brazo. Victoria cruzó la mirada conmigo y esbozó una amplia sonrisa que me puso los pelos de punta.
Me llevé una mano a la cara y me pasé el dedo medio por la ceja en un sutil pero claro «que os jodan».
Alice y yo habíamos avanzado unas cuantas mesas cuando ella se paró de repente y choqué contra su espalda.
—Perdona.
Como no continuaba, pasé delante para ver qué nos obstaculizaba el camino.
—¿Qué ocurre?
Se volvió a mirarme. Tenía los ojos empañados en lágrimas.
—Es Rick. —dijo con voz temblorosa.
—¿Quién? —empecé a darle a la cabeza, intentando hacer memoria. Parecía tan dolida, y tan perdida... Entonces caí.
—¿Tu novio?
Volvió la cabeza hacia adelante otra vez y yo traté de ver el lugar hacia donde dirigía la atención, buscando a alguien en las mesas atestadas de gente.
—¿Dónde? ¿Cómo es?
—Aquí mismo. —hizo un gesto brusco con el mentón y vi que las lágrimas le rodaban por las mejillas—. Con la rubia del vestido rojo.
—¿Dónde?
Veía varias posibilidades, hasta que me centré en la pareja más joven. De un solo vistazo supe la clase de chico que era. Yo también me enamoraba de ellos. Seguros de sí mismos, con experiencia sexual, guapos a rabiar. Me sentí un poco mal pensando en la cantidad de chicos como ése por los que me había dejado utilizar.
Entonces me cabreé. Rick estaba dedicando a la chica de al lado una sonrisa de lo más sexi y arrogante. Desde luego, no eran sólo amigos. No cuando estaban follando con la mirada.
Cogí del codo a Alice, conduciéndola hacia adelante.
—Sigue andando.
Llegamos al aseo de señoras. En el repentino silencio que había al entrar, oí que sollozaba. La llevé a un lado de la zona de tocador, dando gracias porque no hubiera nadie más, y le pasé unos pañuelos de papel que saqué de la caja que había en la encimera.
—Me dijo que esta noche tenía que estudiar —me contó—. Por eso le dije que sí a papá cuando me preguntó si quería venir.
—¿Ése es el chico que no quería hablarles de ti a sus padres por lo del padre de Edward?
Afirmó con la cabeza.
—Están ahí con él.
Empezaba a recordar la conversación que habíamos tenido durante el lanzamiento del videoclip de los Six-Ninths. Los abuelos de Rick habían perdido una buena parte de su riqueza por las operaciones de inversión de Anthony Cross. Y les parecía de lo más oportuno que ahora Edward fuera uno de los hombres más ricos del mundo, aunque era evidente para cualquiera que quisiera ver que él había levantado su imperio con su trabajo y su capital.
Pero, claro, probablemente Rick buscaba excusas para hacer malabarismos y salir con varias chicas a la vez. Después de todo, sus padres estaban allí, y Edward era la atracción estelar. Me hizo plantearme si esa animadversión de la que le había hablado no sería una gilipollez.
—¡Me dijo que había roto con ella hacía meses! —gritó Alice.
—¿Con la rubia?
Sorbiéndose los mocos, asintió de nuevo.
—Estuve con él anoche. No me dijo nada de que fuera a tomarse la tarde libre para venir aquí.
—¿No le dijiste que estarías aquí?
—No. Nunca hablo de Edward. Con él no, desde luego.
¿Era Rick el típico jovencito idiota que se tiraba a todas las chicas que podía? ¿O follando con la hermana de Edward a modo de retorcida venganza? Desde luego, el chico era un capullo.
—No llores por ese cantamañanas, Alice. —le di más pañuelos de papel—. No le des esa satisfacción.
—Quiero irme a casa.
—Eso no servirá de nada. Sinceramente, nada servirá. Te dolerá durante una temporada. Pero puedes tomarte la revancha. Eso te sentaría bien.
Me miró, cayéndole aún las lágrimas.
