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KuroVerso

Alerta: AU!Omegaverse distópico

Disclaimer: personajes no son míos


Recordatorio: Desde que se llevaran al papá de Kuroo a corregirlo, la abuela se ha sumido en una depresión y ya no sale de su habitación. La trabajadora social que sigue su caso cree que la mejor opción para Kuroo es ingresar a una agencia matrimonial, pero al no llegarle aún su primer celo, Kuroo se matricula en una escuela de Omegas junto a Kai y Yaku. Su objetivo es formar un club de vóleibol para participar en torneos. El objetivo de los senpai del club consiste en conseguir el mínimo de miembros para obtener una plaza en los campamentos de entrenamiento.


XII. Calor

Dicen que el primer calor es una experiencia mágica. Y horrible.

Lo mágico

Desperté aquella mañana con una extraña sensación de entusiasmo. Descorrí la ventana. La luz del día inundó mi habitación, haciendo brillar cada objeto de mis estanterías, de mi librero. Donde posaba mis dedos, sentía que los objetos adquirían movimiento. Las ilustraciones de mis mangas respiraban. El balón de vóleibol giraba sin girar. Los colores radiaban más. La luz era clara, casi prístina. Abrí la ventana de par en par y el viento entró helado y perfumado cargando partículas de luz, raudales de partículas de luz, aquella sorprendente luz que vivificaba a todo lo que tocaba. Y con la luz entraron los árboles de patio, las flores de las jardineras, los insectos escondidos bajo las malezas, el trino de las aves, el exquisito polen. La vida entraba, poderosa y soberana, la vida me contagiaba, me inundaba.

Bajé las escaleras bailando, saqué a mi abuela de la cama.

—¡Tetsuro! ¡Qué haces!

La tomé de ambas manos y comenzamos a bailar.

—¡No te vas a quedar acostada hoy! ¡No lo acepto! ¡Mira el hermoso día! ¡Pero mira que bella mañana hace hoy, abuelita!

Corrí las cortinas. Las partículas de luz invadieron la habitación con toda la fuerza de la naturaleza y pintaron la piel de mi abuela de una febril alegría.

—¿Le dije o no le dije que está hermoso?

—Ha amanecido bastante soleado, es verdad.

—Pero, ¿cierto que la luz está distinta? ¿Cierto que la luz se siente de una manera distinta? Mira, mira…

La tomé del brazo y la llevé hasta el patio trasero. Nos sentamos bajo el ciruelo, en la banca donde, tiempo atrás, mis abuelos pasaban largas horas sentados, sumidos en aquella contemplación pasiva que otorga la edad. El sol nos bañaba con su luz, nos cobijaba entre sus brazos. Con su calor, su energía, nos alimentaba para iniciar el nuevo día.

Corrí a mi habitación en busca de la polaroid. Regresé y le saqué fotos a mi abuelita junto al ciruelo, al kiri. Liberé sus cabellos del rodete. Unos gruesos tirabuzones rebotaron en sus hombros. Su cabello crecía blanco en la frente, oscuro en las puntas. Qué bello era el sol. Qué bello era el cabello de mi abuelita.

—Así, estás muy bonita. Mira a la cámara, por favor.

En mis manos la fotografía parecía que se animaba. Que el corazón de mi abuelita, marchito hasta el día anterior, se abría cual flor de rosa, esparciendo su aroma, dulce pero sin hostigar, ante todo alegre. Aquello que la gente llamaba la primavera de la vida volvía a mi abuelita.

Sí, «abuelita». Ella era mi querida abuelita.

Entré a la cocina y descorrí todas las cortinas. Las de la sala también. Admiré la impecable manera que tenía la luz de atravesar los cristales. Era necesario llenar la casa de luz. ¿Para qué la necesidad de tantas cortinas? Ordené los vasos de vidrio en el vano de la ventana. La luz incidía en ellos en distintos ángulos. Estaba ansioso. Quería ver cómo cambiaría la luz en los vasos, a lo largo del día. Mi abuela regresó a casa a preparar el desayuno. Yo sacaba la naranja, la dejaba entre los vasos, miraba. Cambiaba la naranja por una banana, sacaba una foto. Qué maravilloso era el jugo de naranja. Abuelita, pero déjame estos vasos aquí, sírveme el jugo en una copa.

