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KuroVerso

Alerta: AU!Omegaverse distópico

Disclaimer: personajes no son míos


Recordatorio: Al morir el abuelo, Papá Omega regaló a Kuroo una caja con recuerdos de su Papá Alfa. Después de un año estudiando en una escuela de Omegas, Kuroo se inscribió en el taller de estimulación celar dictado por el Centro de Planificación Familiar, donde se reencontró con Kai, quien también era Omega, y con Konoha, y chico de una familia B/B que había resultado ser Alfa.


VII. Colmillos

Mi nuevo plan nutricional tuvo el efecto inesperado de fortalecer mi espíritu. Si bien la alimentación austera en otro tiempo habría significado una tortura, el ayuno le devolvió un objetivo a mi vida la cual se hallaba carente de desafíos desde que el mundo comenzó a tratarme como un Omega. Cada caloría de menos revitalizaba mi alma.

Tuve que confesarle a Papá Omega de mis talleres. Luego de verme desayunar nada más que una rebanada de pomelo y yogur descremado, no me quedó remedio. La abuela se tomó muy bien la iniciativa y regañó a mi Papá Omega por no llevarme a un médico a tiempo.

—Si lo hubieses llevado a revisión como te pedí tantas veces, Tetsu-chan habría iniciado mucho antes su tratamiento. Demos gracias que tienes un hijo sensato que busca soluciones por sí mismo

—Un pomelo y un yogur no es una alimentación adecuada para un chico en pleno desarrollo.

—Tetsu-chan no necesita desarrollarse más.

—Esto ni siquiera puede considerarse nutritivo, es peligroso.

—No te consiento que me repliques más, Kei. Esta minuta de alimentación viene directamente del Centro de Planificación Familiar. Por fin sabemos los motivos de por qué Tetsu no hacía más que crecer y crecer, y que había una manera de remediarlo. Por favor, como tu madre, te pido que dejes a Tetsu seguir su tratamiento.

Papá Omega se masajeó las sienes, rellenó un termo con café, y se fue al trabajo.

—No tomes en cuenta a tu padre —me dijo la abuela—, tú estás haciendo lo correcto, Tetsu-chan.

Con mi nueva alimentación ni siquiera tenía energías suficientes para replicar. Yo no comprendía cuál era el problema de Papá Omega, la abuela tenía razón después de todo. Mi nueva minuta de alimentación fue diseñada por profesionales del Centro de Planificación Familiar. Ellos eran los que sabían, no mi Papá, que solo era un Omega.

Ya estaba en la cama cuando Papá Omega llegó del trabajo. Asomó su carita tersa y casi sin arrugas por el resquicio de la puerta, y al verme despierto, tomó asiento a los pies de mi cama. Me dijo que lucía cansado. Asentí. Luego me preguntó por las actividades del club de vóleibol. Me encogí de hombros. Papá me miró con curiosidad.

—Estoy eximido de cualquier actividad física —admití—. También forma parte de mi tratamiento.

Papá Omega estaba rígido en su sitio, un pequeño tic apareció en su ojo.

—No estoy dejando el vóleibol, es solo una pausa momentánea —me sentí obligado a decirle—. Volveré a mi alimentación y mis actividades normales, eventualmente. Solo tengo que reeducar el gasto calórico de mi cuerpo, papá, o a futuro podría caer en drogadicciones y sufrir quistes uterinos y abortos.

—No te sucederá nada de eso.

—Claro que no me sucederá ahora que estoy siguiendo el tratamiento.

Lo oí suspirar. Me dejó un beso en la frente, y me pidió que me cuidara.

Al día siguiente, tras pensarlo toda la noche, regresé a la asociación de vóleibol. Le hube insistido tanto a Kenma que se inscribiera, trabajé tanto por sacar a flote al club, que me pareció que no podía darme por rendido.

No era necesario entrenar, al fin y al cabo, ya había pasado un año en ese club sin seguir un entrenamiento formal. Al igual que mi padre, Kenma dudaba de mi nuevo régimen nutricional. Como no fui capaz de convencerlo, dejé que la enfermera se lo explicara. Ella se aparecía cada tanto a supervisar nuestras actividades, y especialmente desde que me inscribí en el taller, sus visitas se volvieron más frecuente. La enfermera nos dijo que era normal que, las primeras semanas de mi cambio dietario, me sintiera soñoliento y aletargado. Mi cuerpo acabaría acostumbrándose a mi nuevo metabolismo, entonces comenzaría a notar los cambios.