—¿A qué te refieres?
—Tienes a uno de esos guapísimos modelos de Nueva York sentado a tu lado. Sólo tienes que decirle una palabra y Jasper se convertirá en el amigo atento y enamoradísimo de ti con el que sales. —cuanto más lo pensaba, más me gustaba la idea—. Podéis haceros los encontradizos con Rick y... «¡huy!, holaaa. ¡Qué casualidad encontrarnos aquí!». ¿Qué va a decir? Él tiene a la rubia. Y así te marchas con el marcador igualado.
Alice empezó a temblar.
—A lo mejor si hablara con él...
Carmen entró entonces en el baño y se quedó parada, evaluando la situación.
—Alice, ¿qué pasa?
Yo no dije ni media palabra; no me tocaba a mí contarlo.
—Nada. Estoy bien —respondió ella.
—Vale. —Carmen me miró—. No quiero entrometerme, pero quiero que sepas que nunca les diría nada a tus hermanos si me lo pidieras.
—Llevaba unos meses saliendo con un chico —dijo Alice entre lágrimas al cabo de unos instantes—, y resulta que está ahí fuera con otra. Una antigua novia.
Yo sospechaba que, para empezar, Rick nunca había roto con esa chica y se había dedicado a dar falsas esperanzas a Alice, pero yo era muy cínica con esa clase de cosas.
—Oh. —la expresión de Carmen era de comprensión—. Los hombres pueden ser tan gilipollas... Mira, si quieres marcharte sin que él se dé cuenta, te pido un coche ahora mismo. —abrió el bolso y sacó el móvil—. Corre de mi cuenta. ¿Qué te parece?
—Un momento. —tercié yo, y expuse mi plan.
Carmen enarcó las cejas.
—Artero. ¿Por qué enfadarte cuando puedes vengarte?
—No sé... —Alice se miró en el espejo y soltó una palabrota. Cogió más pañuelos de papel y se arregló el maquillaje—. Estoy horrible.
—Estás un millón de veces mejor que esa golfa de ahí fuera. —le dije yo.
Dejó escapar una risa llorosa.
—La odio. Es una cabrona.
—Apuesto a que se ha fijado en algunos de los anuncios de Grey Isles de Jasper. —terció Carmen—. Yo lo he hecho.
No hizo falta más. Aunque Alice no se sentía del todo preparada para dar por perdido a Rick, sí que estaba abierta a darle celos.
Lo demás ya llegaría a su debido tiempo. Con suerte.
Pero, claro, había algunas lecciones que las mujeres tenían que aprender por las malas.
Regresamos a nuestra mesa justo cuando un caballero, que supuse que era Glen, subía la escalera hacia el estrado y se dirigía al atril. Me arrodillé junto a Jasper, poniéndole una mano en el brazo.
Él bajó la mirada.
—¿Qué pasa?
Le expliqué lo que quería que hiciera y por qué.
Esbozó una sonrisa de oreja a oreja.
—¡Desde luego, chiquilla!
—Eres el mejor, Jazz.
—Eso dicen todos.
Me levanté y volví a mi silla, que Edward retiró para que me sentara. Mi trozo de tarta aún estaba allí, y lo miré con avidez.
—Han intentado llevárselo —susurró Edward—. Pero yo lo he defendido para ti.
—Ay... Gracias, cariño. Eres tan bueno conmigo...
Me puso una mano en el muslo por debajo de la mesa y me dio un suave apretón.
Observé a mi marido mientras comía, admirando su aire de calmada relajación mientras ambos escuchábamos a Glen hablar de la importancia del trabajo que su organización llevaba a cabo en la ciudad. Cada vez que pensaba en dar discursos en nombre de Crossroads, se me ponía un hormigueo en el estómago. Pero acabaría cogiéndole el tranquillo, encontrando la manera de hacerlo. Aprendería lo que tuviera que saber para ser de utilidad tanto a mi marido como a Cross Industries.
Teníamos tiempo y tenía el amor de Edward. Todo llegaría.
