NOTA: Gracias a los usuarios no registrados por sus amables y divertidos comentarios.
Capítulo cortito (y más o menos de relleno, sí, aunque necesario) por falta de tiempo, sorry.
Sí, Kuon quería ser su esposo.
A pesar de no refutárselo a sí mismo, tal inesperado pensamiento (formulado en palabras por vez primera, aunque fuera en su cabeza) lo sorprendió al punto de robarle el aliento del pecho, casi como lo haría un golpe físico. Efectivamente, había sido él quien había empezado todo esto —lo de tener que casarse y compartir la cama—, pero como una broma, como una forma de ponerla nerviosa, y sí, de reírse un poco de ella, lo reconocía…
Pero esa intención había quedado atrás… Bueno, no del todo, porque podía afirmar sin temor a engaño que adoraba hacerla rabiar y ver ese ceño fruncido y sentir su enojo contra él, desplegado en toda su gloria, chisporroteándole en la punta de los dedos, y su réplica veloz, destinada a cortar como cuchillo. Y no es que tal afición o propensión suya hable muy bien de sus particulares "gustos", pero Kuon era, sin duda, de los que prefería un ataque frontal a la indiferencia que mostraba Kyoko para con él estos últimos días… Ah, y sus mejillas encendidas en doncellil rubor también era algo delicioso de ver y que le sentaba de maravillas a su orgullo viril…
¿Pero desde cuándo fue que cambiaron las cosas con Kyoko? Kuon no sabría decirlo… Es que esto —esto del ¿amor?, esto de necesitar y querer estar con alguien, de entrar en una estancia y buscarla con la mirada, de querer compartirlo todo, alegrías y tristezas, palabras y silencios, de querer mirarse en sus ojos, y de esperar (rezar, soñar…) que ella también desee lo mismo… Sí, tenía que ser amor…— era del todo desconocido y nuevo para él, y le hacía sentir ese tambaleante vértigo en el que el mundo pareciera moverse por cuenta propia a su alrededor. Hasta entonces, Kuon había vivido huyendo de la mismísima idea del matrimonio, cansado como estaba de que las jóvenes de su edad lo buscaran solo por su apariencia o su estatus familiar, sin molestarse siquiera en conocerlo a él. Esas chicas solo querían una posición, y no un compañero… Y él sabía lo que quería, muchas gracias. Por más que no lo hubiera vivido (aún), sí que sabía perfectamente qué clase de relación querría tener algún día, porque llevaba una vida entera viéndola encarnada en sus padres. Aunque tampoco es que tuviera ninguna prisa en casarse o, para el caso, ser cazado. Hasta que, claro, llegó Kyoko y lo cambió todo…
Si ya el encontrarla casi muerta en la montaña había puesto su mundo del revés, además había revolucionado la vida en la casona. Primero una escuela, después su fortaleza y obstinación —pequeños milagros— en robarle almas a la Parca durante la plaga, y ahora su novedoso y revolucionario estilo de costura… Y eso tan solo en apenas poco más del primer mes del invierno cerrado… Ah, ¿qué otros talentos ocultos tendría la muchacha? ¿Qué otras sorpresas traería consigo? Con cierta expectante e interesada curiosidad, Kuon reconocía que le fascinaba la idea de verla crecer y florecer a su lado. —Un hombre puede soñar, ¿verdad?
La irrupción de Kyoko en la mansión Takarada-Hizuri, si bien abrupta en su inicio, había seguido su curso inevitable. Con naturalidad, las mujeres de la casa la habían aceptado como una de las suyas, y María ya la amaba. Su madre también la apreciaba, eso era obvio. Y hasta la áspera esposa de Yukihito parecía haber desarrollado cierta brusca querencia por Kyoko…
Y eso solo hacía más fácil que él también la amara. Pero una mujer —cualquier persona, en realidad— se merecía afecto por sí misma, se dijo Kuon, no por lo que tus allegados opinaran sobre ella. Y mentiría si dijera que no había estado pendiente de la mujercita protestona desde el principio. Admiraba su inmensa capacidad de trabajo y hasta de sacrificio por ayudar a los demás, y sabía que era amable y afectuosa. La había visto trabajar sin un solo gesto de protesta con los demás habitantes de la casona (por más que generalmente era él el único agraciado a ese respecto). Pero sobre todo, era la forma en que había peleado por arrancar a su hija de las garras de la muerte. La había visto llorar por María, de tristeza, de alivio, de dicha…, y él la había tenido en sus brazos.
Y justo cuando Kuon creía que se estaban acercando, y que Kyoko por fin empezaba a mirarlo de otra manera —diferente de aquella expresión de ruborizado escándalo de la primera noche—, ella lo evitaba, lo ignoraba. Kyoko prácticamente fingía que no lo tenía delante… Era cierto que en las clases de los adultos no podía ignorarlo por mucho rato, pero eso no saciaba —ni de lejos— esa nueva ansia suya de hablar como lo hacían antes, o de compartir el silencio de una habitación sin necesidad de palabras, porque sus manos entrelazadas eran más que suficiente para hablar por sus corazones llenos de temor por la suerte de María.
Y ahora, Kuon ya no tenía nada de eso… Como un don del cielo, lo había probado (aun si no sabía en ese entonces lo que era), y ahora se lo habían arrancado de golpe. Por unas horas, había atisbado su futuro junto a Kyoko, y ella se lo había arrebatado sin darse ni siquiera cuenta… Y él, definitivamente, no estaba acostumbrado a irle detrás a una chica, desde que siempre habían sido ellas quienes le coqueteaban y le ponían ojitos mientras que él, tan solo las evitaba. Y no teniendo ninguna otra referencia sobre el delicado arte del cortejo —porque eso era lo que estaba decidido a hacer—, pareciera que no tendrá más remedio que imitar a esas chicas tontas. Pero por el Altísimo, no si podía evitarlo…
—Tiene que haber otra forma… —acabó diciendo en voz alta, mientras levantaba la pala. Del estiércol allí recogido emanaba aún un hilillo de vapor, por puro contraste térmico, indicio de que hacía bien poco que había caído sobre la paja seca que cubría el suelo. Las mulas se lo quedaron mirando—. ¿Pero qué demonios estoy haciendo mal? —añadió. Y a su voz le siguió un relincho suave de Rufus, que parecía darle la razón. Kuon puso los ojos en blanco—. ¿En serio? ¿Tú también, Rufus? —le protestó él, volteándose a mirarlo, sin saber (oh, casualidad de casualidades) que estaba más o menos parafraseando las mismas palabras de cierto romano de antaño.
Esperemos que con mejor fortuna…