—No te he convencido, ¿cierto? —le pregunté a Kenma durante un regreso a casa. Pareció que iba a replicarme, pero se arrepintió a medio camino y asintió con la cabeza.

Rara vez Kenma expresaba sus opiniones en la calle, era muy cauto en ese aspecto. Y como ya no me dejaba entrar a su habitación, no hablábamos tanto como antes.

Quizá por ello esperaba con tanto entusiasmo los talleres de estimulación celar. Cada semana, sin faltar, me reunía con Kai en una plaza cercana al Centro de Planificación Familiar, y hacíamos tiempo unos treinta minutos hasta que nos diera la hora de inicio del taller.

Bebíamos aquel gel naranja al mismo tiempo y esperábamos los 30 minutos para que el gel hiciera efecto, en esa habitación naranja donde nos reunían a los Omegas, para luego reunirnos con aquellos Alfas menuditos a realizar las actividades programadas. Normalmente estas consistían en frotarnos y olernos los genitales mutuamente. Precisamente debido a la incomodidad de estas actividades, había nacido la complicidad entre Kai y yo, y también Konoha.

Los tres teníamos en común varias cosas. Además de no encajar con nuestra respectiva raza y sentirnos parias en nuestras respectivas escuelas, ninguno de los tres tenía un referente Alfa cercano en nuestras vidas. Si bien Konoha era uno de ellos, como provenía de una familia B/B, había muchas cosas de las dinámicas A/O que desconocía, y estaba lleno de preguntas.

Con Kai no teníamos respuestas a la mayoría de aquellas preguntas. Y cuando sí, con Kai intercambiábamos miradas, preguntándonos cómo explicárselo, pues nosotros, como Omegas, no deberíamos hablar de tales temas precisamente con un Alfa.

Algo que me gustaba mucho de Kai era como, pese a encarnar los modales del Omega que tanto nos inculcaban en clases de Reglas del Decoro, con aquella misma delicadeza y educación, era capaz de responder a las preguntas de Konoha como si no estuviese rompiendo ninguna norma.

Kai solo hablaba lo justo con los Alfas, jamás hacía contacto visual con ellos. Con sutileza, desviaba la mirada para enseñar ese perfil que se estilizaba sesión a sesión, dejando visible la línea que trazaba su cuello vulnerable que, cada tanto, recibía el peso de sus propios dedos.

Nunca miraba a su compañero Alfa de actividades, el Alfa más pequeño del taller, a quien llamaban Komiyan. Cuando Komiyan estaba distraído, Kai intercambiaba miradas conmigo, rodaba los ojos, y ambos reíamos bajito. Hacía lo mismo cada vez que el enfermero Beta nos hablaba con su usual condecendencia. Kai era hábil con el lenguaje corporal, y sus cejas eran su rasgo más expresivo.

A mí solían emparejarme con Konoha para las actividades. Cuando finalizaba el taller, nos reuníamos en la parada del autobús, y luego en el autobús, y sin ningún pudor, daba rienda suelta a sus preguntas.

Una parte de mí quería decirle que no estaba bien que un Alfa ventilara sus asuntos personales frente a un Omega, porque eso nos ponía a los Omegas en un compromiso. Pero, otra parte, aquella excitada por la aventura, quería saber lo máximo posible de ese mundo al cual debíamos procurar la mayor ignorancia.

Al revés de Kai o de mí, que nos íbamos haciendo más delgados. Konoha cada sesión estaba más musculoso. Me di cuenta que su olor se iba haciendo también más intenso, y que su capacidad para diferenciar aromas se iba afinando.