—Nos complace rendir homenaje a un hombre que no necesita presentación...
Dejé el tenedor en la mesa y, acomodándome en la silla, escuché a Glen ensalzar los muchos logros de mi marido y su generoso compromiso en beneficio de las víctimas de abusos sexuales. No escapó a mi atención que Royce miraba a Edward con otros ojos.
Y con orgullo. La mirada que le dedicó a mi marido no se diferenciaba de la que había visto que le dedicaba a Alice.
La sala prorrumpió en un aplauso cuando Edward se levantó con agilidad. Yo también me levanté, junto con Royce, Jasper y Alice. El resto de los que estaban en la sala siguieron el ejemplo y se pusieron también en pie para recibir a Edward con una calurosa ovación en el estrado. Me miró antes de echar a andar, rozándome con los dedos las puntas de mi pelo.
Verlo atravesar el escenario era un placer en sí mismo. Su paso era suave y pausado, pero exigía atención. Era de una elegancia poderosa, y sus movimientos eran de tal belleza que era una delicia contemplarlo.
Colocó la placa que le habían dado encima del atril, sus bronceadas manos en marcado contraste con el blanco de los puños de la camisa. Entonces empezó a hablar con su dinámica voz de barítono, fluida y propia de una persona culta, haciendo de cada palabra una caricia diferente. No se oía ningún otro sonido en la sala, todo el mundo cautivado por su oscura belleza y su consumada oratoria.
Todo transcurrió demasiado deprisa. Volví a ponerme en pie en el momento en que él volvió a coger la placa, y aplaudí con tanta fuerza que me dolieron las manos. A continuación lo dirigieron hacia un lateral del escenario, donde lo esperaba un fotógrafo acompañado de Glen. Edward habló con ellos, luego me miró a mí y me llamó con una mano extendida.
Me recibió al pie de la escalera, ofreciéndome el brazo para ayudarme a subir con mi vestido y mis tacones.
—Te deseo muchísimo en estos momentos. —le dije con ternura.
Él se rio.
—Obsesa.
Bailamos durante una hora después de la cena.
¿Por qué no bailaba más a menudo con mi marido? Era tan hábil y sexual en la pista de baile como en la cama. Moviendo el cuerpo con hábil fortaleza, me llevaba con seguridad y con autoridad de experto.
Edward conocía muy bien cómo fluíamos juntos y lo utilizaba en su beneficio, aprovechando todas las oportunidades para deslizar su cuerpo contra el mío. Yo estaba excitadísima y él lo sabía, en mi cara, su mirada tórrida y sabedora.
Cuando pude apartar de él la atención, vi a Jazz bailando con Alice. Se había burlado de mí cuando le había pedido que tomara clases de baile conmigo, pero había aceptado y no había tardado en convertirse en el favorito del profesor. Tenía un talento innato y llevaba a Alice con facilidad, a pesar de la inexperiencia de ella.
Bailarín exuberante, Jazz requería un amplio espacio, lo que hizo que Alice y él se convirtieran en el foco de atención. Él, sin embargo, sólo tenía ojos para su pareja, desempeñando el papel de completo enamorado a la perfección. Aun con el corazón roto, Alice no pudo sino dejarse cautivar por su absoluta e inquebrantable atención.
La vi reír bastante a menudo, con las mejillas coloradas por el esfuerzo.
Me había perdido ese momento de «¡vaya!» con Rick que esperaba presenciar, pero vi el resultado. El chico bailaba con su amiga, lastimosamente incapaz de competir con Jazz ni en habilidad ni en belleza. Ya no hubo más sonrisitas ni folleteo con los ojos, pues tanto él como la rubia no dejaban de mirar a Jazz y a Alice, quienes claramente se estaban divirtiendo mucho más.
Terrence y Victoria Lucas bailaban también, pero tuvieron la sensatez de permanecer al otro lado de la pista.