—Tetsu, la escuela —me recordó mi abuelita—. Prometo que no te tocaré los vasos.

Todo me parecía digno de capturar en una polaroid. De camino a la escuela me crucé con un gato, lo fotografié. Me crucé con Kenma. Lo tomé de la mano y corrimos hasta el paradero de autobús.

—Quédate ahí. Ahí mismo.

Le saqué una fotografía. Trató de recuperarlas, forcejeamos.

—Estás de muy buen humor hoy —me comentó con fastidio.

—No se puede vivir amargado de por vida. Si lo pienso, mi vida como estudiante de preparatoria me está saliendo perfectamente. —Comencé a enumerar con los dedos—: Estoy en un club de vóleibol de verdad, Yaku es el idiota más grande que pueda existir, la luz es extraordinaria hoy, saqué a mi abuelita de su habitación y ni se quejó, el desayuno batió récords. ¡El jugo de naranja! Ay, no te traje, debí traerte un poco de ese delicioso jugo de naranja. Es todo cosa de la luz. La luz está realmente maravillosa, ¿no la sientes? Hoy es realmente, pero de verdad que sí, hoy es un magnífico día.

—Creo que es un poco cursi, pero… La verdad es que está bien bonito.

—Sí, ¿sabes? Hoy me iré corriendo. Hoy como que quiero correr. Es un día muy bonito como para encerrarse en un autobús cuando la luz está tan llena de vida aquí fuera.

—¿La luz con vida?

—¡Llenísima de vida!

Y salí corriendo.

Quizá, de tener las neuronas en orden, me habría dado cuenta de lo que me estaba ocurriendo. Pero no podía pensar. Necesitaba experimentar aquella explosión en todo mi cuerpo.

Kenma nunca me había comentado cómo fue su celo. Los celos de Yaku y Kai se desencadenaron gracias a aquel gel que nos suministraron en el Centro de Planificación Familiar. Ambos me parecieron afiebrados y complicados, y aquella era mi única referencia sobre el despertar del celo. Yo no me sentía afiebrado. Por mi sangre bullía la energía de la vida. Podía correr, podía saltar. Mientras trotaba el trayecto hasta la escuela, era capaz de percibir todos los aromas a mi alrededor. Las partículas de luz traían a mí los aromas del césped recién cortado, de la tierra húmeda, de las flores que se abrían No se me escapaba ningún aroma, ningún color. Aquella mariposa de alas de neón, aquel hombre que llevaba una barra de pan en la maleta, la jovencita que comía fresas a espaldas de su madre, y esa madre que llenaba un carro de compras con patatas, montones de patatas.

Se me hizo agua la boca. Podía oler las patatas, llenas de almidón, cubiertas de tierra.

—Mi vida ha valido la pena —pensé, emocionado.

Lo valía. Si era capaz de apreciar la belleza de una madre cargando su carro de patatas, sin dudas, no podía pedir nada más.

Y mi abuelita dijo que no tocaría los vasos. Los imaginaba en el vano, aquellos vasos que despertaban bajo la magia de la luz. Ay, debí dejarle a mi abuelita la polaroid, y pedirle que fotografiara cada tanto aquellos magníficos vasos.

—¡Yaku! ¡Eh! ¡Yakkun!

El idiota de Yaku acababa de aparecer entre La piña de estudiantes que llegaban al colegio. Vaya un idiota era ese Yaku. Nunca me había alegrado tanto el ver a ese idiota arrastrar sus pies rumbo a la escuela. Aunque ya llevaba buenos kilómetros corridos, las energías me sobraban, y emprendí carrera. Yaku intentó seguirme el paso, pero encontré un segundo aire y lo dejé bien atrás. Lo dejé mordiéndome el polvo.

