NOTA:

Muchas gracias a los usuarios no registrados por sus amables y motivadores comentarios. Especialmente a B sus buenos deseos.


El candil titilaba, casi consumido, cuando Kuon abrió los ojos. Y en su pecho, una sensación de urgencia, de miedo pertinaz y resistente, trepó hasta su garganta. Su primer instinto fue extender el brazo hacia su hija, queriendo asegurarse de que el triunfo contra la muerte de anoche no había sido un sueño. Sí, María respiraba, y era la suya una respiración sosegada y rítmica, propia de quienes duermen tranquilos. Sus mejillas seguían encendidas pero el color era más natural que anoche. Que ayer. ¿Ayer? ¿Solo ayer? Cuando Kuon trajo el recuerdo de esa infausta noche, realmente se sentía lejana y distante, como si hubiera sucedido tiempo atrás, y no solo hacía unas horas. Su María vivía, gracias a Kyoko, su niña vivía…

Desechado el miedo, volvió el torso entonces hacia la mujer que dormía a su lado. Sentada en el suelo, como él, dormía con los brazos apoyados en la cama y la cabeza sobre ellos. A Kuon le semejaba un pequeño ángel, extraño y complicado (y un tanto protestón con un mucho de laborioso), llegado a su vida tan solo por casualidad. En sus pestañas destellaba aún el brillo de lágrimas derramadas y su ceño se fruncía en sueños, como si tuviera pesadillas. Así que Kuon hizo lo único que podía hacer: se colocó a su lado, adoptando la misma postura que ella, y le susurró "Shhh… Todo está bien ahora, Kyoko". Y de alguna manera su voz debió llegarle, cruzando el velo de los sueños, porque ese ceño fruncido se distendió y una sonrisa pequeñita, pero real, se formó en sus labios.

Sí, todo estaba bien ahora…

Kuon suspiró, agradecido, y cerró los ojos.


A Kyoko la despertó el tintineo de la cerámica. Vio a la señora Hizuri colocando una bandeja junto a la cama. Traía comida, la misma sopa con la que se había estado alimentado toda la casona estos aciagos y negros días, y aceite para el candil. La señora Julie estaba precisamente rellenándolo cuando advirtió que la muchacha estaba despierta y mirándola. Le sonrió entonces y se llevó un dedo a los labios, pidiéndole silencio. Y aunque Kyoko encontró su sonrisa un tanto extraña, no tuvo más que seguir su mirada para hallar la razón de la misma: su hijo, Kuon, dormía pacíficamente a escasos centímetros de su propio rostro. Que cómo es que no se había dado cuenta antes debiera ser achacado a su recién despertar y al cansancio. Pero que Kuon estaba cerca (demasiado cerca), era algo que ya no podía obviar ni pasar por alto.

Y a una velocidad increíble para alguien que acababa de abrir los ojos tras una noche —cuanto menos— difícil, Kyoko se empujó a sí misma de Kuon de la única forma que alcanzó a imaginar, es decir, empujando a Kuon sin pensar —no sin antes notar cuán largas eran las pestañas de ese hombre—, causando, claro está, que este despertara bruscamente con el corazón en la garganta del puro susto. Acto seguido, Kyoko se incorporó, se estiró las faldas con vigorosos manotazos y, seguida por los ojos inquisitivos de Kuon, casi le arrebató de las manos el cuenco de sopa a la señora de la casa. Esta le dedicó a su hijo una mirada interrogativa y el hijo le respondió con un encogimiento de hombros. Pero este diálogo mudo duró tan solo un instante, porque María fue despertada —sin ningún esfuerzo añadido esta vez, loado sea el cielo— para ingerir su primera comida en días, atrayendo sobre ella la atención de todos.

Kuon ahuecó los almohadones para incorporarla en el lecho, sentándose después a su lado, y mientras Kyoko le daba de comer con mucho cuidado y paciencia para que no se fatigase ni se atragantase, la señora Julie le hablaba a María de tonterías infantiles, de primaveras y arroyos de verano. Al poco, una cabeza morena asomó por el quicio de la puerta. Era Hiou, el joven aprendiz, y venía con el ceño fruncido. Miraba a María con una intensidad desacostumbrada en alguien tan joven cuando se dio cuenta de que Kyoko había notado su presencia, y entonces Hiou hizo un gesto seco con la cabeza hacia la niña. La pregunta fue clara para Kyoko: "¿Se pondrá bien?". Kyoko le sonrió y asintió también en silencio. Los tres adultos presentes en la habitación fingieron no haber oído el suspiro aliviado del muchacho.


Los días siguientes pasaron ya sin excesivos sobresaltos. Pasado lo peor, se continuó con el cuidado de los enfermos, hasta que por fin fueron más los sanos que los primeros. La casa funcionaba con eficacia y cada quien sabía qué hacer. Con cada convaleciente restablecido, más manos se sumaban para atender en las tareas de la casa y los establos, dándole a aquellos que nunca enfermaron la oportunidad para recuperarse también de la mengua de sus propias fuerzas. Pero la vida continuaba, a pesar de duelos y quebrantos del espíritu, y pronto hubo que proceder a actualizar el inventario de la despensa, de las hierbas del secadero y de los animales. Por ejemplo, habían agotado casi toda su provisión herbaria y andaban cortos de aceite para los candiles, de velas y leña, desde que sus noches se habían convertido en vigilia para el cuidado de los enfermos. En las mañanas en las que no soplaba la ventisca, el señor Hizuri hubo de mandar partidas que recorrieran los alrededores de la hacienda para talar árboles viejos y ponerlos a secar y ser cortados para el fuego del hogar. También se les encomendó a los más pequeños que recuperaran tantos los cabos de vela como fuera posible, que serían vueltos a fundir para elaborar velas nuevas. Y respecto al taller, que había sido desatendido por completo, desde que no había fuerzas ni ánimos para atenderlo, se limpiaron sus altos ventanales, cegados por la nieve de tres semanas, y la luz invernal iluminó los vivos azules de la casa Takarada-Hizuri.

Tres semanas después de aquel aciago domingo en que confirmaron el primer caso, una mañana de domingo, el último de los encamados dejó el lecho y bajó —con ayuda, eso sí— al gran salón, donde Lory celebró un servicio por las almas de los niños que ya no estaban, pero también elevó un agradecimiento al cielo, por no abandonarlos en tan negras horas y no requerir a nadie más en presencia del Altísimo. También dio gracias por el día en que Kuon encontró a Kyoko en la montaña y la trajo a su hogar. Nadie lo dijo en voz alta, pero todos eran conscientes de que sin la muchacha, hoy hubieran estado llorando por más ausencias…

Kyoko sintió el peso de las miradas y la garganta estrangulada por unas ganas enormes de llorar. Más… Querría haber hecho mucho más… Muchísimo más… A su derecha, la mano de Kuon, firme, segura, buscó la suya y Kyoko enhebró sus dedos con los suyos.