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La niña se convirtió en su sombra.

No es que la pequeña no tuviera sus propias tareas que hacer, porque todos en esta casa las tenían. Entre otras cosas, los niños se encargaban de recoger los huevos, de cambiar cada cuatro o cinco días la paja sucia del suelo del salón por otra limpia y fresca… Ellos lo convertían en un juego, y solo entonces se aprovechaba para barrer el suelo de verdad y llevarse la suciedad acumulada del resto de los días, que yacía oculta entre la paja. A Kyoko no le escandalizaba esto lo más mínimo, pues era práctica habitual de los grandes salones. Hmm…, quizás podría sugerir que añadieran a la paja algunas hierbas aromáticas para mejorar el ambiente, como lavanda o espliego, tal como hacían en el castillo donde vivía antes (a Kyoko a veces le parecía que hacía toda una vida de eso…). Les tocaba también —a los más mayorcitos— cargar con los pesados orinales de latón de los dormitorios y vaciarlos en unos barriles del taller, que, según le había dicho la señora Julie, se usarían para fijar los colores de las telas solo en caso de emergencia, si se quedaban sin otros materiales menos onerosos. De más está decir, que cada cierto tiempo, dichos barriles habían de ser vaciados y limpiados porque la orina se corrompía (apestosamente, si ha de precisarse). Kyoko sabía eso porque una de esas mañanas de su primera semana en la casona, mientras asistía en el taller, vio cómo los señores Hizuri (el padre y el hijo) los hacían rodar por el suelo para sacarlos afuera (podía escuchar con claridad el quejido del viento invernal colándose por entre los respiraderos) y vaciarlos en una fosa cavada a tal fin en el exterior. Si le pareció que, a su intento de ignorarlo, el joven Hizuri miraba en su dirección con lastimeros ojos de cachorro y que la señora Hizuri le 'había pedido' con demasiado entusiasmo que precisamente ella los ayudara abriéndoles las puertas y que los esperara con abrigos secos y paños para limpiarse las manos después de tan ingrata tarea, quizás podrían haber sido imaginaciones suyas… Pero la sonrisa torcida del rubio cuando se sacudió la nieve de encima, como hacían los perros de la casa y dejándola a ella perdida como consecuencia, eso, desde luego que no lo fue…

Perdón, le había dicho él… ¡Perdón!, cuando era más que evidente que no se arrepentía en lo más mínimo… ¿En serio? ¿Por qué le resultaba tan fácil sacarla de quicio? Si la miraba, porque la miraba. Y si no la miraba, porque no la miraba… No, espera… ¿Qué le importaba a ella si la miraba o no? Nada, no le importaba nada. Eso.

Ah, ¿pero por qué perdía el tiempo pensando en él? Ya no más, por favor. Componte, mujer, se dijo, enderezando la espalda y espantando el recuerdo de la gentil mano del rubio quitándole la nieve del pelo… Y el de aquellos ojos verdes, también. Shh, shh, fuera, fuera…, se instó Kyoko, moviendo los brazos en el aire y ganándose un par de miradas de extrañeza. ¿Por dónde es que iba? María… Ah, sí, María…

Se había venido repitiendo ya como una costumbre: en cuanto terminaba sus tareas, María corría a donde fuera que estuviera ella. Ella estaba bien con lo que fuera que Kyoko estuviera haciendo y parecía disfrutar genuinamente de su compañía. Gracias a la niña, Kyoko por fin podía ponerles nombres a los rostros más habituales. Y no solo eso, María era una fuente de información inagotable, a veces no solicitada, ciertamente, pero información al fin y al cabo. Fue así como supo que el esposo de Kanae era precisamente el hombre de los carísimos quevedos, Yukihito Yashiro, primo segundo, o más bien cuarto o quinto (por parte de una tía tercera política) de los Hizuri. Y que la señora Kotonami, la madre de la fiera Kanae, era la hermana menor del señor Lory, hija de un segundo matrimonio de su padre, y que tenía un montón de críos, propios y ajenos, es decir, nietos.

De más está decir que a Kyoko la cabeza le daba vueltas con las enrevesadas relaciones familiares, pero lo que pudo sacar en claro es que en algún momento, Takaradas y Hizuris decidieron unir fuerzas para sobrevivir a las exigencias del mercado, convirtiéndose en el proceso, y con mucho trabajo duro, en una de las familias más productivas del gremio.

Había también en la casa, le dijo la niña, tres o cuatro aprendices, no emparentados por la sangre sino por lazos de amistad o comerciales, que vivirían con ellos, aprendiendo la profesión, hasta que fueran declarados oficiales primero, y maestros después, que habría de ser el momento en que habrían de decidir si probarían fortuna abriendo un negocio propio en otra ciudad o se unirían a las filas de la casa. Como aprendices, a ellos les correspondía las labores más ingratas del oficio y la limpieza de las dependencias. Siempre estaban correteando de aquí para allá, atareados en lo que les hubiera sido encomendado. Entre ellos, estaba Hiou, de la casa Uesugi, un niño de unos siete años, según estimaba Kyoko, de permanente ceño fruncido y que la miraba como si ella fuese la encarnación del mal o algo peor… Que ella misma fuese responsable de tal impresión ni se le había pasado por la cabeza. Y es que el día antes lo había pillado molestando a María, tirándole de las trenzas, y ella lo había reprendido bastante públicamente, tirándole de la oreja y ordenándole que asistiera a sus clases de las mañanas con los niños para enseñarle buenos modales.

Hiou se inflamó en las metafóricas llamas de la ira y un rubor furioso le encendió la piel del rostro hasta la punta misma de las orejas.

—Por la noche —le había replicado él, airado, mientras se restregaba la oreja magullada—. Con los adultos.

