.

KuroVerso

Alerta: AU!Omegaverse distópico

Disclaimer: personajes no son míos


Anteriormente: A veces Daishou decía que mi Papá Omega necesitaba corregirse, y a mí me bajaba la presión siquiera que lo insinuara. Ya había perdido un padre. No quería perder al único que me quedaba —Capítulo II


VIII. Abominación

«Los Omegas no van enseñando su mordida, se trata de algo muy personal».

Traía la frase entre ceja y ceja.

Konoha hubo dicho, días atrás y alejado de todo rasgo de celo, que él no tenía intenciones de morder a nadie; y aun así, trató de comerse a Kai frente a todos los participantes del taller.

Saqué de su escondite el libro de biología de Konoha. Dudé unos momentos. Papá Omega no estaba en casa y la abuela cocinaba en el piso de abajo. Por las dudas, aseguré la puerta de mi dormitorio antes de ojear las páginas.

A primera vista parecía una enciclopedia increíblemente compleja a la que le hacía falta traducción, con dibujos y diagramas a colores pasteles que volvían aún más complejo el texto, muy distinto a la infografía básica a la que me tenían acostumbrado mis propios libros de texto, de pocas palabras y repleto de caricaturas. A decir verdad, era la primera vez que veía un libro para estudiantes con aquellas características.

Tras recorrer rápidamente el índice, me dirigí a la parte de la mordida.

En mis libros de texto de biología no aparecía nada al respecto y nunca se me ocurrió que algo como la mordida pudiese ser ámbito de la biología. Tampoco estaba muy seguro qué querría decir eso de «biología». En la escuela habíamos abordado la mordida en la clase de Autocuidado y Salud, y también en Reglas del Decoro. Biología estaba reservada a los animales y las plantas.

En clases de Autocuidado y Salud nos hicieron memorizar la siguiente frase:

«El destino biológico se sella y se consagra en el momento en que Alfa y Omega se unen a través de la mordida».

Nos hacían memorizar muchas frases de ese estilo. El destino biológico del Omega era producir hijos. Para tener hijos, el Omega enlaza su alma a su Alfa destinado. El Alfa, al morder a su Omega destinado, promete cuidarlo y protegerlo; y el Omega, al dejarse morder, obtiene del Alfa parte de su poder. La mordida vivificaba al Omega, le otorgaba fuerza a su frágil cuerpo, el exceso de fuerza que el Alfa, en su infinita benevolencia, generaba para ambos. Se forjaba así un vínculo inviolable que conectaba las vidas de ambos en un lanzo indivisible que llenaba y daba sentido a las vidas de la pareja unida.

Y eso era más o menos lo que uno veía en novelas y películas. Después de grandes hazañas en los que el Alfa demostraba su coraje al salvar a su Omega destinado, el Omega ofrecía en recompensa su cuello prístino a aquel Alfa valeroso, y ambos vivían felices para siempre.

Por otro lado, en clases de Regla del Decoro nos previeron de comentar en demasía el tema, puesto que la mordida del Omega era el resultado de un acto muy íntimo.

—¿Por qué? —recuerdo que pregunté, cuando todavía era imprudente en clases y dejaba ir mis dudas.

—Porque —empezó el maestro—, la mordida no es solo del ámbito del Omega, sino del Alfa, ¿y qué hemos aprendido acerca del ámbito de los Alfa?

—«Un Omega debe procurar máxima ignorancia ante los Alfas y en cuanto al mundo de los Alfas» —recité.

Mi Papá Omega dijo que la mordida apenas dolía, pero yo acababa de presenciar cómo un Alfa casi se come a uno de mis mejores amigos, y sentía que me merecía alguna clase de respuesta.

Tenía el libro de Konoha entre mis piernas; me temblaban las manos.

La abuela llamó a mi puerta. Con el corazón en la boca, escondí el libro bajo mi cama y corrí a quitar el seguro. Resultaba que solo necesitaba ayuda para bajar unos jarrones de la despensa. Una parte de mí se sintió aliviado al encontrar una excusa para no dar rienda a mi curiosidad. A mantener la vía del Omega.

. . .

