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KuroVerso

Alerta: AU!Omegaverse distópico

Disclaimer: personajes no son míos


Recordatorio:

TICS: Test de Identidad Completa de la Sexualidad. Examen al que deben someterse los jóvenes de trece año que no han experimentado su celo.
CIS: Carné de Identidad Sexual. Documento que debe sacar cada individuo antes de terminar la educación primaria. Requisito para varios trámites, entre ellos, la postulación a escuelas secundarias.


III. El Uniforme Especial

La secundaria Nekoma era una escuela pública orientada exclusivamente a la educación de Omegas. Además de las asignaturas comunes para todas las razas (matemáticas, lenguaje y literatura, historia cívica, biología), se impartían otras como autocuidado y salud, economía doméstica, reglas del decoro, y un programa de fortalecimiento físico, que era la versión de educación física que está orientada a Omegas.

Solo tuve que presentar una copia de mi CIS, una copia de mi libreta de familia, y un certificado de residencia. No era necesario rendir un examen de admisión, puesto que vivía dentro de la circunscripción de la escuela.

Papá Omega me dejó dinero para que comprara el uniforme. Le pedí a Kenma que me acompañara a la tienda de la escuela. En el camino a Nekoma, le enseñé el folleto con la malla curricular de la escuela.

—¿«Reglas del decoro»? —me preguntó Kenma, levantando la vista del folleto—. ¿Qué se supone que sea eso?

—Supongo que nos enseñarán a cómo comportarnos frente a los Alfas.

—Pero eso ya lo sabemos.

—¿De verdad lo hacemos? No te creas que lo sabes todo solo porque te ha llegado el celo antes que a mí. Como lo mires, sigues siendo un estudiante de primaria.

—Hasta que no empiecen las clases, técnicamente tú también sigues siendo un estudiante de primaria. Tampoco te creas que sabes demasiado solo por llevarme un año de ventaja.

—De todas formas —Decidí hacer fluir la conversación—, ¿no te parece que es una malla muy limitada?

—Ocho asignaturas a mí me parece que está bien. Además, seguro que te meterás a un taller extraprogramático.

—No me refería al número, sino al contenido.

Kenma se detuvo y miró a su alrededor, como si temiera que alguien nos hubiese oído. Me tomó de la mano y me arrastró lejos de la gente.

—Es el plan de educación aprobado por La Nación. Lo que sea que estés pensando, no me lo digas en la calle.

Continuamos el trayecto hasta Nekoma sin hablarnos demasiado, esquivando, en la medida de lo posible, las aglomeraciones. Una vez en la tienda de la escuela, Kenma y yo enseñamos nuestra CIS, y yo además presenté el garante de mi matrícula. El joven dependiente me preguntó mis medidas, y luego me entregó un uniforme y el buzo de gimnasia. Kenma esperó fuera del probador.

Extendí el uniforme delante de mí. Se veía pequeño para mí, el buzo todavía más. Dejé las ropas de deporte a un lado y me embutí dentro del uniforme. Como temía, los pantalones y la camisa me quedaban cortos pero holgados. Tuve que pedir una talla más grande. El dependiente rebuscó entre los anaqueles, examinando tallas. Dudó antes de entregarme el uniforme que traía en sus manos.

—Es lo más grande que tenemos…

También supe, antes de probármelo, que aquello era un error. Los pantalones nuevos no se veían mucho más largos, pero la pretina de la cintura era elastizada, y en general se sentía más ancho que el modelo anterior. Al probarlo, mis tobillos seguían expuestos, pero el pantalón apenas se sostenía en mis caderas.

Algo similar ocurrió al probarme la camisa. Si bien las mangas no se veían más largas, el tronco era más ancho, de tal modo que las costuras de los hombros me resbalaban hasta mis bíceps, logrando así cubrir mis puños; pero adentro de la camisa fácilmente cabríamos Kenma y yo, y ni nos rozaríamos. Asomé la cabeza fuera del probador y llamé al dependiente de nueva cuenta.

—Esta ropa no me está funcionando.

Se acercó con un cuaderno de apuntes, una huincha de costura y me pidió salir del probador y subirme en una especie de tarima. La camisa me quedaba como un vestido. Los pantalones se me resbalaron hasta el piso. Kenma me sacó fotos con su teléfono.

—Eres un Omega muy alto, ¿cierto? —comentó, mientras me tomaba medidas—. Normalmente nuestras tallas más grandes las reservamos para aquellos Omega en estado de buena esperanza. La camisa podemos entallarla, pero en el caso del pantalón, tendré que encargarte uno especial.

—Mejor que sean tres pantalones.