La quinta semana, a unos diez minutos de haber ingerido el gel, mientras aguardábamos en la habitación de paredes naranjas, un penetrante aroma inundó la habitación. Una muchachita Omega, larga y pálida, comenzó a sudar a chorros. Kai se apresuró a llamar al enfermero. Se escucharon murmullos desde la habitación de al lado. El enfermero regresó con una silla de ruedas y una bata. Rápidamente, y con la ayuda de dos técnicos, desvistieron a la muchachita, la ataviaron con la bata, y se la llevaron. El enfermero regresó a buscar las ropas de la muchacha. Las tomó con guantes de vinilo, pero en lugar de guardar las prendas, las lanzó a la sala donde aguardaban los Alfas. Los ruidos de la habitación contigua se hicieron más intensos.

Luego nos lo explicó Konoha, en lo que esperábamos el autobús.

—Fue tan extraño… No sé explicarlo, era como si el aroma tuviera voz, y nos llamase. No dejaba de ser un susurro incomprensible, pero me sorprendí poniendo la oreja, no la nariz, en las prendas de esa Omega. No entendí qué decía, nadie lo entendía. Komiyan abría y cerraba la boca, decía que sentía la quijada acalambrada. A mí también me dolió un poco la mandíbula. Nos revisaron los dientes a todos. Luego el enfermero nos explicó que era una reacción perfectamente normal, aunque se hubiese sentido más aliviado que a alguno de nosotros nos hubiese salido colmillos, o que hubiésemos ehh… escuchado el olor de esa Omega. No sé si lo estoy explicando bien. En fin… ¿ustedes lo entiendes?

Kai, que miraba hacia su hombro, le dijo:

—Es normal que no entendieras ese aroma.

—¿Por qué lo dices?

—Porque esa voz —dijo haciendo énfasis en la palabra— no iba destinada a ti.

—El enfermero dijo que cuando llegara nuestro celo seríamos capaces de oír esos aromas con claridad. El destino no tiene nada que ver.

Kai sonrió, sin mirar a Konoha. Nuestro autobús llego. Kai se arrimó junto a la ventana, sin despegar los ojos del paisaje. Yo me senté a su lado. Konoha, en el asiento delante a nosotros, trataba de generar discusión.

—Me he dado cuenta que nunca me has mirado cuando me hablas.

—No estoy destinado a hacerlo —respondió Kai sin alterar ni el tono de voz ni la sonrisa.

—¿Acaso te he ofendido…?

—Si lo has hecho o no, es irrelevante. Tú dices lo que tienes que decir, y yo respondo lo que tengo que responder.

—Es que no entiendo eso del «destino» y la «mordida» todavía —continuó Konoha, sacando de su mochila un libro de texto—. Todos tenemos caninos, ¿cierto? Pero a nosotros nos revisaron los dientes y, aunque yo sé que tengo mis caninos, porque los veo, el enfermero nos dijo que todavía ninguno de nosotros habíamos desarrollado nuestros colmillos, y eso, no sé por qué, me dio terror. Porque un canino y un colmillo no es lo mismo, ¿cierto? ¿Qué significa todo ello? ¿Pueden salirme más dientes? ¿O que se me caerán los caninos que tengo y crecerán unos colmillos?

Con Kai nos miramos. Instintivamente, toqué mis caninos.

—Nunca le he visto colmillos a ningún Alfa.

—Pero tiene sentido que los Alfas tengan colmillos —insistió Konoha—. El otro día vimos en clase de biología este asunto de la mordida y no entendí mucho, pero las imágenes se me han quedado grabadas —hojeó su libro con rapidez. Dejó su dedo índice marcando cierta página—. ¿Ustedes han visto la mordida de sus progenitores Omegas?

Kai, que como yo había tratado de husmear en el libro de Konoha, regresó nuevamente la vista a la ventana.

—Provengo de una familia B/O —le recordó a Konoha, sin explayarse más.

Sentí la mirada de Konoha sobre mí. Cité las clases de Reglas del Decoro.

—Los Omegas no van enseñando sus mordidas, se trata de algo muy personal.

—Pero vives con uno. La habrás visto sin querer cuando tu papá se desviste, o en la alberca, o no sé… habrás visto su cicatriz, ¿cierto?

La verdad era que no le conocía cicatrices a mi papá Omega, salvo la cirugía de la rodilla, hace tantos años. Sin embargo, en la escuela nunca nos dijeron que la mordida generase una cicatriz, y por lo que alguna vez me contó mi papá Omega, estaba seguro que solo se trataba de un pinchazo, si bien doloroso, un pinchazo y ya está.

