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KuroVerso

Alerta: AU!Omegaverse distópico

Disclaimer: personajes no son míos


Recordatorio: Kuroo es un alumno de secundaria baja a quien no le ha llegado su celo aún, pero ya sabe que es Omega. Su papá Omega fue arrestada por motivos que a Kuroo no le son claros. Junto a Kenma y Kai, asisten a la final de prefectura del campeonato de vóleibol de secundaria. El equipo de Konoha se enfrenta al equipo de Yaku. Aunque gana el equipo de A/B de Konoha, la participación de Yaku, el único Omega del campeonato, inspira a Kuroo, quien decide cambiar el curso de su vida.


X. Preparatoria Nekoma

La final regional de vóleibol terminó con la victoria de la escuela de integración A/B, llevándose además todos los premios individuales del MVP del campeonato, mejor armador, y para mi disgusto, también el de líbero.

Al acabar la premiación, con Kenma acompañamos a Kai hasta su casa, que quedaba a cinco calles del polideportivo. A los tres nos embargaba una desagradable decepción. La actuación de Yaku había sido fenomenal, pero parecía que nadie lo había notado. El jurado no podría premiar a un Omega por sobre un Alfa en un campeonato deportivo, aunque se tratase de un evento menor como lo era la liga escolar. Me frustaba ser incapaz de hacer algo al respecto.

—¿Qué harás tras la graduación? —pregunté a Kai, incapaz de contenerme—, ¿te inscribirás a una agencia matrimonial?

Kai se detuvo frente a un complejo de edificios. Sus manos gruesas se aferraban a las correas de su mochila.

—¿Por qué lo preguntas? ¿Tú lo harás?

—No. Yo también quiero lo que tiene Yaku-kun. Quiero la oportunidad de jugar vóleibol y ser miembro de un equipo que confíe en mí por ser yo mismo, pero no tengo el dinero para apuntarme a una escuela de integración. Sé que digo cosas arriesgasda, pero juguemos juntos, Kai. Kenma se nos unirá en segundo año y entonces ya seremos tres miembros. Si nos esforzamos, podremos conseguir al menos otros tres miembros más. Un Omega rodeado de Betas es una cosa, pero un equipo conformado exclusivamente de Omegas puede quizá marcar un procedente. Juntos demostremos que nosotros también podemos. Nosotros también podemos, Kai. ¿Qué me dices? ¿Cambiaremos al mundo?

Kai nos miró a Kenma y a mí de hito en hito. Una larga sonrisa se extendía por su rostro.

—De hecho, estaba pensando en matricularme en la preparatoria Nekoma. Sabía que tú estudiabas en la secundaria Nekoma, y mi familia tampoco puede afrontar pagar una escuela de integración.

Corrí a abrazar a Kai, y jalé a Kenma del brazo para que se uniera en nuestro abrazo grupal.

Solo se trataba de algo tan sencillo e insignificante como el vóleibol. Mi Papá Omega siempre me había dicho que los Omegas eran capaces de lograr lo que se proponían. Luego en la escuela, por un momento, estuve seguro de que mi papá fantaseaba. Yaku me demostró que mi papá no estaba equivocado. Estaba decidido. Un grupo de Omegas podría cambiar al mundo.

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Fue así como decidí continuar mis estudios. No había muchas preparatorias para Omega, y en toda la ciudad, solo existían cuatro. Esto se debía principalmente a que los Omegas éramos un grupo minoritario dentro de la sociedad, conformábamos un poco más del 10% de la población. De estos, la mayoría decidía no continuar estudiando una vez egresados de secundaria. La preparatoria Nekoma era la más grande de las cuatro preparatorias exclusivas para Omegas. En ella asistían típicamente los graduados de la secundaria Nekoma, pero también recibía a muchos alumnos provenientes de otras escuelas.

La asistente social me ayudó a rellenar los formularios de subvención. Aunque la preparatoria Nekoma era una escuela pública, la enseñanza no era gratuita como en secundaria, si bien el pago era considerablemente pequeño en comparación con otras escuelas privadas.