—¿Eh? —había preguntado Kyoko, ladeando la cabeza.

—Si he de ir —había mascullado, prácticamente mordiendo cada palabra con enojo—, será con los adultos, no con los niños pequeños.

—¿Disculpa? —volvió a preguntar Kyoko, aún perdida en tal proceso de razonamiento.

—¡Ya tengo once años, mujer! —le había espetado él, con los puños apretados a los costados.

—Oh —había dicho ella tan solo—. Claro, claro —se había apresurado a agregar después, al percatarse del incómodo silencio—. Hasta la noche, entonces.

La sonrisa de victoria de María debió haberle dado algún indicio de que la pequeña no era el ángel tan inocente que ella suponía que era, pero en fin…


Llegó finalmente el domingo* —su primer domingo en la casona—, día de Dios y de descanso (salvo en las cocinas y con los animales, claro está, porque los estómagos de todos deben ser saciados en cualquier caso —salvo en el período de ayuno en Cuaresma—) y a falta de un sacerdote, era el viejo Lory, en su calidad de juez de paz retirado, quien velaba también por sus almas, procediendo a la lectura de pasajes de las Escrituras.

Los habitantes de la casa se reunían en el salón principal, ocupando todos los asientos disponibles, las alfombras y los almohadones en el suelo. Fácilmente, unas cuarenta personas, sin contar los niños. Probablemente más… Quedarse mirándolas mientras las contaba constituía una falta de educación en la que Kyoko no tenía la menor intención de caer. Ella fue una de las que se sentó en el suelo, justo detrás de una madre con su hijo en brazos. El niño, de unos tres años, no paraba de revolverse en sus brazos mientras se rascaba sin decoro alguno y tosía a media voz…

Mientras el señor Lory leía la palabra de Dios, el niño, con los ojos turbios y enrojecidos de puro sueño, la miraba y le sonreía, y Kyoko tenía que morderse la lengua para no devolverle la sonrisa. Al final transigió, por supuesto, y el niño quedó satisfecho al ver que sus esfuerzos habían dado frutos. Un resoplido nada recatado a su derecha fue clarísimo indicio de que tal intercambio había sido observado por alguien más. Y si tuviera que apostar —cosa que ella jamás haría porque eso no era de buen cristiano—, podría nombrar, sin temor a equivocarse, al dueño de tal resoplido. Pero ella no le iba a dar el gustazo de seguirle el juego, así que decidió ignorarlo, manteniendo la vista al frente, la espalda recta y el mentón alzado, fingiendo una atención al señor Lory que no pasaba por sus mejores momentos.

El pequeño no dejaba de rascarse…

Piojos y pulgas estaban a la orden del día, y por mucho que intentara evitarlo, Kyoko misma había sufrido sus ataques más de una vez. No era agradable, desde luego, y estaba segura de que la ropa limpia y la higiene tenían algo que ver, porque en primavera y verano, cuando la gente se bañaba con más frecuencia en ríos, estanques y arroyos, los ataques de los insectos disminuían hasta casi desaparecer, para resurgir con más fuerza en cuanto regresaban los fríos del cambio de estación.

Quizás mañana, pensaba ella, podría pedir una botella vinagre en las cocinas, se dijo. Su idea era darle a los niños (ella misma incluida) unas friegas vigorosas en el cuero cabelludo, y ralentizar en lo posible una oleada de molestas picazones entre sus alumnos más pequeños.

Pero entonces las vio, cubriéndole el cuello y la parte del pecho que la camisa dejaba expuesta. Contra su buen juicio, Kyoko prefirió esperar a que el señor Lory terminara su parlamento, mientras sus dedos tamborileaban impacientes sobre sus muslos. Una vez disuelta la asamblea, se dirigió a la madre, señalándole el sarpullido del pequeño.

—¿Y esto? —le preguntó. La madre le levantó la camisa y a la vista quedó una erupción de pequeñas manchitas rojas que le cubría toda la espalda, el pecho y el cuello.

—Ortigas —le contestó ella—. Ayer estuvieron jugando en el secadero —Kyoko asintió en silencio, recordando los ramilletes colgando del techo y las paredes, sin ningún orden aparente.

—¿Te duele la garganta? —le preguntó al niño directamente. El niño tosió de nuevo, asintió sin voz y siguió rascándose. Kyoko suspiró y miró los ojos enrojecidos, que antes había tomado por sueño, y entonces le puso la mano en la frente—. Tiene fiebre.

—¿Fiebre? —preguntó su madre, poniendo a su vez, su propia mano en la frente de su hijo—. Cielos, sí.

—¿Cuándo fue la última vez que bajó al pueblo? —le preguntó Kyoko, sin darse cuenta de que las conversaciones a su alrededor habían cesado y que varios pares de ojos la observaban.

—Cuatro o cinco días antes de que Kuon te encontrara.

—Eso hace… ¿Diez u once días? —preguntó ella, buscando (para variar) a Kuon, al que encontró justo a su derecha, de donde no se había movido, y que asintió con la cabeza—. Es sarampión —declaró al fin, dejando caer vencidos los hombros, y un murmullo creciente como la marea recorrió el salón—. Caeremos enfermos todos.

—¿Los adultos? —preguntó Kuon.

—Si es que no la han sufrido antes, sí. Los adultos también —respondió ella, con un nuevo suspiro—. Es peligroso. Lo he visto antes.

—¿Sabes tratarlo? —preguntó alguien, que resultó ser el señor Hizuri, dando un paso adelante hasta quedar frente a ella.

Ella asintió, sintiendo la punzada del miedo en la boca del estómago.

—¿Qué necesitas? —le preguntó.

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NOTA:

* Domingo Dominicus dies = el Día del Señor.