—Creo que no te entiendo —le dije—, no se trata de una mordida como la de un depredador, para alimentarse. Es otra clase de mordida, para sellar un vínculo.

—Sí, es que eso justamente, lo del «destino», es lo que menos tiene sentido cuando ves las imágenes que he visto.

—¿Qué imágenes?

Pensé que se haría de rogar, o que dudaría, pero Konoha nos abrió el libro en la página que tenía marcada, como esperando aquella pregunta. Kai se acercó a mí.

Rezaba el pie de foto: «cronología de una mordida mal cicatrizada a los cinco días, quince días, un mes, tres meses y seis meses de producida».

No sabía qué zona del cuerpo sería, pero a ese Omega le habían arrancado un gran trozo de carne. Se notaban los ligamentos expuestos y agujeros en el músculo que solo podía relacionar a la palabra «colmillos». El músculo desgarrado había adquirido una tonalidad verdosa en las primeras fotos, que poco a poco, conforme pasaban los meses, se iba recubriendo de piel, sin llegar a regenerarse el músculo perdido, y perdurando los agujeros.

—Sé que no todas las mordidas son así —continuó Konoha—, nos explicaron que este es un caso extremo, pero no dejo de preguntarme, ¿qué es un caso «no extremo»? ¿Dónde está el límite? Realmente, no dejo de pensar en ello. Yo no quiero tener que comerme la piel de nadie. No sé por qué alguien querría hacer tal cosa.

Kai no se dio cuenta que se perdió su parada. Sus ojos recorrían ávidos las explicaciones del libro.

La mal ejecución de la mordida puede, en casos extremos, generar la pérdida irreversible del tejido muscular. Eso sucede cuando a la sobreexitación del celo se acompaña a la mordida con movimientos erráticos de la cabeza, que puede conllevar a un desprendimiento de la carne.

—Una amiga mía mordió a un Omega —confesó Konoha—, en primaria… ya habíamos recibido los resultados de nuestra TICS, ella sabía que era Alfa, pero no le había llegado el celo. Faltaba solo una semana para graduarnos, y de pronto, perdió la cabeza.

—¿Lo viste?

—No, yo tenía clases en otro salón, pero se enteró toda la escuela.

Kai se tocó el cuello.

—¿Fue Yaku-kun?

—Ah, es mi parada —dijo Konoha de pronto, echándose la mochila al hombro.

Kai soltó el libro.

—Maldición, pasé de largo.

Ambos se despidieron de mí a las apuradas. Por la ventanilla vi a Kai caer de rodillas al suelo y abrazarse el cuerpo. Al torpe de Konoha intentando levantar a Kai, sin entender el motivo de sus lágrimas.

Konoha se hubo ido tan rápido, que no se percató que se dejó el libro en el autobús. Rápidamente lo guardé en mi bandolera.

Cuando Konoha me llamó para preguntarme si acaso yo me había quedado con su libro de clases, lo negué todo. Al llegar a casa, escondí el libro en mi caja de recuerdos, junto a la cazadora de mi papá Alfa.

Papá Omega llegó a casa muy tarde aquel día. Al asomarse por mi habitación, saqué la cabeza de las sábanas. Me preguntó qué tal el día. Me quedé callado un momento.

—¿Qué sucede?

—Papá… ¿a ti donde te mordió mi Papá Alfa?

Papá Omega cerró la puerta tras de sí y se arrodilló junto a mi cama.

—¿De qué hablas?

—Te mordió, ¿cierto?

—Pues claro.

—¿Te dolió?

—Un poco, lo normal.

—¿Sentiste los colmillos? ¿Mi papá Alfa también tenía colmillos, o a él no le sucedió eso?

—¿A qué vienen todas estas preguntas?

—No es nada. Solo… Papá Alfa era tu persona destinada, ¿cierto? Por eso dejaste que te mordiera. Te mordió porque lo dejaste morderte, no porque te haya atacado y tratado de comerte la piel, fue algo de tu consentimiento.