De mi Papá Omega tampoco teníamos noticia alguna y no sabía a quién consultar. Consideré seriamente preguntarle a la trabajadora social, pero luego recordé las consecuencias de mis consultas con el Doctor Blanco, y al final decidí que era mejor arrepentirse por inacción a que otras personas tuviesen que enfrentar las consecuencias de mi estupidez.

Lo cierto es que mi abuela iba de mal en peor. Apenas salía de su habitación para ir al baño. Muchas veces debía obligarla para quitarle la mugre adherida en la piel. Tampoco podía llegar y entrar a su habitación. Cuando le llevaba la comida, debía hacer sonar una campanilla, dejar la bandeja fuera de la puerta, y alejarme. Como si se tratase de un animalillo nervioso, la abuela giraba el pomo de su puerta con cuidado, asomaba la cabeza, y tras cerciorarse de que el pasillo estaba despejado, recogía la bandeja y desaparecía de vista.

Una vez logré atisbar en su habitación, precisamente durante una de las visitas de la asistente social. Había vaciado el ropero y construido una especie de fuerte alrededor de su cama con las prendas viejas de mi abuelo.

—Estas cosas raras de los Omegas… —comentó la asistente social, anotando con rapidez en un folio—. Cuando un Beta hace algo parecido, le llaman «mal de Diógenes», ¿te lo crees?, en cambio a los Omegas nadie les dice nada. ¿Tú también tienes un nido? Ah, no, es verdad que aún no te llega el celo. ¿Cómo vas con eso? ¿Has trabajado en que por fin te llegue?

—No es como que lo esté retrasando a propósito, ¿sabe?

—¿Te has hecho exámenes o algo?

—Pues sí. Me hicieron montones de exámenes.

Me mordí la lengua para no aventarle un «la razón de por la que estamos en esta situación es por todos los exámenes que me hicieron». El Doctor Blanco nunca me explicó la razón del retraso de mi celo, pero yo estaba seguro que sabía la respuesta. Igual que mi padre. Igual, seguramente, que mi abuela.

Los días siguientes, las palabras de la asistente social regresaban a mí.

No tenía idea de nidos. En clases de Autocuidado y Salud nos enseñaron que cada nido es distinto y particular, y que simplemente siguiéramos nuestro instinto. En Reglas del Decoro, como siempre, nos advirtieron que se trataba de un proceso íntimo, propio de cada Omega, y nos previnieron de ir comentándolo. Que la belleza de la nidificación estaba en descubrirla por propia cuenta. Yo no sabía cómo llevar aquellas palabras a algo concreto. A mi mente acudían las imágenes de nidos de aves, con huevos en su interior. Suponía que las rocas que Kenma recolectaba con tanto celo eran sustitutos de huevos, y que con las cajas habría construido un fuerte al interior de su habitación donde se pasaba horas empollando rocas. Si le hablaba de mis teorías, Kenma no solo lo negaría todo, sino estoy seguro de que no volvería a hablarme en la vida.

Pero la visión de mi abuela, postrada en su cama bajo una pila de abrigos de mi abuelo difícilmente se asemejaba a lo que yo definía como «nido».

En el libro de biología de Konoha solo lo mencionaron de pasada, quizá por no ser del ámbito de los Betas o de los Alfas. El libro usaba palabras como «refugio» para describirlo. Decía así:

La nidificación es una etapa que experimenta el Omega previo al calor, en el cual recolecta materiales y crea lo que se conoce como «nido», un refugio donde el Omega, que se encuentra en una etapa hormonal de máxima activad, se guarece para no provocar la atención de los Alfas a los que no está destinado. En casos de que el calor del Omega derive en un estado de buena esperanza, el Omega pasará su período de gestación en su nido, y en muchos casos, incluso después del parto de sus crías.

La nidificación también puede activarse cuando los Omegas atraviesan situaciones complicadas y de alto estrés para ellos. Como seres delicados y susceptibles que son, los Nidos representan, tanto física como simbólicamente, un sitio de confort y resguardo del mundo exterior, y el lugar donde llevan a cabo el destino biológico codificado en su ADN, que corresponde a la crianza de los hijos.

