NOTA:
Muchas gracias a los usuarios no registrados por sus comentarios recordándome que hace tres meses que no actualizo. Sorry, la vida se me ha vuelto más complicada de lo habitual.
Intentaron despertarla, sacudieron su pequeño torso, le dieron palmaditas en la cara que casi llegaron a ser cachetadas, Kuon —con la voz quebrada— amenazó con castigarla, pero nada surtía efecto. María no reaccionaba. Su cuerpo de niña ardía y yacía lánguido sobre la cama y su melena otrora lustrosa y resplandeciente lucía ahora apagada, mate, falta de vida…
Kyoko dio un paso atrás, sintiendo el pánico treparle por la garganta, convertido en un grito que no llegó a salir. Se llevó las manos a la boca, sofocándolo, haciendo que se revolviera y acabara explotándole dentro del pecho. Lágrimas involuntarias empezaron a brotar entonces, surcando sus mejillas en silencio, pero entonces vio… No. No, no podía ser… Sus ojos la engañaban, pensaba ella, a la vez que se pasaba las manos por ellos, enjugándose las lágrimas.
Pero…
¡Otra vez!
Kuon estaba de pie, junto al lecho, con los brazos laxos, sin fuerzas, y la mirada baja. El pelo le caía sobre la frente y le velaba el rostro. Apenas advirtió a Kyoko pasando a su lado, casi empujándolo, y tomar un cuchillo en la mano y alzarlo contra María. Y cuando su brazo se extendió por instinto para detenerla, la vio colocando la afilada hoja bajo su nariz.
Y es entonces cuando él también lo vio: el levísimo aumento de su pequeño pecho al inspirar. Y luego la inhalación brusca de Kyoko, como un gemido ahogado, apenas sofocado, al constatar que la hoja del cuchillo efectivamente se empañaba un tanto. Casi nada, pero lo hacía.
María aún respiraba.
Kuon sintió la esperanza batir sus alas, renovada, renacida, porque su niña aún vivía.
—…on, Kuon —La voz de Kyoko le sonaba lejana. Le costó un esfuerzo consciente apartar los ojos de María y mirar hacia Kyoko. Cuando lo hizo, sus ojos dorados, enrojecidos por el cansancio y la falta de sueño, lucían llenos de preocupación—. Tráeme nieve y ponla en la tina —le pidió ella, cargando en brazos a la pequeña —Kuon parpadeó, y aquella esperanza que vivía dentro de su pecho calló de repente. El vértigo en la boca del estómago se sintió como si la tierra se abriera bajo sus pies, arrastrándolo, y el miedo, puro pánico, corrió por sus venas enloquecido.
—La matarás —le dijo él, quitándole a la niña de sus brazos y volviéndola a tender en el lecho. Luego se arrodilló a su lado y tomó su mano, diminuta entre las suyas.
—¡Ya se está muriendo! —le gritó ella a su espalda. Sí, Kyoko era bien consciente de que el brusco contraste de temperatura podría robarle la escasa vida que aún latía en la niña, pero…, pero es que ya se les iba…
El silencio, realmente ensordecedor, fue la única respuesta que obtuvo, y justo cuando Kyoko estaba considerando salir corriendo de la habitación y avisar al señor o la señora Hizuri, Kuon se puso en pie con un movimiento dolorosamente lento. Como si el simple hecho de apartarse de María requiriera de toda su voluntad… Sin una palabra, sin una mirada atrás, tomó los baldes de junto a la puerta y recorrió el pasillo. Y cada paso suyo era un poquito más rápido que el anterior, hasta que al final, prácticamente corría.
Poco después, Kuon regresó a la habitación con su valiosa carga. Detrás de él venían dos hombres más, cada uno con dos baldes llenos de nieve virgen. Los depositaron junto a la tina y se marcharon, sin pronunciar palabra, dedicándole una mirada a la niña, pensando en que sería la última.
Poco a poco, Kyoko enterraba a María en esa nieve, prístina e intacta. Ignoraba el frío que le mordía las manos mientras la iba cubriendo, brazos y piernas, y por su cabeza pasó el pensamiento fugaz de que retrasaba lo inevitable y que tan solo le preparaba una mortaja de hielo y muerte. Pero ella sacudió la cabeza, desterrándolo al rincón de pensamientos que no podía permitirse, y cuando se puso en pie, sumergió las manos en una jofaina de agua caliente que había traído una de las madres. Kyoko suspiró de alivio, al recuperar la sensibilidad en sus dedos, pero la pequeña no reaccionaba y la desesperación volvió a hacer presa en el corazón de ambos, el de Kuon y el de Kyoko, negándose a dar a la niña por perdida. Kyoko dejó atrás el paño con el que se había secado las manos, acercándose a él. Permanecieron de pie, junto a la tina, mirando a María desde su altura de adultos, rezando por un milagro que no sabían si acaso alguna vez sucedería. Sin ser conscientes de ello, cuando sus manos se rozaron, se enhebraron, buscando en el otro la fuerza que les faltaba para enfrentar esta prueba. Y en silencio, aguardaron, esperando ese milagro.
Y cuando ya parecía que realmente la enfermedad había ganado una vez más, María protestó.
Kyoko jadeó de la pura sorpresa y Kuon abrió los ojos como platos.
En sentido estricto existía la posibilidad de que no fuera una protesta, pero ciertamente su ceño se frunció y de su garganta salió algo que sí que recordaba a una protesta o a un rezongo. Lo importante aquí era que por fin reaccionaba, que su cuerpo se movía y que su garganta profería sonidos más o menos articulados. Eso era más de lo que tenían antes. Mucho más. Ahora también tenían esperanza, una esperanza real y tangible…
Kyoko soltó la mano de Kuon y se abalanzó sobre la tina, desenterrando los brazos de la niña para tirar de ella y sacarla de su lecho helado. Kuon la cargó hasta la cama y sostenía el desmadejado cuerpo de María mientras Kyoko le ponía un camisón limpio y seco. La arroparon luego con una manta, y Kuon se inclinó para depositar un beso sobre su frente. Aún ardía, pero ciertamente la fiebre había bajado. Cuando se retiró, María tenía los ojos abiertos. Lucían turbios, velados por la fiebre, pero eran ojos que lo miraban, los ojos abiertos de su niña.
—Papá —pronunció ella, con la voz enronquecida de un anciano. Kyoko quiso lanzar al mundo un grito de victoria, pero algo en ella no se atrevió a quebrar ese momento entre padre e hija.
—Estoy aquí, mi pequeña —le dijo, a la vez que su mano dejaba una caricia suave en su mejilla. María exhaló algo parecido a un suspiro y cerró los ojos, quedándose dormida.
Y ahora sí, ahora fue el momento de Kyoko para intervenir. Posó el dorso de la mano en su frente y comprobó que aún tenía la temperatura alta, pero mucho más baja que antes, cuando creían que la perdían. Su pecho subía y bajaba con lentitud, pero era una respiración normalizada y no aquella casi inexistente de hace una eternidad. O de lo que parecía una eternidad…
Kuon exhaló un suspiro, hondo, nacido de allí donde guardamos nuestros miedos más oscuros, y sin más, abrazó a Kyoko, rodeándola con sus brazos. Ella, cuanto menos sorprendida, al principio no supo cómo reaccionar más que tensándose ante la efusión inesperada, pero cuando él susurró un "gracias" sobre su pelo, no pudo soportarlo más y le devolvió el abrazo. Buscaron en los otros brazos el consuelo, el alivio y el refugio que necesitaban.
Si ambos lloraron, de miedo, de alegría, eso es algo que solo ellos supieron y guardaron para sí.