Le había ganado en una carrera. Por fin, había dejado atrás a ese patético eslizón. Me estaba todo saliendo a pedir de boca.

—¡Qué lento estás!

—Uff, apestas.

—¡Ni siquiera sabes perder! ¡Será mejor que te des por vencido con esas patitas cortas! ¡Eslizón!

—En serio apestas.

—¡Eslizón!

—¿Qué hablas? Date un baño, asqueroso.

Le saqué una fotografía a su cara de mal perdedor y me reí agarrándome el estómago. ¡Qué ignorante! Mira que no conocer a los eslizones…

El entrenamiento de la mañana fue muy bien. Extraordinario. Me salía todo tan fácil, como si jugar vóleibol fuese una actividad orgánica en mí. Las eliminatorias regionales iniciarían la siguiente semana. «Pan comido», pensaba con entusiasmo. Era imposible que nos fuese mal. No con estos días. No si contaban conmigo.

Fui a por todos los balones. Saltaba y saltaba por el gimnasio como un resorte, sin agotarme. Yaku decía que apestaba, que me diera una ducha. Bah. Yo olía precioso. Todos, la verdad. Normalmente lograba oler un tufillo a feromonas en la escuela, pero esto era otra cosa. Eso no era un tufillo ralo. Eran olores individuales para cada uno de mis compañeros. No sabía exactamente explicar esas diferencias, pero existían. Ciertas sutilezas en la concentración, en el regusto… Picaba un poco la nariz, pero en buen modo. El viejo entrenador olía de una manera, y me recordaba un poco a mi abuelita. El capitán del equipo olía de otra manera, el segundo al mando era un poco más fuerte. Kai, al contrario, parecía diluido. Y Yaku, qué curioso, olía exactamente como olía, pero no me disgustaba tanto. Me gustaba. Cerraba los ojos, y era como si los siguiera viendo, a cada uno, solo por su aroma.

Terminó la práctica. Fuera del gimnasio, la luz estaba exquisita.

Por fortuna me sentaba junto a la ventana que daba al patio. ¿Qué teníamos en la primera hora? ¿Reglas del decoro? Una mariposa revoloteaba al otro lado del vidrio. No sabía que las mariposas podían volar tan alto. ¿Lo sentirían también? ¿Las partículas de luz atravesando sus alas? Qué bonitos colores. Qué delgadas son las alas de las mariposas.

—¡Kuroo-kun!

El profesor parecía exaltado. Al parecer me había estado llamando hace un rato.

—¿Qué?

—Que continúes con la lectura.

La chica junto a mí me indicó dónde habíamos quedado.

El profesor, Beta, no emitía ningún aroma. La chica a mi lado, Omega, sí lo hacía.

¡Qué fuerte era la luz del mediodía!

En la sala contigua, Yaku ocupaba el tercer puesto de la segunda fila, contando de derecha a izquierda. Kai estaba dos salas después de la de Yaku, se sentaba en la cuarta fila, en el sexto puesto. Simplemente lo sabía. Lo sabía porque lo olía.

Observé mis útiles escolares sobre el pupitre. Me daba la impresión que, cuando no los miraba, se movían. La mariposa había desaparecido. En la cafetería preparaban buñuelos con arroz, y sopa miso. Muy probablemente miso rojo. Al regresar la vista, mis lápices fingían que eran inanimados. Pero yo sabía, la luz me lo hubo revelado: todo se hallaba lleno de vida.

Lo horrible

La nariz estaba saturada de información. La campana para el almuerzo abrió las puertas del salón, y los aromas se movieron, se apiñaron, contaron chismes y juntaron mesas. Los aromas llenaron sus bandejas de comida, abrieron sus bentos y trajeron más aromas con ellos. Los aromas se perfumaron en el baño, se compartieron colonias y muestras de crema. Los aromas mordieron fruta fresca. Los aromas calentaron carne en el microondas, se prepararon sopas de sobre, café instantáneo algunos, té de bolsa otros.

