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KuroVerso

Alerta: AU!Omegaverse distópico

Disclaimer: personajes no son míos


Recordatorio:

Anteriormente, Kuroo vive con su padre Omega y sus abuelos. Fue diagnosticado como omega, ante todos los pronósticos, debido a su complexión física. Tuvo que hacer el examen de identificación sexual para poder inscribirse en la secundaria adecuada, acorde a su sexo secundario. Luego de problemas con sus compañeros Beta de la preparatoria, Kuroo descarta las escuelas de integración Beta-Omega y decide matricularse en una escuela para omegas.


IV. Recuerdos

Recuerdo que Papá Omega me ayudó a anudar mi corbata, aquel primer día en mi escuela para Omegas. Mis abuelos aún no se levantaban de la cama. Pasé a casa de los Kozume, a mendigar suerte y buenos deseos. Kenma me tomó de las manos.

—Suerte.

Dejó una piedra al interior de mi palma. No entendí qué significaba aquello. Tras separarse de mí, regresó corriendo al interior de su casa. Mucho más no recuerdo. Las memorias de mi primer día de clase son confusos y con toda seguridad inventados. En el transcurso de la mañana, un bedel irrumpió en el salón con un ademán apremiante. Luego de leer los datos que traía anotados en un papel, me pidió recoger mis pertenencias y seguirlo. No sabía qué sucedía. Trastrabillando, seguí al bedel hasta el atrio de la escuela, donde me esperaba el señor Kozume.

Mi abuelo había sufrido un infarto. Cuando llegamos al hospital, ya habían notificado su hora de muerte. Corrí hasta papá y la abuela, esta última seguía en pijamas. Ninguno de los tres lográbamos hablar. El señor Kozume se ofreció para iniciar los preparativos del entierro. Inmerso en una especie de niebla, transcurrieron las dos semanas de duelo.

Cuando hablo de mis abuelos, solo me refiero a la línea de ascendencia de mi Papá Omega. A mis otros abuelos no los conocía. Según Papá Omega, Papá Alfa no tenía buenas relaciones con sus progenitores, y cortó lazos con su familia cuando se casó con Papá Omega. Quizá haya sido de ese modo. Aquel era un pasaje de mi historia familiar al que no tenía acceso, y después de reiteradas oportunidades intentando obtener respuestas sin éxito, olvidé mis dudas del mismo modo en que uno tiende a olvidar lo que más le incomoda. Me convencí de que no era necesario conocer más detalles de los que ya sabía, porque el conocimiento no remediaría en nada mi situación. Nosotros éramos una familia reducida que debía valerse por sí misma.

Levantamos un altar en memoria del abuelo junto al altar de Papá Alfa, encendimos inciensos en su nombre. Sin mi abuelo, ya solo me quedaban dos miembros de mi familia. Sin mi abuelo, solo había Omegas en casa.

Supongo que, de cierta manera, era previsible la muerte de mi abuelo. Le sacaba a mi abuela diez años, tenía el colesterol disparado. Pero lo de Papá Alfa, que se lo llevaran tan jovencito, eso no se puede explicar. Ambos nos sonreían desde el altar familiar con expresión apacible. Me producía cierta inquietud. El rostro joven de papá Alfa, cuyos ojos velados ya no veían, me observaban desde un papel fotográfico mucho más envejecido que el de mi abuelo. No había justicia.

Si no fuese por las fotos de Papá Alfa, es muy seguro que mi memoria hubiese borrado su rostro. Desde la foto se patentaba la elegancia y carisma típicas del actor de cine. Envidiaba su nariz respingona cubierta de finas pequitas, las mejillas redondas y sonrosadas. Una abundante mata de cabello castaño, que se ondulaba en sus puntas, se alzaba al viento. Papá Omega le tomó la foto sin que se diera cuenta, y por ello su aspecto lucía tan casual. Cuando veía aquella foto, imaginaba que mi padre fue una persona muy sincera, alguien que siempre decía lo que pensaba, y que siempre defendió lo que era justo.

