KuroVerso
Alerta: AU!Omegaverse distópico
Disclaimer: personajes no son míos
Recordatorio:
Anteriormente, Kuroo es un Omega proveniente de una familia A/O hombres ambos. Su Papá Alfa murió cuando Kuroo tenía ocho años, y su Abuelo por la línea Omega, murió cuando Kuroo inició la secundaria. Durante el velorio, Papá Omega regala a Kuroo una caja con recuerdos que había coleccionado de Papá Alfa. Entre la CIS de Papá Alfa y la cazadora de aviador, Kuroo haya el broche de los Alfas de su Papá Alfa.
V. La Escuela de los Omegas
Transcurridas las dos semanas de duelo obligatorio, regresé a la secundaria Nekoma justo el día de la evaluación médica. Los grupos de amigos ya se habían establecido, lo mismo con los clubes y las asociaciones. Apenas puse un pie en la escuela, los murmullos se alzaron a mi alrededor sin disimulo:
—¿Ese chico no es un Alfa?
—Tiene toda la facha de uno.
—¿Qué haría un Alfa en una escuela de Omegas?
—A lo mejor va de cacería…
—No digas burradas, no los dejan ir de cacerías por las escuelas.
Era comprensible que se lo cuestionaran. En la escuela primaria, mezclado con otros Alfas y Betas, si bien yo era de los más altos, tampoco llamaba la atención por esto hecho, pero en la escuela de Omegas, les sacaba una cabeza incluso a Omegas del tercer año.
Mis compañeros eran seres bajos y macilentos, de contextura blanda. Se movían en grupos como cervatillos asustados, con los ojos muy abiertos y las orejas atentas. En general eran silenciosos al caminar y muy risueños. Luego estaba yo, ancho de espalda y con los músculos en su sitio, nunca creí que esas características me convertirían en un fenómeno de circo.
La evaluación médica solo ayudó a empeorar mi día. La enfermera, a todas luces una Beta, también se sorprendió al verme. Me preguntó de qué tipo de familia venía, luego me preguntó por la frecuencia de mis celos. Los murmullos se alzaron a mi alrededor cuando admití, no sin bochorno, que aún no me llegaba el primer celo. Los compañeros que me acompañaban en el ala de enfermería retrocedieron unos pasos. Alguien volvió a pronunciar la palabra cacería. Los dedos de la enfermera se crisparon, y un rayón pobló sus notas.
—¿No te ha llegado el celo? Pero… ¿Cómo sabes de que eres un Omega?
—Me hicieron pruebas —respondí ya de mala manera, blandiendo mi cadena ante sus narices con grandes aspavientos, para que así tampoco quedara dudas a mis compañeros—. No tendría mi CIS o una placa si no me hubiese hecho las pruebas, ni siquiera habría podido matricularme en esta escuela.
—¿Qué pruebas te hicieron?
—Pues de todo. Incluso me pidieron una electro… no lo sé. Me hicieron todo tipo de pruebas.
—¿Te refieres a una electroforesis?
—Sí.
Aunque esto último pareció apaciguarla, a juzgar por cómo continuó el examen, no debí de caerle simpático. Fui al único a quien le midieron el reflejo escrotal, el único al que le pasaron la nariz por los genitales. Después de despachar al resto, me retuvo un momento.
—En el Centro Familiar ofrecen talleres para casos como el tuyo, ten.
Me entregó un folleto. Rezaba el título: «Talleres de Estimulación Celar»
—No entiendo.
—Son grupos orientados a Alfas y Omegas como tú, a quienes aún no les ha llegado su celo. No tiene nada de raro que a tu edad aún no se haya manifestado, hay chicos que no les llega hasta que cumplen los dieciséis. Pero empezarán a excluirte. Estarán todos tus compañeros Omega en la misma línea, salvo tú. ¿Qué decía el eslogan de la campaña familia?
—Defínete Definiéndote.
—¿Y eso qué quiere decir?
—Que solo una persona que se encuentra definida puede cumplir con el destino biológico codificado en su ADN. Si estás definido, La Nación te ayudará a llevar a cabo tu destino biológico. Y llevando a cabo tu destino biológico, La Nación se volverá más grande.
—Estos talleres son una manera en que La Nación ayuda a sus hijos a llevar a cabo su destino biológico. No son talleres obligatorios, como te digo, pero son una manera de asegurarte que contribuirás con La Nación. Tú quieres contribuir con La Nación, ¿cierto?
