¡Muchísimas gracias a todos por sus comentarios y tantos ánimos que me han dado!

Espero de corazón que les siga gustando la historia.


CAPÍTULO 3: ILUMINACIÓN.

Kyoujiro… —la voz clara y serena de Ruka Rengoku resonó en sus oídos como el viento en una noche silenciosa de verano—. Quiero preguntarte algo, y necesito que pienses muy bien antes de responderme.

Los segundos se hicieron eternos. Y la cabeza de Rengoku asintió con fuerza, preparándose para lo que vendría. Entonces, continuó:

¿Por qué crees que has nacido con tanta fuerza?

Silencio.

Los ojos de su hijo mayor se clavaron en ella, como si nada más existiera en la habitación. Casi pudo jurar que los pensamientos dentro de su mente se construían como si apilara piedra sobre piedra en una superficie resistente. Como los granos de arena cayendo hacia abajo en el correr de un reloj. Entonces, el muchacho pestañeó. Los hombros pequeños pero construidos rectos, las manos como puños sobre sus piernas. El rostro firme hacia ella.

¡No lo sé! —dijo.

Ruka hubiese echado a reír en otra situación. Porque sabía que su hijo era tan sincero y abierto y frontal que era incapaz de mentir. Aún en las situaciones donde cualquier otro ser vivo al menos hubiese maquillado la verdad.

Pero no lo hizo. No rio tapándose los labios con delicadeza. No se inclinó hacia delante como si tratara de evitar que su estómago doliera. No lo hizo porque lo que diría a continuación, sabía, cambiaría para siempre la vida de Kyoujiro. Esperaba que lo hiciera.

Para proteger al débil —le respondió, serena. Y solo entonces continuó su hilo—. Las personas que nacieron y fueron bendecidas con mayores habilidades que otras, tienen que usar su poder para el mundo, para la gente.

Kyoujiro juró, incluso años después en el futuro, que la frágil figura de su madre jamás le había parecido tan nítida y hermosa y potente como esa tarde. Como el brillo del sol del atardecer a contraluz, volviendo rojizas las hebras ébano que descansaban sobre sus hombros delgados. Casi tan fuerte, que por un instante obvió la bolsa de medicina que Nobunaga Fujikari le había traído, como cada semana. Tan potente como la sutil respiración de su hermanito dormido a los pies del futón, como acompañándolos desde el silencio pacífico de sus sueños.

Quiso hablar. Quiso emitir sonido. Decirle que lo haría. Que haría latir su corazón hasta el último instante para cumplir con su deber. Que la haría enorgullecer desde donde estuviese, porque aun siendo un niño era perfectamente capaz de entender la situación en la que su familia se encontraba. Y aun así, nada salió de sus labios. Y su madre volvió a fonar con la delicadeza de una pluma. Tan potente como un huracán en el silencio.

Herir a otros con tu poder que fue regalado desde los cielos y ensuciar tu ropa es imperdonable —musitó calma. Y entonces, sus manos se levantaron de las cobijas claras, estirándose hacia él. Y casi por inercia, su cuerpo respondió al llamado cálido del abrazo de su madre, que lo encerró contra su pecho, en el movimiento que se grabó en las retinas de sus átomos para siempre—. No estaré viva por mucho más tiempo. Fue una bendición convertirme en la madre de un niño tan fuerte y gentil.

.

.

Cuando la primavera de sus diez años llegó, también lo hizo la sobra ceñida sobre su hogar. Adentrándose entre las rendijas de madera, escurriéndose bajo las puertas y desafiando el sonido protector de los furin. En la primavera de sus diez años, Kyoujiro Rengoku creció de golpe. Solo un golpe directo a sus entrañas. Punzante. Doloroso. Una cuchillada sin aviso alguno. El instante en que supo que los ojos granate de su madre no volverían a verlo con compasión ni impartirle fuerza. Que su voz ya no susurraría palabras de aliento en su oído. Que sus pálidas y delicadas manos no volverían a acariciar sus cabellos dándole calma.

Fuerte. Siempre más fuerte.

Ese era el pensamiento que Kyoujiro Rengoku había bebido como agua desde el momento en que nació. Viendo a su padre como el ejemplo a seguir. A su madre como la roca en la que la familia se apoyaba. A él mismo como el futuro Hashira de la Flama. Por eso entrenaba incansablemente. Por eso estudiaba día a día los pergaminos que su padre le tenía permitido analizar, porque todo lo que estuviera guardado en los cajones más profundos del estudio eran de acceso prohibido. Por ello se esforzaba día a día por mejorar.

Cuando la primavera de sus diez años llegó, Kyoujiro perdió a su madre. Seijuro perdió la oportunidad de recordarla. Shinjuro perdió la voluntad de vivir. Y todo cambió a partir de ese instante. Como una espiral descendente que jamás parecía encontrar un fondo. Tan oscuro y negro y desesperante que por momentos constantes parecían querer ahogarlo. Como si la brújula moral de su padre hubiese perdido el Norte y dejara de reconocer a los hijos que una vez amó. Como si el recuerdo de su madre se hubiera esfumado de ellos, como el aroma de sus comidas y su perfume de cada rincón de la enorme casa que se sentía aún más enorme.