Al cierre del taller de estimulación, solo dos de los veinte inscritos no llegamos a manifestar nuestro celo. El enfermero Beta nos alentó a Komiyan y a mí a no desanimarnos.

—Es completamente normal. Hay cuerpos que tardan más que otros en readecuar su metabolismo, pero se nota que están a punto. El próximo taller dará inicio el próximo mes, si en ese lapso aún no se les ha desencadenado el celo, los invito a que volvamos a vernos, ¿qué me dicen?

Estaba tentado a preguntarle a Komiyan por Konoha, si acaso había tenido noticias de él. Luego recordé que lo mejor sería no hacerlo.

Decidí volver a intentarlo y así me inscribí en el siguiente taller. Komiyan también estaba allí. Éramos los mayores allí inscritos.

Fue muy extraño para mí encontrarme ese primer día con Omegas grandes y fornidos, y Alfas flacuchos y desnutridos. Uno de aquellos Omegas fornidos, un joven peinado con un mohicano y brazos fuertes, se acercó a mí antes que iniciara el taller y me preguntó si acaso tenía idea de qué iba todo aquello.

Me embargó la nostalgia al recordar ese primer día de mi taller, cuando conocí a Kai y a Konoha.

—¿Cómo te llamas? —le pregunté de vuelta.

—Soy Yamamoto Taketora.

—¿Practicas algún deporte, Yamamoto?

—Pues practico varios —soltó con cierto aire de suficiencia; ahogué la risa.

—Prepárate, que lo que viene no va a gustarte nada.

Los meses fueron pasando, uno tras otros, junto a las sesiones del taller. A Komiyan le llegó su celo. A Taketora, en huesos, también le llegó. El mío en cambio continuó dormido en lo profundo de mi ser cuando el nuevo taller volvió a finalizar.

El enfermero Beta por fin pareció preocupado. Se rascaba la cabeza incapaz de encontrar alguna palabra esperanzadora.

—Dos talleres sin resultados, eso es algo que no había visto… ¿Has seguido el tratamiento al pie de la letra, cierto? ¿No te has desviado del plan nutricional ni has practicado deportes?

Era cosa de mirarme para saber la respuesta, pero no tenía energías ni para ponerme sarcástico.

—No te desanimes todavía —dijo él con una sonrisa tensa—. Esto puede ser solo estrés. Sí, debe ser eso. Tienes que relajarte y tomártelo con calma. Mientras más te preocupes por tu celo, más se retrasará. Tienes que relajarte.

—Es época de exámenes finales —le recordé.

—Pues, si es necesario, te eximiremos de los exámenes. Después de todo, eres un Omega, no es como si importen demasiado tus calificaciones.

Me prescribió calmantes que me serían suministrados en la escuela. Agradecí que me eximieran de los exámenes. Cada vez se me hacía más difícil prestar atención a las clases y quería dormir todo el tiempo. No sabía si se debía a los calmantes, a mi prolongada dieta, o si acaso sería finalmente un signo innegable de que al fin me estaba convirtiendo en Omega.

Cuando acabó el curso escolar, debía ir al Centro de Planificación Familiar para buscar mi dosis de calmantes. A veces le pedía a Kenma que me acompañase. Luego de buscar mi medicina, en recompensa íbamos juntos a comer helados.

Papá Omega estaba preocupado también, no por el retraso de mi celo, sino por mi salud.

Insistía:

—A tu Papá Alfa le llegó el celo a los 16 y no tuvo ningún problema. Estoy seguro de que se trata de un rasgo de familia. Necesitas alimentarte bien, Tetsturou, llevas esta dieta ya mucho tiempo.

Entonces, un buen día, mi abuela por fin explotó:

—¡Esa abominación de Alfa no estaba bien de salud, Kei!

Papá Omega y yo nos volvimos hacia la abuela. Mi Papá Omega me miró con cautela antes de dirigirse a su madre.

—¿Disculpa?

—¡No te hagas! ¡Deja de llenarle al niño la cabeza con tus fantasías! Tú bien sabes que esto que le sucede a Tetsu-kun es tanto culpa tuya como de su Padre Alfa —dijo la abuela haciendo comillas.

