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The Greatest Show on Earth - Nightwish

CAPÍTULO 2: LUCIÉRNAGA.

Fuerte. Siempre más fuerte.

Ese era el pensamiento que Kyoujiro Rengoku había bebido como agua desde el momento en que nació. Viendo a su padre como el ejemplo a seguir. A su madre como la roca en la que la familia se apoyaba. A él mismo como el futuro Hashira de la Flama. Por eso entrenaba incansablemente. Por eso estudiaba día a día los pergaminos que su padre le tenía permitido analizar, porque todo lo que estuviera guardado en los cajones más profundos del estudio eran de acceso prohibido. Por ello se esforzaba día a día por mejorar.

Y aún así, había cosas que podían desestabilizar el orden de sus pensamientos, tan potentes como serenos: su incapacidad innata para poder cocinarse a sí mismo. El motivo por el que su padre cerraba la puerta para hablar en privado con su madre sobre una nueva misión. Y finalmente, el motivo por el cuál estaba observando fijo a la niña que trataba de explicarle algo tan fascinante como terrorífico.

—Eso no puede ser real— musitó con los ojos tan abiertos como platos. El brillo dorado de su mirada tratando de contener las ganas de pestañear—. No tiene sentido que así sea el proceso.

El proceso.

El proceso era lo que había comenzado a taladrar su mente como una termita hambrienta. De lado a lado de su cabeza. A medida que el vientre de su madre crecía en volumen y circunferencia.

—Te estoy diciendo lo que he escuchado de mi padre— respondió la niña sentada frente a él. Los hombros hundidos, como devorando el delgado cuello. El kimono de verano siempre en el mismo color que reflejaba el azul en sus ojos—. No creo que mi padre mienta sobre esto.

—¡Pero no sabes cómo llegó ahí! —volvió a defenderse. Sin saber qué era lo que defendía exactamente.

—¿Tienes que saber cómo llegó ahí para entender cómo va a salir?

El silencio solo pareció interrumpido por las cigarras gritando como si su vida dependiera de ello. Un grito fino y ronco que cortaba el aire acalorado bajo el cerezo siempre en flor del jardín de su hogar.

El té helado que Ruka había preparado para ellos descansando junto a sus piernas. La espada de madera con la que había practicado hasta el instante en que Kei llegó para traer las medicinas que su padre recetó para Ruka por las insistentes náuseas que el avanzado embarazo había provocado. Y desde ese momento, habían hablado de forma incansable, como siempre que cruzaban caminos. Como siempre que la pequeña calle de tierra que separaba sus hogares se achicaba con unos pocos pasos hasta saludarse día a día.

—Es...— dijo. Y la saliva que bajó por su garganta lo hizo con la consistencia de la arena seca—...terrorífico.

Silencio.

Silencio.

Y Kei respondió. La cabeza de cabellos cobre cayendo a un costado con una mirada tan irrisoriamente contraída que de no haber estado aterrado, se hubiera reído.

—Tu padre es uno de los Hashira, Kyoujiro-kun, ¿y un parto te parece terrorífico?

¿Era ridículo? ¡Claro que era ridículo! Pero a los ocho años, nada parece tan ridículo como no asustarse cuando tu madre va a expulsar de sus entrañas a un pequeño ser humano.

—¡Porque es mi madre! —dijo con fuerza. La voz resonando en el patio vacío. Las cigarras pareciendo querer ganarle a su grito.

Y Kei rió. Esa risa que Rengoku solía comparar al sonido del furín encontrando el viento fresco de verano. Justo dejando ver el pequeño colmillo que aún tenía que cambiar. El contraste perfecto para el pequeño agujero que el último diente perdido había dejado. Y aún con eso, le parecía uno de los sonidos más amables que había podido reconocer a su edad.

—Tu madre ya ha pasado por esto antes, Kyoujiro-kun. ¡Estará bien! —le dijo. La sonrisa jamás abandonando su blanco rostro.

Silencio.

Silencio.

Y Rengoku respondió.

—¿En serio? —preguntó. El cuerpo pequeño pero robusto estirandose hacia ella como un gato al que le muestras un trozo de carne seca—. ¿Eso te dijo?

Las cigarras volvieron a gritar. Como si quisieran imitar el sonido de la cabeza estallando sobre el cuello de la chica que casi se ahoga con su propia saliva antes de responder.

—Tú —dijo. Y pestañeó—. Te tuvo a tí, Kyoujiro-kun.

Silencio.

Silencio.

Silencio.

—¡Es cierto! —gritó.

Como si una eternidad pasara entre el sonido emitido por su amiga y la recepción en su cerebro. Y la risa estrepitosa llenó el aire, ganándole a cada cigarra presente. Sin notar el rostro sonrojado de su amiga. Sin entender por qué parecía querer contener una carcajada tan grande como la suya. ¡Podía reír a su par! ¡No iba a enfadarse por eso! ¡Le gustaba cuando reía sin cubrirse los labios!

El té helado de esa tarde había estado delicioso.

.

.

Para Kei Fujikari, Kyoujiro era una especie de fuerza de la naturaleza. Porque sí, a los ocho años y siendo hija de un médico, podía entender el concepto de fuerza de la naturaleza. Un incendio, una ola rompiendo contra las rocas, un huracán de viento helado. Y eso le había parecido desde el momento en que se le acercó. Cuando el muchacho cruzó la pequeña calle de tierra que separaba sus hogares no para saludar, sino porque había olido las patatas dulces que su madre estaba preparando.