—¿No te pruebas el buzo de gimnasia?

—Ese me quedara peor aún…

—Mejor te mandaré a hacer todo el uniforme. ¿También querrás tres?

—Sí.

—Regresa en dos semanas.

Dejé pagado el uniforme y de todo, solo me llevé la corbata. No me gustaban los helados, pero papá también me había dejado dinero para que invitara a Kenma, como muestra de gratitud. Nos los comimos en la calle, de regreso a nuestras casas. Me detuve frente a los cerezos desnudos dispuestos a la entrada del barrio. En cualquier momento, en cosa de días, o de horas incluso, esos cerezos reventarían en flor.

—¿Qué sucede? —me preguntó Kenma.

—Es que… no, no es nada.

—¿Qué sucede? —insistió irguiendo la cabeza. Me pasé una mano por el cuello.

—No puedo quitarme de la cabeza cómo se me veía esa camisa enorme. ¿Alguna vez has pensado en…? Ya sabes…

No pude termina la frase. Dibujé una circunferencia a la altura de mi estómago. Kenma se tocó su propia barriguita, plana y flácida, y su tez tomó un tono cenizo, profundizando sus ojeras.

—No lo he pensado.

—¿De verdad?

—Bueno… todavía somos muy jóvenes…

—Pero ¿lo somos? Quiero decir… Vendían ropa de maternidad en una escuela secundaria.

—Yo todavía voy en primaria, soy joven.

—Ya, pero te llegó el celo antes. Yo también soy joven.

Regresamos la vista a los cerezos.

En la escuela nos explicaban el destino biológico usando a los cerezos de analogía.

Como cualquier árbol, la vida del cerezo está predeterminada al lugar donde haya caído su semilla. No tiene elección en el lugar donde echará raíces. Allí donde haya caído, germinará; y si dispone de agua y de luz suficiente, crecerá hacia los cielos. Quizá mire con envidia a sus vecinos que ganaron posiciones mejores, o al revés, se sienta superior al resto por encontrarse en un lugar privilegiado, como la cima de una meseta, o junto a un riachuelo. Sin embargo, todos los cerezos, los de posiciones inferiores como superiores, están marcado por un destino genético, y llegada la fecha, todos cumplirán con el rol codificado en su ADN y sus yemas reventarán en hermosas flores que esparcirán su aroma al viento, darán frutos, y dejarán tras de sí una semilla.

No importaba la raza que hubiésemos salido, todos estábamos marcados por un ideal: cumplir con nuestro destino biológico. No quedaba a nuestra elección ser Alfa, Beta u Omega, el azar obraba de manera que no comprendíamos. La Nación nos proveerá de agua y luz. Como hijos de La Nación, debemos honrarla, embellecerla. Debemos, como el cerezo, echar flores que den frutos, y frutos que, a su vez, entreguen semillas. Contribuir a La Nación es florecer. El Omega florece al dar hijos.

Observé hacia abajo, hacia mi vientre plano. Y luego a Kenma quien, a mi lado, se veía mucho más disminuido que de costumbre. Lo tomé de la mano y lo guié por el camino largo, a través del parque. Seguimos los senderos marcados, caminando bajo las ramas desnudas de aquellos cerezos a los que les quedaban días, quizá horas, para florecer. Kenma me soltó la mano y corrió hasta el estanque de las carpas koi. Lo vi revolviendo entre las rocas de la orilla. Seleccionaba algunas, les tomaba el peso, las olía. Después de un par de minutos, eligió una y se la metió al bolsillo de la sudadera.

Últimamente Kenma cogía rocas que encontraba en el camino. No tenía idea qué hacía con ellas, si acaso hacía algo. Cuando iba a su casa, a su habitación, no veía rocas por ningún lado.

Creí que me invitaría a jugar videojuegos, pero no fue el caso. Se despidió de mí muy apresurado, y cerró la puerta de casa sin mirar atrás. Fui hasta la mía. Mis abuelos sentados en sus mecedoras contemplaban el jardín. Aguardaban, como hacían todos los años, al primer estallido de flor. De pronto, sentí un vacío enorme propagarse dentro mío, y corrí escaleras arriba, hasta mi habitación. Lancé la bolsa de compra sobre la cama sin reparar donde caía. Me urgía la necesidad de contemplarme en el espejo interno del ropero.