Me preguntaba: ¿será la luz?

Me temblaban los brazos. La energía no podía contenerse en mi cuerpo.

—Oye, tranquilo, más lento.

Había acabado el almuerzo. Un profesor me pidió ir al pizarrón y resolver los pizarrones. El aroma de la tiza, el aroma de mi profesor beta, que no olía, pero usaba un desodorante con olor a verbena. Sus zapatos de cuero, minuciosamente lustrados. Resolví las ecuaciones zumbando y corrí hasta mi puesto.

No podía caminar, solo correr.

El exceso de luz empezaba a dolerme la cabeza.

—¿Te encuentras bien? —preguntó la chica que se sentaba a mi lado.

—Es solo una leve jaqueca.

—Creo que es porque almorzaste muy rápido. No deberías comer tan rápido porque luego tu cuerpo no asimila bien los nutrientes.

—¿De dónde sacaste eso? Te equivocas, no es así.

—Sí, sí. Nos lo dijeron en Autocuidado y Salud apenas unos días atrás.

No entendía de qué me hablaba. No quería seguir escuchándola. Levanté la mano. Pedí permiso para cerrar las cortinas.

Al tocar la campana de término de la jornada, corrí a los baños y vacié mi vientre. El aroma a orina, a papel sucio. ¿Esto me sucedía solo a mí? Seguí corriendo, frenando de golpe para tomar alguna foto, y luego volvía a correr.

Se me acabaron las instantáneas. Bueno, no pasa nada. Qué tristeza, pero no pasa nada. Yaku acababa de salir del baño. Kai hacía fila en una de las máquinas expendedoras dispuestas al final del pasillo. Compraba una isotónica para las prácticas.

Me dolía la cabeza pero me obligué a ir a las prácticas de vóleibol de la tarde. Esa mañana había quedado demostrado de que yo era la estrella del equipo. Que solo yo le aseguraría la victoria al grupito de Omegas. No quería que Yaku dijera algo como que había agotado mis energías de la mañana y que al final del día él era el más fuerte de los dos. Porque no era así. Había energía en mi cuerpo. Una cantidad exuberante de energía. Mi cuerpo completo temblaba de ansiedad. Solo me dolía la cabeza, pero si corría mucho, me olvidaría del dolor. O quizá fuese lo mejor para mí simplemente correr hasta drenarme. Sí, eso era. Debía correr y saltar y correr y saltar, hasta que no pudiera más. Correr y correr hasta quedarme sin aliento; saltar y saltar hasta jadear, hasta romper mis piernas.

Pero la luz. La intensidad de la luz.

El capitán me preguntó si acaso me encontraba bien. Señaló mi rostro enrojecido. Sí, sí, mejor que nunca, jefe. Me limpié el sudor de la frente con el brazo y ejecuté el mejor servicio de mi vida. Todos guardaron silencio un momento, mudos de la impresión. Kai corrió a felicitarme, y pronto se unieron los demás. La temperatura de mi cuerpo incrementaba, las energías incrementaban. La luz artificial de los plafones. La desagradable luz artificial de los plafones. El intenso calor…

Entonces lo comprendí. Esto era un calor. Y lo negué. No, no, no, no, pero cómo. Imposible. Estás un poco afiebrado nada más porque te la has pasado corriendo de un lado a otro. No entres en pánico.

Volví a limpiar el sudor con mi antebrazo. Apróntate Yaku, te estoy apuntando a ti. El segundo mejor servicio de mi vida en 3, 2, 1…

Yaku no fue capaz de recibirlo bien, y el balón salió despedido hacia las graderías. Su mirada se topó con la mía. No me encontré con el asombro que emitía el resto de mis compañeros, o con su habitual rencor, su mordaz petulancia. Pero percibía su intensidad. Yaku me vigilaba, con prudencia, con algo de temor, sin atreverse a decir más.