Ena Fujikari había reído tanto y con tanta fuerza que juró, el estómago le dolió. Pero ahí terminaron esa noche: los tres sentados a la mesa. El grito de ¡delicioso! llenando el aire tras cada bocado. La risa potente. Su forma de convidarle de la comida que su propia madre había preparado, como si no estuviese sentado en el tatami de su propio hogar. Una fuerza de la naturaleza desatada en el propio hogar de su hogar.

Sí, para Kei Fujikari, Rengoku era una explosión tan intensa que la dejaba ciega. Como ver directo al Sol. Como si todo se volviese blanco. Como si el rostro aniñado siempre lleno de tierra por sus entrenamientos comenzara justo después de sus dientes, brillando a la luz del día.

Quizás por ese motivo, la noche en que lo vio hecho un manojo de nervios tras la puerta del cuarto de sus padres, movilizó sus sentidos como un golpe seco. Porque no reía. No gritaba. No emitía más sonido que el tragar de su saliva. Porque el único sonido en el aire no eran las cigarras de verano, sino los gritos ya no contenidos de Ruka Rengoku. Gritos que habían comenzado cerca de cuatro horas antes, cuando las contracciones que su padre había contado le dieron la pauta de que el momento había llegado. Cuando pudieron localizar a Shinjuro y traerlo a casa. Cuando el rostro de la amable y estoica mujer de largos cabellos oscuros desapareció tras la puerta de madera, dejándolos fuera de la ecuación.

Y Kei había visto el rostro de su amigo congelarse en la misma expresión de terror silencioso. El mismo muchacho que hablaba con pasión sobre proteger a cada persona que pudiera. Sobre vencer a todo demonio que se cruzara en su camino. De llegar a sus quince años para poder dirigirse a la cima de la montaña Fujikasane y pasar la selección final. Elegir el material de su espada Nirichin. Conseguir su máximo anhelo. Ese mismo chico, estaba de pie frente a la puerta que separaba el dolor de su madre de su ayuda. Porque supo en ese instante, que Kyoujiro estaba indefenso. Como si por primera vez supiese que tenía solo ocho años. Que ese mundo, era el de los adultos. Uno del que todavía, lo separaba una puerta de madera.

Respiró profundo.

Una.

Dos.

Tres veces.

Y dando pasos pequeños y silenciosos, se acercó a él. El hombro cálido bajo su mano cuando alcanzó su brazo. Los ojos brillosos al mirarla. Y trató con todas sus fuerzas que la sonrisa que le ofrecía fuera reflejo de eso que estaba sintiendo.

Fuerte. Siempre más fuerte.

—No te preocupes, Kyoujiro-kun —musitó.

Fuerte. Siempre más fuerte.

—Tu madre es una mujer admirable —dijo a continuación. Palabra a palabra, como si esperara a que decantara—. Confía en ella. Es fuerte.

Fuerte. Siempre más fuerte.

—Kei-chan… —trató de responder el muchacho. La mirada azulina que parecía tragarlo. La sonrisa como la noche bajo un árbol de glicinias.

Y lo sintió. La presión de la delicada mano sobre la tela de sus ropajes. El agarre nervioso pero seguro. Una fortaleza que nacía de las entrañas, como si viese el fuego en su interior.

—Y mi padre está con ella —la oyó decir. La certeza en su tono de voz. Firme como una roca—. Confía en mi padre.

Silencio.

Silencio.

Silencio.

Hasta que ya no hubo. Porque algo más que los gritos de dolor y ánimo y las cigarras de verano cortó el aire. Agudo, liviano, intenso, con un filo que liberó todo lo que podía existir.

El llanto de Seijuro Rengoku anunció su llegada al mundo.

.

.

Kyoujiro recordaba todo lo que veía. Todo lo que olía. Todo lo que escuchaba. Lo hacía para aprender a ubicarse en tiempo y espacio. Como parte del entrenamiento que su padre le daba a diario. Porque era el hijo del Hashira de la Flama. Descendiente de la familia portadora de ese título en tiempos que él aún tenía problemas en calcular. Por eso entrenaba sus sentidos a diario. Porque él era como su padre. Quería ser como su padre. Sería como su padre.

Y esa noche, lo comprobó. Porque el primer aliento de su hermano menor, robó el suyo. Porque supo lo que era que una pequeña mano blanca tomara la suya. Entendió por qué todo ocurría de la forma en que ocurría. Por qué las noches pasaban en un suspiro y los días se esperaban con ansias. Porque quería que su hermano creciera pronto y fuerte y bien. Y enseñarle todo lo que sabía. Y hablarle de lo maravilloso que era su padre. De lo hermosa que era su madre. De las patatas asadas de Ena al otro lado de la calle. De la amiga que había encontrado en la chica del kimono en tonos fríos y que ahora observaba la escena con una sonrisa de pie junto a su padre médico. El que lo había traído al mundo. En el que confiaron. En el que su hija parecía depositar su orgullo.

Porque eso entendió en la mirada azulina momentos antes del despertar de su llanto al mundo: que el orgullo que él sentía por Shinjuro era el mismo que ella tenía por Nobunaga. Que sus padres salvaban vidas. Que sus padres eran fuertes por otros. Que ellos serían iguales.

Esa noche aprendió a confiar en alguien aún cuando tenía miedo. A que su madre era tan fuerte como él quería serlo. Que su padre podía llorar de alegría como su pequeño hermano al sentir el fresco de la noche por primera vez en las mejillas empapadas.

Y estaba feliz.

Y no podía esperar para contarle esa historia. Y todas las historias de su vida. Volcar cada átomo de su pecho a su pequeño hermano, mientras su dedo era presionado bajo la pequeña mano.

Y el verano llegaba a su fin.