—Con tu padre, todas las decisiones que tomamos fue de mutuo acuerdo. Eso es, finalmente, lo que significa estar destinado a alguien.

Papá Omega me dejó un beso en la frente. En ningún momento lo vi tocarse la rodilla o alguna parte de su cuerpo.

. . . .

No sé por qué decidí quedarme con el libro de Konoha. Me sentía tan culpable, que ni siquiera me atreví a hojearlo.

Konoha se llevó una buena reprimenda por perder su libro. Nos lo dijo al finalizar la siguiente sesión en que nos vimos, nuevamente bajo la parada de autobuses.

—No tenía idea que los libros no se pueden compartir —se excusó—, he tenido que escribir un montón de ensayos, y tuve que pagar por uno completamente nuevo.

Kai me miraba con suspicacia.

—Es cierto, no debiste mostrarnos aquello, Konoha-san. Por poco involucraste a todos en graves problemas.

—Ya dije que lo sentía, Kai-kun.

Hice detener el autobús. Antes que el chofer cerrara las puertas, Kai se escapó y no abordó el autobús. Lo quedamos mirando hasta que lo perdimos de vista.

—Qué le sucede —reclamó Konoha, sentándose, como siempre, en el asiento delante de mí—, es porque me odia, ¿cierto?

—Dudo mucho que lo haga.

—Por más que trato de integrarlo en las conversaciones, pareciera… —se rascó la nuca, incómodo—, lo he visto hablar contigo. Ustedes siempre se reúnen en la plaza cercana antes que inicie el taller, y es una persona completamente distinta.

«Completamente distinta» a mí me parecía una exageración, aunque era cierto que, con los Alfas, Kai se medía.

—Es porque vives rodeados de Betas, por eso… espera, ¿nos espías?

—No fue a propósito, solo los vi una vez, y me dio curiosidad porque Kai… porque, en fin, no sé, Kai es distinto conmigo y no me gusta.

—No lo entiendes —traté de defender a Kai—, es… nosotros no se supone que… la verdad que ni siquiera deberíamos hablar de esto…

—Por favor.

—Ustedes, los Alfas, han sido llamados a dirigir a La Nación. Nosotros los Omegas no podemos distraerlos con nuestros asuntos. Cualquier distracción que sufran los Alfas, muy seguramente se debe a que tienen un Omega entre ceja y ceja.

—¿Hablas en serio? ¿De verdad te crees esas cosas que me dices?

Me encogí de hombros.

—Tú y Kai no me distraen.

—Te dejaste olvidado tu libro, eso fue una distracción claramente ocasionada por no uno, sino dos Omegas.

—Pero no fue culpa de ustedes, yo fui quien me distrajo.

—Mira, Konoha… se aprecia el gesto. Pero la verdad es que, todas las distracciones que puedan sufrir los Alfas, siempre es por culpa de un Omega, y ya está, no tiene caso seguir darle vueltas. Kai es un buen tipo. Él se comporta como debe comportarse una persona de nuestra raza. Sabe que se ha convertido en una distracción para ti, y por eso ha decidido no abordar el autobús.

—¿Y tú, Kuroo?

—Yo… —volví a encogerme de hombros—. Pues, estoy como tú: lo intento.

Dudé un momento.

Había sacado copias del libro de Reglas del Decoro precisamente para entregárselas a Konoha. Sentía que, solo así, podría balancear la culpa de haberme quedado con su libro de biología. Le entregué un sobre sellado y le pedí que no se lo enseñara a nadie, que las rompiera cuando las leyera.

Cuando tomó el sobre entre sus manos, nuestros dedos, al tocarse, sacaron chispas. Ambos nos ruborizamos.

Cada vez asistíamos menos estudiantes al taller. Eso significaba que varios ya habían manifestado su primer celo. A la séptima semana me sentía delgadísimo y sin fuerzas. Esperé en el parque la llegada de Kai. Después de diez minutos, recibí un mensaje de él, explicándome que no alcazaba a llegar, y que nos viéramos en el centro.

Lo vi aparecer junto a Konoha. Kai lucía pálido y cansado. Caminaba arrastrando los pies, sin despegar la mirada de la punta de sus zapatos. Konoha, por otra parte, se veía espléndido, con su cabello rubio radiante y su sonrisa de diamantes, en cuya solapa brillaba el broche de los Alfas.