La atmósfera se congeló.

—Retira lo que has dicho —amenazó Papá Omega, con la voz temblorosa de la rabia—. No te consiento que hables así de la memoria de mi marido y del padre de mi hijo.

La abuela no se dejó amedrentar.

—Todo esto ha sucedido porque ustedes dos hicieron las cosas del modo más horrible y antinatura. Tu padre no sé por qué consintió en esta aberración, y ahora tu pobre hijo sufre las consecuencias.

Se largó a llorar.

—Tetsu, sube a tu habitación.

Corrí asustado escaleras arriba.

Jamás había oído a mi Papá Omega hablar con tal autoridad y frío en la voz. Los efectos calmantes de la medicación se evaporaron de mi torrente sanguíneo. El sollozo de mi abuela hizo eco en las paredes desiertas de casa. Esperé acostado en mi cama a que Papá Omega apareciera por mi habitación, a darme el beso de buenas noches, y explicarme qué acababa de suceder. No apareció. Al día siguiente lo encontré durmiendo en el sofá con la misma ropa del día anterior. De su mano colgaba el retrato de mi Papá Alfa que colocábamos en el altar familiar. Haciendo el menor ruido posible, tomé el retrato y lo devolví a su sitio.

Papá Alfa era muy apuesto. Tenía un perfil libre de imperfecciones y un cabello muy bello. De pequeño siempre admiré aquella nariz respingona poblada de pequeñas pequitas, y su cabello saludable que se ondulaba en sus puntas. Sus ojos eran grandes, sus pestañas rizadas. Nunca me había cuestionado la belleza de mi Padre Alfa, pero en ese momento, al sostener el retrato entre mis manos, no creía recordar a ningún otro Alfa poseer aquella belleza que era más propia de los Omegas.

«No seas ridículo» negué con la cabeza, intentando ahuyentar aquellas ideas que plagaban mi mente «nunca se ha visto que dos hombres omegas puedan procrear, recuerda que tienes la vieja CIS y el broche de Alfa de tu Papá Alfa».

Tras tomar un desayuno frugal, aprovechando que estábamos de vacaciones, fui a visitar a Kenma. No tenía intenciones de quedarme en casa. Aunque ya apenas tenía fuerza para jugar vóleibol, llevé el balón conmigo, quizá para tener algo que abrazar cuando le contase a Kenma la reciente pelea acontecida en casa.

Nos sentamos bajo la sombra de un cerezo florecido, en el parque cercano a casa. Kenma escuchó en silencio, sin opinar, hasta que acabé mi relato. Entonces preguntó:

—¿Tu Papá Alfa estaba enfermo?

—No sé con qué intención dijo la abuela que papá alfa era una abominación…

—¿Tú recuerdas algo…? Quiero decir… sé que no te acuerdas mucho de tu Papá Alfa, pero ¿le encuentras algún sentido o lo asocias con algún evento de tu pasado?

—Bueno, no. Pero… tú has visto la foto de mi Papá Alfa en el altar familiar, ¿no te parece que…? No sé… es muy bonito, ¿cierto?

—No entiendo a qué vas.

—Agh, olvídalo.

—Nunca te lo he preguntado, Kuro… y si es muy personal, no me respondas, pero ¿de qué murió?

—Un accidente automovilístico —le dije—. Es irónico porque, verás, Papá Alfa era piloto de avión. Y entonces, de camino al hangar en su coche, tomó mal una curva y… pues eso.

—Oh… no sé qué decir.

—No tienes por qué decir nada. Como dijiste, no recuerdo mucho a mi Papá Alfa. No puedes extrañar a alguien a quien apenas recuerdas. De todas formas… si hubiese sido una abominación, creo que incluso yo lo recordaría.

—No pienses más en eso.

—Kenma tú… No, olvídalo.

—Dime.

—Kenma tú… ¿has visto la mordedura de tu Madre Omega? Sé que es una pregunta personal, pero… ¿la has visto?

Kenma pareció meditarlo.

—Ahora que lo mencionas… he visto que Mamá Omega cubre una zona de su hombro derecho con un parche que renueva periódicamente. No se lo he visto muchas veces porque tiende a usar prendas con mangas, pero cuando he visto su parche, y he preguntado, siempre me da distintas respuestas, y he sospechado que quizá fue allí.