El calor me abrasaba por dentro, me consumía. Me tiraba agua en la cara y el calor no menguaba. Cuando llegue a casa ya le diré a mi abuela y me dirá qué hacer. Los chicos de segundo y tercero se retiraron a las duchas. El entrenador cruzó su bandolera al pecho y nos pidió no irnos demasiado tarde. Yaku comenzó a desmontar la red. Kai llegó con dos cubos de agua y las mopas. Sumergí la cabeza en uno de esos botes. Kai me levantó por la camisa.

—Estás ardiendo.

La luz de los plafones me quemaban los ojos.

—Oye, Kuroo, ¿te encuentras bien?

Yaku llegó corriendo. Ambos me sentaron en el suelo y me despojaron de mi playera empapada. Yaku comprobó mi temperatura con su mano.

—Joder, te estás quemando. Kai, rápido, llama a la enfermera. Kuroo, tranquilo, toma asiento, respira hondo.

—No puedo.

—Todo estará bien, tranquilo.

—La luz…

—¡Kai apaga los plafones!

El gimnasio quedó sumido en las sombras, pero la luz seguía presente en mi retina.

—¡Ay! ¡Ay! ¡Has que pare! ¡Yakkun! ¡Por favor Yakkun!

Tomó mi mano y la llevó a mi entrepierna. Estaba durísimo como una piedra.

—Apriétate fuerte, Kuroo. Espérame aquí, iré a buscarte alivio.

—¿Qué?

—¡APRIÉTATE LO MÁS FUERTE QUE PUEDAS GRANDÍSIMO SACCAROMICHIS ETCÉTERA!

Me estrujó los genitales con decisión y un gemido abandonó mis labios. Yaku aprovechó que había bajado la guardia para dejar el gimnasio. Yo apretaba mi erección. No era suficiente pero suponía algo de alivio. Todo mi cuerpo temblaba. Me puse de pie, y empecé a dar vueltas en círculos, frotando con rabia la erección que se hacía cada vez más grande, más dura. Yaku volvió cargando su bolso. Me tacleó, y con una fuerza que jamás le había visto, me tumbó boca arriba, jaló de mis pantalones, subió mis piernas a sus hombros, y me metió por el culo que chorreaba un enorme consolador.

La luz explotó en mis retinas. En un segundo, contemplé el nacimiento del universo.

—Aguanta un poco más, estúpida bestia inoportuna. Aguanta solo un poco más.

La erección dejó de crecer, dura como el acero.

Yaku guio una mano mía hasta el consolador, para que continuara yo masturbándome. Con rapidez se quitó la chaqueta y me cubrió con ella de la cintura para abajo. Luego volvió a tomar control del consolador.

—Sigue frotándote. No pienses que estoy aquí.

—Cómo podría…

—Shhh, calla. Cierra los ojos. Relájate. Frótate la erección y no pienses. Disfrútalo. Eso es. Relájate.

—No puedo…

—Que te calles.

—Qué me sucede…

—Un calor, Kuroo, solo es un calor. Ahora escúchame… Kai llegará con la enfermera. Tenemos que sacarte un orgasmo antes que lleguen los del Centro de Planificación Familiar, ¿crees que podrás con ello?

—¿UN QUÉ?

El consolador se fue hundiendo más y más. Yaku también se fue acercando a mí. El consolador vibrante salía y entraba, salía y entraba. Los interiores de mi recto se contraían y succionaban de manera rítmica. Los labios de Yaku se acercaron a mí.

Eso es, lo estás haciendo muy bien. Destensa los músculos. Deja a tu cuerpo fluir.

Uno de sus dedos acarició la entrada de su mano.