Examine mi altura. Lo más probable era que siguiera estirándome, y no poco. Seguramente ya bordeaba la línea de los ciento ochenta centímetros. Me levanté la camiseta, sujetando el bordillo con los dientes, y hundí un dedo en mi abdomen. Me preguntaba: ¿mi vientre también crecería, llegado su momento? ¿Cuánto crecería? ¿Cuántas veces lo haría? El mejor y más bello cerezo, es el que da más flores que ninguno. Yo siempre era de los mejores en todo lo que me proponía. En matemáticas, en ciencias, incluso en vóleibol, pese a mis desventajas. Si me lo proponía, era el rey. Era como aquellos Omegas de los cuentos que me narraba papá: un Omega que solucionaba problemas.

Descolgué uno de mis chalecos, de cachemira a rayas rojas y blancas, lo hice una bola, y traté de meterlo debajo de la camiseta, simulando una barriga. Pasé mis manos por aquella redondez fingida, dándole forma. Mi vientre tendría que crecer, llegado su momento. ¿Por qué? ¿Y cuándo?

Papá Omega tenía treintaicinco años. Me puse a restar. Papá Omega quedó encinta cuando tenía veinticuatro años. A mí me quedaban doce años para esa edad.

Encendí la televisión y fui pasando por los canales, hasta detenerme en un partido de vóleibol. Me quedé dormido, abrazado a mi chaleco de cachemira.

Papá Omega llegó más temprano que otras veces, y había comprado comida thai. Me coloqué la cachemira. Ayudé a poner la mesa, y mientras cenábamos, le regresé el vuelto que sobró de la compra del uniforme a papá. Le expliqué que había tenido que mandarme a hacer casi todo el uniforme porque no había nada de mi talla, salvo la corbata. No especifiqué más.

—La verdad es que el chico está muy alto —comentó la abuela, más a Papá Omega que a mí—. Deberías llevarlo a que lo revisen.

—Tetsurou-kun está perfecto —respondió papá, guiñándome un ojo.

—Ni siquiera le ha llegado el celo, y no deja de crecer. Yo digo que un chequeo no tiene nada de malo. Podría ahorrarnos muchas dudas.

—¿Ah, sí? ¿Tetsurou tú qué opinas?

—Me siento bien.

—Eso lo zanja todo.

La abuela siguió insistiendo. Habló de casos que vio en la televisión. Problemas de gigantismos, de tumores en la hipófisis. El abuelo se trapicó con sus fideos y se pasó casi diez minutos tosiendo.

. . . .

Kenma actuó raro toda la semana. Recogía piedras, robaba cajas vacías enormes, huía de mí, y se encerraba en su habitación y no quería ver a nadie. Entre medio, los cerezos por fin estallaron y las calles se llenaron rápidamente de pétalos. Por eso me sorprendió que se ofreciera voluntariamente a acompañarme a recoger mi uniforme. Ni siquiera le dije, lo recordó por sí mismo.

—¿De verdad quieres ir?

—Me da curiosidad ver cómo te sienta tu uniforme especial.

—Admite que solo vas para que te regale otro helado.

—Pero esta vez elegiré yo la heladería.

Me encogí de hombros. La tortura del helado me seguía donde me llevaran mis pasos.

Volvimos a presentar nuestras credenciales, y en aquella ocasión, extendí el pagaré, aunque no hizo falta. Apenas me vio, el dependiente me reconoció, y se dirigió a los anaqueles a recoger mi encargo antes siquiera de echarle un vistazo a nuestras CIS.

—Le he dicho a la modista que te deje los pantalones un poco más largos, por si vuelves a crecer. Apenas tienes doce años, de seguro sigues creciendo.

Me ponía un poco de los nervios que todos comentaran el tema de mi estatura. Le quité las prendas de las manos y me fui directo al probador. La camisa seguía quedándome holgada, ya no de un modo ridículo. Admiré mi torso recto aun imberbe. «No, no pienses cosas innecesarias», me recriminé. Regresé mi uniforme a sus bolsas con rapidez. Firmé el retiro del pedido y seguí a Kenma de camino hasta su heladería. Para mí, no tenía nada de especial esto de lo dulce, pero Kenma estaba muy contento. Kenma estaba raro. A veces no entendía a Kenma para nada. Debía ser que estaban por lanzar un videojuego o algo así. O quizá su estado de ánimo se debía a los cerezos florecidos.

Era una heladería con sabores comunes, ninguno salado. Le pedí a la dependienta que eligiera por mí, y así fue como acabé comiendo un helado de chocolate naranja. Kenma se pidió el de manzana-canela. Según él, era el mejor sabor.

—Entonces… —dije en el trayecto de regreso, tratando de pasar el helado por mi garganta—… ¿tienes algún videojuego nuevo?

—Bueno… no. He pensado en comprarme alguno nuevo para la DS.

—¿Y qué es lo que te tiene tan feliz?