—¡Kuroo-kun! —Konoha me saludó desde la distancia, corriendo a mi encuentro.

Al llegar a mi lado, Kai me tomó del brazo y me llevó rápido hasta la sala de los Omegas, donde nos hicieron beber aquel gel sabor naranja.

—¿Le dijiste a Konoha-san algo sobre mí?

—O sea… no de ti exactamente, pero para el caso, te he defendido, ¿por qué estás molesto? ¿Cómo es que has llegado junto a él?

—Konoha-san se ha presentado en mi escuela para hablar conmigo. Todos mis compañeros Omegas estaban mirando. Ha sido tan incómodo, Kuroo. Ya es la segunda vez que sucede. Ese chico…

—¿«La segunda vez», dices?

Suspiró, como resignado. Kai estaba muy pálido.

—¿Te sientes bien?

—Odio este taller —murmuró tan bajo que casi tuve que leerle los labios—. No tengo energías para nada. Solo quiero que esto acabe pronto.

Parecía afiebrado, pero Kai insistió que se encontraba bien. Transcurrido los treinta minutos, nos hicieron pasar a la habitación de los Alfas. En esa ocasión los enfermeros indicaron a los Omegas quitarnos las ropas y recostarnos de espaldas en el suelo.

Mientras nos desnudábamos, miré de reojo a Kai. Estaba muy delgado. Había perdido mucha masa muscular, especialmente en brazos y piernas.

Siguiendo las instrucciones de los enfermeros, los Alfas se sentaron sobre nosotros, frotando sus sexos contra los nuestros, pasando sus lenguas por nuestro torso describiendo una línea recta hasta nuestro cuello y apoyando la nariz sobre la nuestra, hundiendo sus uñas en nuestros brazos, dominándonos.

Cerré los ojos, a merced de las sensaciones. Konoha olía tan bien. Su lengua tibia hacía cosquillas en mi vientre. Sentí el pene hinchado de Konoha apretar como una roca mis genitales que empezaban a tomar temperatura. Sentí sus garras clavarse con más intensidad en mis brazos macilentos, faltos de carne. Su aliento rozando mis labios. Su boca caliente que ocultaba aquellos dientes que podrían morderme. Un gemido se me escapó sutilmente. Gotas de sudor de Konoha caían sobre mis labios. Abrí los ojos.

Konoha repetía como en automático los movimientos, su mente no estaba conmigo. Su mirada se iba hacia Kai, y mientras más miraba a Kai, más intensos eran sus movimientos, más se endurecía, y su sudor chorreaba, empapándome el cuerpo.

Intuí lo que sucedería una centésima de segundo antes de que todo explotara. Kai, que hasta entonces había mantenido los ojos fuertemente cerrados, los abrió tan solo un momento. Coincidencia o no, su mirada chocó con la de Konoha. Sentí que alguien me apartaba con ferocidad. Dos enfermeros corrieron a taclear a Konoha. Los Alfas de la habitación se pusieron en guardia, llenando la habitación de gritos. Una tropa de enfermeros Betas llegaron a desalojar la habitación de los Alfas. Konoha se retorcía y maldecía en el suelo. Largos colmillos asomaron en su mandíbula. Llegó más personal médico a ayudar a contener a Konoha. Alguien preparaba una inyección. A pocos metros, Kai se hacía un ovillo en el suelo, completamente mojado. Me acerqué a él, su piel hervía. Traté de secarlo con prendas que encontré en la habitación. Los gritos de Konoha me perforaban el oído.

Lograron inyectar a Konoha. Un técnico llegó con una toalla y una bata. Con mi ayuda, secamos a Kai, lo arropamos con la bata, y lo subimos a la silla de ruedas.

—Regresa a la habitación de los Omegas —me ordenó el técnico, y luego volviéndose al resto—, todos los Omegas abríguense y salgan de esta sala. Ha terminado la sesión por hoy.

Konoha seguía retorciéndose, con menos intensidad. De su boca abierta ya no salían gritos. Sus colmillos afilados brillaban como diamantes, al igual que su sonrisa.