Asentí apenas, evadiendo su mirada. Guardé el folleto en el pantalón y salí corriendo en dirección al aula. Prefería el asedio de los Betas que recibir su piedad.
Ese día tuve clases de Historia Cívica, Lengua y Literatura, y en la tarde nos la pasamos bordando en hasta que mis dedos se llenaron de callos. Al acabar la jornada académica, corrí hasta la sala de maestros, a pedir información por los talleres extraprogramáticos, y si acaso el club de voleibol seguía recibiendo miembros. Se acercó un profesor.
—El club de voleibol masculino no ha conseguido el mínimo de miembros, y se ha disuelto. Pero puedes, si realmente te interesa, unirte a las prácticas femeninas. Ellas tampoco han conseguido el número suficiente para conformar un club, pero se reúnen después de clases y juegan bajo la supervisión de la enfermera.
—¿Tampoco son un club?
—Para efectos administrativos son una asociación.
—¿Cuál es la diferencia?
El profesor masajeó sus sienes, como reuniendo paciencia a mis preguntas.
—Eso quiere decir que les permitimos usar una mitad del gimnasio bajo la tutela de algún personal de la escuela, si bien no hay fondos para financiamiento. Por ejemplo, no podemos costearles uniformes o medios de transporte, y cualquier actividad que se desarrolle fuera de los recintos de la escuela debe ser previamente autorizada por la dirección.
—Oh…
—Si lo que realmente te interesa es practicar algún deporte, el club de danza y el club de gimnasia rítmica siguen operativos. El club de danza es bastante reconocido, de hecho.
No me gustó cómo sonó aquel «siguen operativos», como si estuvieran a las puertas de la disolución, mucho menos aquel «bastante reconocido» del club de danza. Tras sopesar opciones, decidí darme una vuelta por aquella asociación de vóleibol. Me recibieron tres chicas de cabello corto y, aunque menudas, de porte erguido, que se me quedaron mirando con los ojos muy abiertos.
—Tú eres ese chico Alfa del que todos hablan —señaló una de ellas, a quien reconocí como la líder.
—No, soy un Omega, mira mi placa —y a continuación levanté la cadena que colgaba de mi cuello—. Me preguntaba si tendrían espacio para mí en su asociación…
—¿Te gusta el vóleibol?
Qué pregunta tan estúpida. Respondí que sí.
Lo discutieron entre ellas antes de darme una respuesta. Decidieron que me aceptaban. Solo una no se mostró de acuerdo con la idea, las otras dos parecía darles lo mismo.
Enseguida comprendí que no era mi lugar. Esas muchachitas Omegas no jugaban el vóleibol al que yo estaba acostumbrado. Si acaso remataba el balón con fuerza en dirección a ellas, se apartaban y lloriqueaban, me acusaban de desconsiderado. No corrían tras los balones, solo hacían golpes de antebrazos, evitando dañarse las uñas. Trataba de convencerme: mejor a nada.
Suspendieron las prácticas del día siguiente porque habría una exposición de no-sé-qué cosa muy interesante, y el día subsiguiente a ese se entretuvieron casi media hora discutiendo acerca de rediseñar el uniforme del equipo, lo que no tenía sentido si la escuela no pondría ningún centavo, pero ellas querían practicar vóleibol usando el mismo uniforme, y tenía que ser coral, pues era el color de moda de la temporada. Estaba seguro de que me tomaban el pelo, hasta que la líder me enseñó una revista. Efectivamente, el coral era el color de moda de la temporada.
Los días que siguieron no fueron a mejor.
Yo creí que las peores clases que tendría sería la de Reglas del Decoro, o las de Autocuidado y Salud, pero me equivoqué. Matemática me dejó un sabor amargo. Yo, que llegaba con dos semanas de retraso, estaba predispuesto a matarme estudiando tal de ponerme al día con las materias, y una de las primeras cosas que hice, fue pedirle al delegado copia de sus apuntes. Descubrí que apenas habían adelantado contenido.
—¿Por qué van tan atrasados? A este ritmo no alcanzaremos a estudiar todo el programa.
—Estoy seguro de que lograremos ver todo lo que realmente importa. Además, matemáticas está muy complicado, no tiene ni comparación con la primaria. Llevamos ya varias clases tratando de resolver el mismo ejercicio.