—Kyoujiro-kun…—. La voz de su amiga lo llamó a la realidad.

La espada de madera entre sus manos lastimadas se mantuvieron firme en su agarre aun cuando volteó a verla. El césped húmedo bajo sus pies le recordó las lluvias que el verano pronto traería hasta ellos. Y el aroma a jazmines de su cabello traído por esa fina brisa pareció recordarle su nombre, porque así de sumido había estado en sus propios pensamientos.

—Kei-chan —musitó—. ¿Necesitas algo?

¿Necesitas algo? Habían sido sus palabras. Era como la recibía siempre que iba a verlo, porque él parecía haber olvidado cómo cruzar la calle hasta su casa. Porque si su amigo no dejaba de entrenar día y noche, de alguna forma, eso había empeorado desde que Ruka murió.

Y es que todo había cambiado desde la tarde en que la hermosa mujer partió del plano donde dejó a sus hijos solos. Solos, porque Shinjuro ya no era el mismo.

La sombra oscura del Sol que alguna vez fue, ahogado en alcohol y maldiciones y odio por lo que alguna vez juró proteger.

Y su mejor amigo estaba atrapado en ese espacio confinado, tratando de sonreír por su hermano. Y ella…

—Solo quería verte —le respondió. Acercando sus pasos hacia él—. Y a Seijuro.

Seijuro estaría dentro de su alcoba, leyendo. Porque amaba leer. Eran diferentes entre ellos que si no fuese por el cabello delator que simulaba llamas encendidas, jamás hubiese sospechado que eran hermanos.

—No necesitas venir todos los días, Kei-chan —le dijo. Y ahí estaba. Esa sonrisa—. ¡Estamos bien!

Bien.

—Tus manos —lo interrumpió. Y solo en ese instante el muchacho notó la canasta de vendas y ungüentos que traía entre los delicados dedos—. Déjame verlas.

Los pasos más cortos que los suyos se acercaron a él. Los ojos azules fijos en él mientras dejaba la canasta en el suelo y lo obligaba a bajar la espada de madera con pequeños trozos de piel y sangre pegados en la empuñadura. ¿Cuándo habrían llegado ahí? Oh, sus manos, pensó. Sí, solían sangrarle, pero ahora...

—No vas a poder empuñar una Nichirin si te quedas sin dedos, estúpido.

Kyoujiro pestañeó muchas veces antes de mirarla. Lo había…

—¡No era necesario que me llames estú…

—Claro que lo es, si solo así vas a escucharme —interrumpió con el tono de una brutal reprimenda—. Estúpido.

Rengoku hubiese reído en otra situación, porque Kei solo insultaba cuando estaba realmente cabreada. Como cuando llovía y no estaban cerca de casa. Cuando su cono de hielo caía al suelo mientras lo estaba comiendo. Cuando había tanto barro que sus gettas se trababan y no podía caminar derecha. Pero…

—¿Estás enfadada? —le preguntó.

Los ojos azules lo enfocaron como si le atravesara el alma de una sola estocada. Las manos delicadas curando las suyas, casi sin sentir el yodo puro en sus heridas lacerantes. El cabello rojizo encendido a contraluz. Las pecas del puente de su nariz más juntas de lo normal por el ceño fruncido.

—Claro que lo estoy —retrucó. Y bajó la mirada hacia las palmas que parecían querer dejar de sangrar, antes de vendarlas nuevamente—. Mi mejor amigo no se está cuidando.

¿No se…?

—Kei-chan, ¡claro que lo hago! —se defendió—. Pero necesito entrenar duro, y…

—¿Cuándo vas a pensar en tí?

Silencio.

Silencio.

¿Eh?...

—¿Eh?

Y la mirada azulina pareció la de alguien mucho mayor. Sus dedos helados sosteniendo las manos afiebradas por las heridas y sangre seca. El sol aún potente sobre sus cabezas.

—Sé que quieres convertirte en el próximo Hashira de la Flama, Kyoujiro-kun. Y no me cabe duda de que vas a lograrlo —le dijo. Tan calma como podía contener su pecho—. Pero han pasado cuatro meses, y no te he visto llorar ni una vez.

Los ojos luminosos como dos estrellas pestañear tantas veces como su amiga volvió a hablar. La voz tan firme como le permitía el dolor en su pecho. Tan calma como el tacto sobre su piel.

—Estoy aquí, y lo sabes, ¿verdad?...

Silencio.

Silencio.

Silencio.

Y sucedió.

—¡Maldita sea! ¡Malditos sean todos!

Shinjuro Rengoku había llegado a casa. También lo hizo una flamante botella de barro repleta de alcohol.