—Vamos a casa —dijo Edward en voz baja cuando terminaba la canción y nos fuimos parando lentamente—, y hacemos sudar a esos diamantes.
Sonreí.
—Sí, por favor.
Regresamos a nuestra mesa y cogimos la placa y mi bolso de mano.
—Nos vamos con vosotros. —dijo Carlisle, acercándose con mi madre a su lado.
—¿Y Jazz? —pregunté.
—Martin lo llevará a casa —respondió ella—. Se están divirtiendo.
Tardamos tanto rato en marcharnos como en llegar, con tanta gente que no había podido saludar a Edward y a Carlisle hasta ese momento. Yo únicamente podía agradecer las felicitaciones, pero mi madre de vez en cuando hablaba con autoridad, añadiendo breves pero agudos comentarios a lo que Carlisle decía. Le envidiaba ese conocimiento y me inspiraba en él. Tendríamos que hablar al respecto cuando llegara el momento.
La ventaja de que nos retrasaran durante tanto tiempo era que daba tiempo a que llegaran los coches. Cuando finalmente llegamos al nivel de la calle, Raúl nos informó de que la limusina estaba sólo a un edificio de distancia. Cayo me dedicó una breve sonrisa antes de decirles a mi madre y a Carlisle que su coche estaba ya allí mismo.
Los paparazzi esperaban fuera. No tantos como antes, pero más de una docena.
—¿Por qué no quedamos mañana? —dijo mi madre, dándome un abrazo en el vestíbulo.
—Me parece bien. —me eché hacia atrás—. Me vendría bien un día de spa.
—Qué idea tan buena. —su sonrisa era brillante—. Me ocuparé de todo.
Me despedí de Carlisle con un abrazo; Edward le estrechó la mano. Salimos a la calle y empezó la lluvia de flashes. La ciudad nos acogía en su seno con los ruidos del tráfico de última hora y con el suave calor de la tarde. La humedad iba disminuyendo a medida que el verano daba paso al otoño, y yo estaba deseando pasar más tiempo al aire libre. El otoño en Nueva York era algo único, algo que sólo había disfrutado anteriormente durante cortas visitas.
—¡Al suelo!
Apenas había oído el grito cuando Edward me agarró. Un estruendo me sacudió por completo, rebotando en la pared de ladrillo y sonándome en los oídos.
Ensordecedoramente cerca... ¡Dios santo! Justo a mi lado.
Caímos contra la acera alfombrada. Edward rodó para cubrirme con su cuerpo. Más peso al tirarse alguien sobre Edward. Otro ruido. Luego otro. Y otro...
«Aplastada. Pesa mucho. Respirar. —mis pulmones no podían expandirse. Me martilleaba la cabeza—. Oxígeno. ¡Dios!»
Pugnaba. Arañando la alfombra roja. Edward me agarró con más fuerza. Su voz era áspera, perdidas las últimas palabras bajo el frenético zumbido de mi cabeza.
«Aire. No puedo respirar...».
Y el mundo se oscureció.
¡Hola de nuevo mis niñas! Tanto tiempo sin llegarles por aquí, pero es que me tome unas semanas para poder ponerme al cien en otros proyectos e historias, pero aquí estamos de nuevo. Increíble la cena de gala. Me lo imagino y me derrito, tanto glamor y galantería, Bella y Edward bailando. Pero siempre hay una arroz negro que arruina las cosas y esos fueron los Lucas. Yo no sé ustedes pero Victoria esta igual o más loca que su hermano y es una perra con letras mayúsculas. La última escena me dejo con los pelos de punta. Eso que escucho Bella, ¿fue un disparo? Tiene toda la pinta de ser un atentado. Ya veremos qué pasa el siguiente capítulo. Nos vemos el siguiente sábado. ¡Besos a la distancia! PD: Excelente inicio de año. Todo mi amor y mis mejores deseos para ustedes.
Las leo en sus reviews siempre (me encanta leerlas) y no lo olviden que: #DejarUnReviewNoCuestaNada.
—Ariam. R.
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