—¿Perdón?
—Oh, yo ya lo he resuelto, pero el maestro quiere que todos aprendamos cómo se hacen los ejercicios. Y no es un ejercicio fácil. Mezcla fracciones con regla de tres.
A nadie le gustaban las fracciones, de todas formas, debía ser una broma. Una vez releí el ejercicio, me di cuenta que era en realidad muy simple. Quería creer que el delegado me tomaba el pelo.
—¿Se supone que esto es difícil?
—Ya sé que parece sencillo, pero a todos les ha costado. Nadie ha podido resolverlo bien a la primera.
El chiste del ejercicio era convertir las horas en minutos. Lo resolví mientras el profesor pasaba lista al curso. Se detuvo en mi nombre.
—Ahh, Kuroo Tetsurou-kun, a usted no lo conocía. Ya llevamos dos semanas de clases, espero que haga todo lo posible por ponerse al día con las materias.
Por supuesto, otro Beta de maestro.
—Me pondré al día sin esfuerzo —desafié poniéndome de pie de un salto y enseñando la coronilla.
El profesor aplaudió mi entusiasmo, y me dijo que me mantuviera así, bien entusiasta, pues entusiasmo era lo que más necesitaría. No se equivocó. El entusiasmo me abandonó tan rápido que cada clase se me hizo un tormento. Lo que hacíamos, difícilmente podía llamarse matemáticas. Sentía como se coagulaban las neuronas de mi cerebro.
Nunca me había sabido tan mal tener una respuesta correcta.
. . . .
A veces revisaba el folleto que me hubo entregado la enfermera.
No lograba congeniar del todo con mis compañeros de clase. Había algo que nos separaba, que no lograba identificar, algo más allá de nuestras diferencias físicas. Los Omegas tenían pasatiempos curiosos. Iban de excursión al parque a recoger flores y ramas. En los recreos, sacaban de sus casilleros enormes cajas de costura repletas de retazos de géneros y botones que intercambiaban entre ellos. Los inciensos, vaya yo a saber, los volvían locos.
Comprendí ciertas cosas de los Omegas en las clases de Autocuidado y Salud. Los Omegas tenían los sentidos de la audición y del olfato muy afinado, especialmente este último, sensible y delicado, capaz identificar aromas incluso a un kilómetro de distancia, y reconocer a una persona por la suma de sus aromas individuales, si bien esto precisaba cierto entrenamiento. Esto siempre que no tomaran supresores, y en secundaria todos los hacían puesto que era obligatorio.
Yo intuía que los supresores eran alguna clase de medicamento. No eran de venta libre, los compraba la escuela y su administración recaía en la enfermera. Yo y otros dos chicos más de mi salón éramos los únicos que nos quedábamos en el aula esperando que los demás regresaran de su dosis mensual. A juzgar por las caras de mis compañeros Omegas, no debía ser un procedimiento agradable.
Los supresores no evitaban el celo del Omega propiamente tal, solo postergaban indefinidamente el llamado calor. En Autocuidado y Salud nos explicaron que el calor era el momento en el ciclo del Omega en el cual se haya en su pick de fertilidad y, por tanto, receptivo para la cúpula con Alfas. Eso no quería decir que un Omega con supresores no fuera fértil, mucho menos que no pudiera quedar en estado de buena esperanza. La fertilidad de un Omega, especialmente de un hombre Omega, era muy elevada, y por ello, era importante que los Omegas aprendieran a autocuidarse, para evitar quedar en estado de buena esperanza antes de tiempo. En otras palabras: antes de la mordida del Alfa.
Las epopeyas de príncipes Alfas que rescataban a sus Omegas asediados por dragones y quimeras, normalmente terminaban con el Alfa mordiendo a su Omega predestinado. Luego se casaban y la feliz pareja era bendecida con un montón de hijitos. No había besos, como sucedía en los cuentos de Betas. Los Alfas sellaban su amor con una mordida.
Alguna vez, siendo todavía un crío, le pregunté a mi Papá Omega si acaso mi Papá Alfa lo había mordido. Dijo que sí. Cuando le pregunté si dolía mucho, recuerdo que me pellizcó un brazo hundiendo sus uñas en la carne.
—¡Auch! Papi, por qué me hiciste eso.
—¿Te dolió? Así también es como duele la mordida de un Alfa.