Un grito gutural huyó de mi garganta, sin remedio. Yaku alcanzó a atajar parte del grito con su mano. Abrí los ojos. Yaku tenía una mano en mi rostro y en la otra seguía empujando el consolador en mi interior. Su mirada era concentrada y decidida.

Cierra los ojos —volvió a guiarme.

Alcancé a divisar a Kai, corriendo en mi dirección. Una bolsa con hielo picado resbaló por mi frente.

—¿Mejor? La enfermera ya viene, está esperando a la ambulancia.

Luego, ya no me acuerdo.

. . . .

Tuve cuatro episodios consecutivos, amordazado y amarrado a una camilla de hospital. A veces creía divisar a un técnico limarse las uñas en una esquina. A veces sentía que alguien me golpeaba las mejillas y cambiaban mis sábanas sin desamarrarme. En ocasiones oía gente hablar. Los olía. Eran Alfas. Entonces, cuando me veían con los ojos abiertos, me pinchaban el brazo y perdía la consciencia.

Luego mis episodios bajaron de intensidad. Un técnico monitoreaba constantemente mi temperatura. Cuando terminaba un episodio, el técnico cambiaba mis sábanas, me mudaba de ropa, y medía todas mis constantes vitales, para ingresarlas a un computador.

Después de un episodio más bien leve, una enfermera permitió entrar a mi abuela. Le brillaban los ojos del orgullo. Al recibir los brazos de mi abuela, un extraño nudo se alojó en mi garganta.

—Ya me parecía que habías actuado muy extraño, hablando de luces y vasos, pero como siempre has sido tan excéntrico… Pero eso es lo de menos. Ay mi Tetsu. Mi querido nietecito Por fin te has convertido en todo un Omega. Estoy tan orgullosa de ti.

Se me derramaron las lágrimas.

No compartía la felicidad de mi abuela. Me sentía estúpido, ingobernable, y sobre todo, avergonzado. ¿Por qué decía mi abuela que estaba orgullosa? ¿De qué? Pero yo tampoco estaba seguro del motivo de mi pena. Solo podía llorar, y llorar, y llorar, sin remediarme. Ingobernable, completamente ingobernable.

Mi abuela salió un momento a comprarme algo dulce. Regresó en sus pasos con una sonrisa aún más radiante.

—Mi Tetsu, ha venido un amiguito tuyo de la escuela a verte. ¿Te gusta también la tarta de zanahoria? La del hospital está muy buena, iré a traerle una a Tetsu.

—No se moleste, muchas gracias —era Yaku.

La abuela nos dejó solos en mi habitación. Limpié las lágrimas con mis puños. Realmente era Yaku Moriosuke.

—Así que Tetsu…

Escondí mi cabeza bajo las sábanas.

—¡Qué haces aquí! ¡Vete! ¡No soy capaz de volver a verte en mi vida!

Creí que se burlaría de mí, o que diría algo estúpido. Sentí la cama hundirse bajo el peso de alguien a mi lado. Yaku deslizó las sábanas hacia abajo y ladeó la cabeza, buscando mirarme.

—No tienes de qué avergonzarte. Todos hemos pasado por esto.

—Deja de burlarte de mí. Por qué tienes que burlarte de mí todo el tiempo.

Con rabia, limpié aquellas lágrimas que volvían a escapárseme.

—Que no me burlo. Te repito que todos hemos pasado por esto.

—Pero no a todos le sucede delante de su archienemigo.

Yaku se largó a reír.

—A mí me llegó en una clínica, Kuroo, y en el día de la TICS, así que creo que fue mucho peor lo mío… ¿Por qué? Oh, gracias por preguntar, Kuroo-kun. Pues verás, ese día había muchos estudiantes de medicina, Alfas todos, por supuesto, y cuando me vino el celo, esos internos me tomaron como objeto de estudio. Imagínate. Un muchachito de trece años siendo manoseado por todos los Alfas del hospital… ugh, no. No le recomiendo aquella experiencia a nadie.

Eso me sacó una risita, aunque no quería. Podía imaginarlo.