—No estoy feliz —dijo como si le hubiese dicho el insulto más grande de su vida.

—¿Es por comer helado?

—¡No estoy feliz!

Pero lo estaba. El desgraciado brillaba de la felicidad.

En el camino de regreso, tuve que arrastrarlo cuando pasamos fuera de una tienda de conveniencia a la que le acababa de llegar un encargo, o se iba a robar alguna de todas esas cajas que contenían mercadería.

Papá llegó tarde ese día, y tuve que cenar con los abuelos. Les enseñé mi uniforme especial. La abuela parecía preocupada. No me acabé toda la comida y me fui temprano a la cama, aunque no tenía sueño. Me puse a leer una historieta. Antes era mi historieta favorita. Iba de un Detective Alfa quien fue traicionado por su ayudante Beta, y ahora vivía como forajido, perseguido por la justicia. Tuvo que cambiar de identidad y, disfrazado de un Omega, buscaba pruebas que lo exoneraran de toda culpa.

Encontraba divertida esa historia porque, al ser realmente un Alfa, podía realizar todas aquellas cosas que los Omegas no. Era rápido, tenía mucha fuerza, y era muy listo. Aquello propiciaba muchos momentos cómicos. Pero ahora ya no me parecía tan gracioso. En realidad, me daba rabia.

No me di cuenta cuándo llegó Papá Omega. Asomó su cabeza a la habitación. Me limpié las lagrimitas con ferocidad.

—¿Todo bien?

No, papá. Nada está bien. Es todo tan estúpido, ¿sabes?

—¿Te sucedió algo cuando fuiste a buscar tu uniforme?

—Es que no lo entiendo… —murmuré. Papá Omega juntó la puerta tras de sí y se acercó a los pies de mi cama—. A lo mejor lo entienda si me llega el celo, pero no lo hace. ¿Habrá…?

—¿Algo malo en ti? No, por supuesto que no. Algunos tardan más que otros, no tiene nada de malo.

—¿A ti también se te atrasó?

—No querido —dijo haciéndose un hueco en la cama y besando mi frente. Dejó mi historieta en la mesita de noche—. A mí me llegó muy pronto, como a tu amigo Kenma. Pero a tu Papá Alfa, por ejemplo, le llegó al poco tiempo de iniciar preparatoria.

—¿De verdad?

—Sí, en plena época de exámenes. Según me contó, trató de morder a una chica Omega sentada delante suyo. Ella tampoco sabía que era Omega. Imagínate la que se habrá liado. Por entonces no nos hacían el TICS y las escuelas no estaban segregadas como ahora.

—¿De verdad?

—Eso sí, cada uno andaba por su lado. Los Alfas estudiaban en los pisos superiores, los Omegas estudiábamos en los pisos inferiores, y si no te llegaba el celo, aunque vinieras de familia A/O, te quedabas en el grupo de los Betas hasta que te definieras.

Arrugué la nariz. La idea de pasarme estudiando entre un montón de Betas me desagradaba mucho. Sentí pena por mi Papá Alfa quien tuvo que estudiar mezclado entre Betas.

—Además, teníamos horarios diferidos —prosiguió Papá Omega, acariciándome el cabello—. Los Alfas eran los primeros en irse a los descansos y en almorzar, los Omegas éramos los últimos. Aunque eso significaba entrar una hora más tarde a clases, lo que se traducía en más tiempo para dormir, también salíamos más tarde. En las temporadas de celo era peligro. Cuando yo estudiaba, los padres de mis amigos se turnaban para llevarnos a casa después de clases, pero siempre sucedían accidentes.

»No te apresures a tener tu celo, Tetsurou. Disfruta de este tiempo y atesóralo, llénalo de recuerdos. Ahora empezarás la educación secundaria, y seguramente te dirán muchas cosas extrañas. Te dirán que hay cosas que no puedes hacer, y otras que debes hacer. Solo tómalo como una referencia, escucha lo que te dice tu corazón, tu propio cuerpo, y haz lo que más te apetezca hacer.

—Me gustaría seguir jugando vóleibol.

—Entonces no dudes en seguir jugándolo.

—Pero…

—No te apresures en crecer, hazme caso. La vida se te complicará mucho si solo haces lo que se espera de ti.

Me dejó un beso en la frente, me hizo un último cariño, y apagó la luz antes de irse.

No supe qué quiso decir con aquello último. No tenía mucho sentido. La repetí sin apenas mover los labios, como si en ella se escondiese la clave del universo: «la vida se te complicará mucho si solo haces lo que se espera de ti». Como si en la repetición se hallase el secreto. Interiorizándola en mí, como un precepto.


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