Traté de que me hablara más de ello, pero Papá Omega eludió mi pregunta cada vez que saqué el tema. Y como yo entonces confiaba en que sería un Alfa, lo dejé estar. Morder no es tan preocupante como ser mordido.
En clases de Autocuidado solo se había mencionado el tema de la mordida de manera somera. Nos decía la maestra que no nos apresuráramos por conocer lo que era la mordida. Ya aprenderíamos, en su debido tiempo. Que, lo importante en esta etapa de la vida, era aprender a autocuidarnos. O sea, evitar quedar en estado de buena esperanza.
Con toda mi inocencia, alcé la mano:
—¿Los Alfas también toman supresores?
La maestra se acomodó las gafas.
—¿A qué viene esa pregunta?
—Usted ha dicho que incluso tomando supresores somos fértiles, pero quedar en estado de buena esperanza no debería ser responsabilidad exclusiva de los Omegas…
—Los Alfas solo hacen lo que los Alfas hacen —me interrumpió la maestra—. Por ello es importante que los Omegas tomen supresores. Para no tentar a los Alfas.
—¡Eso no es nada justo!
—¡Ya está bien! Si continuamos la lectura de la página 34…
—¿Por qué solo los Omegas deben tomar precauciones? Los Alfas son tan responsables como los Omegas…
—Es todo, por favor recoja sus pertenencias y espéreme en la sala de maestros.
La clase se había quedado en completo silencio.
Luego en Reglas del Decoro nos hicieron memorizar de que no era correcto que los Omegas supieran sobre los ciclos de celo de los Alfas. Que se trataba de un tema muy íntimo y delicado, y que era deber del Omega, siempre, procurar demostrar la máxima ignorancia si salían estos temas.
Yo entonces no lo sabía, y me suspendieron una semana de las actividades del club de vóleibol, que a esas alturas del año se había convertido en el club de costura porque las chicas decidieron confeccionar los uniformes ellas mismas, mientras yo era el único que practicaba servicios bajo la vigilancia de la enfermera.
Ni siquiera tuve coraje de asistir como espectador a las eliminatorias del intercolegial. No quería ver a otros chicos de mi edad jugando el vóleibol que a mí se me había negado.
Aunque no me agradaban mis compañeras de la asociación de vóleibol, en general me llevaba bien con mis compañeros Omegas. Superado el sobresalto inicial que ocasionó mi altura y mi masa muscular, mis compañeros Omegas eran bastante curiosos y risueños, y debido a mis buenas notas, siempre querían hacer los trabajos conmigo.
Me hacían toda clase de preguntas. Querían saber por qué era tan inteligente, cómo lo hice para ser tan bueno en deportes. Eran preguntas complicadas de responder. Se lo pregunté a papá un día. Me dio la siguiente respuesta:
—Eso se debe a que siempre te has esforzado mucho, y has seguido haciéndolo. A la mayoría de los Omegas les sucede que, una vez se enteran que efectivamente son Omegas, dejan de intentarlo, porque no se supone que deban hacerlo. Tú, en cambio, nunca dejaste de intentarlo. Siempre has demostrado que tienes agallas. Los Omegas tienen el potencial de hacer grandes cosas, de introducir cambios, y tú lo sabes. He ahí la diferencia.
Quizá fuese así. Yo siempre creí, en el fondo de mi corazón, que era un Alfa. Siempre aposté por todo, y lo di todo de mí, como un Alfa haría. Eso quizá podía explicar mis buenas notas y mi aptitud física, sin embargo, no explicaba del todo mi altura.
Cierto día, después del incidente de la clase de Autocuidado y Salud, cometí la imprudencia de compartir mis creencias con mis compañeros.
—Lo único que deben hacer es creer en sus capacidades, en ustedes mismos. Confiar en que pueden hacerlo. Si un Beta es capaz de resolver problemas de fracciones, ¿por qué no iba a hacerlo un Omega? Si un Beta puede terminar un libro de más de 100 páginas, sin ilustraciones, los Omega leeremos libros de 200 páginas. Y si un Beta corre un kilómetro en cinco minutos, que francamente es un registro mediocre, ¡claro que un Omega también es capaz! Es cuestión de ponerle garra.