—¿En el hombre? Oh…

—¿Tú has visto la mordida de tu papá Omega?

Por algún motivo me sentía avergonzado.

—Nunca le he visto alguna cicatriz irregular, salvo la de la rodilla. Se supone que fue una operación, pero quizá me ha mentido… ya he descubierto que me ha mentido antes.

—¿Lo operaron de la rodilla? ¿Cuándo?

—No sé, hace años, se supone que antes de la reforma. Papá Omega era seleccionado nacional de karate, hasta que se lesionó y aunque se operó, ya no pudo seguir practicando.

—Woah, ¿karate? ¿siendo Omega?

—Bueno, quizá también se lo haya inventado…

—Tu papá no es un mentiroso, Kuro. No desconfíes tanto de él.

—Sí, tienes razón —traté de consolarme—, si se lesionó fue porque su cuerpo no pudo con tanto esfuerzo.

Kenma me quedó mirando; no se atrevió a decir nada. Nos tiramos el balón de vóleibol unas pocas veces hasta que me pudo el cansancio, entonces, cada uno volvió a su casa.

No cenamos juntos aquella noche.

Las relaciones entre Papá Omega y la abuela seguían tensas. Si bien ninguno volvió a referirse del incidente de la noche anterior, solo se hablaban lo justo, y la frialdad parecía extenderse por los rincones de la casa.

Creí que Papá Omega me explicaría qué había sucedido. No fue así. Antes de irse a dormir, Papá se asomó a mi habitación a desearme las buenas noches y, algo apurado, antes de darme tiempo para preguntarle, había apagado la luz de mi habitación.

. . . .

Al iniciar mi tercer año de secundaria baja, con Kenma logramos reunir dos miembros más para nuestro club de vóleibol-costura. Ya no tenía ninguna clase de expectativa.

Era el único de tercer año a quien no le había llegado el celo, y era para sentirse un fenómeno de circo. Incluso había un chico de mi salón en estado de buena esperanza. Decía que lo había mordido el CEO de no sé qué empresa. Usaba el uniforme de maternidad, varios se reunían a tocarle la panza.

Me inscribí nuevamente en el taller de estimulación celar, a ver si la tercera era la vencida. El molesto enfermero Beta me recibió con mucho entusiasmo.

—La tercera es la vencida, ¿cierto Kuro-kun? —me saludó, y que opinásemos igual me sentó como una patada en el estómago.

Desfilaron ante mis ojos Omegas robustos y Alfas enclenques con cara de perdidos. Más precía yo un Alfa con el celo atrasado que un Omega, y aquella idea me angustió. Solo ayudó un poco a reconfortarme la idea de que esos muchachitos Omegas y Alfas no tenían idea de qué les esperaba.

El enfermero decidió continuar con la medicación de calmantes. Si había o no tensión en casa, no tenía idea. Si en la asociación de vóleibol éramos solo cuatro pelagatos, no podía importarme más. Olvidaba a menudo estudiar y las notas no me importaban demasiado.

A veces, desenfundaba el libro de biología de Konoha y pasaba sus hojas sin entender demasiado lo que decían. Estaba repleto de conceptos que escapaban de mi entendimiento, como «enzimas», «ácido desoxirribonucleico» y «catabolismo». Y las que me sonaban de algo, como «hormonas» o «proteínas», estaba claro que no lograba asimilar de todo su concepto.

Recordaba mi primer taller de estimulación celar. Todo parecía más simple aquellos días. Ahora, todo daba igual.

Para la mitad del taller ya quedábamos la mitad de miembros. Los ejercicios que antes me habían excitado, ahora los reproducía mecánicamente y sin emoción, un poco aburrido, esperando que la hora acabase para regresar a casa. Cierto día nos visitó un médico Alfa. El enfermero lo presentó con el nombre de Doctor Blanco. Lo recordaba. Él estuvo presente en la evaluación de mi TICS.