Me perseguía el vago recuerdo de Papá Alfa acunándome entre sus brazos, un día de sol en la playa. No sé cuántos de los detalles serán reales, porque son demasiados para ser reales y, sin embargo, nada me parecía inventado, las sensaciones seguían palpables. Los días de sol, papá vestía unas gafas de aviador. Yo reposaba en sus brazos tras una rabieta porque papá no me prestó sus gafas, y en mi berrinche, las gafas acabaron quebradas. La culpa me tenía inconsolable, y al final acabé agotado, arrullado por los brazos de mi Papá Alfa, con el rostro lleno de mocos

Y me dijo…

—No tiene caso sentirse triste por cosas materiales. No pongas tu corazón en objetos que carecen de uno. Tu corazón ha de ir unido siempre a otro corazón.

—No estoy seguro de concordar —sonrió mi Papá Omega, asomando su rostro por el hombro de mi Papá Alfa—. El valor de un objeto no necesariamente es material. Tiene que ver con las memorias que guarda detrás.

—Los objetos no tienen por qué ser los depositarios de los buenos recuerdos.

—¿Y cómo quieres que recordemos algo que yace olvidado? Hasta que no haya un gatillador que libere a la memoria, permanecerán olvidados. Por eso necesitamos los objetos, para liberar esos recuerdos.

Muy seguramente me inventé esa conversación, y sin embargo, a veces, de manera muy azarosa, extraigo aquella de mi cabeza.

Una foto puede ser un buen despertador de la memoria. Recuerdo los rizos castaños de mi Papá Alfa brillar bajo el sol del estío, deslumbrándome, por su foto en el altar. Quizá haya sido muy brillante para este mundo. Debió ser eso. La edad no podría hacerle sombra, nunca. Nos dejó demasiado joven y, por desgracia, en vida nunca se tomó demasiadas fotos. Cada vez recuerdo menos detalles de su rostro.

El día del entierro, descubrí que Papá Omega todavía conservaba las gafas de aviador quebradas de mi Papá Alfa.

Previo al velorio, la abuela nos encargó a Papá y a mí seleccionar la ropa adecuada para ataviar al abuelo. Ella no tenía el coraje, y prefería confiar en nuestro criterio. Sobre la mesita de noche reposaba, intacto, el reloj de oro del abuelo. No alcanzó a ponérselo aquella mañana. Iba a tomarlo, para dejarlo junto a la ropa seleccionada, pero Papá Omega se hizo con el reloj antes y me miró muy serio.

—El reloj mejor que no —fue todo lo que dijo, y dejó la habitación. Lo oí subir las escaleras hasta su propia habitación.

Aquello me quedó picando la consciencia. No era correcto desposeer al abuelo de uno de sus bienes más preciados. Quizá su único bien preciado. El abuelo siempre había atesorado su reloj. La razón por la que se lo quitaba cada noche era para que ningún movimiento involuntario del sueño pudiese generarle la más insignificante raya. Cada cierto tiempo, desarmaba el reloj y limpiaba sus engranajes uno a uno. La tarea podía llevarle toda una mañana. Lo hacía gustoso. Encendía la radio, se servía un vaso de agua, y se le iba la hora de esta manera.

Recuerdo el enfado de mi abuelo cuando Papá Omega me regaló, para mi último cumpleaños, un reloj digital, de estos sumergibles. Yo fui quien eligió aquel modelo, pero al abuelo no le hizo chiste. Lo tachó de vulgar. Dijo que un reloj sin engranajes no podía llamarse reloj. Dijo que aquello era una baratija. Luego Papá Omega le mostró el recibo, y aunque eso lo calló momentáneamente, no menguó su mal humor.

Tras el entierro, reuní coraje y le pregunté a Papá Omega por qué no dejó al abuelo irse con el reloj que tanto quería y al que tanto había consentido. Miró a la abuela de reojo, que recibía los pésames de sus amigas.

