NOTA: Mis disculpas por la demora en actualizar y gracias por su paciencia, pero la vida no me deja vivir…


Con su nueva habilidad revelada, la rutina de Kyoko cambió. Fue la propia matrona Hizuri quien la liberó de sus turnos en las cocinas y en el taller para que lo dedicara exclusivamente a la costura. De nada sirvieron las súplicas de Kyoko diciendo que lo haría al anochecer, que era cuando se realizaban habitualmente estas tareas menores, como tejer, coser, zurcir y remendar. Pero la señora Julie fue inflexible, principalmente por dos razones: primero, porque andaban cortos de velas y aceite desde la plaga y, segundo, porque era muy joven para dejarse la vista entre puntadas mal iluminadas. Era por eso precisamente por lo que se había despejado una mesa para ella en el taller, donde podía gozar de la luz invernal merced a los amplios ventanales del techo. Y había otra ventaja, si bien Kyoko se la guardó para sí: con la excepción de las tareas más pesadas como llenar y vaciar las tinas, que eran realizadas por los varones de la casa, allí trabajaban solo mujeres, lo que la ponía temporalmente a salvo de los ojos de cachorrito con que últimamente la miraba Kuon, por los que Kyoko se sentía culpable sin saber realmente el porqué.

Finalmente, Kyoko cosería no solo para las mujeres de la casa sino también para el mercado de primavera, porque el viejo Lory, previendo negocio, ya le había encargado la realización de varios vestidos sencillos en varios colores y tallas. Por supuesto, se usarían las telas de entramado ligero para la estación y tintes baratos pero duraderos para abaratar los costos, porque la calidad era el sello de la casa Takarada-Hizuri. Quince o veinte estarían bien para empezar. Y si la cosa se daba como esperaba, acabarían usando telas más finas y tintes más exóticos y lujosos y añadirían detalles bordados en el corpiño y el ruedo de las faldas, lo que aumentaría el precio de venta y les abriría mercado a las familias pudientes. E incluso podrían combinar colores en los patrones, o hacer la sobrevesta de un color y el vestido de otro diferente pero de la misma gama… A Lory le brillaban los ojos pensando en ilimitadas posibilidades…

María adoptó enseguida la costumbre de sentarse con ella en el taller todas las mañanas y la observaba trabajar. Kyoko le daba retales desechados y la instruía en estos menesteres. Y si bien la costura de María era bastante corriente, sus habilidades con la aguja residían en el bordado, como bien pronto descubrió Kyoko. Sin bastidor alguno, María conseguía a ojo que sus flores lucieran vivas. Kyoko la veía lanzar la aguja y dibujar figuras en la tela por puro instinto. Entre otros, reconoció el punto matizado, donde se pespunteaba el contorno y luego se rellenaba con puntadas desiguales, y también el punto de realce con relleno, donde se bordaba dos veces pero en direcciones opuestas, dotando a la figura de volumen.

—María —le dijo Kyoko una mañana. La niña dejó la labor en su regazo y alzó el rostro para mirarla—. Quiero proponerte un trato.

Fue así como tres diminutos nomeolvides azules, bordados en el ruedo de la falda, se convirtieron en el sello de las confecciones de Kyoko.


Así las cosas, con casi tres docenas de sobrevestas y vestidos por hacer (encargos de dentro de la casa y los encomendados para tentar las aguas de un nuevo mercado), Kyoko estaría ocupada casi todo el invierno. Y, entre la costura y la docencia (y otras pequeñas tareas a las que se negaba a rehusarse), el escaso tiempo libre que le quedaba lo dedicaba Kyoko a la lectura de aquella extensa biblioteca de cinco volúmenes del señor Hizuri, y que consistía en la Biblia familiar (por supuesto), dos novelas famosas, el Amadís de Gaula (hermosamente iluminado, y que definitivamente usaría en sus próximas clases) y la Tragicomedia de Calisto y Melibea*, un tratado florentino sobre telas y tinturas y otro portugués (traducido, afortunadamente), titulado El libro sobre cómo hacer todas las pinturas de colores, que describía con detalle el proceso de creación de pigmentos. Era fascinante…

Los libros siempre le traían el recuerdo de que en algún momento tendría que sobreponerse a su propia vergüenza en aras de satisfacer su curiosidad y preguntarle a Kuon más detalles sobre qué era eso de la imprenta que había mencionado en su primera noche. Y como Kyoko siempre ha sido de la opinión que mejor antes que tarde, después del breve refrigerio del mediodía se acercó a los establos con la esperanza de hallarlo allí.