Mientras hacíamos los ejercicios de rutina, me daba cuenta que el enfermero le hablaba de mí al Doctor Blanco. Me apuntaba sin discreción y susurraba palabras a mi oído mientras el doctor Blanco escribía notas en una libreta.

Al acabar la sesión, el doctor Blanco me pidió seguirlo hasta su despacho. Me quedé rígido.

—¿Por qué quiere verme?

—No estás en problemas o algo parecido. Ven, sígueme.

Por algún motivo, aquel médico me ponía nervioso.

Su despacho resultó ser un box común y corriente, de paredes blancas, una camilla cubierta por una sábana también blanca, y una estantería repleta tanto de libros como de medicamentos. Me indicó una silla frente a su escritorio metálico. Abrió un expediente con mi nombre.

—Me he enterado de que este es tu tercer taller. El enfermero Azuma me ha explicado tu caso, y me pidió que te hiciera una inspección.

—¿Por qué? ¿Tengo algún problema?

—Eso es lo que queremos averiguar —dijo el doctor cruzándose de piernas—. Mira, los atrasos no son raros, pero normales tampoco. Azuma-san me ha dicho que eres muy prolijo en los ejercicios, y se nota que has seguido el tratamiento al pie de la letra, pero todavía no ha sucedido nada. Es para hacerse preguntas. No adelantaremos ninguna suposición antes de tiempo, solo nos haremos un montón de exámenes y volveremos a vernos la siguiente semana, ¿te parece?

Imprimió una orden médica que timbró y firmó y luego me extendió.

—Mañana ven en ayunas al centro y entrega esta orden en la recepción. Son para muestra de sangre, orina, fecas, saliva, ecografía, y resonancia. Nosotros avisaremos a tu escuela para justificar tu ausencia.

Asentí, evitando mirarlo a los ojos.

Al día siguiente llegué en ayunas al centro y me hicieron todos los exámenes habidos y por haber. Después de la primera muestra de sangre, orina, fecas y saliva, me citaron al día siguiente para repetir el mismo examen, en ayunas, pero tras haber consumido el asqueroso gel con sabor a naranja.

Le conté todo esto a Kenma con cierto aire distraído.

—¿Qué crees que sea lo que me sucede? Papá Omega dice que se trata de algo genético que me viene de Papá Alfa y que no tengo nada de qué preocuparme.

—Pues puede que sea así.

—Doctor Blanco también dice que no necesariamente un atraso es malo.

—Yo también lo creo.

—Pero la abuela dijo que mi Papá Alfa era una abominación. La abuela sabe algo más que ni ella ni Papá Omega son capaces de decirme, pero quizá el doctor Blanco sí lo haga.

—No pienses más en ello, Kuro.

Pero, ¿cómo podría no hacerlo?

Odiaba tomar calmantes. Estaba seguro que, de no tomarlos, me haría las preguntas correctas, pero la enfermera vigilaba que me tragara la medicina, y no era posible engañarla.

Así, llegó una nueva semana más en el taller de estimulación celar, en la que no me sucedió nada, y el doctor Blanco volvió a aparecer, para discutir conmigo los resultados de mis múltiples exámenes.

—Pues, las buenas noticias es que no presentas ninguna anomalía evidente —dijo el médico tocándose la barba—. No tienes quistes uterinos o tumores en tus glándulas endocrinas o reproductivas, no hay hemorragias evidentes, tu curva hormonal se corresponde con los Omegas pre-celares normales…

Me pidió quitarme los pantalones. Metió un dedo en mi ano para examinar mi próstata. Examinó mi reflejo escrotal, midió mis testículos, mi pene, y pasó la nariz por mis genitales.

—Pero el aroma… el aroma es extraño.

Me pidió vestirme. Revisó mi expediente médico.

—Ciertos parámetros de hormonas salieron levemente fuera de rango, nada preocupante, esperable para alguien de tu estatura… dice aquí que provienes de una familia A/O hombres ambos, ¿es así?

—Sí.

—¿Sabes si alguno de tus padres sufrió un retraso en su celo?

—Sí. A mi Papá Alfa le llegó su celo a los 16 años.

El médico Alfa volvió a tocar su barba.

—Diesiséis años… ¿Cómo es tu Papá Alfa?