Alguien se chivó al vicerrector y me dejaron en detención. Esta vez Papá tuvo que salir antes del trabajo para ir a recogerme. Lo obligaron a firmar una carta de compromisos. Papá inclinó la cabeza ante el vicerrector Alfa, pidiendo disculpas por ambos. En el trayecto a casa, me preguntó si me apetecía un helado. No le respondí. No entendía a mi Papá Omega para nada. Me decía unas cosas, pero a los Alfas les decía otras.
Después de ese evento, se me quitaron definitivamente las ganas. Entendí que mis compañeros me veían con curiosidad, pero también con recelo.
Así pasé el verano prácticamente solo, jugando vóleibol solo, persiguiendo a Kenma, quien estaba más esquivo que nunca. Las clases se reanudaron. Llegó el invierno. Mis compañeros Omegas hojeaban revistas del corazón, con el dedo señalaban las fotografías de los Alfas famosos por los cuales se dejarían morder y por cuales nunca. Reían. Se intercambiaban muestras de perfume, de botones. No lo entendía.
Me preguntaba, ¿sería porque aún no me llegaba el celo? ¿Realmente se trataba de eso? Un día de noviembre, aburrido de su hermetismo, fui a visitar a mi amigo Kenma. Aunque era un año menor que yo, siempre había acudido a él cuando necesitaba consejo. Era muy hábil para leer panoramas. Tras una horrible semana de clases de matemáticas nivel Kindergarten y de recibir el uniforme de vóleibol más hortera de la vida (con cuello redondo y puntillas en las mangas), necesitaba liberarme de mis frustraciones.
Siempre me había aparecido en su habitación sin anunciar; esta vez, al abrir la puerta de golpe, me encontré con una habitación llena de rocas y cajas. Kenma saltó como un gato sobre mí.
—¿Qué son todas estas…?
—¡No las toques! —Me sacó apresuradamente de su habitación y cerró tras de sí—. No puedes tocar las cajas sin mi permiso.
—¿Qué vas a hacer con ellas?
—¡Nada!
—¿No estás un poco grande para jugar a los fuertes?
—¡No estoy jugando a nada!
No entendía por qué me gritaba. Kenma evitaba mirarme. Sus ojos seguían clavados en su puerta.
—Qué sucede, ¿he venido en un mal momento?
—¿EH? No, no pasada nada. Vamos fuera, vamos.
—Puedo regresar en otro momento.
—Te digo que no es nada, vamos fuera. Es necesario para ambos.
Pasamos por mi casa a buscar un balón de vóleibol y nos dirigimos al parque comunal. Si bien Kenma nunca había demostrado aptitudes atléticas, tras años de práctica el vóleibol no se le daba nada mal. Por eso me preocupó que fallara tanto. Era como si su concentración estuviese en otro sitio.
—Kenma, ¿estás bien? —dije cuando el balón llegó a parar al árbol por doceava vez. Me trepé yo a bajarlo.
—Debería regresar a mi habitación. Pero he estado mucho tiempo allí. No, tengo que salir de vez en cuando. Espera…
Se acercó a unos rosales y metió unas piedras en sus bolsillos.
—¿Por qué juntas tantas piedras? ¿Es un nuevo hobby?
—Las necesito.
—Ya, lo veo, pero no entiendo por qué.
—Solo las necesito. Debo volver a mi habitación, Kuroo…
—Pero dijiste que era necesario salir.
—Sí, lo sé, pero ya ha sido suficiente, volvamos.
Me encogí de hombros. Al llegar a la puerta de su casa, me preguntaba si tendría la cortesía de invitarme a pasar, al menos a tomar un vaso de agua. Titubeó en la entrada, incapaz de decidirse. Un olor peculiar emanaba de su cuello, que no sabía identificar, y el cuál no me atraía particularmente, si bien tampoco me desagrada.
Me atreví a preguntar:
—¿Estás con tu celo?
Su rostro se encendió con violencia. Incapaz de pronunciar palabra, me cerró la puerta en la cara y pude oírlo subir con rabia las escaleras de su casa.
Se suponía que mi amigo Kenma también tomaba supresores. Aunque entendía más o menos lo que hacían los supresores, no podía imaginarme cuál era el estado en el que se encontraba Kenma, y si acaso yo podría ayudarlo, o solo las piedras lo harían.
Papá Omega me dijo que no me apresurara en crecer. Pero Papá me decía unas cosas a mí, y a los Alfas otras. Quizá fuese necesario hacer algo para que me llegase el celo.