Yo solía ver a mi amigo Kenma nervioso contando rocas, pero aunque era una persona huraña, «delicado» y «susceptible» me parecían términos exageradosl. Si bien el libro de biología de Konoha hasta entonces no me había decepcionado, intuía que se podía decir mucho más de los nidos de los Omegas.

Me preguntaba cuál habría sido el nido de mi Papá Omega. Aunque trataba de hacer memoria, no lo recordaba juntando rocas, o rodeándose de los abrigos de mi Papá Alfa. Cuando sucedía algún problema en casa, Papá Omega solía ir a la heladería. Me preguntaba si una actividad, por ejemplo comer helados, catalogaba así mismo como un «proceso de nidificación». Lo dudaba. El nido de mi Papá Omega era otro más de los cuantos misterios que lo rodeaban.

Pero no iba a pensar en eso. Mis nuevos propósitos eran seguir mis estudios de preparatoria y participar en un club de vóleibol, uno de verdad, conformado exclusivamente de Omegas, y ganar el campeonato nacional de la liga escolar.

Así terminó un nuevo año escolar, accedí a la subvención, y comencé una nueva etapa de mi vida en la preparatoria Nekoma.

La primera tortura fue comprar mi uniforme. Como sospechaba, no tenían de mi talla, y los más grandes eran los uniformes de maternidad. Me tomaron medidas, y al acabar, Kenma me llevó a comer helados. La última vez que compré un uniforme, mi padre me hubo dejado dinero para que invitara a Kenma. Esta vez nos patrocinó la madre de Kenma. No pude evitar derramar unas pocas lágrimas sobre mi helado sabor curry.

—Cuéntame cómo te va en tu primer día de clases, ¿vale? —me pidió Kenma, ignorando mis lágrimas—. Pero no vayas de engreído por la vida, que te llenarás de enemigos.

—Convertiré a mis enemigos en mis aliados —gruñí, sorbiéndome los mocos.

Ese primer día de clase preparé desayuno para mí y mi abuela y, como era costumbre, pasé a casa de los Kozume a mendigar buenos deseos.

Me sentía afortunado.

Me decía: no importa si no existe el club de vóleibol, lo crearé yo.

Me decía: no me importa si acaso soy el único Omega a quien no le ha llegado el celo, no dejaré que me afecte.

Y me decía: espero que Kai no se haya arrepentido.

Por fortuna no lo hizo.

Tras el acto de apertura, fue Kai quien dio conmigo. No le costó divisarme entre medio del mar de Omegas menudos y bajitos.

Comparado con el resto de Omegas, Kai también podía considerarse alto y robusto, si bien no llegaba a mi altura. Otros Omegas nos señalaban al pasar, y buscaban con curiosidad signos que delatasen nuestra raza. En especial, sus ojitos temerosos se iban a nuestros cuellos, buscando el brillo de la escurridiza cadena que transportábamos los Omegas.

Con Kai localizamos a representantes del club de vóleibol repartiendo folletos y reclutando miembros. Recibimos unos de esos folletos. Practicaban de lunes a viernes y sábado por medio. Les faltaban justamente dos integrante para lograr los seis miembros necesarios para participar en campeonatos.

—¿No tienen líbero? —preguntó Kai. El representante del club lanzó una carcajada.

—Nos gustaría, claro, pero de momento se trata casi de un lujo poder ser un club. Si me consiguen un líbero, sería genial.

—¿Eso quiere decir que realmente aspiran a participar en campeonatos?

—Bueno… de momento aspiramos a poder participar en los campamentos de entrenamiento…

Dijo aquello último con cierta vergüenza en el tono de voz, como si hubiese dicho algo impropio en un Omega. Con Kai nos miramos extrañados, guardándonos nuestras opiniones. Considerando que con nosotros hacíamos seis, que el objetivo del club fuese alcanzar el mínimo de miembros para acceder a participar en campamentos de entrenamientos me pareció una meta razonable.