—Pues… no podría decirle mucho, él murió cuando yo tenía ocho años.

—Oh, disculpa, ¿ocho años? Vaya… ¿Cómo es la relación de tu Papá Omega con tu nuevo Papá o Mamá Alfa?

—No sé a qué se refiere…

—¿Tu Papá Omega no volvió a casarse?

—No.

—¿Y cómo le hace para mantenerlos?

—Trabaja de secretario en un bufete de abogados.

El médico seguía tocándose la barba en actitud pensativa.

—A veces, las segundas nupcias en una familia A/O pueden producir ciertos desórdenes en los hijos, pero si ese no es tu caso…

Me atreví a preguntárselo:

—¿Una Alfa puede ser una abominación?

—¿Disculpa?

—Mi abuela… No, está bien… no sé qué digo…

—No, por favor, esto es importante. Qué fue lo que dijo tu abuela.

—Solo fue una vez. Ella dijo que mi Papá Alfa era una abominación.

Cometí el error de levantar la mirada, y en una cosa de segundos, nuestros ojos se cruzaron. Las pupilas del magnífico Alfa emitieron un brillo rojizo que erizó mis vellos. La chispa de quien acaba de hacerle clic a una idea.

—Abominación, abominación, abominación —repitió sin dejar de tocarse la barba, repasando los resultados de mis exámenes múltiples de veces—. Dime… de casualidad, solo de casualidad… ¿sabes dónde se encuentra la mordida de tu Papá Omega?

—Pues…

—Está mordido, ¿cierto? ¿Usa un parche en algún lugar extraño? ¿Has visto dos perforaciones en alguna parte de su piel? ¿Una cicatriz extraña?

—Sí —dije—, en la rodilla.

—¿En la rodilla? Es poco ortodoxo… ¿estás seguro de que se trata de una mordida?

—Estoy seguro —mentí—. ¿Qué sucede?

—¿Cómo se llaman tus padres?

—Akira y Keisuke.

—Kuroo Akira y Kuroo Keisuke —anotó en un formulario que sacó de sus cajones, sin dejar en ningún momento de tocarse su barba rubia.

—¿Qué sucede? —insistí.

—Me costó identificarlo, pero resulta que conozco este aroma tuyo —dijo—, el aroma que exudas es poco común y corresponde a personas con otros antecedentes familiares. A lo mejor me equivoque, en biología la excepción suele ser la norma, pero… me gustaría examinar a tu Papá Omega… ¿Akira?

—No, Keisuke.

—Así que Keisuke es el Omega —tachó unas casillas del formulario—, y Akira es el Alfa y ha muerto. Ambos hombres, ¿cierto? —Volvió a tachar más casillas—. Necesito que tu Papá Omega venga mañana a una revisión de rutina.

Imprimió una orden médica y me la entregó.

—No sé si pueda mañana —dije.

—¿Por qué? ¿Tiene un compromiso?

—Trabajo…

—Ah, es verdad que lo comentaste —y volvió a rellenar más casillas dentro del formulario—. ¿Por qué trabaja? ¿No calificaba para la pensión de viudez?

—No sé…

Los ojos del Doctor Blanco emitían un brillo extraño que me hizo tragar pesado.

—Es una orden médica emitida por el Centro de Planificación Familiar, no puede negarse. Extenderemos un justificante a su trabajo de ser necesario, pero es esencial que Kuroo Keisuke se presente mañana a primera hora para una revisión de rutina.

Sus labios se alargaron en una sutil sonrisa. Pude atisbar como unos delgados y puntiagudos colmillos bajaban por sus encías.

Apreté los bordes de la orden médica entre mis manos y salí corriendo del centro, temiendo haber hecho la mayor tontería de mi vida. Las lágrimas corrían por mi cara. No fui capaz siquiera de detener al autobús, y seguí corriendo hasta casi desfallecer. Arrastrándome, llegué a casa al mismo tiempo que Papá Omega estacionaba el carro en la cochera. Trastrabillé, me abalancé y lo abracé por las piernas, sin dejar de llorar en ningún instante.

—¿Qué sucede? ¿Hijo?