—¿Cómo se te ocurrió…? Quiero decir… ¿Por qué llevabas contigo…?

Yaku me tapó la boca. Dejó su mochila sobre sus piernas y extrajo una pequeña libreta. Después de escribir unas notas, arrancó el papel y me lo enseñó.

«No podemos hablar de eso aquí».

Arrugó el papel, lo guardó en su bolsillo.

Me entregó una segunda nota.

«Conocí a tu Papá Omega».

Quiso arrebatarme el segundo papel, lo aparté. Yaku saltó de la cama y su mirada barrió la habitación. Se detuvo unos momentos en el tomacorriente. Otro momento más en la lamparita de noche. Por último, en la puerta.

—Solo he seguido los procedimientos indicados en el honorable programa de educación. Yo también pasé por un celo, y al verte en aquella situación tan penosa, hice lo que estaba a mi alcance para ayudarte, de la misma manera que habría ayudado a cualquier otro respetado ciudadano Omega de La Nación.

Mientras me hablaba, sus ojos hervían rabia, contradiciendo cada sílaba expelida de su boca.

—Ponte bien, Kuroo. Ahora que te ha llegado el celo, podrás por fin guiar tus pasos al cumplimiento de tu destino biológico. No seas imprudente. No te desapegues del honorable programa de educación. No cuestiones a la autoridad. No desafíes lo que ya muchos han aprobado. Ayuda a La Nación, tú que has sido bendecido.

Me tomó de la mano. Dejó en mi palma un papel. Salió de la habitación apresuradamente.

«No podemos hablar de eso aquí».


Notas: tengo que decir que tenía este capítulo un poco varado. La última parte, crucial para la trama, estaba escrita hace mucho. Pero no sabía cómo desarrollar la primera parte. Hube rayado unos párrafos describiendo el estado de Kuroo antes del celo. Se parecía mucho a una sintomatología, algo que podría encontrarse en un libro de biología. No quería eso, ni sabía cómo mejorarlo.

Unos días atrás, una amiga me regaló una colección de cuentos de Katherine Mansfield. En uno de esos cuentos, Preludio, se describe el empapelado de una habitación, y los efectos de la luz en los dibujos. Mi cabeza recordó el discurso de Kawabata cuando ganó el Nobel, y luego el reportaje de un fotógrafo de la National Geographic. Todos ellos hablaban de la luz.

Mi «sintomatología del celo» mencionaba la luz. En mis borradores le había dado todo un trasfondo biológico a por qué Kuroo percibía tanto la luz. La explicación, comprendí, era lo de menos.

¿A qué voy con estas notas? No lo sé. Muchas veces, quienes escribimos, invertimos parte del tiempo en investigar sobre lo que vamos a escribir. Leemos y nos educamos en cosas tan dispares como los carruajes que se usaban en el siglo XIX, la demografía de los estudiantes de la universidad de Irving, o los drinking games de Japón… pero a veces, solo hay que mantenerse estudiando, constantemente, y leer y ver documentales, de cualquier cosa. Entonces, llegado el momento, tu cabeza podrá conectar ideas con lo que ya hay allí almacenado.

Con esto no quiero decir que haya escrito la octava maravilla del mundo (¿?). Solo es una reflexión que saqué de una experiencia vivida, que no tiene nada de original, pero que ayudó a actualizar esta historia. Me ha gustado cómo me quedó este capítulo, especialmente la primera parte, lo mágico.

Gracias por leer. Intento al menos sacar un capítulo mensual fufu… no doy para más. Actualmente estoy muy loca con el fandom de Jujutsu Kaisen. Este fic todavía me importa lo suficiente para seguir actualizando de manera más o menos periódica, pero las cosas son que mi fangirlismo por Haikyuu! ha ido disminuyendo, y que creo que me encanta Suguru Geto ya a un nivel Wakatoshitezco (¿?).

¡Nos leemos en la próxima actualización!