Kei presionó sus manos, sosteniendo las heridas de Kyoujiro. Y lo vió sonreír. A ella, como única espectadora. El reflejo de su figura en los ojos brillantes como dos estrellas solares. Y lo sintió envolver sus dedos entre los suyos. Una bola de calidez que invadió su cuerpo.

—Lo sé —le dijo—. Sé que lo estás, Kei-chan. Pero soy fuerte.

Cuando la primavera de sus diez años llegó, también lo hizo la sobra ceñida sobre su hogar.

Y sin embargo, aún había calor en ella. Aún cuando se encontrara cruzando la calle. Pero latían a la par.

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Fuerte. Siempre más fuerte.

Ese era el pensamiento que Kyoujiro Rengoku había bebido como agua desde el momento en que nació. Viendo a su padre como el ejemplo a seguir. A su madre como la roca en la que la familia se apoyaba. A él mismo como el futuro Hashira de la Flama. Por eso entrenaba incansablemente. Por eso estudiaba día a día los pergaminos que su padre le tenía permitido analizar, porque todo lo que estuviera guardado en los cajones más profundos del estudio eran de acceso prohibido. Por ello se esforzaba día a día por mejorar.

La familia Rengoku ha estado matando demonios durante generaciones, solía decir su madre. El alias del Pilar de la Llama es el orgullo de nuestra familia, murmuraba Ruka Rengoku con el pecho inflado mientras él la acompañaba a la puerta de su hogar, despidiendo la amplia espalda de su padre cuando se marchaba a una misión.

Y como la arena cayendo al vacío en un reloj de cristal, Kyoujiro Rengoku parecía recordar cada palabra. Una por una, en sus oídos, como si estuviera escuchándola en ese instante. Como si su madre se parara a su lado ahora que tenía el cuerpo de un muchacho de quince años. Ahora que había vuelto victorioso de la Montaña Fujikasane. Alcanzado con pocos meses de entrenamiento y misiones el rango de Tsuchinoe. Había superado los insultos de su padre al enterarse de su buen trabajo. Incluso, cuando le gritó que jamás se convertiría en un Hashira. Que si hubiesen cien aspirantes, esos cien lo lograrían antes que él. Y aún así, ahí estaba. Y seguiría estando.

Ahora, pon tus ojos en convertirte en un maravilloso Hashira como tu padre, seguía hablando su madre en las aguas de su mente. Tienes una llama en tu alma. Quema esos demonios malvados hasta que queden nítidos. Por favor, haz brillar tu luz sobre las personas y mantén esa llama similar al sol en tu corazón. Conviértete en el Hashira de la Llama. Sí, esas habían sido sus exactas palabras. Y ese día, una y otra vez se repitieron en su mente, como el caer de las gotas de lluvia una noche tormentosa. Lo único que cortaba el silencio en su mente. Lo único que parecía poder acallar los murmullos a su alrededor. Porque si bien su audición disminuyó al romperse los tímpanos y derrotar a un demonio meses antes, aún podía captar sonidos a su alrededor con una nitidez asombrosa. Y el llanto llegaba a él como si su audición fuera perfecta.

Porque su hermanito lloraba junto a él con la espalda tan recta como podía mantenerla. Porque veía a los amigos de Nobunaga Fujikari reunidos alrededor de lo que un demonio había dejado de su cuerpo, cubierto por glicinias que de poco servían ahora. Porque Ena Fujikari parecía romperse en mil pedazos mientras sus gritos cortaban el aire helado de invierno.

Y la espalda delgada y delicada de su amiga parecía quebrarse en silencio frente a él. El cabello recogido. La nuca descubierta. La piel más pálida que de costumbre. Y los puños cerrados como garras. La pequeña espalda que parecía gritar hasta desangrarse por dentro, en un silencio sepulcral que le hacía preocuparse de si aún estaba respirando.

Por eso solo se acercó a ella cuando la vio ponerse de pie y salir al jardín de su hogar. Por eso, los pasos pesados de sus piernas enfundadas en el uniforme de los Cazadores la llamaron a la realidad, cuando volteó y lo vio por primera vez conscientemente. Porque aún en esa situación, le parecía verlo brillar. Y es que todo a su alrededor estaba tan oscuro y helado y en penumbras que apenas podía respirar.

Y el pecho de Kyoujiro recibió su rostro y su cuerpo como si se desmoronara contra él. Como si su fuerza fuera lo único que la mantenía en pié. Y Rengoku supo que el grito silencioso que parecía romper el interior del delicado cuerpo de Kei era el eco del llanto que ahora parecía vomitarse de sus poros mientras la sentía convulsionarse en un llanto que jamás creyó presenciar.

Tienes una llama en tu alma. Quema esos demonios malvados hasta que queden nítidos. Por favor, haz brillar tu luz sobre las personas y mantén esa llama similar al sol en tu corazón. Conviértete en el Hashira de la Llama.

Y lo haría. Porque volvió a jurárselo a su madre mientras abrazaba a Kei con tanta fuerza como podía para juntar los pedazos que se habían roto en ella. Como ella lo hizo por él.