Le extendí la orden médica.

—¿Es para mí?

Asentí, sin dejar de hipar o de llorar en ningún momento.

Papá se largó a reír.

—¿Por qué estás tan llorón, Tetsu-kun? Es solo una inspección de rutina. Nos hacen mucha de estas inspecciones de rutina a los Omegas.

—¿Estás seguro?

—Sí, no te preocupes. Ve a lavarte la cara, anda, que te cuelgan los mocos.

Me duché con agua caliente. Acepté la cena abundante que sirvió Papá aquella noche, saboreando el caldo grasoso del pollo que hace tanto no degustaba.

Cuando ya me encontraba acostado, releyendo algunas historietas, Papá Omega se asomó a mi habitación y tomó asiento al borde de la cama. Me preguntó qué había sucedido. No comprendía a qué se había debido mi miedo, pero le expliqué todo lo que hubo sucedido. Papá Omega se quedó un momento pensativo.

—No debes pensar demasiado en lo que dijo tu abuela, solo estaba enfadada.

—¿Por qué? ¿Mi abuela no quería a mi Papá Alfa?

—Por supuesto que sí, todos quería a tu Papá Alfa, es solo… digamos que tu Papá Alfa era un tanto peculiar. No le interesaban mucho las cosas de los Alfas.

—¿Por eso no te mordió?

Papá acomodó mis ropas de cama y me dejó un beso en la frente.

—Como padre solo espero lograr transmitirte una cosa, Tetsurou: pensar fuera de la caja no es un defecto. Es la mayor virtud con la que puedas ser bendecido.

Apagó la luz.

Al día siguiente, como debía ir al centro familiar a realizarse esos exámenes, salió temprano de casa y no le vi al desayuno, pero había dejado una nota para mí en la puerta de la nevera, decía:

«Si tienes algo de valor, o alguna posesión que no deberías tener, por precaución, confíaselo en custodia a algún amigo y deshazte de esta nota. Espero poder explicarte todo cuando nos veamos».

Mi corazón latió con fuerza en su pecho.

Corría hasta mi habitación y saqué debajo de la cama el libro de Konoha, la caja de recuerdos que guardaba en su interior la cazadora de mi Papá Alfa, y lo metí todo en una bolsa de basura que entregué a Kenma. No le di detalles, y él tampoco me preguntó nada.

El calmante que me hicieron tragar en el colegio no ayudó demasiado a apaciguar mis nervios, aunque evitó que me hiciera más preguntas. Muy seguramente estaba sacando las cosas de contexto. De repente, puede que la nota no tuviese nada que ver con la cita al médico de mi Papá Omega. A los Omegas les hacían evaluaciones médicas con frecuencia. No tenía nada de extraordinario.

Al llegar a casa, cintas del Servicio Nacional de Corrección de Género restringían el paso. Mi abuela, abrazada a sí misma, era interrogada por uno de los policías. Corrí hasta ella, otro policía me detuvo.

—¿Qué sucede? —pregunté.

—No es nada, es solo un procedimiento de rutina —dijo el policía—. Quédate aquí mientras los forenses inspeccionan la casa.

—¿Y mi Papá Omega?

—Lo estamos atendiendo, no te preocupes.

Gente uniformada entraba y salía de casa, cargando nuestras pertenencias.

Papá no regresó aquella noche, ni la siguiente.

Días después, apareció en las noticias la gran redada que había llevado a cabo el Servicio Nacional de Corrección de Género. Decía que, gracias a información provista por el Centro de Planificación Familiar, el Servicio de Corrección había identificado con éxito a 17 Omegas, 2 Betas y 4 Alfas aptos para el Plan de Reeducación. No aparecieron nombres ni fotografías. En vano busqué alguna pista de mi padre allí. Con mi abuela nos abrazamos y lloramos en silencio.

A veces gente desaparecía para ser corregida.

A veces gente desaparecía para ser adscrita al Plan de Reeducación.

Eran palabras en el vocabulario de las cuales nadie sabía su significado, y tampoco nadie parecía querer saberlo.

Comprendí una cosa esa noche.

No volvería a permitir encontrarme en una situación de ignorancia.