—Te enseñaré algo.

De regreso en casa, seguí a Papá Omega hasta su habitación. No encendió la luz ni descorrió las cortinas, y un poco nervioso, abrió el último cajón de la cómoda. Debajo de toda la ropa, extrajo un cofre de fierro, con estampillas pegadas en su exterior. Se sentó al borde de la cama matrimonial, con el cofre sobre sus piernas, y me indicó que tomara asiento a su lado.

—Hay pequeñas cosas que delatan a los Omegas, Tetsurou. Algunos somos más discretos que otros, pero… en fin, este cofre es el mío.

Del cuello, pendiendo de la cadena que llevaba su placa de omega, extrajo una pequeña llave que introdujo en la cerradura del cofre. Me lo entregó abierto, observando atento mi reacción. En su interior no solo se hallaba el reloj del abuelo, también estaban las gafas quebradas de mi Papá Alfa, y un par de zapatitos minúsculos, de bebé.

—Estos fueron tus primeros zapatitos —admitió—. Con ellos diste tus primeros pasitos, en esta misma habitación. Corriste desde la cama hasta los brazos de tu Papá Alfa. Desde ese día no has dejado de correr. Tu Papá siempre me preguntaba por qué conservaba estos zapatitos, y se fue sin que yo lograse aclararle aquella duda… pero tú sí que lo entiendes, ¿verdad?

—¿Puedo…? —pregunté. Papá Omega asintió. Levanté entre mis dedos las gafas quebradas. Una corriente eléctrica recorrió mi cuerpo, y volví a dejar aquellas gafas que ya no eran de Papá Alfa, pero en ellas su memoria no se extinguiría. Sentí ganas de llorar—. ¿No tienes más recuerdos de mi Papá Alfa?

—Tengo otros.

Fue hasta el ropero y se encaramó sobre un taburete hasta lograr sacar de arriba otra caja, mucho más grande pero chata, como una caja de botas. Sobre la tapa llevaba mi nombre rayado con rotulador. Papá Omega titubeó antes de entregármela.

—Planeaba regalarte esto cuando te llegara tu primer celo, pero bueno… ya sabemos que eres un Omega, no tiene nada de malo que te lo dé ahora. Pero no lo abras delante de mí, me daría mucha pena. Mejor ábrelo cuando estés solo en tu habitación.

Le regresé el cofre y tomé la caja de botas entre mis manos. Papá Omega me dejó un beso en la frente. Con mi nuevo obsequio, corrí hasta mi habitación y me encerré dentro, me aseguré de que las ventanas estuvieran también cerradas, y luego di vuelta el contenido de la caja sobre la cama. Me dio una risa muy tonta apenas reparé en su contenido.

Lo primero que vi allí fue una cazadora de aviador, pero preferí dejarlo para lo último, y tomé entre mis manos un periódico. Tenía la fecha del día de mi nacimiento. No podía creerlo. Aquel era el diario con las noticias del día en que nací. Los titulares más llamativos del 17 de noviembre de 1994 eran: «La Nación entregará beneficios económicos-sociales a familias A/O con más de tres hijos», «Fuerte alza de desempleo Beta lleva a reformar la ley de empleabilidad: hay que darle a los Omegas los medios para que puedan quedarse en casa en beneficio de la familia y la economía», «Fallo de la Suprema Corte exonera a Alfas de entregar manutención a Omegas que no presentan mordedura».

El 17 de noviembre no parecía un buen día para nacer. Aquello encajaba perfecto con el sentido del humor de mi Papá Omega, pero también con el mío. Seguí ojeando el periódico. En la sección de deportes: «Atleta Beta sancionado por Dopping». En la sección de cultura: «Premio Nacional de Literatura para otro Alfa: la fuerza de la raza no solo es física, también es intelectual». Y en la de sociedad: «Miss Omega homenajea a famosas madres Omegas en el día del Orgullo Procreador» Dejé el periódico a un lado. Nunca se es un buen día para nacer Omega, incluso si coincidía con el día del Orgullo Procreador.