Kyoko lo encontró apaleando heno en una de las pesebreras, renovando la alfombra vegetal con la que se cubrían los suelos del establo. Esto hacía que los malos olores se disimularan y que fuera más fácil limpiar las evacuaciones de los animales allí guardados.

—¿Kuon? —llamó ella. Y lo tomó tan por sorpresa que el chico dio un respingo y se le escapó la horqueta que llevaba, que cayó al suelo repiqueteando con un sonido metálico.

—¿Kyoko? —dijo él a su vez. Si el relincho de Rufus que siguió a su cuasi-graznido parecía más una carcajada debe atribuirse tan solo a la casualidad.

—Hola, Kuon —saludó ella, las manos frente al regazo a la vez que daba un paso más adentro—. ¿Tienes un momento? —Él asintió con (demasiado) vehementes asentimientos de cabeza, a la vez que luchaba por adecentar sus manos sucias con el tradicional y clásico método de restregárselas en la parte trasera de los pantalones—. Quisiera preguntarte algo sobre María —continuó ella. Su pregunta hizo que Kuon alzara la cabeza y la mirara (por fin) directamente al rostro—. ¿Sabrías decirme quién le enseñó a bordar? Es realmente habilidosa…

—Su abuela, la esposa de Lory —le dijo él—, pero no creí que ella lo recordara. Era demasiado pequeña… —Y luego añadió, pensativo—: Creo que ha aprendido, o recordado, observando a las mujeres de la casa. —Kyoko asintió, porque tenía sentido para ella: un poco de instrucción, un mucho de observación combinado con el talento natural de la niña daría esos resultados.

—Hay otra cosa más… —dijo ella. Él ladeó la cabeza, expectante—. Quiero pedirte disculpas por no haber pedido tu permiso para que María trabajara conmigo.

—¿¡Estás loca!? —exclamó él, abriendo mucho los ojos y avanzando hacia ella, a punto de tocarla hasta que recordó el estado de sus manos y las escondió a la espalda—. ¡Si no habla de otra cosa! — La has hecho tremendamente feliz —le aseguró, y su voz se tornó más dulce al hablar de la dicha de su hija—. Así que yo —enfatizó, llevándose la mano al pecho y haciendo una breve reverencia de cabeza— te doy las gracias por ello.

—No hay por qué darlas —se apresuró a replicarle Kyoko—. Me gusta trabajar con ella —declaró, y finalmente decidió abordar el objetivo encubierto de su visita—. Me preguntaba…

—¿Sí? —inquirió él.

—Si no estás demasiado ocupado… —continuó ella.

—¡Para ti nunca! —exclamó, sorprendiéndolos a ambos con tal afirmación—. Quiero decir, que nunca se está realmente ocupado, ya sabes.

—¿Ah? Sí, sí… —respondió ella tan solo por cortesía, porque no tenía ni la menor idea de a qué se refería Kuon.

—¿Y bien? —volvió a preguntar él.

—¿Podrías hablarme más sobre la imprenta? —acabó diciendo ella, casi esperando el no.

—Sería un placer —dijo él, para hacerle después el gesto caballeroso de invitarla a tomar asiento sobre el heno fresco. Él sonreía, y al calor de su sonrisa (y para su sorpresa), Kyoko sintió que el invierno era menos invierno…

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NOTA:

* Las dos novelas mencionadas fueron auténticos best sellers de su época, especialmente la segunda, más conocida como La Celestina, con inmediatas traducciones a otras lenguas europeas y multitud de ediciones y reimpresiones.

El tratado portugués que menciono es real.