Pero no bastaba para mí. Yo lo que quería era ganar el campeonato nacional. Así se lo dije a Kai cuando, al finalizar la primera jornada, nos encaminamos juntos hasta el paradero de autobuses.

Al llegar a casa, encontré a mi abuela sentada en la mecedora del patio trasero, observando las ramas de los cerezos, con las yemas gordas, a punto de reventar. Sobre sus hombros llevaba una cazadora de mi abuelo. Me sorprendió verla fuera de casa. Su cabello gris que antaño ataba en un tirante rodete, ahora lucía mustio y desgreñado.

—Hace un día muy bello —me dijo—. ¿Cómo te fue en tu primer día?

—No estuvo mal —respondí con cierto recelo—. ¿Te encuentras bien?

—Cuando llegaba estas fechas con tu abuelo nos sentábamos aquí a contemplar los cerezos. Quería recordar esos días. Cuéntame, qué tal te ha ido.

Sin dejar mis temores, le conté que me reencontré con un viejo amigo. Las clases parecían ser iguales que en secundaria. Al día siguiente tocaría la inspección física, y la próxima semana iniciarían los talleres y clubes extraprogramáticos. No me atreví a precisarle de que me había vuelto a inscribir en un club deportivo.

Mi abuela se quedó callada, contemplando las ramas de los cerezos.

Al día siguiente viví la tortura de la inspección física. En ropa interior, desfilamos hasta el ala de enfermería y nos hicieron beber aquel gel naranja. Trasncurrido los treinta minutos que tardaba en metabolizarse el gel, nos hicieron pasar todos juntos al despacho de la enfermera, donde nos midieron y pesaron.

La enfermera pareció recelar al leer mi ficha. Como me había sucedido en otras ocasiones, me revisaron el reflejo escrotal y olieron mis genitales.

—Quince años y sin celo… bueno, en sí no es raro, pero… ¿de qué clase de familia provienes?

Siempre, la misma respuesta, acompañada de la misma pregunta.

—A/O, hombres ambos.

—Existen unos talleres que ofrece el Centro de Planif-

—He asistido a esos talleres —interrumpí a la enfermera—. Me hicieron muchos exámenes.

—¿Y qué te comentaron?

Me quedé callado un momento, meditando mi respuesta.

—Que en sí no era raro.

La enfermera asintió conforme.

Como no me había llegado el celo, fui al único que no le suministraron supresantes, y por tanto, el primero en dejar el ala de enfermería.

Un grupeto de alumnos de otro salón esperaba fuera. Sentí un chispazo recorrerme la espina. Un olor penetrante hizo picar mi nariz y erizarme los vellos de la nuca. Al final de la hilera de asiento, un muchachito flacucho jugaba con el vasito plástico que contenía residuos del gel naranja. Su nariz olfateó el aire, y casi al mismo tiempo mío, su cuello se alargó y sus ojos se giraron buscando algo que acababa de inquietarlo.

Unos enormes y brillantes ojos castaños de gran magnetismo que se ocultaban tras una cortina de pestañas largas y onduladas. Un rostro lozano surcado de finas pequitas, de mejillas sonrosadas y regordetas, pero mentón afilado, altanero, que con elegancia erguía para dar la sensación de que, pese a su disminuida altura, te miraba desde arriba y no hacia arriba.

Instintivamente erguí pecho. El muchachito apretó los dientes y arrugó la nariz, mirándome fíjamente, como atento a mi siguiente movimiento.

Mis compañeros de salón comenzaron a salir.

—Vamos Kuroo, no te quedes ahí parado.

La enfermera ordenó al siguiente grupo entrar en su despacho. El muchachito tardó en reaccionar. Sus compañeros se fueron mezclando con los míos, hasta que ambos quedamos solos en el pasillo.

—Hey, tú, te he dicho que entres —llamó la enfermera revisando la nómina—, Yaku Morisuke-kun, ven dentro.

Golpeó ambas mejillas con sus manos. Un brazo enérgico se extendió y me apuntó con su dedo.