Había varios objetos y baratijas entre medio. Sentí un nudo tensar mi garganta. Estaba allí una CIS caducada de mi Papá Alfa. Se veía muy joven en la foto, en la que lucía el uniforme típico de preparatoria. A juzgar por sus mejillas coronadas de acné, no había alcanzado aún la mayoría de edad.

Según Papá Omega, a Papá Alfa le llegó el celo muy tarde. Me hice una pregunta extraña. Si mis padres no hubiesen sido mis padres, y nos hubiéramos conocido los tres en el colegio, ¿nos habríamos llevado bien? ¿habríamos sido amigo, así como lo somos Kenma y yo? ¿O me llevaría con ambos del mismo modo en que yo me llevaba con Daishou? Mi papá Alfa no se parecía a ninguno de mis conocidos, pero estoy seguro que nos habríamos llevado muy bien, habríamos sido grandes amigos.

Dejé la CIS a un lado y tomé la CIS caducada de mi otro papá. Sin acné en su caso, con el cabello engominado hacia atrás y el mentón erguido, quizá en un intento de ganar centímetros. La línea de sus pómulos lozanos no se parecía a la mía. Salvo la nariz, yo tenía la contextura de mi Papá Alfa, pero los colores y la piel lisa me venían de mis Papá Omega.

Luego encontré una libreta de hojas amarillentas. La letra no era la de mi Papá Omega, así que solo podía pertenecer a mi otro padre. En su interior no había demasiadas notas, pero sí muchos dibujos, la mayoría de gatitos, y también caricaturas de mis padres y de mí, de Bunny, el gato ciego que tuvimos durante un tiempo. Según me ha contado Papá Omega, yo fui quien bautizó al gato, cuando apenas empezaba a hablar. Desde que mi Papá Alfa nos dejara, Bunny se quedó haciendo guardia junto a la puerta. Aguantó un mes. En la caja hallé un collar antipulgas que debió de pertenecerle. Llevaba su nombre grabado en una placa con forma de pescado.

Tras revisar todos los objetos, tomé la cazadora de aviador. Era ancha, y solo se me ocurría que pertenecía a mi papá Alfa. Me la coloqué sobre los hombros y me miré en el espejo interno de mi guardarropa. Sentía el nudo de mi garganta cada vez más tenso.

Papá Alfa fue piloto de helicóptero. Realizaba trabajos aéreos varios, como control de heladas, o transporte de elementos de construcción a través de carga colgante. Me acuerdo haberlo acompañado en algún vuelo, pero también debe ser un recuerdo alterado por la fantasía.

Papá Omega solía decirme que mi otro papá era buen piloto, de los mejores. Quizá solo debió quedarse con los helicópteros. De camino al hangar de la empresa aérea en la que trabajaba, una camioneta con los frenos cortados impactó en la Nissan de Papá Alfa, y hasta allí quedó escrita su historia.

A mí también me habría gustado ser piloto, pero… supongo que tendré que conformarme con aquello del Orgullo Procreador.

La cazadora me quedaba muy bien. Al sumergir las manos en los bolsillos, sentí un pinchazo en uno de mis dedos. Me había clavado con algo. Tras una segunda inspección, encontré el broche de los Alfas.

Una oleada de culpabilidad me recorrió el cuerpo.

Los broches de los Alfas solo podían ser manipulado por los Alfas.

Seguramente mi Papá Omega desconocía la existencia de este broche perdido al interior de los bolsillos de una cazadora.

Sin comprender del todo el motivo de mi susto, regresé el broche a su bolsillo, y la aviadora a la caja de zapatos, junto con el resto de las cosas, y todo esto lo guardé debajo de mi cama. Regresé al armario una vez más, y tomé de allí mi chaleca de cachemira, que hice un ovillo para poder abrazarla.